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domingo, febrero 3

Cinco años en galeras por tener dos mujeres I



(Un artículo de Julio Martín Alarcón en el suplemento Crónica del 6 de febrero de 2011)
Mucho debía pensar en las dos mujeres que había desposado don Francisco de Rivera y Silva, amarrado co­mo estaba al duro banco de la gale­ra Patrona ese 12 de septiembre de 1661. Un banco y remo que se ha­bían convertido en su único hogar. Prendido de una gruesa cadena, allí comía, dormía y hacía sus necesida­des, al aire libre, el desdichado ga­leote. A Francisco Rivera, de frente amplia, cumplidos los 40, se le no­taban ya las profundas entradas cuando llegó forzado a galeras. Fueron dos mujeres, dos amores a la vez, prohibidos por bigamia, los que no perdonó el Tribunal de la Santa Inquisición de Sevilla en 1659, y que le condenaron a cinco años de destierro, cinco de ellos a la durísima experiencia de la boga al remo en gurapas, las galeras de su majestad.
Podrían haberle marcado la frente con un hierro incandescente, además de ser azotado en público con 100 latigazos, como solía dictami­nar el Santo Oficio, pero la guerra contra el corso berberisco había conminado a Carlos I, en 1530, a que los jueces sustituyeran la ma­yor parte de las penas corporales por la fuerza del remo en el Medi­terráneo. Era el peor destino posi­ble: los 130 kilos del remo de 13 metros que movían a la vez entre cuatro o cinco hombres, al ritmo del tambor, se cobraban miles de almas por las durísimas condicio­nes de vida. Pero ese 12 de sep­tiembre, habría de acordarse aún más de las dos mujeres, del Santo Oficio y de su compadre Pedro de la Peña, forzado como él, cuya fu­ga de la galera Patrona tres sema­nas antes, el 23 de agosto, le iba a costar otros dos arios más de sufri­miento al remo. Así lo decidió la autoridad de la Escuadra, que esti­mó que al hallarse en el mismo banco que el galeote fugado, había ayudado a la misma.

Con menos de la mitad de la pe­na cumplida, se le sumaban dos años más, y con los cinco que ya arrastraba, hacían un total de siete, una buena marca para poder aguantar la probable muerte por el combate con el corsario berberisco, el agotamiento, las enfermedades, o ambos. Y no era lo máximo que po­día llegar a cumplir. Le podían res­tar tres más, si se metía en más pro­blemas, hasta sumar los 10 que es­tableció el Concilio de Trento en 1545 para los forzados, o aún peor, de por vida, si fuera esclavo del rey.

En su pueblo de Huelva, Alcalá de Chuzena, algún conocido le habría denunciado por bigamia. Fuera cul­pable o no, le aplicaron casi con to­da seguridad tormento para confe­sar, tortura habitual que practicaba tanto la justicia ordinaria como el Santo Oficio, como método casi ex­clusivo de arrancar la confesión pa­ra sentenciar al culpable. Tal vez, como era costumbre, el potro de cordeles: unas cuerdas enroscadas a brazos y piernas que penetraban en la carne del reo tras la vuelta de torno, cada vez que aquel se negara a confesar su delito. Con todo, torturado y condenado al banco por dos veces, de las galeras se podía salir vivo. Mientras, la Corona con­seguía de esta forma, durante la se­gunda mitad del siglo XVI, el XVII y el XVIII, que forzados y esclavos nutrieran la Escuadra de Galeras para mantener sus costas seguras y dominar el Mediterráneo frente al enemigo musulmán.

La pena de galeras, que había cumplido su función primordial­mente política, se perpetuó, sin em­bargo, hasta el siglo XIX. Con ape­nas cuatro navíos obsoletos, Carlos TV restituyó en 1785 la escuadra y penas abolidas 37 años antes. Los últimos desdichados galeotes no soltarían el remo hasta 1813.


De historias como la de Francis­co Rivera y Silva están repletas las miles de páginas de los 25 Libros de Galeras del periodo 1624-1748 que están restaurando el Instituto del Patrimonio Cultural Español y la empresa Barbancho y Beny S.A. Libros de Forzados y Esclavos, registros en ocasiones bastante comple­tos de cada galeote condenado y sus vicisitudes a bordo: fugas, nue­vas condenas, puestas en libertad. Una joya de los archivos que […] no había hecho sino pudrirse siglo a siglo, por la humedad y las bacte­rias en los archivos de Cartagena.

El esfuerzo de la Armada, con la ayuda del Ministerio de Cultura a través de la Fundación Museo Na­val, la Asociación de Amigos del Museo Naval y el BBVA, ha hecho posible rescatarlos. […] En breve los historiadores podrán ahondar en la increíble experiencia de los casi tres siglos de condena a galeras en España. Forzados que llegaron a ser desde los 25.000 aproximadamente al año, a media­dos del siglo XVI, hasta los 1.000 que embarcaron en las cuatro últi­mas galeras en 1813, ya fueran la­drones, asesinos, delincuentes se­xuales o vagabundos de mal vivir.

Si Francisco de Rivera había evita­do el hierro incandescente y los la­tigazos a cambio del remo, Domin­go Martín, de la Puebla de Guz­mán, mozo de buena constitución, nariz roma y cara larga como le describían en la época, condenado por hurtos y quebrantamientos de la propiedad también en 1659, con­servaría una de las manos, el pie, o las orejas, penas que aplicaban a los ladrones antes de que Carlos I y Felipe II insistieran en la importan­cia de los galeotes. No en vano fue­ron los ladrones los delincuentes que más abundaron durante los siglos XVI y XVII, en la Escuadra de Galeras, un 40% del total según los estudios del historiador José Luis de las Heras Santos. Pero lo cierto es que después de sometidos al su­plicio de la boga, muchos intenta­ron por su cuenta mutilarse para que les dieran por inútiles, cortán­dose la mano que habían salvado, ya fuera cuando salían a la mar, que sólo ocurría entre los meses de marzo a octubre, o amarrados a puerto donde la galera quedaba to­do el invierno como una prisión-pontón. La propia construcción de la galera, con su bajo calado y su cubierta al raso, hacía imposible su servicio en invierno, so pena de que murieran todos los galeotes por frío al primer golpe de mar que les ca­lara los huesos. La obsesión de to­do preso, escapar, se hacía más ví­vida si cabe dentro del navío.

La fuga de Pedro de la Peña ha­bía dejado dos años de condena más a Francisco Rivera y su ejem­plo, como tantos otros antes, iba creando leyenda y animaba al res­to. Así lo pensaría el sevillano Pe­dro Agustín Montero, delincuente habitual, reincidente por varios de­litos, un mozo no muy corpulento de apenas 20 años y ya marcado con una cicatriz distintiva en su ce­ja izquierda. De mirada atravesada, le describían; la viva estampa de la chusma que servía en galeras. Apresado por la Justicia de Cádiz el 9 de febrero de 1669 y condenado a ocho años, no tardaría ni dos me­ses en afanarse por ir limando y cortando la contra cadena que le amarraba a su banco para poder escapar. Descubierto, le ataron a la caja de munición donde el mismo cómitre, el hombre que marcaba el ritmo del remo a golpe de tambor, le obsequió con 100 latigazos. Dos años más también de condena, hasta cumplir el total de 10. Según las ordenanzas navales podían haberle condenado a muerte, incluso como rezaba una del siglo anterior a ser descuartizado por cuatro ga­leras tirando cada una de brazos y piernas. El sevillano aguantó el cas­tigo, volvió al banco y sirvió los 10 años hasta ser puesto en libertad el 24 de abril de 1679.