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miércoles, febrero 6

Las vírgenes vestales



(Un artículo de Irene Hdez. Velasco en El Mundo del 13 de febrero de 2011, con motivo de la reapertura de las ruinas del edificio en el que seis sacerdotisas dedicaban sus vidas a venerar a la diosa Vesta en Roma)

Durante más de 1.000 años, y hasta el triunfo del cristianismo, los romanos rindieron culto a la diosa Vesta, una divinidad de la mitología venerada como la protectora del imperio, hija de Saturno y hermana de Júpiter. Creían que mientras en el templo dedicado a ella permaneciera encendido el fuego sagrado, Roma sería eterna. Seis vírgenes vestidas con túnicas blancas se ocupaban de mantener esa llama siempre ardiendo: las vestales. […] la casa en la que vivían esas sacerdotisas […] se trata de una especie de convento, situado en pleno Foro romano, con un patio central con un jardín repleto de rosas y tres albercas desde el cual se accedía a varias estancias. Era allí donde vivían las seis sacerdotisas consagradas al culto de la diosa Vesta. Se trataba de un cometido de gran prestigio social, como lo demuestra el hecho de que eran todas ellas vírgenes de entre seis y diez años, sin imperfecciones físicas, elegidas por el pontífice máximo entre las nobles familias patricias. Las sacerdotisas permanecían servicio a la diosa durante 30 años (10 como novicias, 10 como sacerdotisas propiamente dichas y 10 como maestras), durante los cuales se comprometían a hacer un voto de castidad. Y si alguna se atrevía a incumplirlo le esperaba una muerte atroz: era enterrada viva. Por su parte, aquella que por un descuido permitía que se apagara el fuego sagrado consagrado a Vesta era castigada siendo fustigada en público.

Además de mantener siempre encendida la llama divina de Vesta, las sacerdotisas se ocupaban de llevar a cabo un rito que marcaba el inicio de la cosecha y de preparar unos panes especiales que se ofrecían corno sacrificio a la divinidad durante las principales festividades religiosas romanas.

Pero no llevaban una vida de clausura. De hecho, disfrutaban de grandes privilegios: eran independientes y no estaban por ejemplo sujetas a la patria potestad de sus padres (lo que significaba que podían tener propiedades a su nombre, hacer testamento y hasta votar), se movían por la ciudad en carro (como los magistrados supremos), en los juegos y espectáculos disponían de asientos de honor reservados especialmente para ellas y hasta tal punto eran consideradas dignas que si un condenado a muerte se topaba con una de ellas el día de su ejecución era indultado. Y al revés: si alguien se atrevía a atacar a una vestal o a un miembro de su escolta era condenado automáticamente a la pena de muerte.

A la propia Rhea Silva, la madre de Rómulo y Remo (los fundadores de Roma) se la consideraba, según la leyenda, una vestal. Además, una vez concluidas las tres décadas de servicio a la diosa podían casarse y hacer una vida completamente normal. “El culto a Vesta marca el inicio de la ciudad de Roma. Por este motivo es una excelente noticia la reapertura al público de la Casa de las Vestales, corazón religioso del Imperio romano”, señala Andrea Carandini, el arqueólogo que durante dos décadas ha dirigido al equipo de la Universidad de la Sapienza que se ha encargado de restaurar este convento, reconstruido en gran parte tras el gran incendio que asoló Roma en el año 64 d.C. y reestructurada en el año 191, bajo el mandato del emperador Settimio Severo.

Gracias a los trabajos y excavaciones que durante dos décadas se han llevado a cabo en la Casa de las Vestales, se han descubierto los restos más antiguos de esta domus (unos muros de arcilla y varias estancias) que datan de los albores de Roma, cuando ésta no era más que pueblucho. Sin embargo, la gran parte de la Casa de las Vestales que ahora se puede visitar data de los tiempos del emperador Settimio Severo (146-211), cuando por última vez en la época romana el complejo fue restaurado.

La casa en la que vivían las vestales era una especie de convento moderno, articulado alrededor de un patio ajardinado rodeado de pórticos, debajo de los cuales se exponían las estatuas de las vestales máximas, las sacerdotisas que ejercían como regentes de la orden, colocada cada una sobre un podio en el que se detallaban sus virtudes. En torno a ese patio se articulaban las distintas estancias, que originariamente ocupaban varios pisos.

Todavía es posible ver, por ejemplo, la rueda del molino de la casa, en el que seguramente molían el grano necesario para la preparación del mola salsa, un pan a base de trigo realizado por las vestales siguiendo un estricto ritual y que se ofrecía como sacrificio a la diosa Vesta (además de distribuirse algunos pedazos a los creyentes) en las tres principales festividades romanas: el 15 de febrero, el 9 de junio y los Idus de septiembre.

Las vírgenes vestales fueron reverenciadas por el pueblo romano hasta el siglo IV. Concretamente hasta el año 391, cuando el emperador Teodosio I promulgó una serie de decretos en los que se prohibía el mantenimiento de cualquier culto pagano. Fue entonces cuando el fuego sagrado que desde hacía un millar de años ardía en el templo de Vesta fue apagado, decretándose la disolución de la orden.