Las vírgenes vestales
(Un artículo de Irene
Hdez. Velasco en El Mundo del 13 de febrero de 2011, con motivo de la
reapertura de las ruinas del edificio en el que seis sacerdotisas dedicaban sus
vidas a venerar a la diosa Vesta en Roma)
Durante más de 1.000 años, y hasta el triunfo del
cristianismo, los romanos rindieron culto a la diosa Vesta, una divinidad de la
mitología venerada como la protectora del imperio, hija de Saturno y hermana de
Júpiter. Creían que mientras en el templo dedicado a ella permaneciera
encendido el fuego sagrado, Roma sería eterna. Seis vírgenes vestidas con
túnicas blancas se ocupaban de mantener esa llama siempre ardiendo: las
vestales. […] la casa en la que vivían esas sacerdotisas […] se trata de una
especie de convento, situado en pleno Foro romano, con un patio central con un
jardín repleto de rosas y tres albercas desde el cual se accedía a varias
estancias. Era allí donde vivían las seis sacerdotisas consagradas al culto de
la diosa Vesta. Se trataba de un cometido de gran prestigio social, como lo
demuestra el hecho de que eran todas ellas vírgenes de entre seis y diez años,
sin imperfecciones físicas, elegidas por el pontífice máximo entre las nobles
familias patricias. Las sacerdotisas permanecían servicio a la diosa durante 30
años (10 como novicias, 10 como sacerdotisas propiamente dichas y 10 como
maestras), durante los cuales se comprometían a hacer un voto de castidad. Y si
alguna se atrevía a incumplirlo le esperaba una muerte atroz: era enterrada
viva. Por su parte, aquella que por un descuido permitía que se apagara el fuego
sagrado consagrado a Vesta era castigada siendo fustigada en público.
Además de mantener siempre encendida
la llama divina de Vesta, las sacerdotisas se ocupaban de llevar a cabo un rito
que marcaba el inicio de la cosecha y de preparar unos panes especiales que se
ofrecían corno sacrificio a la divinidad durante las principales festividades
religiosas romanas.
Pero no llevaban una vida de clausura.
De hecho, disfrutaban de grandes privilegios: eran independientes y no estaban
por ejemplo sujetas a la patria potestad de sus padres (lo que significaba que podían
tener propiedades a su nombre, hacer testamento y hasta votar), se movían por
la ciudad en carro (como los magistrados supremos), en los juegos y
espectáculos disponían de asientos de honor reservados especialmente para ellas
y hasta tal punto eran consideradas dignas que si un condenado a muerte se
topaba con una de ellas el día de su ejecución era indultado. Y al revés: si
alguien se atrevía a atacar a una vestal o a un miembro de su escolta era
condenado automáticamente a la pena de muerte.
A la propia Rhea Silva, la madre
de Rómulo y Remo (los fundadores de Roma) se la consideraba, según la leyenda,
una vestal. Además, una vez concluidas las tres décadas de servicio a la diosa
podían casarse y hacer una vida completamente normal. “El culto a Vesta marca
el inicio de la ciudad de Roma. Por este motivo es una excelente noticia la
reapertura al público de la Casa de las Vestales, corazón religioso del Imperio romano”,
señala Andrea Carandini, el arqueólogo que durante dos décadas ha dirigido al
equipo de la Universidad de la Sapienza que se ha encargado de restaurar este
convento, reconstruido en gran parte tras el gran incendio que asoló Roma en el
año 64 d.C. y reestructurada en el año 191, bajo el mandato del emperador
Settimio Severo.
Gracias a los trabajos y excavaciones que
durante dos décadas se han llevado a cabo en la Casa de las Vestales, se han
descubierto los restos más antiguos de esta domus
(unos muros de arcilla y varias estancias) que datan de los albores de Roma,
cuando ésta no era más que pueblucho. Sin embargo, la gran parte de la Casa de
las Vestales que ahora se puede visitar data de los tiempos del emperador Settimio
Severo (146-211), cuando por última vez en la época romana el complejo fue
restaurado.
La casa en la que vivían las vestales
era una especie de convento moderno, articulado alrededor de un patio
ajardinado rodeado de pórticos, debajo de los cuales se exponían las estatuas
de las vestales máximas, las sacerdotisas que ejercían como regentes de la orden,
colocada cada una sobre un podio en el que se detallaban sus virtudes. En torno
a ese patio se articulaban las distintas estancias, que originariamente ocupaban
varios pisos.
Todavía es posible ver, por ejemplo,
la rueda del molino de la casa, en el que seguramente molían el grano necesario
para la preparación del mola salsa, un pan a base de trigo realizado por las
vestales siguiendo un estricto ritual y que se ofrecía como sacrificio a la
diosa Vesta (además de distribuirse algunos pedazos a los creyentes) en las
tres principales festividades romanas: el 15 de febrero, el 9 de junio y los
Idus de septiembre.
Las vírgenes vestales fueron reverenciadas
por el pueblo romano hasta el siglo IV. Concretamente hasta el año 391, cuando el
emperador Teodosio I promulgó una serie de decretos en los que se prohibía el
mantenimiento de cualquier culto pagano. Fue entonces cuando el fuego sagrado que
desde hacía un millar de años ardía en el templo de Vesta fue apagado,
decretándose la disolución de la orden.
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