Vladimir Arnold, el matemático de la singularidad
(Un artículo de Pablo Rodríguez Suanzes en la sección de
obituarios de El Mundo del 17 de junio de 2010)
De entre todos los científicos, los matemáticos son
los que tienen más fama de excéntricos. Justa o no la losa, la historia ha
dejado un reguero de ejemplos difícilmente rebatibles. El hecho, si cabe, es
especialmente válido para los ex soviéticos, profesionales curtidos desde muy
pequeños en juegos de números y con una tradición matemática y ajedrecística sin
parangón. Grigori Perelman, que rechazó un millón de euros tras resolver la
Conjetura
de Poincaré, es quizás el caso más extremo, pero no
el único.
Sin embargo, Vladimir
Arnold, fallecido en París, a los 72 años, rompió esos y otros muchos moldes a
lo largo de su dilatada carrera. Brillante exponente de la mejor escuela
soviética, combinó siempre un inusual buen humor con el mayor rigor analítico y
un estilo fluido y accesible. Con apenas 19 años sorprendió a la comunidad
internacional al resolver el 13º problema de Hilbert, uno de los célebres
desafíos que el alemán David Hilbert lanzó en 1900; una hazaña que le abrió las puertas
académicas de toda Europa.
En realidad, que un matemático consiga sus mayores
logros a edad temprana no es extraño. Durante siglos, los grandes genios
registraron sus avances más notables incluso antes de los 20 años. Casos como
los del noruego Niels Henrik Abel o el francés Évariste Galois, fallecidos con
22 y 28 años, son quizás los casos más conocidos.
Arnold nació en Odessa (ahora Ucrania) el
12
de junio de 1937. Su idilio con las matemáticas
empezó a los cinco o seis años, cuando descubrió que podía pasar tardes enteras
peleando con los pequeños problemas y acertijos que sus maestros y sus padres
le ponían. De adulto, recordaba con cariño la infancia, época en la que, para
él, la mente de todo niño «no se ha echado a perder por el entrenamiento
matemático formal de las universidades». Siendo adolescente ingresó en la Universidad
de Moscú para estudiar bajo la tutela de personalidades como Petrovskii,
Kolmogorov o Rokhlin. Eran los años
dorados de las matemáticas rusas. «Cuando
estudié en el Mechmat, la constelación de grandes matemáticos en el mismo departamento
era realmente excepcional. Nunca he visto nada igual en ningún otro sitio», afirmó
años después. El ambiente era sorprendentemente libre y sugestivo para la época
y el lugar. Las ideas estaban en el aire y las pizarras y cualquiera podía sentirlas.
«Era casi imposible entender algo de lo que decía Kolmogorov, pero sus clases
estaban cargadas de ideas y eran muy gratificantes», confesó Arnold hace años
en una entrevista con S. H. Lui.
Una vez licenciado, trabajó durante las siguientes
tres décadas en la propia Universidad, antes de ingresar en el Instituto
Matemático Zeklov en 1986. Fueron años fértiles en lo profesional, pero más difíciles
en lo personal. Su permiso para viajar a congresos en el extranjero fue revocado
tras mostrar su desacuerdo con las políticas represivas del aparato del Estado.
Firmando, por ejemplo, junto a otros 99 colegas, una carta de protesta «por el encarcelamiento,
en un psiquiátrico, de un matemático soviético perfectamente sano». Con la perestroika
recuperó
la
libertad
de movimiento y fue invitado a unirse a sociedades de todo el mundo y a
participar en seminarios y congresos. Y recibió decenas de premios y
reconocimiento, incluyendo uno de la Universidad Complutense de Madrid, en 1994.
Desde su precoz irrupción en la profesión, Arnold
trabajo en campos dispares, como el álgebra, la topología
o la mecánica algebraica, pero sobresalió por aportaciones concretas a la teoría de la
singularidad,
a la
que puso nombre, la teoría de la
catástrofe o el
teorema
KAM
(Kolmogórov-Arnold-Moser) sobre la estabilidad de los sistemas hamiltonianos integrables.
Disciplinas imposibles de entender para la gran mayoría
de los mortales pues, como decía Copérnico, las matemáticas
se escriben para los matemáticos.
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