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martes, febrero 5

Vladimir Arnold, el matemático de la singularidad



(Un artículo de Pablo Rodríguez Suanzes en la sección de obituarios de El Mundo del 17 de junio de 2010)
De entre todos los científicos, los matemáticos son los que tienen más fama de excéntricos. Justa o no la losa, la historia ha dejado un reguero de ejemplos difícilmente rebatibles. El hecho, si cabe, es especialmente válido para los ex soviéticos, profesionales curtidos desde muy pequeños en juegos de números y con una tradición matemática y ajedrecística sin parangón. Grigori Perelman, que rechazó un millón de euros tras resolver la Conjetura de Poincaré, es quizás el caso más extremo, pero no el único. 

Sin embargo, Vladimir Arnold, fallecido en París, a los 72 años, rompió esos y otros muchos moldes a lo largo de su dilatada carrera. Brillante exponente de la mejor escuela soviética, combinó siempre un inusual buen humor con el mayor rigor analítico y un estilo fluido y accesible. Con apenas 19 años sorprendió a la comunidad internacional al resolver el 13º problema de Hilbert, uno de los célebres desafíos que el alemán David Hilbert lanzó en 1900; una hazaña que le abrió las puertas académicas de toda Europa. 

En realidad, que un matemático consiga sus mayores logros a edad temprana no es extraño. Durante siglos, los grandes genios registraron sus avances más notables incluso antes de los 20 años. Casos como los del noruego Niels Henrik Abel o el francés Évariste Galois, fallecidos con 22 y 28 años, son quizás los casos más conocidos. 

Arnold nació en Odessa (ahora Ucrania) el 12 de junio de 1937. Su idilio con las matemáticas empezó a los cinco o seis años, cuando descubrió que podía pasar tardes enteras peleando con los pequeños problemas y acertijos que sus maestros y sus padres le ponían. De adulto, recordaba con cariño la infancia, época en la que, para él, la mente de todo niño «no se ha echado a perder por el entrenamiento matemático formal de las universidades». Siendo adolescente ingresó en la Universidad de Moscú para estudiar bajo la tutela de personalidades como Petrovskii, Kolmogorov o Rokhlin. Eran los años dorados de las matemáticas rusas. «Cuando estudié en el Mechmat, la constelación de grandes matemáticos en el mismo departamento era realmente excepcional. Nunca he visto nada igual en ningún otro sitio», afirmó años después. El ambiente era sorprendentemente libre y sugestivo para la época y el lugar. Las ideas estaban en el aire y las pizarras y cualquiera podía sentirlas. «Era casi imposible entender algo de lo que decía Kolmogorov, pero sus clases estaban cargadas de ideas y eran muy gratificantes», confesó Arnold hace años en una entrevista con S. H. Lui. 

Una vez licenciado, trabajó durante las siguientes tres décadas en la propia Universidad, antes de ingresar en el Instituto Matemático Zeklov en 1986. Fueron años fértiles en lo profesional, pero más difíciles en lo personal. Su permiso para viajar a congresos en el extranjero fue revocado tras mostrar su desacuerdo con las políticas represivas del aparato del Estado. Firmando, por ejemplo, junto a otros 99 colegas, una carta de protesta «por el encarcelamiento, en un psiquiátrico, de un matemático soviético perfectamente sano». Con la perestroika recuperó la libertad de movimiento y fue invitado a unirse a sociedades de todo el mundo y a participar en seminarios y congresos. Y recibió decenas de premios y reconocimiento, incluyendo uno de la Universidad Complutense de Madrid, en 1994.

Desde su precoz irrupción en la profesión, Arnold trabajo en campos dispares, como el álgebra, la topología o la mecánica algebraica, pero sobresalió por aportaciones concretas a la teoría de la singularidad, a la que puso nombre, la teoría de la catástrofe o el teorema KAM (Kolmogórov-Arnold-Moser) sobre la estabilidad de los sistemas hamiltonianos integrables. Disciplinas imposibles de entender para la gran mayoría de los mortales pues, como decía Copérnico, las matemáticas se escriben para los matemáticos.