Clanes escoceses, entre el folclore y la política
(Un artículo de Roberto Piorno en el Magazine de El Mundo
del 2 de diciembre de 2012)
Nada más que el recuerdo
fantasmal de un paraíso deshabitado pulula hoy por entre los valles y páramos
de las Highlands escocesas. Incontables ruinas, escombros que marcan el lugar
donde un día proliferaron prósperas comunidades gaélicas de minifundistas,
jalonan el paisaje y se yerguen en ingrato recordatorio del ocaso. Hoy en día las
Highlands son un majestuoso patrimonio natural único en Europa. Pero el paisaje
de hoy es, en verdad, una semblanza trágica de un mundo perdido.
Hubo un tiempo en que la
superficie de los valles, hoy uniformemente horizontal y huérfana de árboles,
lucía una densidad forestal radiante. Pero la tala indiscriminada y los efectos
colaterales sobre el suelo de una economía basada en la explotación ganadera,
transformó drásticamente el entorno. En realidad, más allá de su grandiosa y melancólica
belleza, las Highlands ofrecen hoy un panorama fatalmente arruinado por la mano
del hombre. “Sientes que nadie más que Dios ha estado nunca allí antes que tú,
pero en un valle desierto de las Highlands sientes también que todos aquellos que
un día importaron están muertos o ya se fueron”, se lamentaba el escritor canadiense
de origen escocés Hugh MacLennann.
A comienzos del siglo XVIII las Tierras
Altas no eran el desierto humano que son hoy. El vacío que atraviesa la memoria
perdida de esas extintas aldeas deshabitadas tiñe la totalidad de los valles de
sur a norte y de este a oeste. Los vestigios de esa arquitectura del horror están
por todas partes. Los siglos XVIII y XIX asistieron al dantesco espectáculo de los
llamados Desalojos. El objetivo primordial fue impulsar una modernización de la
explotación ganadera, pero también una coartada para fomentar la emigración en masa
como drástica solución para relajar un excedente de población insostenible.
Muchos highlanders gaélicoparlantes cayeron en manos de tratantes de esclavos y
fueron vendidos como ganado en lejanos puertos coloniales; otros fueron persuadidos para abandonar sus hogares por medio de la fuerza. Los desalojos
obraron la muerte lenta y agónica de la cultura gaélica de las Highlands y desmantelaron
definitiva e irreversiblemente el sistema de clanes, que sucumbió frente a los
esfuerzos de Londres por transformar, con éxito, a los viejos jefes tribales de
los clanes en prósperos terratenientes perfectamente integrados en el establishment británico.
En julio de 2009, en los
alrededores del palacio de Holyrood en Edimburgo, Carlos de Inglaterra apadrinó
un emotivo reencuentro. Con motivo del 250 aniversario del nacimiento del poeta
de cabecera de Escocia, Robert Burns, los highlanders de
la diáspora emprendieron un simbólico camino de regreso. Desde Australia, Nueva
Zelanda, Canadá o EEUU los descendientes de los emigrantes de los Desalojos
acudieron a la llamada del Homecoming, un año de celebración de la fraternidad entre escoceses británicos
y de la diáspora que certificó el reencuentro en el pomposo Gathering de los clanes.
Representantes de 125 clanes
intercambiaron recuerdos y pusieron en común propuestas para el futuro. Un aparatoso
desfile a lo largo de la Royal Mile de Edimburgo, en cuyas aceras abundan
boutiques de kilts –las tradicionales faldas– para turistas y merchandising del tartán, puso fin a la fiesta. El Gathering, costeado con dinero público, fue un estímulo turístico para Edimburgo,
pero el balance final presentaba hondas grietas. Las pérdidas económicas fueron
cuantiosas, algo que no sentó nada bien entre la opinión pública.
En la actualidad son incontables
las sociedades de clanes que luchan por mantener viva la huella de un sistema tribal
que, en la práctica, expiró en el siglo XIX. Miles de escoceses y emigrantes
con pasado highlander invierten considerables sumas de dinero en busca de una respuesta
a sus dilemas genealógicos. En Escocia el parentesco es una religión, y la
filiación familiar no consiste en rastrear las trazas de tus más inmediatos ancestros,
sino en ubicarte dentro de un extensísimo árbol con tradiciones, mitos e
historia comunes. Alrededor del mundo de los clanes se ha desarrollado en las
últimas décadas una gigantesca industria genética que, mediante tests de ADN de
dudosa fiabilidad, pretende contentar a quienes buscan un origen clánico en la
prehistoria de su apellido.
Lois MacDonell, secretaria de
Clan Donald Society of the Highlands and Islands y viuda del vigesimosegundo jefe
del clan MacDonell de Glengarry, cree que hay un sentido detrás de toda esta
búsqueda. “Es cierto que el sistema de clanes no tiene ningún uso práctico”,
afirma, “pero sí cumple una función: aglutinar a todas aquellas personas interesadas
en su historia y en su patrimonio, proporcionándoles un vínculo de fraternidad muy
apreciado por quienes se identifican con él”.
Un amplio sector de la sociedad escocesa
es muy crítico con la forma en que los clanes acaparan la imagen de un legado
cultural que muchos consideran distorsionado bajo el artificio de los tartanes.
Alrededor de las sociedades de clanes ha germinado una ingente industria de
recuerdos y nostalgias adulteradas. Hay mucho de reclamo turístico en esa mercantilización
de las glorias de antaño.
Pero la autoridad simbólica del modelo
en el siglo XXI sigue, con todo, teniendo su peso, incluso en las altas
esferas. El tira y afloja mantenido entre Alex Salmond, máximo dirigente del
Partido Nacionalista Escocés (SNP) y ministro principal de Escocia, y el primer
ministro británico, DavidCameron, acerca de la fecha de celebración del
referéndum independentista escocés, tiene curiosas ramificaciones en el ámbito de
lo simbólico. Cameron se mostraba hasta ahora inflexible: la consulta debía
celebrarse sin demoras, a ser posible en el transcurso de este mismo año. Tras meses
de negociaciones, concesiones y renuncias, la cita ha sido finalmente fijada
para otoño de 2014, la fecha favorita del independentismo escocés.
El Gobierno de Edimburgo ha
comprometido, despertando las iras de los partidos unionistas, tres millones de
libras (3,7 millones de euros) de dinero público para la celebración de un
nuevo Homecoming –y, si la crisis lo permite, de otro Gathering de los clanes–, en 2014, año en que se conmemora la batalla de
Bannockburn, que certificó hace 700 años la independencia del país del cardo.
La nueva explosión de fraternidad clánica, segunda celebración en cinco años de
la idiosincrasia tribal de la Escocia gaélica, podría ser uno de los entremeses
propagandísticos de la consulta.
Frente a todo ello, se impone la
dura realidad de un desapego creciente de los jóvenes escoceses. Perfectamente
consciente de este panorama es Malcolm Sinclair, jefe del clan Sinclair y
exministro de Estado de Margaret Thatcher: “Aún hay gente orgullosa de su
apellido y del clan al que pertenecen, pero cada vez más son emigrantes de la diáspora.
La conexión actualmente se establece a través de la sociedad del clan correspondiente,
y como cualquier organización de voluntarios, depende exclusivamente de su
entusiasmo. La aportación de los que viven en el Reino Unido es cada vez menor”.
El entusiasmo es débil a juzgar
por el descenso en el número de afiliados a las asociaciones de los clanes. “En
una sociedad en la que todos parecen tan ocupados es difícil que los jóvenes
participen, quienes lo hacen son sobre todo jubilados”, prosigue Sinclair. “Lo
intentamos con los Gatherings
internacionales que organizamos animando a
los padres a acudir con sus hijos, para sembrar en ellos un vínculo tangible
con el pasado”.
No es fácil ganar nuevos adeptos.
Los jefes de los clanes son vistos con recelo por buena parte de la opinión pública.
Muchos son trabajadores corrientes que dedican su tiempo libre a mantener viva
una tradición y una línea hereditaria ininterrumpida. Otros, no obstante,
proyectan una imagen muy impopular, como herederos ricos, fósiles privilegiados
de una era feudal y predemocrática.
Pero el recelo, además, tiene una
muy sólida base histórica. No fue solo un enemigo exterior el culpable de que
los clanes fuesen desmantelados y la cultura y modo de vida de las Tierras
Altas brutalmente erradicados. Fueron los propios jefes de los clanes quienes renegaron
de aquellos atávicos vínculos tribales seducidos por el lujo inglés, amasando extraordinarias
fortunas a costa de empujar a la ruina y al exilio a aquellos highlanders que históricamente habían explotado sus tierras y habían vivido
bajo su protección. Fueron ellos quienes perpetraron el inhumano destierro de
los suyos vaciando las Highlands. Una traición que la historia no olvidó, pero
sí maquilló trasladando el foco de atención a 1746, el año de la infamia, el
año de la tristemente legendaria y heroica derrota highlander en la llanura de Culloden.
El triunfo final de Inglaterra
frente a los irreductibles highlanders
se forjó a fuego y a golpe de bayoneta. La Revolución
Gloriosa de 1688 expulsó al último monarca Estuardo del trono anglo-escocés.
Jacobo II de Inglaterra emprendió entonces el camino del exilio y la corona
pronto cayó en manos de los Hanover, que no gozaban de las simpatías del
pueblo. De pronto los clanes de las Tierras Altas olvidaron su ancestral
enemistad con los Estuardo, dinastía oriunda de Escocia, para abrazar su causa y
hacer del retorno al trono de los herederos de Jacobo II un emblema de libertad
e independencia.
Así germinó el movimiento jacobita,
que se levantó contra los Hanover en 1745, en apoyo al último Estuardo, Carlos Eduardo,
una figura romántica con enorme peso sentimental en la historia escocesa, que lideró
a la desesperada la última carga de los highlanders
en la llanura de Culloden en 1746.Con armas y
tácticas totalmente obsoletas, los habitantes de las Tierras Altas pusieron en jaque
a la Inglaterra Hanover antes de caer bajo el humo de los disparos de la
infantería inglesa, aquel 16 de abril de infausto recuerdo para Escocia.
Consumada la derrota, la corona
encontró al fin la ocasión de acabar de una vez por todas con el problema de las Highlands. Ardieron casas y aldeas enteras; se entró a
cuchillo en los hogares de jacobitas sospechosos y se ejecutó arbitrariamente a
quienes no lo eran en un afán de destrucción desaforado. La crueldad inglesa
tras Culloden aún duele en la conciencia nacional escocesa.
Pero hubo más; en virtud de las Actas
de Desarme, se prohibieron armas, gaitas y el uso distintivo del tartán. Se descabezó
a buena parte de los clanes que habían luchado en el bando jacobita y se
requisaron ganado, tierras y propiedades. En poco tiempo las Highlands eran una
región devastada. El rudo y salvaje norte escocés agonizó semiolvidado,
observado desde el sur con desprecio, como un paisaje barbárico, estéril e
indomable.
Fue Walter Scott, en pleno frenesí
romántico quien, años después, puso de moda entre la aristocracia británica el salvaje
norte como destino turístico y paisaje utópico. Hacia 1830 los ecos de Culloden
se habían diluido, y aunque los Desalojos estaban en pleno auge, las Tierras Altas
dejaron atrás el aura de paisaje maldito.
De entre todos los nuevos turistas
la más insigne fue la reina Victoria, tan enamorada del norte escocés que llegó
a afirmar, en un irracional alarde de entusiasmo, que se sentía jacobita de
corazón. No eran raros los retratos de miembros de la familia real ataviados
con kilt,
y los nobles locales quisieron estar a la altura acicalándose con vistosos y
folclóricos tartanes.
El sistema de clanes, tal cual subsiste
hoy en Escocia, se alimenta fundamentalmente, pues, de la nostalgia, de la
literatura de Walter Scott y de un desenfrenado romanticismo victoriano. “Después
de la batalla de Culloden el modelo de posesión de tierra y los lazos de
lealtad que unían a los jefes con los miembros del clan fueron desmantelados por
la legislación y los cambios sociales. Aun así, el sistema subsistió durante muchos
años en diversas zonas de las Highlands, variando sensiblemente de un clan a otro.
Pero no cabe duda que nuestra percepción del mismo hoyen día es esencialmente
de carácter romántico”, confiesa Malcolm Sinclair.
A pesar de lo cual no conviene
desestimar su poder de convocatoria. No todo es romanticismo y tartanismo en la
agónica lucha escocesa por preservar los cimientos de la cultura de las Highlands, previsible punta de lanza de las reivindicaciones separatistas
en el agitado escenario político que promete abrir el referéndum recién pactado
entre los gobiernos de Londres y Edimburgo. El sistema de clanes es solo la
punta del iceberg de todo un horizonte cultural objeto de exterminio en los
siglos XVIII y XIX, que trata de revivir ahora ubicándose en el complejo
escenario del mundo global.
Es entre las comunidades de la
diáspora donde los clanes, en contra de lo que ocurre en Escocia, han arraigado
aglutinando en torno a sí la representación simbólica de millones de descendientes
de los highlanders que tuvieron que emigrar a causa de los Desalojos del siglo XVIII.
Más de 30millones de personas
reivindican en todo el mundo raíces y ascendencia
escocesa y muchos de ellos, aún hoy, un siglo y medio después de que sus
ancestros cruzaran el océano se definen a sí mismos como escoceses antes que
como neozelandeses, australianos o estadounidenses. Gracias a ellos las
tradiciones y la cultura de las Highlands siguen vivas. ¿Qué percepción de lo
escocés tienen estos emigrantes que, frecuentemente, jamás pisaron la tierra
natal de sus abuelos?
“Los emigrantes de la diáspora
han tenido mucho más éxito preservando la herencia de los clanes por una
comprensible necesidad de reafirmar sus raíces”, opina Lois McDonell. “El modo
en que la diáspora preserva esa herencia tiende a estar adulterado por las propias
costumbres locales, de manera que al final se trata más de un proceso de
reinterpretación que de preservación propiamente dicho”.
Como ella, muchos escoceses creen
que la diáspora ha sucumbido a una imagen romántica de lo escocés que nada tiene
que ver con la realidad, y que debe más a la mercadotecnia del tartán o al
efecto Braveheart – la película sobre las revueltas escocesas del siglo XIII contra
Eduardo I dirigida y protagonizada por Mel Gibson en1995–, que a la genuina tradición
cultural de las Highlands.
Mientras, el sistema de clanes
pierde sitio inexorablemente en una sociedad que ya no simpatiza con las
nostalgias tribales. Lo que queda hoy de la cultura y la civilización de las Highlands
y las islas escocesas es un paisaje identitario reinventado en torno a patrones
románticos, desafiando la propia inercia de la Historia. Pero el último reducto
de ese decadente universo no se resigna a la extinción.
Algunos sueñan con una nueva edad
de oro para la cultura tradicional de las Tierras Altas en el horizonte,
remoto, de una Escocia independiente. Muchos clanes, y sus miembros, se agarran
a un clavo ardiendo. Al fin y al cabo, ¿cuántos sistemas tribales sobreviven
hoy, resistentes a la homogénea modernidad, en el continente europeo? Los clanes
escoceses, quizá moribundos, han sobrevivido a la batalla de Culloden, a una
limpieza étnica, a los brutales Desalojos, a la industrialización, a dos guerras
mundiales y a la globalización. Siguen en pie, a pesar de todo, luciendo orgullosos
sus tartanes como icono de un destino trágico y de un mundo quizá
inexorablemente perdido.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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