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sábado, abril 13

Clanes escoceses, entre el folclore y la política



(Un artículo de Roberto Piorno en el Magazine de El Mundo del 2 de diciembre de 2012)
Nada más que el recuerdo fantasmal de un paraíso deshabitado pulula hoy por entre los valles y páramos de las Highlands escocesas. Incontables ruinas, escombros que marcan el lugar donde un día proliferaron prósperas comunidades gaélicas de minifundistas, jalonan el paisaje y se yerguen en ingrato recordatorio del ocaso. Hoy en día las Highlands son un majestuoso patrimonio natural único en Europa. Pero el paisaje de hoy es, en verdad, una semblanza trágica de un mundo perdido.
Hubo un tiempo en que la superficie de los valles, hoy uniformemente horizontal y huérfana de árboles, lucía una densidad forestal radiante. Pero la tala indiscriminada y los efectos colaterales sobre el suelo de una economía basada en la explotación ganadera, transformó drásticamente el entorno. En realidad, más allá de su grandiosa y melancólica belleza, las Highlands ofrecen hoy un panorama fatalmente arruinado por la mano del hombre. “Sientes que nadie más que Dios ha estado nunca allí antes que tú, pero en un valle desierto de las Highlands sientes también que todos aquellos que un día importaron están muertos o ya se fueron”, se lamentaba el escritor canadiense de origen escocés Hugh MacLennann.
A comienzos del siglo XVIII las Tierras Altas no eran el desierto humano que son hoy. El vacío que atraviesa la memoria perdida de esas extintas aldeas deshabitadas tiñe la totalidad de los valles de sur a norte y de este a oeste. Los vestigios de esa arquitectura del horror están por todas partes. Los siglos XVIII y XIX asistieron al dantesco espectáculo de los llamados Desalojos. El objetivo primordial fue impulsar una modernización de la explotación ganadera, pero también una coartada para fomentar la emigración en masa como drástica solución para relajar un excedente de población insostenible.
Muchos highlanders gaélicoparlantes cayeron en manos de tratantes de esclavos y fueron vendidos como ganado en lejanos puertos coloniales; otros fueron persuadidos para abandonar sus hogares por medio de la fuerza. Los desalojos obraron la muerte lenta y agónica de la cultura gaélica de las Highlands y desmantelaron definitiva e irreversiblemente el sistema de clanes, que sucumbió frente a los esfuerzos de Londres por transformar, con éxito, a los viejos jefes tribales de los clanes en prósperos terratenientes perfectamente integrados en el establishment británico.
En julio de 2009, en los alrededores del palacio de Holyrood en Edimburgo, Carlos de Inglaterra apadrinó un emotivo reencuentro. Con motivo del 250 aniversario del nacimiento del poeta de cabecera de Escocia, Robert Burns, los highlanders de la diáspora emprendieron un simbólico camino de regreso. Desde Australia, Nueva Zelanda, Canadá o EEUU los descendientes de los emigrantes de los Desalojos acudieron a la llamada del Homecoming, un año de celebración de la fraternidad entre escoceses británicos y de la diáspora que certificó el reencuentro en el pomposo Gathering de los clanes.
Representantes de 125 clanes intercambiaron recuerdos y pusieron en común propuestas para el futuro. Un aparatoso desfile a lo largo de la Royal Mile de Edimburgo, en cuyas aceras abundan boutiques de kilts –las tradicionales faldas– para turistas y merchandising del tartán, puso fin a la fiesta. El Gathering, costeado con dinero público, fue un estímulo turístico para Edimburgo, pero el balance final presentaba hondas grietas. Las pérdidas económicas fueron cuantiosas, algo que no sentó nada bien entre la opinión pública.
En la actualidad son incontables las sociedades de clanes que luchan por mantener viva la huella de un sistema tribal que, en la práctica, expiró en el siglo XIX. Miles de escoceses y emigrantes con pasado highlander invierten considerables sumas de dinero en busca de una respuesta a sus dilemas genealógicos. En Escocia el parentesco es una religión, y la filiación familiar no consiste en rastrear las trazas de tus más inmediatos ancestros, sino en ubicarte dentro de un extensísimo árbol con tradiciones, mitos e historia comunes. Alrededor del mundo de los clanes se ha desarrollado en las últimas décadas una gigantesca industria genética que, mediante tests de ADN de dudosa fiabilidad, pretende contentar a quienes buscan un origen clánico en la prehistoria de su apellido.
Lois MacDonell, secretaria de Clan Donald Society of the Highlands and Islands y viuda del vigesimosegundo jefe del clan MacDonell de Glengarry, cree que hay un sentido detrás de toda esta búsqueda. “Es cierto que el sistema de clanes no tiene ningún uso práctico”, afirma, “pero sí cumple una función: aglutinar a todas aquellas personas interesadas en su historia y en su patrimonio, proporcionándoles un vínculo de fraternidad muy apreciado por quienes se identifican con él”.
Un amplio sector de la sociedad escocesa es muy crítico con la forma en que los clanes acaparan la imagen de un legado cultural que muchos consideran distorsionado bajo el artificio de los tartanes. Alrededor de las sociedades de clanes ha germinado una ingente industria de recuerdos y nostalgias adulteradas. Hay mucho de reclamo turístico en esa mercantilización de las glorias de antaño.
Pero la autoridad simbólica del modelo en el siglo XXI sigue, con todo, teniendo su peso, incluso en las altas esferas. El tira y afloja mantenido entre Alex Salmond, máximo dirigente del Partido Nacionalista Escocés (SNP) y ministro principal de Escocia, y el primer ministro británico, DavidCameron, acerca de la fecha de celebración del referéndum independentista escocés, tiene curiosas ramificaciones en el ámbito de lo simbólico. Cameron se mostraba hasta ahora inflexible: la consulta debía celebrarse sin demoras, a ser posible en el transcurso de este mismo año. Tras meses de negociaciones, concesiones y renuncias, la cita ha sido finalmente fijada para otoño de 2014, la fecha favorita del independentismo escocés.
El Gobierno de Edimburgo ha comprometido, despertando las iras de los partidos unionistas, tres millones de libras (3,7 millones de euros) de dinero público para la celebración de un nuevo Homecoming –y, si la crisis lo permite, de otro Gathering de los clanes–, en 2014, año en que se conmemora la batalla de Bannockburn, que certificó hace 700 años la independencia del país del cardo. La nueva explosión de fraternidad clánica, segunda celebración en cinco años de la idiosincrasia tribal de la Escocia gaélica, podría ser uno de los entremeses propagandísticos de la consulta.
Frente a todo ello, se impone la dura realidad de un desapego creciente de los jóvenes escoceses. Perfectamente consciente de este panorama es Malcolm Sinclair, jefe del clan Sinclair y exministro de Estado de Margaret Thatcher: “Aún hay gente orgullosa de su apellido y del clan al que pertenecen, pero cada vez más son emigrantes de la diáspora. La conexión actualmente se establece a través de la sociedad del clan correspondiente, y como cualquier organización de voluntarios, depende exclusivamente de su entusiasmo. La aportación de los que viven en el Reino Unido es cada vez menor”.
El entusiasmo es débil a juzgar por el descenso en el número de afiliados a las asociaciones de los clanes. “En una sociedad en la que todos parecen tan ocupados es difícil que los jóvenes participen, quienes lo hacen son sobre todo jubilados”, prosigue Sinclair. “Lo intentamos con los Gatherings internacionales que organizamos animando a los padres a acudir con sus hijos, para sembrar en ellos un vínculo tangible con el pasado”.
No es fácil ganar nuevos adeptos. Los jefes de los clanes son vistos con recelo por buena parte de la opinión pública. Muchos son trabajadores corrientes que dedican su tiempo libre a mantener viva una tradición y una línea hereditaria ininterrumpida. Otros, no obstante, proyectan una imagen muy impopular, como herederos ricos, fósiles privilegiados de una era feudal y predemocrática.
Pero el recelo, además, tiene una muy sólida base histórica. No fue solo un enemigo exterior el culpable de que los clanes fuesen desmantelados y la cultura y modo de vida de las Tierras Altas brutalmente erradicados. Fueron los propios jefes de los clanes quienes renegaron de aquellos atávicos vínculos tribales seducidos por el lujo inglés, amasando extraordinarias fortunas a costa de empujar a la ruina y al exilio a aquellos highlanders que históricamente habían explotado sus tierras y habían vivido bajo su protección. Fueron ellos quienes perpetraron el inhumano destierro de los suyos vaciando las Highlands. Una traición que la historia no olvidó, pero sí maquilló trasladando el foco de atención a 1746, el año de la infamia, el año de la tristemente legendaria y heroica derrota highlander en la llanura de Culloden.
El triunfo final de Inglaterra frente a los irreductibles highlanders se forjó a fuego y a golpe de bayoneta. La Revolución Gloriosa de 1688 expulsó al último monarca Estuardo del trono anglo-escocés. Jacobo II de Inglaterra emprendió entonces el camino del exilio y la corona pronto cayó en manos de los Hanover, que no gozaban de las simpatías del pueblo. De pronto los clanes de las Tierras Altas olvidaron su ancestral enemistad con los Estuardo, dinastía oriunda de Escocia, para abrazar su causa y hacer del retorno al trono de los herederos de Jacobo II un emblema de libertad e independencia.
Así germinó el movimiento jacobita, que se levantó contra los Hanover en 1745, en apoyo al último Estuardo, Carlos Eduardo, una figura romántica con enorme peso sentimental en la historia escocesa, que lideró a la desesperada la última carga de los highlanders en la llanura de Culloden en 1746.Con armas y tácticas totalmente obsoletas, los habitantes de las Tierras Altas pusieron en jaque a la Inglaterra Hanover antes de caer bajo el humo de los disparos de la infantería inglesa, aquel 16 de abril de infausto recuerdo para Escocia.
Consumada la derrota, la corona encontró al fin la ocasión de acabar de una vez por todas con el problema de las Highlands. Ardieron casas y aldeas enteras; se entró a cuchillo en los hogares de jacobitas sospechosos y se ejecutó arbitrariamente a quienes no lo eran en un afán de destrucción desaforado. La crueldad inglesa tras Culloden aún duele en la conciencia nacional escocesa.
Pero hubo más; en virtud de las Actas de Desarme, se prohibieron armas, gaitas y el uso distintivo del tartán. Se descabezó a buena parte de los clanes que habían luchado en el bando jacobita y se requisaron ganado, tierras y propiedades. En poco tiempo las Highlands eran una región devastada. El rudo y salvaje norte escocés agonizó semiolvidado, observado desde el sur con desprecio, como un paisaje barbárico, estéril e indomable.
Fue Walter Scott, en pleno frenesí romántico quien, años después, puso de moda entre la aristocracia británica el salvaje norte como destino turístico y paisaje utópico. Hacia 1830 los ecos de Culloden se habían diluido, y aunque los Desalojos estaban en pleno auge, las Tierras Altas dejaron atrás el aura de paisaje maldito.
De entre todos los nuevos turistas la más insigne fue la reina Victoria, tan enamorada del norte escocés que llegó a afirmar, en un irracional alarde de entusiasmo, que se sentía jacobita de corazón. No eran raros los retratos de miembros de la familia real ataviados con kilt, y los nobles locales quisieron estar a la altura acicalándose con vistosos y folclóricos tartanes.
El sistema de clanes, tal cual subsiste hoy en Escocia, se alimenta fundamentalmente, pues, de la nostalgia, de la literatura de Walter Scott y de un desenfrenado romanticismo victoriano. “Después de la batalla de Culloden el modelo de posesión de tierra y los lazos de lealtad que unían a los jefes con los miembros del clan fueron desmantelados por la legislación y los cambios sociales. Aun así, el sistema subsistió durante muchos años en diversas zonas de las Highlands, variando sensiblemente de un clan a otro. Pero no cabe duda que nuestra percepción del mismo hoyen día es esencialmente de carácter romántico”, confiesa Malcolm Sinclair.
A pesar de lo cual no conviene desestimar su poder de convocatoria. No todo es romanticismo y tartanismo en la agónica lucha escocesa por preservar los cimientos de la cultura de las Highlands, previsible punta de lanza de las reivindicaciones separatistas en el agitado escenario político que promete abrir el referéndum recién pactado entre los gobiernos de Londres y Edimburgo. El sistema de clanes es solo la punta del iceberg de todo un horizonte cultural objeto de exterminio en los siglos XVIII y XIX, que trata de revivir ahora ubicándose en el complejo escenario del mundo global.
Es entre las comunidades de la diáspora donde los clanes, en contra de lo que ocurre en Escocia, han arraigado aglutinando en torno a sí la representación simbólica de millones de descendientes de los highlanders que tuvieron que emigrar a causa de los Desalojos del siglo XVIII.
Más de 30millones de personas reivindican en todo el  mundo raíces y ascendencia escocesa y muchos de ellos, aún hoy, un siglo y medio después de que sus ancestros cruzaran el océano se definen a sí mismos como escoceses antes que como neozelandeses, australianos o estadounidenses. Gracias a ellos las tradiciones y la cultura de las Highlands siguen vivas. ¿Qué percepción de lo escocés tienen estos emigrantes que, frecuentemente, jamás pisaron la tierra natal de sus abuelos?
“Los emigrantes de la diáspora han tenido mucho más éxito preservando la herencia de los clanes por una comprensible necesidad de reafirmar sus raíces”, opina Lois McDonell. “El modo en que la diáspora preserva esa herencia tiende a estar adulterado por las propias costumbres locales, de manera que al final se trata más de un proceso de reinterpretación que de preservación propiamente dicho”.
Como ella, muchos escoceses creen que la diáspora ha sucumbido a una imagen romántica de lo escocés que nada tiene que ver con la realidad, y que debe más a la mercadotecnia del tartán o al efecto Braveheart – la película sobre las revueltas escocesas del siglo XIII contra Eduardo I dirigida y protagonizada por Mel Gibson en1995–, que a la genuina tradición cultural de las Highlands.
Mientras, el sistema de clanes pierde sitio inexorablemente en una sociedad que ya no simpatiza con las nostalgias tribales. Lo que queda hoy de la cultura y la civilización de las Highlands y las islas escocesas es un paisaje identitario reinventado en torno a patrones románticos, desafiando la propia inercia de la Historia. Pero el último reducto de ese decadente universo no se resigna a la extinción.
Algunos sueñan con una nueva edad de oro para la cultura tradicional de las Tierras Altas en el horizonte, remoto, de una Escocia independiente. Muchos clanes, y sus miembros, se agarran a un clavo ardiendo. Al fin y al cabo, ¿cuántos sistemas tribales sobreviven hoy, resistentes a la homogénea modernidad, en el continente europeo? Los clanes escoceses, quizá moribundos, han sobrevivido a la batalla de Culloden, a una limpieza étnica, a los brutales Desalojos, a la industrialización, a dos guerras mundiales y a la globalización. Siguen en pie, a pesar de todo, luciendo orgullosos sus tartanes como icono de un destino trágico y de un mundo quizá inexorablemente perdido.

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