Edith Piaf
(Un
artículo de Gonzalo Ugidos en el suplemento Magazine de El Mundo del 1 de julio
de 2012)
Su voz tal vez viniera de la Cabilla, su abuela
materna era argelina y llegó a Francia amaestrando pulgas en un circo ambulante;
su madre, Annetta Maillard, vendía turrón, llevaba un tiovivo y cantaba. Tenía
16 años cuando en una verbena se dejó seducir por Louis Gassion, un
saltimbanqui de 33 años que medía 1,47 y se despachaba 10 copas de Pernod antes
de la comida. Se casaron en 1914 y no tardaron en hacer una niña. El padre
salió a buscar una ambulancia, se detuvo en todas las tascas que había hasta el
hospital y su mujer dio a luz a las cinco de la mañana en el pasillo de su
casa; sobre el capote de un guardia. Aunque borracho, era patriota y la llamó
Édith por Édith Cavell, la heroína inglesa fusilada una semana antes por los alemanes.
Louis tuvo que ir al frente y Annetta se buscó la vida cantando canciones
tristes en cafés oscuros mientras endosaba la niña a la abuela cabileña, Emina
Said ben Mohammed, que era cantante de cafetín.
De Emina escuchó Édith los melismas cabileños de sus
antepasados bereberes, que después incorporó a su estilo. La abuela le ponía
vino en los biberones para matar los microbios. Un día, Anneta desapareció y
muchos años después murió de un pico de morfina. Cuando Louis volvió de la
guerra encontró a la niña cubierta de costras y se la llevó con su madre, madame
Louise,
que regentaba un burdel en Normandía. Ocho putas criaron a Édith con mimos y jaculatorias.
Era feliz e iba al colegio con cuadernos a cuadritos hasta que, a los 6 años,
su padre la reclamó.
Él andaba cabeza abajo; ella llevaba un monito en los
hombros y pasaba la gorra y, si lo hacía mal, se ganaba una bofetada. No era
mal tipo Gassion, pero el vino le ponía la mano ligera. También le gustaban las
mujeres y enseñó a la niña el número de la huerfanita. Tenía que decir a las señoras
macizas que no tenía mamá: "¿No quieres ser mi mamá?", preguntaba la
niñita. Y no fallaba, esa noche dormían los tres en la cama de una pensión. Un
día Louis se puso malo, no había que comer y Édith salió a la calle, cantó La
Marsellesa y sacó más dinero que su padre. Había
nacido La Môme. Aquel día descubrió el poder
de su voz y empezó a volverse descarada. No levantaba tres palmos del suelo,
pero ya quería volar sola.
Como la semilla contiene la espiga, la infancia
contiene el resto de la vida. La suya, claro, iba a ser una calamidad. No tardó
en dejar a su padre y, acompañada por su amiga
Momone, cantaba en las calles de Pigalle, Ménilmontant, Barbés y otras zonas de
señoritas que fuman. Pasaba hambre y frío, se emborrachaba y ponía la carne de
gallina cuando cantaba. El amor lo conoció entre los brazos del Petit Louis, un
macarra que la miró con deseo mientras cantaba. Vivieron juntos en una pensión
de mala muerte, los domingos iban al cine y allí descubrió Édith a Charlot. Les
nació una niña, pero Édith ya había dejado al Petit Louis. Cantaba por las
calles y llevaba a su bebé Cécelle en brazos hasta que se le murió antes de
cumplir los 2 años de meningitis (o eso dijeron para referir la miseria de la
madre y su ignorancia). Para pagar el entierro subió a una habitación con un
hombre por 10 francos. Para olvidar a Cécelle, bebía, reía, armaba escándalos y
se liaba con chicos malos que la obligaban a cantar para quedarse con su dinero
y la usaban de cebo para desvalijar a mujeres con joyas. Luego se corrían una juerga.
Cuando la embriaguez es más, las penas son lo de menos.
Una mañana de septiembre, Édith canta en una
esquina, un señor muy elegante la escucha y le ofrece un contrato en el Gernys
de los Campos Elíseos. Es Louis Leplée, el viejo homosexual que reconoció su
genio y le dio su nombre: ''En argot al gorrión lo llaman piaf.
Serás
la Môme
Piaf”, dijo. En la primera actuación del pequeño gorrión
estaban Chevalier, Mistinguett y Fernandel. Quedaron asombrados, pero su mejor
público era el mismo que veía las películas de Charlot: soldados, marineros,
chulos y buscavidas que lloraban con sus letras de amores venales y corazones
rotos. Cantaba a la evasión, las pasiones y la fatalidad; a un mundo caduco de
héroes y tópicos de folletín; pero confería a sus personajes una grandeza heroica,
ya fuera un legionario, un marinero o una puta. En el invierno de 1935 firmó su
primer contrato para grabar un disco, era Les Mômes de la cloche:"C’est
nous les mômes de la cloche/ clochards qui s'en vont, sans
un rond en poche" (Somos los chavales mendigos /
vagabundos que van sin un céntimo en el bolsillo).
El acordeonista Raymond Asso, uno de sus primeros
letristas, tenía aires de jeque árabe y aspecto de macarra distinguido.
Escribía para ella porque la amaba y la llamaba Didou porque a los enamorados les
gusta ponerse nombres infantiles. Pero la obligaba a trabajar, la separaba de
los amigos que solo sabían cuidarla con vino y coñac y para convertir en
mariposa a la crisálida, la pegaba como a una estera. Cuanto más la pegaba él,
más lo amaba ella. Édith buscaba en el amor una forma de ser sometida, se sabía
salvaje e insumisa y provocaba a sus hombres para que la metieran en cintura.
Asso le hizo conocer el éxito hasta que lo movilizaron en 1939 y Édith se
pasaba las noches bebiendo, buscaba la calle más larga de París y entraba en
cada bar para invitar a una ronda Así olvidaba a Asso, que le había dado
canciones inmortales como Mon légionnaire y L'accordéoniste.
Su forma de resistir a los alemanes fue tener un
amante judío, el pianista polaco Norbert Glanzberg, que la zurraba tanto como
el otro. Ya entonces se había convertido en la favorita de los intelectuales
que querían que cantara canciones comprometidas. No lo hizo jamás, salvo cuando
por exigencias del guion cantó La Carmagnole en
una película. Para ella el único compromiso era cantar a la desgracia de haber
nacido, era una cantante del pueblo. Durante la ocupación, Édith, que ha dejado
de ser La Môme Piaf para ser ya para
siempre Édith Piaf, sigue dando conciertos, incluso viaja a Berlín, aunque
canta canciones con doble sentido como Tu es partout, que
evoca la resistencia con los rasgos de un amante.
Para no perder la costumbre, con su siguiente
hombre, el actor de moda Paul Meurisse, mantuvo un idilio alimentado de
broncas, mentiras y bofetadas. Ella rompió varias veces la vajilla y él
pisoteaba el aparato de radio. Con Paul como partenaire rodó
la película Montmartre-sur-Seine (1941).
Tres años después, en la primavera del 44, canta en el Moulin Rouge, el
telonero es un joven que se llama Yves Montand. Cuando este hijo de pobres
inmigrantes italianos llegó a su vida, ella descubrió que le gustaba ser Pigmalión
y fabricar cantantes como si fueran los hijos que no tenía. Quiso enseñarle a
cantar y le presentó a gente importante para impulsar su carrera, pero lo dejó
cuando le dio miedo que aquel joven pinturero la superara. El retrato de su
mecenas lo hizo Montand muchos años después: "Solo cantaba bien cuanto
estaba rota. En el amor era la mujer más pura: rezaba antes de meterse en la
cama. Era como Mesalina rezando en camisón". Todavía
con Montand, Édith escribió una de sus primeras letras, La
vie en rose, su canción más célebre, un clásico
absoluto.
Lo de Montand fue asunto de menor importancia, como casi
todos. De hecho, hasta el día de su muerte Édith creyó que en realidad su único
gran amor había sido el boxeador francés Marcel Cerdan, campeón del mundo de los
pesos medios. Era tierno, ingenuo, inculto y solo sabía hablar bien con los
puños; pero no la pegaba, aunque le rompió el corazón. Cerdan estaba casado,
pero Édith abominaba de las familias felices y cuando se topaba con un hombre con
familia feliz, se encargaba de ello. Siempre fue una robamaridos, las otras
mujeres envidiaban lo que Piaf tenía y ella envidiaba a los maridos de las
otras mujeres. En Nueva York, con Cerdan, hizo llorar a Charlot, y no era
infrecuente que estuvieran entre su público Orson Welles, Judy Garland, Henry
Fonda, Bette Davis o Barbara Stanwyck. Fueron tiempos felices, había pasado de
Ménilmontant a los Campos Elíseos, había conquistado toda Francia, media Europa
y ahora Estados Unidos le ponía focos sobre la cabeza y una peana bajo los
pies. Había conquistado América y el corazón de un boxeador bueno.
Juntos compraron una casa, un precioso hotelito en
Boulogne-Billancourt que les costó 19 millones de francos, allí compuso Hymne à l'amour.
Pero
el 28 de octubre de 1949 el avión que llevaba a Cerdan desde París a Nueva York
se estrelló en las Azores. Devastada por el dolor, por la culpa y por una
poliartritis aguda, toma grandes dosis de morfina. Y canta en su memoria Hymne à l'amour.
Viuda
de un hombre con el que no tuvo tiempo de casarse, anduvo muchos meses
convocándolo en infecundas sesiones de espiritismo. En el hotelito de
Boulogne-Billancourt instala a los tres hijos, la mujer y la madre de Marcel
Cerdan.
Después, todos sus amores fueron malignos y todos
sus desamores lamentables. Su salud también lo era, se le rompía el cuerpo por
todos los lados y a veces el dolor era como un tormento. Vivir era una tortura
porque el gorrión ya no podía volar cuando quería, ni cantar siquiera. La vida
volvía a ser un infierno. Era el canto del cisne, el principio del fin:
pancreatitis, úlceras, comas hepáticos, oclusiones intestinales... La factura
de sus excesos. Pasaba del dolosal a
las drogas duras, siempre había un camello a mano. Parecía un boxeador sonado,
sin embargo una fuerza colosal le permitió actuar en 1961 durante cuatro meses
en el Olympia de París.
Se casó con el cantante francés Jacques Pills en
NuevaYork y Marlene Dietrich, su mejor amiga entonces, fue su testigo. Cuando
ambas se conocieron fue un flechazo entre el hielo alemán y el fuego francés;
no se parecían en nada, salvo en que las dos desgarraban con sus voces el
corazón de los hombres, que no solían dar la talla. Desde luego no la dio
Jacques Pills; pero tampoco ninguno de sus sucesores: el ciclista Tato
Gerardin, el actor Eddie Constantine, el cantante Moustaki (que le compuso Milord
y
la acompañó a la guitarra). A todos sus amantes les hacía jerséis en el
camerino que no terminaba, les regalaba mecheros de Cartier, diamantesy trajes azul
marino. Desus amores solo le interesaban los primeros compases, luego se
aburría.
El último hombre fue también su último marido, era griego,
se llamaba Theo Lamboukas y tenía 20 años menos que ella. Seriamente enferma lo
llevó al altar justo un año antes de su muerte. Dijo que tenía la impresión de
que a sus 26 años Theo era "un hijo que cuida de su vieja madre enferma”. Cuando
murió, el 14de octubre de 1963, tenía 47 años aunque
aparentaba 20 más. ''Piaf se murió porque se aburría", dijo Moustaki.
Theo, en la clandestinidad de la noche, metió su cadáver en el coche y lo
condujo desde la costa de Niza hasta París. Había grabado 293 canciones que siguen
reeditándose. El mundo la lloró tanto como ella había hecho llorar al mundo.
Hace casi medio siglo que nada nuestro es suyo ya, pero su voz no ha dejado de
desgarrar el aire y conmover las almas.
Etiquetas: Pongámosle música
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