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sábado, junio 15

César y los piratas

(Extraído de un artículo de Pedro J. Ramírez en El Mundo del 22 de noviembre de 2011)

En el siglo I antes de Cristo las escarpadas costas de Cilicia en el Asia Menor se convirtieron en vivero, nido y refugio de piratas por razones similares a las que han reproducido el fenómeno 2.100 años después en las más aplanadas de Somalia. El ocaso tanto del poder de Macedonia como de los imperios impulsados desde Egipto y Babilonia por dos de los más destacados generales de Alejandro -Ptolomeo y Seleuco- había generado un vacío en la región que sólo llenaban los señores de la guerra que a su vez protegían, organizaban y financiaban a los clanes, cofradías y hermandades de piratas. Teniendo en cuenta la velocidad a la que se navegaba, Roma estaba aún más «lejos» de aquellos parajes de lo que Madrid o París están hoy del Océano Índico.

Entonces como ahora, la rentabilidad de la captura del cargamento de un barco mercante o, sobre todo, de la toma de rehenes entre sus pasajeros podía ser enorme, dentro de una región tan económicamente deprimida como aquélla. De ahí que los piratas con base en la isla de Farmagusa -unas pocas millas al sur de Mileto- que un día del año 74 a. C. capturaron una galera romana que se dirigía a Rodas creyeron estar tan de enhorabuena. Sobre todo cuando contemplaron con asombro la reacción del joven patricio romano que formaba parte del pasaje, en apariencia [...] arrogante y contraria a sus propios intereses [...].

[...] el joven romano salió diciendo que no sabían a quién tenían por rehén, que él valía bastante más que esos 20 talentos que pedían sus captores, [...] era la víctima la que de forma tan unilateral como aparentemente innecesaria subía el precio del rescate. Con pardillos así da gusto ser pirata.

Pero los corsarios de Farmagusa no sabían dónde se habían metido. El joven patricio romano se llamaba Cayo Julio César y a sus 25 años iba a proporcionar a la posteridad lo que Adrian Goldsworthy describe en su monumental biografía editada por La Esfera de los Libros como la primera «exhibición de su audacia, determinación, rapidez de acción e implacable habilidad». Tras acordar un rescate de 50 talentos -¿por qué no decir que unos cuatro millones de dólares de ahora?-, César envió a sus acompañantes a recolectar el dinero entre las colonias romanas de las inmediaciones y permaneció con los piratas en un entorno de barcos anclados junto a la costa, hogueras nocturnas en la playa y minúsculas agrupaciones urbanas [...].

Con su vida garantizada por tan altas expectativas de lucro, el joven romano dejó pasar el tiempo,  dedicándose relajadamente a escribir y confraternizar con los piratas. [...] declamaba ante ellos piezas
oratorias y poemas. Plutarco cuenta que en ese clima de confianza les llamaba «bárbaros analfabetos» y que llegó a decirles, entre risas y chanzas, que cuando terminara todo aquello «les ahorcaría». Ellos se lo
tomaban a broma y le iban cogiendo afecto. [...]. Con bromistas tan simpáticos da gusto ser pirata.

Puesto que la city y los bufetes de Mileto funcionaban [...] con [...] eficacia [...], bastaron 38 días, [...], para que la negociación culminara con éxito, los 50 talentos fueran recolectados y entregados y César quedara en libertad. No es demasiado aventurado presumir que se despidió con grandes abrazos de sus captores, cual si de un precursor del síndrome de Estocolmo se tratase. Pero tan pronto como volvió a ser dueño de sus actos, la máscara de la amabilidad se desprendió de su rostro y dio paso al más severo de los rictus, cejas incluidas.

Apenas puso pie en tierra firme, César organizó una escuadra improvisada y volvió con ella a Farmagusa, en cuyas playas los piratas aprovechaban su dinero fresco para entregarse al alcohol, los estupefacientes y las mujeres en una bacanal [...]. Desprevenidos como estaban, los piratas fueron presa fácil de César, quien en un primer momento los encerró en la cárcel de Mileto y, al detectar que el gobernador romano de Asia Menor, un tal Marco Junco, se doblaba con [...] ambigüedad [...], ordenó crucificarlos por su cuenta y riesgo. [...]

César tuvo, eso sí, un buen detalle con quienes habían sido sus compañeros de juegos y tertulia durante casi mes y medio al ordenar estrangularles antes de exhibirlos en la cruz, ahorrándoles así una lenta y dolorosa agonía. Ese gesto le valió el relato aprobatorio de Suetonio en el que se cimentó el mito de su magnanimidad y clemencia. Glosando tal opinión, el propio Montaigne, profundo admirador de César,
subrayaría que era «benévolo en sus venganzas», pues «se limitaba a matar a quienes le habían producido ofensa». «Jamás hombre alguno mostró más moderación en la victoria, ni más resolución en la fortuna adversa», escribiría en otro capítulo de su Libro Segundo el autor de los Ensayos.

La traición de César a los términos más o menos explícitos de su pacto con los piratas y sobre todo la doblez de su conducta no debió desmerecer para nada esa buena opinión de Montaigne pues, hablando de
otra cosa, cita un conocido pasaje de La Eneida de Virgilio -«Valor o engaño, si es con el enemigo todo es uno»- e invoca el retrato que Plutarco hace del comandante espartano Lisandro para alegar que «allí
donde la piel del león no basta, se ha de coser un retazo de la del zorro». Y en otro momento ensalza al también espartano rey Cleómenes, que «habiendo pactado una tregua de siete días con los habitantes de
Argia, a la tercera noche cargó contra ellos cuando estaban dormidos y los derrotó, alegando que en la tregua no se había hablado para nada de las noches».

[...]

Respecto a la razzia [...], basta el diagnóstico de Goldsworthy sobre el golpe de mano de César: «No tenía autoridad legal para hacerlo -excepto el eterno derecho de persecución en caliente-, aunque era poco probable que alguien cuestionara la ejecución de un grupo de salteadores». [...]

La admiración por el comportamiento de César durante ese primer episodio que salió a su encuentro para poner a prueba su resolución y capacidad de liderazgo se ha transmitido de generación en generación desde aquel siglo primero en el que otro historiador, Valerio Máximo, lo presentaba como ejemplo de que los hechos del pasado podían servir para educar en la virtud a los jóvenes romanos, hasta la época actual. Al margen de los elogios de un Goldsworthy o un Christian Meier -el autor alemán se asombra ante la «energía» y la «audaz eficacia» que a una edad tan temprana despliega su biografiado-, merece la pena rastrear a través de la obra de Maria Wyke Caesar, a life in western culture la forma en que el lance queda reflejado en las novelas policiacas que Steven Saylor sitúa en la antigua Roma, en series televisivas como Xena, la princesa guerrera e incluso en juegos de ordenador como el lanzado en 1998 por Microsoft dentro de su serie Age of Empires.

Puesto que en definitiva nadie ha cuestionado la veracidad de un relato que en algunos de sus pasajes no pudo tener como fuente sino al propio César -en eso consiste la credibilidad: cuentas cómo pasó y todo el mundo da por hecho que fue así;[...]

Más info en: http://www.vidasdefuego.com/julio-cesar-y-los-piratas.htm

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