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lunes, junio 10

Japón en tren



(Un artículo de Daniel Suberviola en la revista Paisajes de marzo del 2010)

Los trenes hala o shinkansen son el símbolo nipón de velocidad y es el transporte elegido en este viaje para recorrer gran parte de Japón en dos semanas. El punto de partida es Tokio. La capital, y una de esas ciudades de las que todo el mundo sabe algo. En el conjunto de la metrópoli viven casi 35 millones de personas, pero su inmenso centro, formado por 23 barrios, cuenta con casi 8.5 millones de habitantes que se mueven por las calles como si lo hicieran por las viñetas de un cómic manga.

Primera parada: Tokio. No importa lo que se sepa de Tokio. Se mire donde se mire siempre hay algo por lo que sorprenderse. Pero no hay que dejarse llevar por el gigantismo de esta megalópolis, porque lo primero que revela Tokio al viajero es que en el fondo del caos subyace el orden perfecto, una eficiencia total y. en sus habitantes, un civismo que es el mejor reflejo de que la ciudad conserva intacto el valor empático de la tradición japonesa. Esto es lo que hace de Tokio una de las capitales más amables y limpias del planeta. Si uno necesita ayuda sólo tiene que mirar a alguien, sonreír ligeramente y siempre habrá una persona que se detenga en medio del torrente de gente para indicarnos o acompañarnos, si fuera necesario. Y se necesita a menudo, porque hacerse entender en Japón es parte de la aventura del viaje.

Resulta impresionante observar la estrategia militar con que los miles de operarios del metro gestionan el ir y venir de los millones de pasajeros que cada mañana se dirigen a sus lugares de trabajo. Hay filas en cada punto clave; compra de billetes, tornos. Pasillos, andenes, y si uno se sale de este flujo enseguida se percatará, por las miradas de reprobación, de que está haciendo algo incorrecto. La misma sensación experimentará un viajero varón si se encuentra con que a su alrededor no hay nadie de su sexo. No será casualidad, será que está en uno de los vagones reservados para mujeres, una medida adoptada en 2005 para evitar el creciente número de denuncias contra los llamados chikan, o sobones del tren.

En la superficie, los barrios comerciales de Ginza, Shinjuku, Shibuya o Roppongui, son el mejor destino para darse de bruces con la realidad de Tokio. El paisaje allí es abigarrado, con gigantescos escaparates donde tienen presencia las mejores marcas del mundo. Estos lugares son centros neurálgicos de la economía japonesa, con una geografía complicada por la que conviene abandonarse. La mejor opción es perderse por su calles, seguir el rastro de vapor de las cocinas de los restaurantes que se apiñan en los bajos de pasos elevados por los que circulan el metro y los trenes de alta velocidad o adentrarse en cualquiera de las innumerables galerías comerciales, cumbres de costal, que se elevan como los picos de una cordillera.

Así se entra en Tokio, aunque Tokio no muestra su verdadera cara hasta que cae la noche. La puesta de sol desde la isla futurista de Odaiba y los flujos de luz en plena noche desde la azotea de la Torre Mory, en el barrio de Roppongui, son un espectáculo imprescindible para experimentar la inmensidad de esta ciudad y sentir la atracción de volver a perderse por sus calles abarrotadas de jóvenes de tribus urbanas, bares, discotecas, salas de juego, hoteles del amor, donde entran y salen furtivamente amantes por horas, impolutos cafés internet, abarrotados de oficinistas que han perdido el último tren y pasarán allí la noche en una cabina privada.

Seguimos: Kioto. Un tren bala, el shinkansen Hikari, recorre cada 20 minutos los 526 kilómetros que separan Tokio de Kioto en dos horas y media. Esa es la distancia que hay entre el huracán de la metrópoli y el ambiente sosegado que se respira en esta ciudad de un millón y medio de habitantes y capital de la región de Kansai. La mejor forma de desplazarse es en bicicleta: todo el mundo la usa. El centro de Kioto es como una lámina perfecta, sin ondulaciones, elevada tan solo 74 metros sobre el nivel del mar. Y los jardines son de un diseño delicadísimo, de guijarros rastrillados, canales de agua con nenúfares y flores del loto, pequeñas terrazas en la orilla del río, que al caer la noche encienden sus miles de farolillos rojos. Sombras de geishas huidizas. Hay que atreverse a abrir puertas y apartar cortinas, porque al otro lado habrá un tesoro escondido.

Desde el año 794 hasta 1868, Kioto fue la capital del país. Cada detalle de la cultura tradicional japonesa tiene allí su origen. Cuenta con 17 lugares declarados como Patrimonio de la Humanidad y 1.600 templos budistas. Por eso, aunque resulta difícil escoger entre la oferta cultural e histórica de la ciudad, visitar el templo Dorado y hacer una excursión de un día al pequeño pueblo de Arashiyama es un seguro de hacer lo correcto. El templo Dorado tiene historia y literatura. Se llama Kinkaku-ji y es un edificio de dos plantas erigido en un jardín llamado El espejo de agua, con un estanque sobre el que flota el pequeño templo y que refleja su imagen dorada. Data de 1397, aunque el edificio actual fue reconstruido en 1955 después de que un monje budista lo incendiara, aduciendo que sentía rechazo por la belleza. Un año después el escritor japonés Yukio Mishima inmortalizó este suceso en su libro El Pabellón Dorado, donde se narran los avatares de la desdichada biografía de este joven, que llegó a identificar sus desencuentros personales con los delicados cimientos del edificio que redujo a cenizas. Esta historia está muy bien reflejada en la película biográfica Mishima, de Paul Schrader, en la que también se cuentan las tribulaciones que llevaron al autor a acabar con su vida según el rito tradicional del seppuku o harakiri. Para dar por finalizada la estancia en Kioto, antes de ir a su vanguardista estación de tren para continuar el viaje, se puede visitar Arashiyama. Este lugar es una joya de la naturaleza con bosques de bambú, templos milenarios y una colina desde la que se divisa la extensión horizontal de Kioto. Allí, cientos de monos salvajes juegan y retozan a sus anchas entre turistas asombrados.

Siguiente parada: Kurokawa  Onsen. Para llegar hasta este remoto pueblo en el corazón de Kyushu, al sur del país, hay que viajar en shinkansen Hikary de Kioto a Fukuoka y conectar con el shinkansen Tsubame hasta Kumamoto. Allí hay que coger un tren local y en Aso, un autobús hasta Kurokawa. Es un viaje de más de 1.100 kilómetros que gracias al increíble ritmo ferroviario japonés, se puede realizar en una sola jornada. Si Japón es un ovillo de extremos, en Kurokawa está el hilo de las costumbres, la paz y la tranquilidad. Despertar allí es hacerlo en las entrañas del lecho volcánico activo más grande del mundo, en el interior de un cráter de 128 kilómetros de circunferencia en el que hay ciudades, líneas de tren y laderas empinadas, entre cuyos espesos bosques se encuentra este minúsculo pueblo, paraíso de los onsen o baños termales de aguas sulfatadas por la actividad volcánica. En Kurokawa el príncipe de los onsen se llama rotemburo. Se trata de baños al aire libre, por lo general ubicados en las riberas de los ríos de montaña que bajan por la ladera, formando cascadas de increíble belleza. Lo ideal es alojarse en uno de sus 23 riokanes de lujo (hoteles tradicionales de estilo Japonés), para descansar del frenesí turístico sobre tatamis de bambú y entre futones de plumas. En Kurokawa el plan es sencillo. Se conoce paseando en yukata (albornoz) y sandalias (obsequio del riokan) por sus callejuelas y senderos en el bosque que conducen a los baños termales.

Siguiente parada: Nara. Superado el ecuador del viaje y con la suavidad corpórea de Kurokawa en la maleta, hay que volver sobre los raíles recorridos en dirección Tokio hasta Osaka para coger allí el tren expreso a Nara. Fue la primera capital de Japón y es la puerta de entrada al budismo Zen. La estación de tren está a pocos minutos a pie del parque Nara Koen; epicentro turístico de la ciudad y hogar de unos 1.200 ciervos que corren libres por sus praderas y se pasean tranquilamente entre los grupos de visitantes. La estrella del parque es el templo Todaiji. Para llegar a él hay que cruzar la puerta Nandai-mon, custodiada por dos descomunales guardianes Nio, una pareja de inmensos guerreros de madera que datan del siglo XIII y que son probablemente dos de las tallas más bellas del mundo. A sus espaldas se abre el espectacular recinto del templo, y al fondo está su joya: la sala Daibutsu-den, la morada del Gran Buda, una escultura sin igual, se trata de la construcción de bronce más grande de Japón, una imagen de 16 metros de altura, 437 toneladas de bronce y 130 kilogramos de oro. Si el viajero rodea la estatua verá una columna con un pequeño agujero en su base que tiene el mismo tamaño que uno de los orificios nasales de la efigie. La creencia popular dice que aquellos que consigan cruzarlo alcanzarán la iluminación. Fuera de los folletos, pero muy cerca de Todai-ji, arranca un sendero que no figura en los mapas turísticos de Nara pero que hará las delicias de los viajeros a los que les guste caminar: la espesura de la selva Virgen de Kasuga-Yama, declarada patrimonio Mundial por la UNESCO. El sendero discurre paralelo a un río entre helechos, robles centenarios, libélulas de colores, mariposas y miles de pájaros exóticos.

Última parada: Koya-San. Desde Nara hay que ir hasta la estación de Namba en Osaka y allí coger el tren de la línea privada Nankai-Dentetsu hasta Gokurakubashi, donde un tren funicular asciende hasta la montaña sagrada de Koya-San. El tren discurre lento entre valles estrechos rodeados de escarpadas montañas y el último tramo en un funicular a 45 grados de inclinación. Koya-San es la sede de la escuela Shingon de budismo esotérico. Lo ideal es pernoctar en cualquiera de los más de 50 templos y rendirse a la experiencia de convivir durante unas horas en el ascetismo cotidiano de los monjes. Allí el amanecer será el despertador y las puertas de los templos, la entrada a este místico lugar llamado Koya-San. Pocos lugares en el mundo destilan el misterio que envuelve el gigantesco campo santo de Oky-no-in donde todo budista aspira a descansar eternamente. El musgo, las hiedras, los faroles de luz roja, las imágenes talladas en piedras milenarias, los cedros y sus tumbas decoradas con ornamentos de una simbología indescifrable y arcana, hacen de este lugar un espacio enigmático.

Para volver a Tokio, en la estación Shin-Osaka hay que subirse en el primer shinkansen que pase y apoyar la cara en la ventanilla para repasar estas dos semanas sobre raíles. En tres horas escasas el tren bala entrará en la metrópoli y tendremos la certeza de haber pasado dos semanas en el mayor y más increíble parque de atracciones del mundo.

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