Japón en tren
(Un artículo de Daniel
Suberviola en la revista Paisajes de marzo del 2010)
Los trenes hala o shinkansen son el símbolo nipón de
velocidad y es el transporte elegido en este viaje para recorrer gran parte de
Japón en dos semanas. El punto de partida es Tokio. La capital, y una de esas
ciudades de las que todo el mundo sabe algo. En el conjunto de la metrópoli
viven casi 35 millones de personas, pero su inmenso centro, formado por 23
barrios, cuenta con casi 8.5 millones de habitantes que se mueven por las
calles como si lo hicieran por las viñetas de un cómic manga.
Primera parada: Tokio. No importa lo que se sepa de
Tokio. Se mire donde se mire siempre hay algo por lo que sorprenderse. Pero no
hay que dejarse llevar por el gigantismo de esta megalópolis, porque lo primero
que revela Tokio al viajero es que en el fondo del caos subyace el orden
perfecto, una eficiencia total y. en sus habitantes, un civismo que es el mejor
reflejo de que la ciudad conserva intacto el valor empático de la tradición
japonesa. Esto es lo que hace de Tokio una de las capitales más amables y
limpias del planeta. Si uno necesita ayuda sólo tiene que mirar a alguien, sonreír
ligeramente y siempre habrá una persona que se detenga en medio del torrente de
gente para indicarnos o acompañarnos, si fuera necesario. Y se necesita a menudo,
porque hacerse entender en
Japón
es parte de la aventura del viaje.
Resulta impresionante observar la
estrategia militar con que los miles de operarios del metro gestionan el ir y venir
de los millones de pasajeros que cada mañana se dirigen a sus lugares de
trabajo. Hay filas en cada punto clave; compra de billetes, tornos. Pasillos,
andenes, y si uno se sale de este flujo enseguida se percatará, por las miradas
de reprobación, de que está haciendo algo incorrecto. La misma sensación experimentará
un viajero varón si se encuentra con que a su
alrededor no hay nadie de su sexo. No será casualidad, será que está en uno de
los vagones reservados para mujeres, una medida adoptada en 2005 para evitar el
creciente número de denuncias contra los llamados chikan, o sobones del tren.
En la superficie, los barrios
comerciales de Ginza, Shinjuku, Shibuya o Roppongui, son el mejor destino para
darse de bruces con la realidad de Tokio. El paisaje allí es abigarrado, con gigantescos
escaparates donde tienen presencia las mejores marcas del mundo. Estos lugares son
centros neurálgicos de la economía japonesa, con una geografía complicada por
la que conviene abandonarse. La mejor opción es perderse por su calles, seguir
el rastro de vapor de las cocinas de los restaurantes que se apiñan en los
bajos de pasos elevados por los que circulan el metro y los trenes de alta velocidad
o adentrarse en cualquiera de las innumerables galerías comerciales, cumbres de
costal, que se elevan como los picos de una cordillera.
Así se entra en Tokio, aunque Tokio no
muestra su verdadera cara hasta que cae la noche. La puesta de sol desde la isla futurista
de Odaiba y
los
flujos de luz en plena noche desde la azotea de la Torre Mory, en el barrio de Roppongui,
son un espectáculo imprescindible para experimentar la inmensidad de esta
ciudad y sentir la atracción de volver a perderse por sus calles abarrotadas de
jóvenes de tribus urbanas, bares, discotecas, salas de juego, hoteles del amor,
donde entran y salen furtivamente amantes por horas, impolutos cafés internet,
abarrotados de oficinistas que han perdido el último tren y pasarán allí la noche
en una cabina privada.
Seguimos: Kioto. Un tren bala, el shinkansen Hikari, recorre cada 20
minutos los 526 kilómetros que separan Tokio de Kioto en dos horas y media. Esa
es la distancia que hay entre el huracán de la metrópoli y el ambiente sosegado
que se respira en esta ciudad de un millón y medio de habitantes y capital de
la región de Kansai. La mejor forma de desplazarse es en bicicleta: todo el mundo
la usa. El centro de Kioto es como una lámina perfecta, sin ondulaciones,
elevada tan
solo
74 metros sobre el
nivel del mar. Y
los jardines
son de un diseño delicadísimo, de guijarros rastrillados, canales de agua con
nenúfares y flores del loto, pequeñas terrazas en la orilla del río, que al caer
la noche encienden sus miles de farolillos rojos. Sombras de geishas huidizas.
Hay que atreverse a abrir puertas y apartar cortinas, porque al otro lado habrá
un tesoro escondido.
Desde el año 794 hasta 1868, Kioto
fue la capital del país. Cada detalle de la cultura tradicional japonesa tiene allí
su origen. Cuenta con 17 lugares declarados como Patrimonio de la Humanidad y 1.600
templos budistas. Por eso, aunque resulta difícil escoger entre la oferta cultural
e histórica de la ciudad, visitar el templo Dorado y hacer una excursión de un día
al pequeño pueblo de Arashiyama es un seguro de hacer lo correcto. El templo
Dorado tiene historia y literatura. Se llama Kinkaku-ji y es un edificio de dos
plantas erigido en un jardín llamado El
espejo de agua, con un estanque sobre el que flota el pequeño templo y
que refleja su imagen dorada. Data de 1397, aunque el edificio actual fue
reconstruido en 1955 después de que un monje budista lo incendiara, aduciendo
que sentía rechazo por la belleza. Un año después el escritor japonés Yukio Mishima
inmortalizó este suceso en su libro El
Pabellón Dorado, donde se narran los avatares de la desdichada biografía de
este joven, que llegó a identificar sus desencuentros personales con los delicados
cimientos del edificio que redujo a cenizas. Esta historia está muy bien
reflejada en la película biográfica Mishima,
de Paul Schrader, en la que también se cuentan las tribulaciones que llevaron
al autor a acabar con su vida según el rito tradicional del seppuku o harakiri.
Para dar por finalizada la estancia en Kioto, antes de ir a su vanguardista estación de tren
para continuar el viaje, se puede visitar Arashiyama. Este lugar es una joya de
la naturaleza
con bosques de bambú, templos milenarios y una colina desde la que se divisa la
extensión horizontal de Kioto. Allí, cientos de monos salvajes juegan y retozan
a sus anchas entre turistas asombrados.
Siguiente parada: Kurokawa Onsen. Para llegar hasta este remoto pueblo
en el corazón de Kyushu, al sur del país, hay que viajar en shinkansen Hikary de Kioto a Fukuoka y
conectar
con el shinkansen Tsubame hasta Kumamoto.
Allí hay que coger un tren local y en Aso, un autobús hasta Kurokawa. Es un viaje
de más de 1.100 kilómetros que gracias al increíble ritmo ferroviario japonés,
se puede realizar en una sola jornada. Si Japón es un ovillo de extremos, en Kurokawa
está el hilo de las costumbres, la paz y la tranquilidad. Despertar allí es hacerlo
en las entrañas del lecho volcánico activo más grande del mundo, en el interior de un cráter de 128
kilómetros de circunferencia en el
que hay ciudades, líneas de tren y laderas empinadas, entre cuyos espesos bosques
se encuentra este minúsculo pueblo, paraíso de los onsen o baños
termales de aguas sulfatadas por la actividad volcánica. En Kurokawa el
príncipe de los onsen se llama rotemburo. Se trata de baños al aire
libre, por lo
general
ubicados en las riberas de los ríos de montaña que bajan por la ladera,
formando cascadas de increíble belleza. Lo ideal es alojarse en uno de sus 23 riokanes de lujo (hoteles tradicionales de
estilo Japonés), para descansar del frenesí turístico sobre tatamis de bambú y
entre futones de plumas. En Kurokawa el plan es sencillo. Se conoce paseando en
yukata (albornoz) y sandalias
(obsequio del riokan) por sus callejuelas y senderos en el bosque que conducen a
los baños termales.
Siguiente parada: Nara. Superado
el ecuador del viaje y con la suavidad corpórea de Kurokawa en la maleta, hay
que volver sobre los raíles recorridos en dirección Tokio hasta Osaka para
coger allí el tren expreso a Nara. Fue la primera capital de Japón y es la
puerta de entrada al budismo Zen. La estación de tren está a pocos minutos a
pie del parque Nara Koen; epicentro turístico de la ciudad y hogar de unos 1.200
ciervos que corren libres por sus praderas y se pasean tranquilamente entre los
grupos de visitantes. La estrella del parque es el templo Todaiji. Para llegar
a él hay que cruzar la puerta Nandai-mon, custodiada por dos descomunales guardianes
Nio, una pareja de
inmensos
guerreros de madera que datan del siglo XIII y que son probablemente dos de las
tallas más bellas del mundo. A sus espaldas se abre el espectacular recinto del
templo, y al fondo está su joya: la sala Daibutsu-den, la morada del Gran Buda,
una escultura sin igual, se trata de la construcción de bronce más grande de Japón,
una imagen de 16 metros de altura, 437 toneladas de bronce y 130 kilogramos de
oro. Si el viajero rodea la estatua verá una columna con un pequeño agujero en
su base que tiene el mismo tamaño que uno de los orificios nasales de la efigie.
La creencia popular dice que aquellos que consigan cruzarlo alcanzarán la
iluminación. Fuera de los folletos, pero muy cerca de Todai-ji, arranca un
sendero que no figura en los mapas turísticos de Nara pero que hará las
delicias de los viajeros a los que les guste caminar: la espesura de la selva
Virgen de Kasuga-Yama, declarada patrimonio Mundial por la UNESCO. El sendero
discurre paralelo a un río entre helechos, robles centenarios, libélulas de
colores, mariposas y
miles
de pájaros exóticos.
Última parada: Koya-San. Desde
Nara hay
que ir hasta la estación de Namba en Osaka y allí coger el tren de la línea
privada Nankai-Dentetsu hasta Gokurakubashi, donde un tren funicular asciende
hasta la montaña sagrada de Koya-San. El tren discurre lento entre valles
estrechos rodeados de escarpadas montañas y el último tramo en un funicular a
45 grados de inclinación. Koya-San es la sede de la escuela Shingon de budismo esotérico. Lo ideal
es pernoctar en cualquiera de los más de 50 templos y rendirse a la experiencia
de convivir durante unas horas en el ascetismo cotidiano de los monjes. Allí el
amanecer será
el despertador y las puertas de los templos, la entrada a este místico lugar
llamado Koya-San. Pocos lugares en el mundo destilan el misterio que envuelve el
gigantesco campo santo de Oky-no-in donde todo budista aspira a descansar
eternamente. El musgo, las hiedras, los faroles de luz roja, las imágenes
talladas en piedras milenarias, los cedros y sus tumbas decoradas con ornamentos
de una simbología indescifrable y arcana, hacen de este lugar un espacio
enigmático.
Etiquetas: Sitios donde perderse
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