Escritores y sus demonios familiares
(Un artículo de Matías Néspolo en El Mundo del 30 de junio
de 2013)
No hace falta leer con
fervor de converso Tótem y tabú (1913)
para concebir el parricidio como crimen primordial que funda el orden social y
constituye la ley, paterna o a secas. Algo en lo que coinciden antropólogos y
filósofos, sean adeptos o no a las teorías del doctor Freud.
Lo cierto es que el
deseo de matar al padre y la pulsión incestuosa son inherentes a la literatura.
Al menos en Occidente donde se alzan Edipo
Rey, Hamlet y Los hermanos Karamazov. Aunque puede que
quien más supiera del tema fuera Kafka con su demoledora Carta al padre, en la que intentaba desembarazarse del autoritario
sastre.
Pero más allá del parricidio
(o su deseo soterrado), ya sea real o simbólico, lo que supone el ingreso a la
ley paterna - o al «orden del lenguaje», como prefería Lacan - es la sumisión a
los lazos de parentesco. La subordinación a ese infierno cotidiano llamado
familia. Una cárcel sin barrotes de la que quizá ningún escritor haya logrado jamás escapar, ni
dentro ni fuera de su obra. De ese punto ciego se ocupa Colm Tóibín (Enniscorthy,
1955) en Nuevas formas de matar a tu
madre (Lumen), en versión castellana de Patricia Antón.
Para Hermann Hesse la
familia era un defecto o lastre del que no siempre era fácil sobreponerse. Para
Simone de Beauvoir, un nido de perversiones. Y como no hay dos cojeras iguales,
cada nido tiene las suyas. Eso es lo que parece demostrar el crítico, poeta y
narrador irlandés en su libro, como si de una constatación del célebre arranque
de Anna Karenina se tratara: «Todas las familias felices se parecen entre sí, pero
las infelices lo son cada una a su manera».
Lo malo es que las
parecidas entre sí rozan la utopía o son más raras que un trébol de cuatro
hojas. «El escritor irlandés Roddy Doyle proviene de una familia feliz. Puede
que también Jane Austen. Pero no es lo usual, y no sólo en el caso de los
escritores», responde Tóibín […]. Su esfuerzo por encontrar contraejemplos no
hace más que confirmar la regla. De las infelices, en cambio, hay para todos
los gustos. […] «Algunos de los ensayos surgieron de conferencias. Me interesé
por la relación de los escritores con sus familias en la ficción y la relación
de las familias reales con ellos.» […]
[El] profesor de la
Columbia University espía las intimidades familiares por la mirilla de la
correspondencia, diarios y biografías con ojo de narrador más que de académico.
«Por momentos sólo me interesaban las historias. Otras veces, como en el caso
de Jane Austen, Henry James y Hart Crane, el trabajo del escritor. Como soy
novelista antes que crítico o profesor, me sentía libre de seguir mi instinto»,
explica.
Y las escenas arrojan
luz sobre cada obra, pero se resisten a las generalizaciones. «Creo que Borges,
Yeats y Naipaul tenían muy presente el hecho de que sus padres fueran artistas
fracasados. Eso les daba confianza y una especie de poder que emergía en sus
obras. Otros como Mann, Synge o Tennesse Williams utilizaban a sus familias como
material y fuente de inspiración», resume.
A la hora de elegir las
historias más terribles, Tóibín opta por dos padres devastadores: Thoman Mann y
John Cheever. «Con ellos podemos hacemos una idea de cómo es tener un padre
homosexual. De todos los escritores del libro, ellos fueron los que causaron
más problemas en sus familias. Pero hay una diferencia, mientras Cheever era un
problema tanto para sí mismo como para su mujer y sus hijos, Mann parecía estar
a gusto consigo mismo, sólo le causaba problemas a quienes le rodeaban», aclara.
Sobre todo al segundo
de sus seis hijos, Klaus, el favorito de mamá Katia. «Mi vida proyectó una sombra
sobre la suya desde el principio», le escribía a su amigo Hesse en 1949, tras el
suicidio de Klaus, a cuyo funeral se negó a asistir. Como tampoco lo visitó en
el hospital tras su frustrado primer intento. La frialdad, el desdén y la
funesta atracción sexual que sentía el Nobel por su malogrado hijo escritor venían
de antiguo. Cuando Klaus tenía 14 años, mucho antes de que se enganchara a la
heroína, Mann apuntaba en su diario: «Me tiene cautivado, está guapísimo en
bañador. Me parece bastante natural enamorarme de mi hijo». Y la sombra fue más
bien una losa que él mismo cincelaba hasta en el menor gesto. En el ejemplar de
La montaña mágica (1924) que le
regalara anotó: «A mi respetado colega, de su prometedor padre». Dedicatoria que
Klaus tuvo la imprudencia de enseñar, para mofa de la prensa.
Pero no sólo a Klaus le
desgració la vida. Michael, el menor, se suicidó en 1977. Y Erika, la mayor, jamás
superaría la ambigüedad de su padre con el nazismo para no perder privilegios
ni lectores. De allí que Erika y Klaus se protegieran mutuamente de su padre en
una relación que excedía lo fraternal. No en vano el FBI les seguía la pista,
cuando recorrían América dando conferencias, como sospechosos de comunismo e
incesto.
En todo caso, tampoco
Cheever fue una delicia de padre. «¡Te ríes como una mujer!», humillaba al pequeño
Ben, para acabar confesándole en su vejez: «A tu padre le han chupado la polla
bastantes personajes discutibles. Pensé que tenía que decírtelo». Maestro en el
arte de culpar a los demás, el autor de Falconer
combatía su homosexualidad nunca asumida con hectolitros de ginebra al
tiempo que amasaba un refinado odio contra su esposa o su hija Susan, «una niña
gorda e inoportuna».
Tóibín se cuida muy
bien de caer en el psicologismo o psicoanálisis de andar por casa, pero resulta
difícil no ver una inversión del Edipo kafkiano en el caso Yeats, porque era
John Butler, padre del poeta William Batler Yeats, el empeñado en matar al
hijo. Con más de 70 años se lanzó a escribir relatos y obras de teatro para
superar a su vástago. Penosa y patética resulta la correspondencia en la que busca
su aprobación y no obtiene más que una cruel e implacable crítica de W B.
El caso opuesto es el
de su paisano Samuel Beckett. «Tenía una relación maravillosa con su padre», un
borrachín malhablado que no daría golpe, pero con él adoraba recorrer los campos
y tirarse pedos. De él heredaría el sentimiento de culpa y la laxitud como tema
de sus obras. «En casos como los de Beckett o Synge, el escritor se alimentaba
de una madre conflictiva», aclara Tóibín. Y puede que fuera un tanto neurótica u
obsesiva, pero frente a la gandulería y la afición a la bebida de Samuel, su
madre pasaría hoy por santa. «Le pagó a su hijo un viaje de un año a Alemania
para que fuera a apreciar obras de arte […]».
Para madres
castradoras, Leonor Acebedo, la de Borges, a quien llamaría Georgie hasta el
último día. Lectora, cancerbera y secretaria (luego María Kodama ocuparía esas
funciones), fue doña Leonor la que le buscó a su hijo de 68 años su primera
esposa, Elsa Astete, le montó el casamiento y acompañó a la novia a la parada
de autobús, tras la ceremonia, para que se fuera a su casa, porque Georgie no quería
alejarse de mamá, ni siquiera en su noche de bodas.
Aunque puede que el
fantasma de un padre ausente, escritor fracasado para más inri, también marcara
al autor de El Aleph. Antes de morir
en 1938, Jorge Guillermo Borges le encomendó a su hijo que reescribiera su
única novela publicada, El caudillo.
Tal vez de allí provenga el rechazo del argentino al género. Tóibín analiza el
relato El Congreso como el cumplimiento de ese encargo y, a la vez, como una
suerte de refutación a la novela de papá.
En todo caso, el método
de interpretación familiar llega aquí a su límite. «Hay que ser cauteloso. No
es sencillo establecer una relación entre la obra y la vida. Jane Austen y
Henry James mantenían una buena relación con sus madres en la vida real, y sin
embargo en la ficción convertían a las madres en algo conflictivo. Con Borges
hay que tener mucho cuidado. En parte su genialidad consiste en que no hay por
donde pillarlo. Su vida no explica su obra», reconoce el autor.
Si detrás de todo gran
escritor hay una familia infeliz, es absurdo pedirle a Tóibín exhaustividad. Pero
se echan de menos las familias de Sylvia Plath, Fitzgerald o Faulkner...
«Podría haber escrito una enciclopedia», bromea. «Además de los mencionados añadiría
a James Joyce, a Hemingway, y también a Lorca».
[…]
El premio Nobel Samuel Beckett heredó de su padre el
sentimiento de culpa y la laxitud de su obra literaria.
Franz Kafka. En su larga 'Carta al padre' (1919),
todo un paradigma de parricidio literario, no consigue explicarle al severo
padre Hermann por qué le temía.
Henry James. Pese a llevarse bien con su madre, el
autor de 'Otra vuelta de tuerca' convirtió a la figura materna en una ominosa ausencia
en todas sus ficciones.
W. B. Yeats. La fama del poeta Irlandés ocultó la de
su hermano pintor, fastidió a sus hermanas y amargó la vejez de su padre, que
Intentó superarlo como escritor.
John Cheever. Su adicción al alcohol y su clandestina
homosexualidad desgraciaron la vida de su odiada esposa y malograron la
Infancia de sus tres hijos.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home