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domingo, julio 14

Henry Rousseau: los paisajes de juguete de un estrafalario



(Un reportaje de Fátima Uríbarri en la revista Época del 23 de mayo de 2010)

[…] Henri Rousseau, uno de los padres de la pintura naif y un artista muy peculiar, de formación autodidacta y de profesión aduanero, que influyo en Picasso, Leger, Max Ernst y otros maestros de las vanguardias. 

Si las vidas de los pintores suelen ser de por sí extravagantes, la de Henri Julien Rousseau lo es aún más, pues los mismos artistas lo consideraban un tipo raro. Lo era, desde luego. Sobre todo porque su trayectoria vital no hacía previsible su talento. Fue una especie de Susan Boyle (la cantante británica, gordita, fea y cuarentona que deslumbró en un concurso televisivo). A ambos les sucedió lo mismo: primero se burlaron de ellos, pero luego el público y sus colegas han acabado por apreciar su trabajo y sus aptitudes. De Rousseau se rieron muchos, y recibió críticas inmisericordes, pero al cabo del tiempo no sólo se ha apreciado su pintura, sino que incluso ha influido en movimientos artísticos, como el simbolismo y el surrealismo.

No conoció el éxito en vida, pero después ha protagonizado exposiciones en el Grand Palais de París, o en el Museum of Modern Art de Nueva York. […] la gran variedad temática del artista francés, un hombre muy especial, que, además, fue autodidacta e ideó nuevas maneras de pintar: creó composiciones mediante el método de cortar y pegar imágenes independientes, inventó así un collage pintado que inspiró a, entre otros, Picasso y Max Ernst.

Henri Rousseau nació en Laval, en 1844, en el valle del Loira, y era hijo de un fontanero que tuvo que abandonar la ciudad para escapar de los acreedores. El pequeño Henri fue mediocre en el colegio, pero tenía facilidades con la pintura y la música. Comenzó estudios de leyes y trabajó con un abogado, pero ciertos problemas legales (una condena por perjurio) lo convencieron para enrolarse en el ejército. Allí escuchó muchas historias sobre las frondosas selvas mexicanas, de boca de los soldados que habían sido enviados allí en tiempos del emperador Maximiliano.

Estuvo cuatro años en el ejército, después se mudó a París para acompañar a su madre que había quedado viuda. Trabajó como funcionario, se casó, tuvo nueve hijos (de los que sólo siete superaron la infancia) y en 1871 consiguió una plaza en las oficinas de la Aduana, de ahí procede el apodo de El Aduanero, como le llamaban sus colegas.

Es fácil imaginarlo, un funcionario gris, de vida rutinaria. Pero esa fachada ocultaba una querencia artística: lo delata, por ejemplo, el que compusiera nada menos que un vals con el nombre de su mujer, Clémence Boitard.

El aduanero Rousseau comenzó a pintar cumplidos los 40 años. Iba a los museos de París a copiar a los maestros o inventaba selvas densas y coloreadas de todos los verdes. Estas composiciones se las inventaba, pero de tanto repetir la mentira de que se había adentrado en las junglas mexicanas, acabó por creerse su propio embuste.

En 1886 le permitieron exponer en el Salón de los Independientes. Y se produjo una intensa división de opiniones: para unos, Rousseau era un hombre torpe carente del más mínimo conocimiento artístico; otros, sin embargo, apreciaron originalidad y modernidad en sus paisajes irreales con figuras que resaltan como formas planas.

Son obras cargadas de luz fría, sin perspectiva, paisajes de juguete, ingenuos, aniñados. Pero incluyen atrevidas innovaciones, como la combinación de elementos civilizados y otros que aluden a la vida salvaje; o las yuxtaposiciones de figuras, una técnica muy surrealista.

Sus lienzos -vistas de París y sus alrededores, figuras, retratos, alegorías, paisajes selváticos y escenas costumbristas- han encontrado insignes partidarios. Según el historiador del arte Ernest Gombrich: "Hay en sus obras, por torpes que puedan parecer a un espíritu sofisticado, algo tan vigoroso, sencillo y espontáneo que se le debe reconocer como un maestro".

Otro admirador de su trabajo fue Pablo Picasso, quien celebró en 1908, en su taller del Bateau-Lavoir, una velada en su honor. Aquello fue una mezcla de burla y homenaje, una soirée que puede recordar a la película La cena de los idiotas y donde el ingenuo aduanero, que se había bebido bastantes copas, dijo al español: "Somos los dos pintores más grandes de nuestra época, tú en el estilo egipcio y yo en el moderno".

Tan convencido estaba de su genio, que a los 49 años dejó la oficina de aduanas. Sobrevivió con su pensión y los trabajillos que le surgían: la madre de Robert Delanauy, por ejemplo, le había encargado, en 1907, que pintara La encantadora de serpientes; también hacía portadas para Le Petit Journal, y tocaba el violín en la calle.

Murió en París, el 2 de septiembre de 1910. Su entierro, cómo no, fue peculiar. Acudieron los pintores Paul Signac, Robert Delanauy y su mujer, Sonia; el escultor Brancusi; su casero, Armand Queval y Guillaume Apollinaire, que fue el autor de su epitafio. Genio y figura.