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sábado, julio 13

Goya y la duquesa de Alba: el pintor y la modelo



(Un artículo de Gonzalo Ugidos en el Magazine de El Mundo del 17 de febrero de 2013)

El 17 de noviembre de 1936, la Legión Cóndor bombardeó el palacio de Liria. Aquel día milicianos comunistas salvaron de las llamas su valioso contenido. Aunque la mansión estuvo en ruinas durante años, sus cuadros estuvieron a buen recaudo. Eran cientos de piezas de Tiziano, Murillo, El Greco, Fra Angelico, Renoir o Picasso. Entre ellas, un retrato de la XIII duquesa de Alba pintado por Gaya que escondieron en los sótanos del Banco de España antes de evacuarlo a Valencia, luego a Cataluña y, finalmente, a Ginebra. El XVII duque de Alba, Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, lo recuperó al terminar la guerra. 

En junio de 1956 la actual duquesa inauguró el rehabilitado palacio de Liria y colgó el retrato de su tía trasabuela en un salón llamado Goya. Y allí sigue. El pintor cobró 15.000 reales. Hoy está valorado en no menos de 25 millones de euros, que fue lo que pagó el Estado hace 13 años por el retrato de la Condesa de Chinchón, también de Goya y propiedad de los Alba. De los 119 Grandes de España, Goya retrató casi a la mitad. Conocía sus debilidades y se movía entre ellos como si fueran sus iguales. La madre de quien sería la XIII duquesa de Alba, Cayetana, se había casado con el conde de Fuentes, que era uno de los protectores del pintor. Él fue quien le presentó a aquella aristócrata casquivana origen de muchos de sus desvelos y de una historia que derivó en mito. 

Cayetana pasó los primeros seis años de su vida en el viejo palacio de los Alba junto al Rastro madrileño y de ahí se vio trasladada al palacio de Buenavista, en el Paseo del Prado. Allí, en 1791, la conoció Goya. Ella tenía 28 años y una belleza coruscante. El pintor ya sabía que su solo nombre producía el mismo efecto en las tabernas de los majos que en los salones de los Grandes. La insultaban de forma ultrajante, se contaban de ella cosas impúdicas, pero todo el mundo estaba encantado de que la bisnieta del español más temido de Europa fuera una belleza radiante, infantil y caprichosa. Por orgullo de casta y por los amores con el desenvuelto donjuán Juan Pignatelli, hijo del segundo marido de su madre, rivalizaba con encono con la reina María Luisa, la italiana, la extranjera. 

Cuando el torero Costillares brindaba un toro a la reina, se hacía el silencio en la plaza; si lo brindaba a Cayetana, el tendido estallaba en júbilo. Cuando Goya la vio por primera vez en el palacio de Buenavista, se pasmó, besó su mano, y escuchó de sus labios este halago: “No voy a tener mucho tiempo, debo trasladarme con la Corte a El Escorial, pero en cuanto regrese, deberéis hacerme un retrato con vuestra nueva forma de pintar. Todo el mundo está entusiasmado con vuestros nuevos retratos". Goya presagió que esa mujer hermosa y malvada iba a ser la tentación suprema y el mayor de los peligros, algo sublime con lo que jamás volvería a tropezarse, una fuente de placer y sufrimiento. Pero se llamaba Francisco de Goya, tenía 46 años y no iba a renunciar a aquella ocasión única. El padre de la duquesa había muerto cuando ella era una niña y su abuelo, el XII duque de Alba, le dio una libertad absoluta, hasta que la casó a los 13 años.
Ya era una maja en un palacio que colindaba con dos lugares castizos. Uno era la Casa de las Siete Chimeneas; el otro, la casa de Tócame Roque. El primero había sido residencia del embajador de Venecia, y allí se citaban homosexuales y lumis, nigromantes y brujas, conspiradores y embozados. La casa de Tócame Roque era un irónico homenaje al santo del mismo nombre, que curaba la peste acariciándole un bubón que tenía en la entrepierna. Cayetana creció fascinada por las visitas de damas y caballeros de todo pelaje a aquella casa de putas. Pasaron cuatro años y Goya, casi viejo, había trenzado con Cayetana una relación del todo diferente a la tibieza que lo unía a Josefa Bayeu, su santa. Había aprendido a conocer todas sus caras, pero la última, la que se escondía bajo todas ellas, no podía verla. Estaba allí, la percibía; pero se le ocultaba entre sus diferentes máscaras. Hasta que, en 1795, la pintó por primera vez. Ella tenía 33 años y conservaba su belleza coruscante. La situó al aire libre y con delicada precisión pintó el paisaje, pero de tal manera que el paisaje desaparecía y nada que no fuera Cayetana existía. Blanca, soberbia y delicada aparecía con cejas altas, con la negra marea de su pelo, un lazo rojo sobre el pecho, dos aros de oro, collar de doble coral y, delante de ella, su perrillo faldero blanco, con un lazo rojo en una pata trasera, un risible remedo de ella misma. Frágil y orgullos, señalaba hacia el suelo, donde podía leerse con letras finas: "A la duquesa de Alba, Francisco de Goya". 

Volvió a pintarla a menudo. Y nunca quedaba satisfecho. Pero a pesar de todo era feliz. Maquillaba a Cayetana, y ella le pedía que lo hiciera con un verde veronés de composición fatal. Él era un hombre grueso, ya no era joven y procedía del pueblo; pero ella se exhibía con él sin avergonzarse, y él estaba orgulloso de ese cortejo. Iban al teatro y eran huéspedes bien recibidos en las tabernas de los majos. Cayetana murió sin hijos en 1802. Entonces las casas nobiliarias de Alba y Berwick se unieron en un sobrino: Carlos Miguel Fitz-James Stuart y Silva. La herencia de la duquesa no incluyó el palacio de Buenavista, por lo que los siguientes duques mantuvieron Liria como su domicilio principal y allí colgaron el retrato.