Lujuria: la memoria del jardín
(Un texto de Gustavo Martín Gazo y
Elisa Martín Ortega en El Magazine del 18 de julio de 2010)
Semíramis fue reina de Babilonia. Su
nombre, en lengua asiria, significa "que viene de las palomas", pues
fue abandonada en el desierto y las palomas la alimentaron con el queso y la
leche que robaban a los pastores. Fue una reina justa, amiga de las artes, las
ciencias y la filosofía. Fundó Babilonia, la ciudad más admirada del mundo, que
llenó de delicados palacios, puentes y fortificaciones doradas. A ella se deben
los famosos jardines flotantes, cuyo recuerdo aún perdura en la memoria del
mundo.
En la Divina Comedia, Dante sitúa a Semíramis en el círculo de los
lujuriosos, pues para disculpar sus excesos mandó promulgar leyes que protegían
a los amantes y disculpaban el placer carnal. Dante se muestra compasivo con
ella, pues todos los hombres y mujeres que permanecen en este círculo, como
Helena, Dido, Aquiles o Tristán, merecen su compasión. Su pecado es haber
deseado los besos y las caricias de otro cuerpo, ¿puede ser eso tan malo? Dante
los compara sobrecogido con los estorninos que en el frío invierno vuelan
empujados por el viento, pues su condena es para toda la eternidad. Pero es al
escuchar el relato de Francesca y Paolo, una pareja de jóvenes amantes, cuando
su dolor es más grande. Son cuñados y se besan sin malicia mientras leen juntos
un libro. La descripción de ese beso da lugar a unos de los versos más
conmovedores de la literatura universal. Pero ¿puede un pecado conmovernos? Si
hay ternura no puede haber pecado, pues la idea del pecado conlleva el daño y
la humillación. Y aquí sólo hay dos amantes que se dan mutuo contento. Un jardín
flotante donde las palomas dan de comer a los cuerpos, eso era el amor para
Semíramis.
Durante siglos, el pecado de
lujuria ha sido utilizado por las autoridades religiosas para proscribir el
sexo y proyectar sobre el placer físico una constante sombra de maldad y de
condena. Muy lejos de la compasión de Dante, de su comprensión hacia las
pasiones y deseos humanos, la prohibición de la lujuria ha encarnado el
rechazo, sin piedad tantas veces, del cuerpo y sus placeres.
En su autobiografía, Isaac
Bashevis Singer nos dice que siempre lamentó que Tolstói, en Anna Karenina, no
se hubiese atrevido a describir la relación sexual de Anna con su marido y más
tarde con su amante, convencido de que escribir sobre el amor excluyendo el
sexo era una tarea inútil. Y declara: "Los órganos sexuales expresan más
acerca del alma humana que cualquier otra parte del cuerpo, incluidos los
ojos".
Sin embargo, no podemos obviar que
el pecado, entendido no como rebeldía a una ley o a unas normas, sino como acto
que provoca un daño, cosifica al otro y genera sufrimiento y muerte, puede
estar presente también en el sexo. No hace falta pasar revista a la cantidad de
violencia, afán de dominación, humillación y narcisismo que provocan las
pulsiones del Eros. A la historia de Francesca y Paolo, o a la de Semíramis,
elegidas por Dante, al menos en parte, para entonar un canto al amor y sus
placeres, podríamos contraponer la de don Juan.
Para don Juan las mujeres son la
presa. Las desea, pero sólo para satisfacer sus ansias de placer y dominio. Al
contrario que Casanova, que las busca para que sean sus compañeras, Don Juan es
un lujurioso; mientras que el pecado de Casanova antes que la lujuria sería la
glotonería. No quiere hacer daño a sus amigas, y de hecho todas guardan de él un
maravilloso recuerdo.
¿No será ésta, en realidad, la
línea que separa a la lujuria de las demás pasiones, y le imprime su carácter
de pecado? No el número de amantes ni la intensidad de los deseos; la lujuria
provendría de la prevalencia, sobre el placer alegre y compartido, del egoísmo,
el odio, la violencia, el desprecio.
Adán y Eva, en el Edén, ya
conocían el sexo. Por eso el autor del Génesis escribe que debían unirse y
formar una sola carne, y que ambos estaban desnudos y no sentían vergüenza.
¿Qué quiere decir esto? Que vivían en un estado de intimidad y unión perfectas,
el mismo estado que reencuentran los amantes en sus cuerpos cuando se abrazan y
se besan, sintiendo así su desnudez como un regalo y no como un motivo de
deshonra y de vergüenza. La desnudez es vulnerabilidad y es entrega, es un
mostrarse al otro en el máximo estadio de inocencia. Una vez más, debemos
recordar la degradación a la que se somete tantas veces, en nuestro mundo, a
los cuerpos desnudos, que sufren vejaciones o se exhiben de maneras que
pervierten o degradan su belleza. Por el contrario, los hermosos desnudos que,
con la marca de la admiración, el cuidado y el deseo, recorren la historia de
la pintura, la escultura, la fotografía o el cine no hacen más que devolvemos a
ese momento primordial en que el cuerpo estaba en plena armonía con la naturaleza,
y contra él no se ejercía violencia ni acechaban los peligros, sino que era
todo placer, intimidad, belleza.
Tras comer la fruta del árbol
prohibido, Dios maldice a Adán y a Eva. Los expulsa del Paraíso y los castiga
con la muerte, el trabajo penoso y los dolores del parto, a la vez que le
dedica a Eva unas palabras que no siempre se recuerdan: "Tu deseo será
para tu marido, y él te dominará". Tal sentencia no es sino una perversión
de la sexualidad primordial que existía en el Paraíso. El deseo ya no es
alegría y correspondencia, sino una maldición que condena a la mujer a ser
dominada y a sentir una atracción por el hombre que perpetúe tal dominio. Lo
que expresa este versículo, además de la justificación de una sociedad
patriarcal, es el peligro que se cierne sobre toda relación sexual fuera del
Paraíso: el ansia de poder, de dominación del otro, la amenaza de la
cosificación y la violencia.
¿Hemos de resignarnos a esto? ¿No
hay modo de superar tal desgracia? La experiencia, así como el arte y la
literatura, nos muestran que sí, que en determinadas circunstancias es posible
revertir la maldición. Calixto lo hace al afirmar que su amada es el solo dios
en que cree. "Melibeo soy, en Melibea creo, a Melibea amo". Aunque en
realidad Calixto es un mal amante, pues en él termina por prevalecer la lujuria.
Así cuando por fin se encuentra con Melibea, y ésta, dulce y solícita, le pide
que no tenga tantas prisas, pues tienen toda la noche para desnudarse y estar
juntos, Calixto compara su cuerpo con el de un ave, y el acto amoroso con un vulgar
atracón: "Señora, el que quiere comer el ave quita primero las
plumas".
Ni Melibea ni la inteligente y
apasionada Eloísa fueron afortunadas con sus compañeros. Julieta sí lo fue, y
pronunció la frase que las otras dos hubieran querido decir: "Sólo deseo
lo que tengo”. Esas palabras resumen el verdadero amor. La lujuria quiere lo
que no tiene, es un homenaje a la ausencia; no quiere calmarse, busca avecillas
que desplumar. El amor se complace con esa avecilla que desciende, pues ve en
ella un resto del paraíso perdido. El sexo guarda la memoria del cuerpo
paradisíaco. Aun más, es un resto misterioso de ese cuerpo que el hombre perdió
al ser expulsado del Paraíso por su transgresión.
El texto en el que aparece mejor
reflejado ese milagro es el Cantar de los
Cantares. En él se muestran la cumbre del erotismo y la armonía absoluta
entre los amantes. Nunca se presenta a la mujer en segundo plano, o sometida al
hombre. Los enamorados aparecen en una situación de reciprocidad, compartiendo
su amor en un jardín que recuerda al Edén; un jardín que es la esposa, hacia el
que ella llama a su amado, y que actúa como revulsivo a la idea del pecado. El
amor devuelve a ese vergel de los eternos placeres y la eterna inocencia. Por
ello la esposa afirma en dos ocasiones: "De mi amado soy, y él mío
es", estableciendo un principio de correspondencia e igualdad. Y en otro
momento dice: "De mi amado soy, me cubre su deseo". El deseo del
hombre, que había sido la perdición de Eva, la marca de su dominación, se ha
convertido ahora en el máximo placer para la amada del Cantar de los Cantares. Y
si bien no es posible hacer de ese jardín de las delicias una perpetua morada,
el amor, también en su dimensión erótica, permite a los amantes traspasar una y
otra vez sus puertas.
Fortunata, la protagonista de la
novela de Galdós, afirma que nada de lo que se haga por amor es pecado. El amor
rehúye la posesión, respeta al otro en su radical unidad, pues para un enamorado
lo fundamental es el tú. La lujuria, por el contrario, lo cosifica, lo
transforma en un bocado para satisfacer el propio deseo. Celebremos, pues, el
amor y el erotismo como hacía Semíramis, como nos muestran los enamorados del Cantar de los Cantares. Y hagámoslo sin
perder de vista la amenaza de la lujuria, de la degradación y el daño, para
llegar a ese punto exacto en que uno desea el placer del otro, y ese mismo
deseo reporta el máximo placer; ya que al amar no sacrificamos nuestro ser,
sino que lo realizamos.
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