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martes, septiembre 17

1904: las Olimpiadas que mostraron la "supremacía" del blanco

(Un artículo de Gonzalo Ugidos en el suplemento Crónica de El Mundo del 29 de julio de 2012)

San Luis. Año 1904. Terceros Juegos de la era moderna. La final del sprint olímpico estaba a punto de comenzar y los contendientes en sus marcas. Cuando sonó el disparo de salida quedó claro que no era una carrera normal. Algunos de los corredores se asustaron tanto por el bang que quedaron como petrificados. Otros salieron disparados en todas las direcciones como alma que lleva el diablo entre risas y abucheos de hordas de comedores de palomitas. Los que llegaron a la línea de meta hicieron tiempos que superaría cualquier colegial.

Había indios, pigmeos y guerreros africanos, patagones... todos ellos reclutados a la fuerza como experimento racial destinado a probar que su atletismo natural era inferior al del blanco civilizado. La idea (dejar sentada para siempre la supuesta supremacía del hombre blanco) fue el director de los Juegos, James Edward Sullivan, un arrogante bwana al que sólo le faltaban el salacot, la pistola y las botas de media caña para ser un negrero. Invitó a diversos científicos para que dieran fe de su teoría de que un blanco bien alimentado y entrenado superaba las aptitudes naturales y la fuerza y elasticidad muscular de un aborigen selvático. Fue una carrera sórdida y los organizadores quedaron encantados de confirmar que los salvajes eran atletas muy inferiores a los civilizados.

El bochornoso espectáculo no sólo ocurrió en los 100 metros. También en jabalina, disco, longitud o juego de la soga. Un jinete murió aplastado por su caballo, otro atleta falleció en el salto de obstáculos. Los habían instruido sumariamente sobre las reglas de los distintos deportes, pero como los monitores les hablaban en inglés la mayoría no había entendido nada. A un pigmeo llamado Lamba le hablan afilado los dientes y fue descrito en el informe oficial de los Juegos como caníbal. [«En África la mayoría de las tribus caníbales comen carne humana porque les gusta, y no por cualquier motivo mágico o por carencia de otra carne animal», aún se recogía, en 1911, en la Enciclopedia británica].

Desde que en 1896 el barón de Coubertin recuperó el antiguo evento griego de los Juegos Olímpicos, cada cuatro años se convoca a atletas de todo el mundo, se reparten las medallas y el mundo entero recapitula los momentos estelares de pasadas ediciones. Se recuerda, por ejemplo, que en 1904, en los III Juegos de San Luis, Misuri, se inició la tradición de dar medallas de oro, plata y bronce a los tres primeros puestos de cada prueba. Y que se incluyeron por primera vez la lucha estilo libre y el boxeo como deportes olímpicos.

Lo que no se recuerda tanto, sin embargo, es que los organizadores, unos racistas redomados, incorporaron al programa el AnthropologicaI Day (el Día Antropológico) y el desfile inaugural mostró a hombres de razas supuestamente inferiores que luego participarían en pruebas paralelas a la competición oficial. El de julio, en las instalaciones de la Exposición Universal que se celebraba ese mismo año, desfilaron sioux, patagones, pigmeos, ainos japoneses, cocopas mexicanos e incluso turcos y sirios que se iban a someter a las mismas pruebas «de los civilizados». En esa muchedumbre pudo verse la silueta del viejo apache chiricahua Gerónimo, que tenía 81 años y desfiló como «indio ejemplar». Por aquellos años, y mucho antes, se habían puesto de moda los zoos humanos, espectáculos piadosamente llamados «exposiciones etnográficas» o «aldeas negras» que reivindicaban el mismo estatuto científico de las piezas que aparecían disecadas en los museos de historia natural. Exhibían a aborígenes, desnudos o semidesnudos, en escenarios que replicaban toscamente su medio natural. Las exhibiciones empezaron a ser muy populares en Europa y EEUU en la década de 1870, cuando Livingstone y Stanley dieron que hablar del continente negro.

El cazador alemán Karl Hagenbeck, que suministraba animales salvajes a muchos zoológicos europeos, al sobrevenir la crisis los sustituyó por hombres, mujeres y niños, a menudo de pecho. Secuestró en una expedición al Sudán a un grupo de nativos nubios, que paseó como atracción por Paris, Berlín y Londres. Raptó a docenas de nativos de las tribus de Tierra del fuego, pero como era un hombre civilizado pidió y obtuvo el pertinente permiso oficial del gobierno chileno. EI Jardin Zoologique d'Acclímatation parisino, organizó 30 «exhibiciones etnológicas» hasta 1912 .

Malnutridos, tratados como mercancías o con un paternalismo que no siempre proscribía la crueldad, forzados a actuar ante el público, el viaje europeo (también hay estampas viejas similares en el Retiro madrileño) fue para casi todas aquellas personas una pesadilla a la que pocos sobrevivieron. Los antropólogos bendecían esta oportunidad para ver de cerca ejemplares de su campo de estudio, examinarlos y establecer jerarquías raciales.

Durante el siguiente medio siglo o más la doctrina de la supremacía blanca creció peligrosamente en Europa y América, tal como evidencian el nazismo y el Ku Klux Klan. Sin embargo, en 1936 el atleta americano Jesse Owens ganó cuatro medallas de oro bajo la mirada impasible de Hitler en los Juegos de Berlín. Desde entonces el dominio de los hombres de color (Bob Beamon, Carl Lewis... ) ha sido contundente, por no hablar de Usain Bolt o de deportes como el baloncesto, boxeo, fútbol americano o béisbol, donde la velocidad, agilidad y fuerza son primordiales.

Aquel experimento racial de 1904 se ha reavivado tras las declaraciones del medallista Michael Johnson, que sostiene que los velocistas negros tienen una ventaja biológica debido a que poseen un «gen deportivo superior» resultado de los tiempos de la esclavitud, cuando sólo los más aptos sobrevivieron al agotador viaje desde África al Caribe, y los dueños de las plantaciones implantaron programas de selección para producir trabajadores más fuertes. Lo irónico es que hoy estamos tratando de comprender la superioridad de los atletas negros, mientras que hace 108 años en San Luis se pretendía haber demostrado su inferioridad fuera de toda duda. Aquel año de los Juegos de San Luis Mark Twain anotó: «Hay muchas cosas cómicas en el mundo, entre ellas, la creencia del hombre blanco de que es menos salvaje que esos otros a los que él llama salvajes».

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