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miércoles, noviembre 13

Maquiavelo: un clásico de actualidad



(Extraído de un texto de Gonzalo Ugidos en El Magazine de El Mundo del 22 de septiembre de 2013)

En una de las hornacinas del Piazzale Degli Uffizi de Florencia, Nicolás Maquiavelo mira al paseante desde la fría majestuosidad de su gloria póstuma. A pocos metros, en el Palazzo Vecchio, está el retrato que le hizo Santi di Tito. Ese personaje de frente despejada, labios finos y ojos pequeños y vivaces fue un intelectual cínico y vividor que ha encarnado durante siglos la amoralidad, la insidia y la manipulación política. O sea, la realpolitik cuando, en su faceta menos noble, postula el todo vale: la mentira, el robo o el asesinato. Al elevar a modelo de conducta la fiereza del león y la astucia del zorro, sus primeros críticos coincidieron en que era un hombre deslumbrante pero condenado al infierno. Lo describieron como hijo de Satanás, engendro del infierno, réprobo del submundo o maestro del mal.

Y ello porque, hace ahora 500 años, un abatido Maquiavelo, exiliado en su pequeña finca de Sant'Andrea en San Casciano in Val di Pesa, a unos 15 kilómetros de Florencia, escribió El príncipe, un breviario para tiranos, según unos, mientras que para otros es la más sutil descripción de la gramática torva del poder. Acusado de conspiración contra los Médici, padeció prisión y tortura, fue expulsado de su puesto en la cancillería de Florencia y malvivía del campo y talando el bosque de su propiedad junto a unos campesinos. Para espantar la pena y olvidar a los amigos que le daban la espalda, jugaba a las cartas haciendo trampas.

Había conocido tiempos mejores y esperaba que volvieran. Para ayudar a la fortuna, cada noche se quitaba la  ropa sucia de barro, vestía su suntuoso traje curial de cuando era servidor de la República de Florencia y leía a los clásicos. Por una carta a su excolega Francesco Vettori, fechada el 10 de diciembre de 1513, sabemos que fue a finales del verano, en una de aquellas noches de soledad y melancolía, cuando Maquiavelo comenzó a redactar su terrible manual, que acabaría siendo uno de los más grandes libros de la historia de la teoría política.

El príncipe es un pequeño tratado de unas 30.000 palabras en el que Maquiavelo relaciona los atributos que deben escoltar a los hombres de Estado. Sus 26 capítulos tienen el vértigo de la urgencia: creía que si algún miembro de la poderosa familia de banqueros que gobernaba en el Palazzo de la Signoria llegaba a leerlo, lo repescaría para trabajar en la diplomacia. Esa era su vocación artística, porque para él la política era un arte, tanto como pintar un fresco o esculpir una estatua.

Maquiavelo no logró el puesto en la corte; una cosa era patrocinar pintores, escultores y arquitectos para embellecer Florencia, o poetas para narrar la gloria de los Médici, y otra reclutar a un conspirador. Siguió en el ostracismo y, una vez publicado tras la muerte del autor, su libro tuvo una recepción hostil: el catolicismo lo incorporó al índice de libros prohibidos. Pero el autor se hizo famoso por un análisis implacable y científico de la política.

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Entre los admiradores más entusiastas de Maquiavelo se contaron Napoleón, Richelieu o Mussolini, que redactó un prólogo a la obra y fue imitado años después por Berlusconi como para confirmar el dicho marxiano de que la Historia primero se presenta como drama y después se repite como farsa. Los marxistas también aplicaron los métodos de Maquiavelo, Stalin lo tenía como libro de cabecera y el comunista italiano Antonio Gramsci lo reivindicó como táctica revolucionaria. Y Sartre lo tuvo en cuenta para escribir Las manos sucias; Maquiavelo no tenía las manos sucias, simplemente desveló con más sutileza y lucidez que nadie las prácticas políticas que imperaban a comienzos de la modernidad.

Todos los gobernantes que mienten, manipulan o vulneran sus propias leyes son maquiavélicos. Lo fue a la máxima potencia Henry Kissinger, lo fue Nixon, lo es Putin; pero también el Felipe González que postulaba: "Gato blanco o gato negro, lo importante es que cace ratones", o el Mayor Oreja que acuñó la frase: "Teníamos un problema y lo hemos resuelto", para justificar la expulsión en un avión de inmigrantes que habían sido previamente drogados.

Pero las enseñanzas de Maquiavelo, que escribió también un librito sobre El arte de la guerra y no separaba la guerra de la política, también valen para los generales. Como el barón Kurt von Hammerstein-Equord, jefe del Alto Mando alemán antes de la llegada de Hitler al poder, quien no era especialmente laborioso, pero sí honesto e inteligente. Cuando le preguntaron desde qué puntos de vista juzgaba a sus oficiales, dijo: "Distingo cuatro clases: los inteligentes, los trabajadores, los tontos y los vagos. En la mayoría de los casos concurren dos cualidades, Los inteligentes y trabajadores son para el Estado Mayor; los tontos y vagos, forman el noventa por ciento de todos los ejércitos y son muy aptos para las tareas de rutina. El que es inteligente y a la vez vago, se califica para las más altas tareas de mando, pues aporta la claridad mental y el aplomo necesarios para tomar decisiones de peso. Del que es tonto y trabajador hay que protegerse; en ese no se puede delegar ninguna responsabilidad, pues siempre causará alguna desgracia", Un análisis que tiene un inconfundible aroma principesco

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Pobre y olvidado, Nicolás Maquiavelo murió en 1527, pero, su príncipe está tan vivo como siempre. O más. Mucha gente puede reconocerse en él por su crudo relativismo moral que postula que nunca podremos librarnos del engaño y la mentira como medios para nuestros fines. No es nada personal, sólo pragmatismo como saben los directores de departamento de la universidad, los aspirantes a una elecciones, los vecinos conchabados en una junta de propietarios, o cualquiera que aspire a lograr algo frente a alguien y preservarlo.