Rusia: revolución sexual a todo gas
(Un reportaje de Andreas
Albes y Bettina Sengling en el XLSemanal del 27 de agosto de 2006 –me estoy
superando en antigüedad…)
El país está viviendo su
revolución sexual con más de medio siglo de retraso pero a una velocidad de vértigo.
Todas las inhibiciones parecen haber desaparecido. No hay límites, ni en las
discotecas ni en los supuestos viajes de negocios y, en determinados aspectos,
el amor parece reñido con el sexo: la tasa de divorcios se dispara, y la de
natalidad cae en picado mientras cada vez más mujeres buscan un marido
extranjero a través de Internet.
Rusia está recuperando
el tiempo perdido. «Para nosotros no existe el sexo», afirmó en 1988 una
ciudadana soviética ante las cámaras de televisión. Los camaradas de los viejos
tiempos actuaban como si las relaciones sexuales sirviesen sólo para traer al
mundo nuevos miembros de la clase trabajadora. Aun en los años 80, los héroes
obreros de las películas soviéticas se seguían besando castamente en la frente,
y las imágenes de contenido sexual estaban prohibidas. En los trenes se vendían
en secreto fotografías de chicas en biquini que los soldados se habían traído
de la República Democrática Alemana. Apenas había preservativos y los que había
estaban hechos de un plástico parecido al de los guantes de limpieza. Los
burdeles y los sex-shops eran vistos como símbolos de la decadencia occidental.
«Nuestra sociedad vivía alejada del resto de Europa», asegura el profesor Igor
Kan, el sexólogo ruso más reputado. «En diez años nos hemos puesto al día de todos
sus vicios.»
Y es evidente. En las
grandes capitales rusas, Moscú y San Petersburgo, el sexo está presente por todas
partes. En ningún otro lugar de Europa las mujeres llevan los tacones más
altos, las faldas más cortas, los escotes más vertiginosos. También se ha
puesto de moda celebrar fiestas en restaurantes atendidos por camareras en top-Iess, y el número de sex-shops se ha
duplicado en sólo un año: 30 en San Petersburgo y más de 50 en Moscú. Basta con
que cumplan unas condiciones: no pueden decorar los escaparates con motivos
eróticos ni montar los locales a menos de 300 metros de un edificio oficial o a
500 de un cementerio...
El mercado del cine porno
también vive un auténtico boom. Los
argumentos relacionados con la Revolución Rusa son algunos de los más
repetidos. En una de estas películas, la Revolución de Octubre fracasa porque
los marineros de Lenin están más interesados en asaltar a unas telefonistas que
en atacar el palacio de los zares, y llegaron a rodar varias escenas de la
película Noches Blancas ante el
mismísimo Palacio de Invierno. «Sobornamos a la Policia -dice el productor Sergei
Prianishikov-. No sólo nos dejaron en paz sino que incluso echaron a los mirones.»
El sex-business también supone una fuente fija de ingresos para la Policía
y la Administración: en las calles de Moscú hay unas 4.500 prostitutas, más de
600 trabajando en los hoteles; otras muchas, a través de Internet. Su edad
media es de 25 años, y la Policía realiza unas 70.000 detenciones anuales
vinculadas a este negocio. En medio, mucho dinero en juego: la prostitución
está controlada por una treintena de bandas que mueven unos 150 millones de
dólares cada año.
«Nuestro país está
trastornado -dice el ginecólogo Pavel Krotin-. La gente está rodeada de sexo,
saturada incluso, pero no tiene ni idea. Esta revolución sexual ha trastocado
Rusia, y lo ha hecho por culpa de la ignorancia.» La tasa de infecciones por
sífilis es 100 veces mayor que en Europa occidental, y en 2005 los enfermos de
sida eran oficialmente 318.394, que los especialistas elevan a 1.500.000. El
doctor Krotin dirige la Clínica Juventa de San Petersburgo, especializada en
tratar a adolescentes, y asegura que preferiría que los jóvenes recibiesen educación
sexual en las escuelas y no, como sucede, en los sex-shops. «Hace un par de
años -cuenta- intentamos que nos dejaran hablar con los chavales en las aulas
pero nos encontramos con la oposición de los padres y de los profesores. Creían
que con las clases buscábamos que los niños sólo pensaran en el sexo o que les empujaríamos
a practicarlo.»
Mascha, de 18 años, está
en su cama de la segunda planta de la clínica. Coge el móvil de la mesilla y
llama a su casa: «Hola, tesoro, soy mamá». Se quedó embarazada con 14 años y su
madre intentó convencerla para que abortara, pero Mascha quería tener el niño a
cualquier precio, aunque ya no un segundo. Por eso está aquí: ha abortado esta
misma mañana. ¿Anticonceptivos? Jamás los ha usado. «La píldora engorda, y a
los hombres no les gusta usar condones», se justifica.
Diez chicas pasan a
diario por el quirófano de esta misma clínica, y algunas volverán pronto: en
Rusia se practican dos abortos por cada parto, una tasa que no se alcanza en
ningún otro país, salvo en Rumania. Aunque de vez en cuando también pasan cosas
buenas. Hace días, cuenta Krotin, el educador sexual del centro, corría loco de
alegría por los pasillos. «Imagine: había llamado una chica para informarse
sobre métodos anticonceptivos antes de tener su primera relación sexual. Eso sí
es una revolución.»
En realidad, no todos
los adolescentes llevan una vida sexual tan desordenada. A veces es como si la
doble moral funcionase al revés en Rusia: bajo una superficie salvaje y
desbocada se esconde una sociedad pudorosa, marcada por los valores más
conservadores. Esas normas afectan sobre todo a las mujeres. Nunca se ha
producido un movimiento de reivindicación de los derechos de las mujeres y el
propio Lenin jamás se tomó en serio a las pocas feministas de su tiempo. Las
soviéticas viajaron al espacio o asfaltaron carreteras pero no obtuvieron el respeto
de los hombres. Y hoy muchas adolescentes sólo piensan en casarse: siguen
creyendo que si a los 25 años no lo han hecho, ya nunca lo harán.
La vida familiar, en
cualquier caso, está marcada por una buena cantidad de imposiciones
desagradables. Una de ellas: la falta de espacio. Tras la boda, la mayoría de
las parejas se instala en la casa de alguno de los padres. Las discusiones por
el mando a distancia del televisor o el espacio de cada uno en los armarios
transforman la luna de miel en una pesadilla. Cuando Mijail Gorbachov, el ex
líder de la URSS, se casó con Raisa en 1953, vivía en una residencia de estudiantes
y debió convencer a sus siete compañeros de cuarto para que les dejaran a solas
una noche. Los inquilinos de hoy aún intentan compaginar dos conceptos tan
distantes como vida íntima y dormitorios comunes. Al menos, ahora, no son tan
estrictos ni pudorosos: cuando una pareja hace el amor en una cama, el
estudiante que ocupa la contigua se dala vuelta y se cubre la cabeza con la
almohada. Elvira, de 66 años, también lo hace cuando su hijo Dimitri, de 36,
mantiene relaciones con su novia. Viven en un ambiente de 28 metros cuadrados,
dividido en dos por un armario. Elvira duerme a la derecha. No tienen baño ni
cocina, zonas comunes que comparten con sus vecinos, un anciano adicto al vodka
y una familia de tres miembros. «Cuando Dimitri se trae alguna amiga - cuenta Elvira-,
debo meterme en el baño. Él me dice que haga la colada y yo me paso una hora o
dos lavando allí metida, pero luego no sé qué hacer, aburrida, con los vecinos
aporreando la puerta porque quieren usar el retrete... Es horrible.»
Sólo en San Petersburgo
hay 900.000 personas habitando en estas viviendas comunales, unos auténticos
infiernos sociales que ponen a prueba la paciencia de sus inquilinos. En Rusia,
de hecho, fracasan dos de cada tres matrimonios. Muchas parejas no aguantan la
pobreza ni la falta de espacio, sobre todo cuando tienen 20 años y un primer hijo.
Las mujeres se encargan solas de criarlo y de cuidar de la casa. Los hombres rara
vez colaboran. Sus evidentes y habituales infidelidades también acaban por pasar
factura. «Una mujer es propiedad de su marido -dice Valeriya-. Él puede hacer
con ella lo que quiera; ninguna ley la protege.» Valeriya es una de las
artistas más famosas de Rusia y lleva 13 años cantando sobre la pasión. Desde hace
poco, es también una especie de luchadora por los derechos de la mujer que
acude a programas de televisión, algo totalmente nuevo en el país.
Ella sufrió los
maltratos de su ex marido durante diez años: «Debía maquillarme antes de los
conciertos para tapar los cardenales». Sin éxito, intentó que un médico
atestiguase el origen de sus heridas. Tampoco la Policía quiso investigar su
caso. «Hay un refrán ruso que dice que si tu marido te pega, es señal de que te
quiere -afirma Valeriya-. Y hay mucha gente que se lo cree...» Ella decidió escaparse
de su mansión en Moscú y se refugió en su pequeño pueblo natal, en la casa de
sus padres. «Vivíamos seis en dos habitaciones, con los paparazzi en la
puerta.» Pocos meses después, decidió que ya no se escondería y denunció a su marido,
aunque no consiguió que lo procesaran por malos tratos. Eso sí: la canción que
compuso sobre su ruptura arrasa.
Gracias a Valeriya,
muchas mujeres se han concienciado, pero la emancipación femenina se produce sin
los hombres. En las grandes ciudades ya es habitual que una madre soltera saque
adelante a sus hijos sola. «Ninguna de mis amigas sigue felizmente casada -dice
Vladlena, de 37 años, residente en San Petersburgo-. Todas se han divorciado.»
Vladlena trabajó y se las apañó para criar sola a su hija, ahora de 15 años; de
su ex marido nunca recibió un rublo. «Estoy harta de los hombres rusos - dice-:
o son incapaces de mantener a sus familias o tratan a las mujeres como si
fuésemos perros.»
A Vladlena se la puede
encontrar en www.loveme.com con el número 43.950. Un total de 11.106 rusas y
16.010 ucranianas buscan un marido extranjero a través de esta página web
norteamericana. La competencia es feroz: Vladlena se ha descrito como «fiel» y
«sexy»; otras muchas se presentan como un sueño hecho realidad para cualquier
hombre. Todo son virtudes. Afirman que cocinar es su hobby o mandan fotografías en biquini. Si un hombre está
interesado, sólo debe pinchar sobre la foto, allí donde pone «Encargar ahora».
Julia ha ido, incluso,
más allá. Tiene 25 años y, dice, «unas piernas que no acaban nunca». Lleva
cuatro años viéndose con Andrei Tschischik, 15 años mayor que ella. Está un
poco gordo, se dedica a la construcción y vive, en invierno, en su mansión
moscovita, y en verano, en su yate. Patrocina concursos de belleza, posee un
helicóptero y conduce el mismo modelo de Mercedes que el presidente Putin. Hace
poco le regaló a Julia un chihuahua y está financiando su carrera como
cantante. Sobre la vida sentimental de los rusos, él afirma: «El matrimonio ya
no soporta la presión política de los años de la Unión Soviética. A nadie le
importa ya si cambias de mujer cada dos años. Todo es mucho más libre y
democrático». Julia le mira enojada: «Eso es una tontería. Cuando todos éramos
igual de pobres, se tenían en cuenta otros valores, como el carácter. Ahora, la
mayoría de los matrimonios son acuerdos comerciales, dinero a cambio de
belleza. El pragmatismo se ha impuesto al amor».
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