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jueves, noviembre 14

Rusia: revolución sexual a todo gas



(Un reportaje de Andreas Albes y Bettina Sengling en el XLSemanal del 27 de agosto de 2006 –me estoy superando en antigüedad…)

El país está viviendo su revolución sexual con más de medio siglo de retraso pero a una velocidad de vértigo. Todas las inhibiciones parecen haber desaparecido. No hay límites, ni en las discotecas ni en los supuestos viajes de negocios y, en determinados aspectos, el amor parece reñido con el sexo: la tasa de divorcios se dispara, y la de natalidad cae en picado mientras cada vez más mujeres buscan un marido extranjero a través de Internet.

Rusia está recuperando el tiempo perdido. «Para nosotros no existe el sexo», afirmó en 1988 una ciudadana soviética ante las cámaras de televisión. Los camaradas de los viejos tiempos actuaban como si las relaciones sexuales sirviesen sólo para traer al mundo nuevos miembros de la clase trabajadora. Aun en los años 80, los héroes obreros de las películas soviéticas se seguían besando castamente en la frente, y las imágenes de contenido sexual estaban prohibidas. En los trenes se vendían en secreto fotografías de chicas en biquini que los soldados se habían traído de la República Democrática Alemana. Apenas había preservativos y los que había estaban hechos de un plástico parecido al de los guantes de limpieza. Los burdeles y los sex-shops eran vistos como símbolos de la decadencia occidental. «Nuestra sociedad vivía alejada del resto de Europa», asegura el profesor Igor Kan, el sexólogo ruso más reputado. «En diez años nos hemos puesto al día de todos sus vicios.»

Y es evidente. En las grandes capitales rusas, Moscú y San Petersburgo, el sexo está presente por todas partes. En ningún otro lugar de Europa las mujeres llevan los tacones más altos, las faldas más cortas, los escotes más vertiginosos. También se ha puesto de moda celebrar fiestas en restaurantes atendidos por camareras en top-Iess, y el número de sex-shops se ha duplicado en sólo un año: 30 en San Petersburgo y más de 50 en Moscú. Basta con que cumplan unas condiciones: no pueden decorar los escaparates con motivos eróticos ni montar los locales a menos de 300 metros de un edificio oficial o a 500 de un cementerio...

El mercado del cine porno también vive un auténtico boom. Los argumentos relacionados con la Revolución Rusa son algunos de los más repetidos. En una de estas películas, la Revolución de Octubre fracasa porque los marineros de Lenin están más interesados en asaltar a unas telefonistas que en atacar el palacio de los zares, y llegaron a rodar varias escenas de la película Noches Blancas ante el mismísimo Palacio de Invierno. «Sobornamos a la Policia -dice el productor Sergei Prianishikov-. No sólo nos dejaron en paz sino que incluso echaron a los mirones.»

El sex-business también supone una fuente fija de ingresos para la Policía y la Administración: en las calles de Moscú hay unas 4.500 prostitutas, más de 600 trabajando en los hoteles; otras muchas, a través de Internet. Su edad media es de 25 años, y la Policía realiza unas 70.000 detenciones anuales vinculadas a este negocio. En medio, mucho dinero en juego: la prostitución está controlada por una treintena de bandas que mueven unos 150 millones de dólares cada año.

«Nuestro país está trastornado -dice el ginecólogo Pavel Krotin-. La gente está rodeada de sexo, saturada incluso, pero no tiene ni idea. Esta revolución sexual ha trastocado Rusia, y lo ha hecho por culpa de la ignorancia.» La tasa de infecciones por sífilis es 100 veces mayor que en Europa occidental, y en 2005 los enfermos de sida eran oficialmente 318.394, que los especialistas elevan a 1.500.000. El doctor Krotin dirige la Clínica Juventa de San Petersburgo, especializada en tratar a adolescentes, y asegura que preferiría que los jóvenes recibiesen educación sexual en las escuelas y no, como sucede, en los sex-shops. «Hace un par de años -cuenta- intentamos que nos dejaran hablar con los chavales en las aulas pero nos encontramos con la oposición de los padres y de los profesores. Creían que con las clases buscábamos que los niños sólo pensaran en el sexo o que les empujaríamos a practicarlo.»

Mascha, de 18 años, está en su cama de la segunda planta de la clínica. Coge el móvil de la mesilla y llama a su casa: «Hola, tesoro, soy mamá». Se quedó embarazada con 14 años y su madre intentó convencerla para que abortara, pero Mascha quería tener el niño a cualquier precio, aunque ya no un segundo. Por eso está aquí: ha abortado esta misma mañana. ¿Anticonceptivos? Jamás los ha usado. «La píldora engorda, y a los hombres no les gusta usar condones», se justifica.

Diez chicas pasan a diario por el quirófano de esta misma clínica, y algunas volverán pronto: en Rusia se practican dos abortos por cada parto, una tasa que no se alcanza en ningún otro país, salvo en Rumania. Aunque de vez en cuando también pasan cosas buenas. Hace días, cuenta Krotin, el educador sexual del centro, corría loco de alegría por los pasillos. «Imagine: había llamado una chica para informarse sobre métodos anticonceptivos antes de tener su primera relación sexual. Eso sí es una revolución.»

En realidad, no todos los adolescentes llevan una vida sexual tan desordenada. A veces es como si la doble moral funcionase al revés en Rusia: bajo una superficie salvaje y desbocada se esconde una sociedad pudorosa, marcada por los valores más conservadores. Esas normas afectan sobre todo a las mujeres. Nunca se ha producido un movimiento de reivindicación de los derechos de las mujeres y el propio Lenin jamás se tomó en serio a las pocas feministas de su tiempo. Las soviéticas viajaron al espacio o asfaltaron carreteras pero no obtuvieron el respeto de los hombres. Y hoy muchas adolescentes sólo piensan en casarse: siguen creyendo que si a los 25 años no lo han hecho, ya nunca lo harán.

La vida familiar, en cualquier caso, está marcada por una buena cantidad de imposiciones desagradables. Una de ellas: la falta de espacio. Tras la boda, la mayoría de las parejas se instala en la casa de alguno de los padres. Las discusiones por el mando a distancia del televisor o el espacio de cada uno en los armarios transforman la luna de miel en una pesadilla. Cuando Mijail Gorbachov, el ex líder de la URSS, se casó con Raisa en 1953, vivía en una residencia de estudiantes y debió convencer a sus siete compañeros de cuarto para que les dejaran a solas una noche. Los inquilinos de hoy aún intentan compaginar dos conceptos tan distantes como vida íntima y dormitorios comunes. Al menos, ahora, no son tan estrictos ni pudorosos: cuando una pareja hace el amor en una cama, el estudiante que ocupa la contigua se dala vuelta y se cubre la cabeza con la almohada. Elvira, de 66 años, también lo hace cuando su hijo Dimitri, de 36, mantiene relaciones con su novia. Viven en un ambiente de 28 metros cuadrados, dividido en dos por un armario. Elvira duerme a la derecha. No tienen baño ni cocina, zonas comunes que comparten con sus vecinos, un anciano adicto al vodka y una familia de tres miembros. «Cuando Dimitri se trae alguna amiga - cuenta Elvira-, debo meterme en el baño. Él me dice que haga la colada y yo me paso una hora o dos lavando allí metida, pero luego no sé qué hacer, aburrida, con los vecinos aporreando la puerta porque quieren usar el retrete... Es horrible.»

Sólo en San Petersburgo hay 900.000 personas habitando en estas viviendas comunales, unos auténticos infiernos sociales que ponen a prueba la paciencia de sus inquilinos. En Rusia, de hecho, fracasan dos de cada tres matrimonios. Muchas parejas no aguantan la pobreza ni la falta de espacio, sobre todo cuando tienen 20 años y un primer hijo. Las mujeres se encargan solas de criarlo y de cuidar de la casa. Los hombres rara vez colaboran. Sus evidentes y habituales infidelidades también acaban por pasar factura. «Una mujer es propiedad de su marido -dice Valeriya-. Él puede hacer con ella lo que quiera; ninguna ley la protege.» Valeriya es una de las artistas más famosas de Rusia y lleva 13 años cantando sobre la pasión. Desde hace poco, es también una especie de luchadora por los derechos de la mujer que acude a programas de televisión, algo totalmente nuevo en el país.

Ella sufrió los maltratos de su ex marido durante diez años: «Debía maquillarme antes de los conciertos para tapar los cardenales». Sin éxito, intentó que un médico atestiguase el origen de sus heridas. Tampoco la Policía quiso investigar su caso. «Hay un refrán ruso que dice que si tu marido te pega, es señal de que te quiere -afirma Valeriya-. Y hay mucha gente que se lo cree...» Ella decidió escaparse de su mansión en Moscú y se refugió en su pequeño pueblo natal, en la casa de sus padres. «Vivíamos seis en dos habitaciones, con los paparazzi en la puerta.» Pocos meses después, decidió que ya no se escondería y denunció a su marido, aunque no consiguió que lo procesaran por malos tratos. Eso sí: la canción que compuso sobre su ruptura arrasa.

Gracias a Valeriya, muchas mujeres se han concienciado, pero la emancipación femenina se produce sin los hombres. En las grandes ciudades ya es habitual que una madre soltera saque adelante a sus hijos sola. «Ninguna de mis amigas sigue felizmente casada -dice Vladlena, de 37 años, residente en San Petersburgo-. Todas se han divorciado.» Vladlena trabajó y se las apañó para criar sola a su hija, ahora de 15 años; de su ex marido nunca recibió un rublo. «Estoy harta de los hombres rusos - dice-: o son incapaces de mantener a sus familias o tratan a las mujeres como si fuésemos perros.»

A Vladlena se la puede encontrar en www.loveme.com con el número 43.950. Un total de 11.106 rusas y 16.010 ucranianas buscan un marido extranjero a través de esta página web norteamericana. La competencia es feroz: Vladlena se ha descrito como «fiel» y «sexy»; otras muchas se presentan como un sueño hecho realidad para cualquier hombre. Todo son virtudes. Afirman que cocinar es su hobby o mandan fotografías en biquini. Si un hombre está interesado, sólo debe pinchar sobre la foto, allí donde pone «Encargar ahora».

Julia ha ido, incluso, más allá. Tiene 25 años y, dice, «unas piernas que no acaban nunca». Lleva cuatro años viéndose con Andrei Tschischik, 15 años mayor que ella. Está un poco gordo, se dedica a la construcción y vive, en invierno, en su mansión moscovita, y en verano, en su yate. Patrocina concursos de belleza, posee un helicóptero y conduce el mismo modelo de Mercedes que el presidente Putin. Hace poco le regaló a Julia un chihuahua y está financiando su carrera como cantante. Sobre la vida sentimental de los rusos, él afirma: «El matrimonio ya no soporta la presión política de los años de la Unión Soviética. A nadie le importa ya si cambias de mujer cada dos años. Todo es mucho más libre y democrático». Julia le mira enojada: «Eso es una tontería. Cuando todos éramos igual de pobres, se tenían en cuenta otros valores, como el carácter. Ahora, la mayoría de los matrimonios son acuerdos comerciales, dinero a cambio de belleza. El pragmatismo se ha impuesto al amor».