Los otros Lorcas
(Un texto de Tulio de
Micheli en el ABC del 10 de enero de 2010)
Los escritores, artistas, músicos y dramaturgos no sufrieron muchas
bajas a causa de la Guerra Civil y la posguerra, aunque sí padecieran cárcel y
exilios. En cualquier caso, tres ejemplos descollan entre todos: los viles
asesinatos de Federico García Lorca y Pedro Muñoz Seca en agosto y noviembre de
1936, y el fallecimiento de Miguel Hernández, a finales de marzo de 1942, en el
penal de Alicante aquejado de tuberculosis. Sin embargo, por muchas similitudes
que se quieran encontrar entre esas tres muertes, y por mucho que hayan podido
ser emblemas de aquella tragedia nacional —bien para la derecha, bien para la
izquierda— al final sólo ha conservado toda su fuerza como icono duradero de la
contienda el terrible destino final del gran poeta y dramaturgo de Fuente
Vaqueros.
Pero vayamos por partes. Pedro Muñoz Seca era un prolífico autor de
teatro —más de un centenar de obras— que inventó un género dramático (el
«astracán», de carácter cómico, paródico y extremo, que además preludiaba el
teatro del absurdo que luego practicarán Jardiel Poncela o Mihura) y que fue
inmensamente popular, sobre todo a partir de 1918, cuando se estrenó su célebre
La venganza de Don Mendo. Fue un dramaturgo injustamente denostado por la
crítica y los intelectuales, pese al respeto que, entre otros, le tenían
Valle-Inclán, Benavente y Manuel Machado en su tiempo; o Torrente Ballester y
Alonso de Santos durante el franquismo y en la actualidad.
Muñoz Seca había nacido en El Puerto de Santa María en 1879, fecha que
él transformó por su amor a los números capicúas en 1881, y fue condiscípulo de
Juan Ramón Jiménez en el famoso colegio jesuita de San Luis Gonzaga. Como
Federico García Lorca estudió Derecho, profesión que a diferencia del granadino
él sí ejerció por algún tiempo en el bufete de Antonio Maura y que le sirvió
para conseguir un puesto en el Ministerio de Fomento, y además acabó la carrera
de Filosofía y Letras.
En fin, el 17 de julio de 1936 asistía con su esposa al estreno de «La
tonta del rizo» en Barcelona, ambos fueron detenidos y enviados a Madrid donde
a él lo encarcelaron en el Convento de San Antón, mientras que ella fue
liberada por ser cubana. Juzgado sumariamente, lo ejecutaron junto a varios
miles de presos en las terribles «sacas» de Paracuellos del Jarama.
Muñoz Seca esculpió —como Miguel Hernández en su lecho de muerte—
algunas frases lapidarias que bien podrían servirle de epitafio. La primera, a
sus victimarios: «Podréis quitarme las monedas que llevo encima, podréis
quitarme el reloj de mi muñeca y las llaves que llevo en el bolsillo, podéis
quitarme hasta la vida; sólo hay una cosa que no podréis quitarme, por mucho
empeño que pongáis: el miedo que tengo». La segunda, ya en el paredón, antes de
la descarga: «Me temo que ustedes no tienen intención de incluirme en su
círculo de amistades», frases quizá tan legendarias como el supuesto «grafiti»
que poco antes de morir garabateó el poeta de Orihuela junto a su cama: «Adiós,
hermanos, camaradas y amigos. Despedidme del sol y de los trigos».
Si Muñoz Seca y Lorca procedían de hogares acomodados, Miguel Hernández
—que nació el 30 de octubre de 1910, pronto el centenario— venía de una familia
humilde que se dedicaba a criar ganado. No pudo terminar el bachillerato, pues
su padre le obligó a dedicarse al pastoreo; en la soledad del campo lee sin
descanso y comienza a escribir sus primeros poemas.
Hernández trabó amistad con el canónigo Luis Almarcha quien le animó
desde el principio a escribir y además le proporcionó nuevas lecturas: San Juan
de la Cruz, Gabriel Miró, Verlaine, Virgilio... El joven aprendiz de poeta se
acerca a otros jóvenes de Orihuela como los hermanos Carlos, Efrén y Miguel
Fenoll, Manuel Molina y José María Gutiérrez (quien adoptará el pseudónimo
«Ramón Sijé» y a quien dedicó su magistral «Elegía»), formando una tertulia de
escritores de inspiración cristiana. Para entonces, el pastor autodidacta bucea
en el Siglo de Oro forjando un estilo que remite a autores como Calderón y
Góngora.
Viaja a Madrid y entabla amistad con algunos poetas del 27,
especialmente Aleixandre, y con el chileno Pablo Neruda, quien se convertirá en
uno de sus grandes mentores, alejándose de Sijé y Cosío. Al estallar la guerra,
se alista en el Quinto Regimiento del PCE y llegará a ser comisario, más cultural
que político, pues sus tareas se centraron en la propaganda y en la agitación
política. Al terminar la contienda, pasa a Portugal, pero la policía de Salazar
lo devuelve a España y sufre una primera detención de la que se libra gracias a
la gestiones de Neruda cerca de un cardenal. Luego vuelve a Orihuela, donde le
denuncian. Enseguida le juzgan y condenan a muerte, pena que le conmutan
gracias a la intervención de Almarcha, quien llegó a ser obispo, y de Cosío.
Pasa por cárceles de Madrid, Palencia y Ocaña, donde enferma de bronquitis,
tifus y tuberculosis. Finalmente es trasladado a la cárcel de Alicante donde
fallece el 28 de marzo de 1942.
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