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martes, julio 29

Edgar Degas, el pintor que espiaba a las mujeres



(Un texto de Gloria Otero en el XLSemanal de febrero de 2011)

Sus bailarinas y su percepción de la mujer en todas sus facetas abrieron el arte decimonónico a la mirada moderna. 

Si hay un artista que encarne y, a la vez, acierte a retratar el «heroísmo de la vida moderna» del que habló Baudelaire, fue sin duda Edgar Degas. El impresionista que odiaba la naturaleza y el aire libre («la pintura no es un deporte»); el enamorado del arte clásico que dinamitó el ideal académico; el millonario que dedicó su vida a pintar la soledad, la aspereza y la inasible fugacidad de las relaciones y la gente en el París de fin de siglo. La mirada despiadada y escéptica que derribó a la femineidad de su falso pedestal. Lúcido y osado como ninguno de los grandes pintores de su época, parecía destinado a ser lo contrario de lo que fue.

Nació en una familia aristocrática, de banqueros cultos con negocios en Italia, América y Francia. Desde pequeño, su padre le permitió tener un taller para practicar su afición a la pintura. Cuando se matricula en Derecho, ya era un experto dibujante y un notable conoseur, habituado al diálogo con toda clase de obras maestras, al cabo de mil visitas al Louvre y a las colecciones privadas de sus familiares. Aguantó apenas dos años el estudio de las leyes. Cuando en 1855 conoce al sumo pontífice del academicismo francés, el admirado Ingres, su suerte estaba echada. Iba a ser el desgarrado testigo entre dos mundos: uno, muy gastado y a punto de desaparecer; otro, radicalmente nuevo y deslumbrante que muy pocos se atrevían a ver y que él captó antes que nadie.

«Un cuadro debe pintarse con el mismo sentimiento con el que un criminal comete un crimen», decía, en clara alusión al doloroso arrojo con que él lesionó, desde sus primeras obras, las más intocables convenciones de la tradición pictórica, con todo lo que él la amaba.

Sus inicios, tras un viaje a Italia y Estados Unidos, lo consagraron como un brillante retratista, aunque perversamente indigesto para su público objetivo, la flor y nata de la sociedad. Desplaza a los protagonistas hacia los bordes del cuadro; descubre en las actitudes y el juego de miradas una inquietud interior nada acorde con los halagos del retrato burgués...

Sin embargo, se desliza hacia la modernidad muy poco a poco. Coincide en eso con Manet, al que conoce casualmente en el Louvre, donde los dos copiaban cuadros clásicos. De su mano empieza a frecuentar las tertulias de arte y se hace famoso enseguida por su misoginia y su mordacidad. «¿Por qué no me he casado? Siempre he temido que mi mujer pudiera mirar uno de mis cuadros y dijera con un precioso mohín: 'Hum..., qué bonito'. Aquí estaría el amor; allí, la pintura. Y solo tenemos un corazón.» El suyo se mantuvo siempre fiel a un único compromiso, el arte, tal y como su radical exigencia lo soñaba. Sin compartir estilos ni escuelas, porque, aunque participó en casi todas las exposiciones de los impresionistas, nunca se consideró uno de ellos. «Me bastan una sopa de hierbas y tres pinceles viejos mojados en ella para pintar todos los paisajes del mundo.»

Con su reivindicación del estudio como insustituible santuario de la creación, y de la reflexión como método de trabajo, estaba casi en las antípodas: «No hay pintura menos espontánea que la mía. Inspiración y temperamento me son desconocidos. En el arte, nada debe parecerse al azar. Ni siquiera el movimiento». Degas, que detesta la naturaleza, está fascinado por los artificios de la vida urbana. Por la esquiva vivacidad de los bulevares, los teatruchos, los cafés concierto. Y mientras sus compañeros de tertulia huyen a los jardines y al campo aún virgen de las afueras de París, él se convierte en el flaneur que recorre, lúcido e indiferente, las calles de la ciudad. Que se encuentra tan a sus anchas en la ópera o en el burdel como el burgués entre las cuatro paredes de su casa.

De ese callejear nace su nueva manera de mirar y de pintar. Sus modelos no posan estudiadamente, son descubiertos en su estado natural; en su agitación, su aislamiento, su inquietud. Toma apuntes de esos momentos imprevistos para construir con ellos cuadros que revelan una naturalidad desconocida. «Está bien copiar lo que uno ve, pero es mucho mejor dibujar lo que ya no está más que en el recuerdo. Entonces, la imaginación y la memoria trabajan juntas. Solo se reproduce lo que nos afectó, es decir, lo realmente interesante, liberado de la coacción de la naturaleza.»

En 1860 empieza a pintar jockeys y caballos en un primer acercamiento al tema del movimiento. Después se interesa por las bailarinas. Los cuadros de las jovencísimas aspirantes a estrellas del ballet tuvieron tal éxito entre los coleccionistas que llegó a hacer más de 600. Su negra mirada, que -como escribió Valéry- no veía nada color de rosa, capturó toda su delicada fragilidad. Pero también la dureza, el cansancio y el hastío que vivían entre bastidores esas niñas que, según un texto de la época, «tan pronto como entraban corno bailarinas de la Ópera tenían un destino fijado: serían putas de la clase alta". Degas no dejó de pintar algunas escenas celestinescas en el camerino.

Experimentador incansable, mezcla las más diversas técnicas: carboncillo y pastel; óleo, témpera, gouache, grabado. Modifica encuadres con puntos de vista inusitados; corta la imagen, enfatiza la asimetría y lo inacabado, interpretando, sin rendirse a ellos, los datos descubiertos por la recién estrenada fotografía y por la estampa japonesa, entonces muy de moda. Inventa, en fin, una nueva manera de mirar. Sumamente moderna, por lo verdadera y desilusionada. Casi profética: la mirada del voyeur. Con ella espió a la mujer en todas las profesiones de la época: planchadoras, costureras, cantantes de varietés, empleadas de burdel... Las pintó en el trabajo y en su más recóndita privacidad, peinándose, bañándose, secándose.

«Mis mujeres son personas sencillas, pero sinceras. Solo se ocupan de su cuerpo. Es como si se las mirara por el agujero de la cerradura.» Esos desnudos sin pretexto literario alguno, atentos solamente a la expresividad del gesto y a la encarnación de la piel, desataron todo tipo de especulaciones y burlas sobre la sexualidad del autor. Se lo tildó de misántropo, fetichista del pelo... Él, tan implacable consigo mismo como con su obra, no se molestaba en desmentirlas.

«No sé jugar al billar ni hacer la corte a las mujeres. Ni pintar la naturaleza ni ser agradable en sociedad... Seguramente he fracasado en la vida. En resumidas cuentas, he tenido menos coraje de lo que esperaba», escribe a los 50 años. Pero hasta el final de su vida, solo y prácticamente ciego, sigue callejeando sin rumbo por las calles de Paris. Yendo a las subastas de pintura a comprar obras de Delacroix, Van Gogh, Cézanne. y esbozando imágenes con gruesos trazos de tiza, despreocupado ya del tema; fiel únicamente al juego de las formas. Y al credo que inspiró su obra desde el primer día: «El arte es el dominio del dolor por la belleza».

El ‘shock’ de la ‘ratita’: nace la modernidad
El escándalo que causó La pequeña bailarina de 14 años, su escultura favorita y la única que expuso en vida, confirma la ruptura de Degas con el arte precedente. Era el retrato de una de las adolescentes que aparecían en los espectáculos de París, conocidas como 'Ratitas'. De las muchas que esculpió, ésta es la única identificada. Se llamaba Maria van Goethem.

Era la hija de una lavandera y un sastre, y bailaba para ayudar a la economía familiar. Su escultura causó en 1881 un shock general. Demasiada verdad y ninguna literatura.

En el original (hecho en cera y, tras su muerte, vaciado en bronce), la trenza era de pelo natural; el tutú, de auténtica gasa gris, y la cinta del pelo y las zapatillas, de raso real (los dos últimos detalles se conservan en la pieza de bronce). Para redondear el susto, la bailarina se expuso con los dibujos de dos famosos asesinos de la época cuyos rasgos a simiescos se parecían a los de la niña.

La crítica habló de  ideal de fealdad, de loa a la desnutrición de las jóvenes de suburbio; de objeto para museo etnográfico... Degas no volvió a exponer esculturas, pero siguió haciéndolas, buscando esa naturalidad que sus contemporáneos criticaron y tildaron de animal.

Bajo la supervisión de sus herederos, 70 de sus esculturas se fundieron en bronce; la bailarina entre ellas. Se descubrió entonces que su esqueleto no era ni de alambre. Estaba hecho con trozos de pinceles viejos. Toda una metáfora del nacimiento de la modernidad.

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