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martes, agosto 19

Golondrinas



(Un texto de Alberto Serrano en el Heraldo de Aragón del  23 de febrero de 2014)

Entre las cosas divertidas que he leído figura esta afirmación: «Los vizcaínos aman mucho a las golondrinas porque su canto es semejante al tonillo de su vascuence». En el siglo XVII, así lo aseguró en un tratado sobre las aves Francisco Marcuello, naturalista y clérigo de Daroca, para quien «es la golondrina mensajera del día anunciando su venida con su canto, despertando con él a los adormidos».

En tiempos bajomedievales, san Francisco fue capaz de silenciar el bullicio de las golondrinas que revoloteaban a su alrededor. Su biógrafo Tomás de Celano (siglo XIII) cuenta que se subió a un lugar elevado para predicar pero... «estando todos callados y en actitud reverente, muchísimas golondrinas que hacían sus nidos en aquellos parajes chirriaban y alborotaban no poco. Y era tal el garlido de las aves que el bienaventurado Francisco no lograba hacerse oír del pueblo». ¿Qué ocurrió? pues que el santo se dirigió de esta manera a los pajaricos: «Hermanas mías golondrinas: ha llegado la hora de que hable yo (...) estar quietas mientras predico la palabra de Dios». ¡Y se callaron!

Mi admirado colega David Navarro se preguntaba en estas mismas páginas del dominical: «¿Canta igual una golondrina aragonesa que otra de Londres?». Transcribo lo que el propio periodista se contestó: «Algunos ornitólogos han advertido que las aves tienen dialectos y que sus voces son diferentes según sea su lugar de nacimiento. Durante los cuatro primeros meses de vida, el polluelo escucha y memoriza el canto de sus padres y lo repetirá cuando llegue a la edad adulta. El oído de un ave es tan fino que puede reconocer congéneres del mismo origen geográfico. Cuando las golondrinas aragonesas regresen en otoño a Senegal para pasar el invierno, escucharán miles de cantos en las acacias del país, pero serán capaces de reconocer a aquellas que se han criado en nuestras tierras. Algunos ornitólogos creen que esos 'dialectos' les ayudan a reconocer a sus parejas». ¡Espléndido!

Dicen que las golondrina acudieron a consolar a Jesús crucificado y que cuando lo vieron morir se «vistieron luto, y se pusieron el manto negro, que no se han quitado nunca», tradición que ya fue recogida por nuestra gran novelista Fernán Caballero (1796-1877). Jesús Rubio Jiménez fabula en torno a las de una imaginada especie del Moncayo, «tan oscuras que eran solo sombra» (2011). Aristóteles escribió que, cuando hace mucho pero mucho frío, estos pajaricos tiñen de blanco todas sus plumas... pero yo no me lo creo. Tampoco se lo creyó Francisco Marcuello, el mencionado darocense que en 1617 anotó: «En las sierras de Albarracin se quedó los años pasados una golondrina en una majada de pastores y aunque es aquella tierra muy fría no se volvió blanca, sino más negra de lo que estaba, del humo que le daba de ordinario, porque apenas se apartaba del fuego que los pastores hacían, los cuales no le hacían daño, antes la alagaban, y se holgaban de tenerla en su compañía. Y cuando la primavera vio la primera golondrina que acertó a pasar por allí, notaron que dio grandísimas muestras de contento, y queriendo ir hacia ella se cayó muerta a vista de todos».

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