Mujeres en la Edad Media; no sólo hilar y rezar
(Un texto de Gloria Otero en el XLSemanal del 27 de febrero
de 2011)
Más allá de la imagen que construyeron sobre ella clérigos y
trovadores, la mujer medieval no se limitó a ejercer de bruja o de santa. En la
vida real interpretó los más variados personajes.
«Llorar, hablar, hilar, es lo que Dios concedió a la mujer.»
De ese tenor son los argumentos más amables sobre 'el eterno femenino' en los textos
de los monjes medievales. La misoginia que destilan provenía sólo en parte de
la teología. Al fin y al cabo, los teólogos de la época reconocían que las
mujeres tenían alma, de lo contrario habría estado prohibido bautizarlas; aunque
las consideraban -siguiendo a Aristóteles- como un varón fallido. Pero los clérigos
son mucho más rotundos. El bello sexo para ellos es «pérfido y fétido». «Fuente
insondable de todos los pecados.» Y la mujer virtuosa, «más rara que el ave
fénix o el cisne negro». . El arsenal de improperios que manejaron los frailes
es inabarcable. Y tan potente como la seducción de la carne que debía combatir.
La demonización de la mujer fue la fórmula clave para
exorcizar los placeres del sexo, a los que el monje obligadamente debía renunciar
y contra los que toda propaganda debía ser poca. De modo que el mundo medieval
se pobló de brujas y sirenas dispuestas a arrastrar a los hombres a su perdición;
aliadas directamente con las fuerzas del mal o disfrazando su animalidad bajo hechiceras
formas. Pero en contraste con la misoginia clerical, la Iglesia como institución
otorga a la mujer un estatus inédito hasta entonces, casi revolucionario, en lo
que a libertad y equiparación con el hombre se refiere: el derecho canónico le
garantiza la libre elección de marido, en contra de lo que establecen el romano
o el islámico. La ambivalencia y la contradicción caracterizan la consideración
de la mujer en el Medievo con sorprendente naturalidad. Eva y la Virgen María
son el ejemplo extremo. Un modelo de espiritualidad al que la aristocracia
laica opuso otro no menos idealizado, el del amor cortés, difundido por la
literatura en toda Europa a partir del siglo XII. Con él da un giro copernicano
la relación hombre-mujer: la dama es la dominadora y el caballero, el que
ofrece sumisión. Es más, la dama en muchos casos -los de la lírica occitana-
era casada. El mundo caballeresco celebra la belleza carnal. y ensalza el amor
al margen del matrimonio. Como modelos de vida, tanto la Virgen María como la
dama en los relatos del amor cortés resultaban inalcanzables. Pero el arte los reflejó
masivamente y tuvieron su eco en la vida práctica.
La figura de la escritora Cristina de Pizán es un ejemplo. Y
un deslumbrante antecedente del feminismo en el siglo XV. No es noble ni religiosa.
Aunque su padre es un sabio erudito -médico del rey de Francia-, a ella la han educado
para el matrimonio y la maternidad. Pero, al enviudar con 25 años y seis hijos,
decide «recuperar el tiempo perdido». Se dedica al estudio, a escribir y a
vivir de ello con insólita audacia. «Solita estoy y solita quiero estar, para ser
patrón de mi propia nave.»
Defiende en los tribunales sus intereses financieros «ante jueces
hartos de vino y gordos como cerdos». Y escribe obras sin cesar que se hacen
enseguida famosas: Sobre las mudanzas de la
Fortuna, La Ciudad de las Damas, El libro de las Tres Virtudes... En todas
denuncia la desigualdad social de las mujeres y las anima a combatirla mediante
la educación. «No hay que quedarse agazapada en un rincón como un perrillo. Instruiros
y empuñad la pluma.» A las damas les recomienda «tener corazón de hombre», a
fin de poder dirigir a sus vasallos en ausencia del marido.
En Otras baladas reúne
las en las que rompe con el concepto de amor cortés, por considerarlo mero
juego social. Pero no solo rompe esquemas literariamente; se convierte también
en famosa polemista, al discutir con ilustres letrados sobre la misoginia de un
best seller de la época, la Novela de la Rosa, y publicar ese
intercambio epistolar en un libro.
Sabe por experiencia que las mujeres no son como las
describen los autores de la época: santas o pecadoras; sumisas, lúbricas o
taimadas. Del centenar de oficios censados en la época, 72 podían desempeñarlos
mujeres: había tenderas, juezas, zapateras, panaderas, curtidoras, músicas, albañilas,
juglaresas, trovadoras... Y 26 eran exclusivamente femeninos; la mayoría,
relacionados con la industria textil. Y con la prostitución, regulada y muy floreciente,
Una 'obrera del amor’ ganaba en dos citas el equivalente al salario de una campesina.
Aunque, a cambio, debía pagar impuestos y gastar en afeites y oropeles. Acudía
a domicilio o recibía en la mancebía. Las cortesanas cubrían las inclinaciones del
corazón tanto como las de la carne. No se entregan a cualquiera y, más que comprarse,
se negocian o se conquistan. Presumían de sus éxitos y sus audacias sexuales. Algunas
se vestían de hombre en alusión a la sodomía y eran motivo de escándalo porque
desafiaban por igual la jerarquía del dinero y la de los sexos.
En el extremo opuesto de la escala moral, pero igualmente innovadoras
de la corrección establecida, estaban las beguinas, monjas que consiguieron que
la Iglesia les reconociera el derecho a vivir fuera del monasterio -desempeñando
labores laicas de ayuda a los necesitados- y a romper con su voto si querían.
Por su parte, las abadesas lograron en muchas congregaciones
un poder amplísimo y equivalente al de los hombres. Podían nombrar curas y capellanes;
dirigir monasterios mixtos y reservados solo a hombres; asistir a concilios...
incluso convocar sínodos. Ejercían, de hecho, poderes episcopales. El
monasterio de Las Huelgas, en Burgos, es buen ejemplo de ese poderío. A no
menor escala, las damas compartían el gobierno y la defensa de los señoríos...
en ausencia del marido o con él. De hecho, no era raro ver a mujeres guerreando
a la cabeza de tropas compuestas por hombres. Doña Urraca, reina de Castilla y León,
pasó 13 años combatiendo al mando de su propio ejército para defender el trono de
su hijo, antes de morir, en 1126. Y en tiempo de las cruzadas, los cronistas árabes
describen el brío con que luchaban las mujeres.
No en vano podían formar órdenes de caballería. Y en España estaban
presentes en la de Calatrava. Nada más lejos de la imagen lánguida que el romanticismo
nos dejó de la mujer gótica. Un libro, expresivamente titulado Bella dama sin piedad, se encargó en el
siglo XV de dar la estocada mortal al alambicado mundo caballeresco y cortés. Lo escribió un hombre, Alain Chartier,
pero retrató la sensibilidad de la mujer de la época cuando la protagonista equipara
al amante con el cortesano, vil y adulador; y, cuando ante sus ofrecimientos,
afirma que es libre y piensa seguir siéndolo. ¿Cabe imaginar lucidez mayor que
reivindicar para sí el valor político y existencial masculino por excelencia, la
libertad?
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