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miércoles, noviembre 5

Mujeres en la Edad Media; no sólo hilar y rezar



(Un texto de Gloria Otero en el XLSemanal del 27 de febrero de 2011) 

Más allá de la imagen que construyeron sobre ella clérigos y trovadores, la mujer medieval no se limitó a ejercer de bruja o de santa. En la vida real interpretó los más variados personajes.   

«Llorar, hablar, hilar, es lo que Dios concedió a la mujer.» De ese tenor son los argumentos más amables sobre 'el eterno femenino' en los textos de los monjes medievales. La misoginia que destilan provenía sólo en parte de la teología. Al fin y al cabo, los teólogos de la época reconocían que las mujeres tenían alma, de lo contrario habría estado prohibido bautizarlas; aunque las consideraban -siguiendo a Aristóteles- como un varón fallido. Pero los clérigos son mucho más rotundos. El bello sexo para ellos es «pérfido y fétido». «Fuente insondable de todos los pecados.» Y la mujer virtuosa, «más rara que el ave fénix o el cisne negro». . El arsenal de improperios que manejaron los frailes es inabarcable. Y tan potente como la seducción de la carne que debía combatir.

La demonización de la mujer fue la fórmula clave para exorcizar los placeres del sexo, a los que el monje obligadamente debía renunciar y contra los que toda propaganda debía ser poca. De modo que el mundo medieval se pobló de brujas y sirenas dispuestas a arrastrar a los hombres a su perdición; aliadas directamente con las fuerzas del mal o disfrazando su animalidad bajo hechiceras formas. Pero en contraste con la misoginia clerical, la Iglesia como institución otorga a la mujer un estatus inédito hasta entonces, casi revolucionario, en lo que a libertad y equiparación con el hombre se refiere: el derecho canónico le garantiza la libre elección de marido, en contra de lo que establecen el romano o el islámico. La ambivalencia y la contradicción caracterizan la consideración de la mujer en el Medievo con sorprendente naturalidad. Eva y la Virgen María son el ejemplo extremo. Un modelo de espiritualidad al que la aristocracia laica opuso otro no menos idealizado, el del amor cortés, difundido por la literatura en toda Europa a partir del siglo XII. Con él da un giro copernicano la relación hombre-mujer: la dama es la dominadora y el caballero, el que ofrece sumisión. Es más, la dama en muchos casos -los de la lírica occitana- era casada. El mundo caballeresco celebra la belleza carnal. y ensalza el amor al margen del matrimonio. Como modelos de vida, tanto la Virgen María como la dama en los relatos del amor cortés resultaban inalcanzables. Pero el arte los reflejó masivamente y tuvieron su eco en la vida práctica.

La figura de la escritora Cristina de Pizán es un ejemplo. Y un deslumbrante antecedente del feminismo en el siglo XV. No es noble ni religiosa. Aunque su padre es un sabio erudito -médico del rey de Francia-, a ella la han educado para el matrimonio y la maternidad. Pero, al enviudar con 25 años y seis hijos, decide «recuperar el tiempo perdido». Se dedica al estudio, a escribir y a vivir de ello con insólita audacia. «Solita estoy y solita quiero estar, para ser patrón de mi propia nave.»

Defiende en los tribunales sus intereses financieros «ante jueces hartos de vino y gordos como cerdos». Y escribe obras sin cesar que se hacen enseguida famosas: Sobre las mudanzas de la Fortuna, La Ciudad de las Damas, El libro de las Tres Virtudes... En todas denuncia la desigualdad social de las mujeres y las anima a combatirla mediante la educación. «No hay que quedarse agazapada en un rincón como un perrillo. Instruiros y empuñad la pluma.» A las damas les recomienda «tener corazón de hombre», a fin de poder dirigir a sus vasallos en ausencia del marido.

En Otras baladas reúne las en las que rompe con el concepto de amor cortés, por considerarlo mero juego social. Pero no solo rompe esquemas literariamente; se convierte también en famosa polemista, al discutir con ilustres letrados sobre la misoginia de un best seller de la época, la Novela de la Rosa, y publicar ese intercambio epistolar en un libro.

Sabe por experiencia que las mujeres no son como las describen los autores de la época: santas o pecadoras; sumisas, lúbricas o taimadas. Del centenar de oficios censados en la época, 72 podían desempeñarlos mujeres: había tenderas, juezas, zapateras, panaderas, curtidoras, músicas, albañilas, juglaresas, trovadoras... Y 26 eran exclusivamente femeninos; la mayoría, relacionados con la industria textil. Y con la prostitución, regulada y muy floreciente, Una 'obrera del amor’ ganaba en dos citas el equivalente al salario de una campesina. Aunque, a cambio, debía pagar impuestos y gastar en afeites y oropeles. Acudía a domicilio o recibía en la mancebía. Las cortesanas cubrían las inclinaciones del corazón tanto como las de la carne. No se entregan a cualquiera y, más que comprarse, se negocian o se conquistan. Presumían de sus éxitos y sus audacias sexuales. Algunas se vestían de hombre en alusión a la sodomía y eran motivo de escándalo porque desafiaban por igual la jerarquía del dinero y la de los sexos.

En el extremo opuesto de la escala moral, pero igualmente innovadoras de la corrección establecida, estaban las beguinas, monjas que consiguieron que la Iglesia les reconociera el derecho a vivir fuera del monasterio -desempeñando labores laicas de ayuda a los necesitados- y a romper con su voto si querían.

Por su parte, las abadesas lograron en muchas congregaciones un poder amplísimo y equivalente al de los hombres. Podían nombrar curas y capellanes; dirigir monasterios mixtos y reservados solo a hombres; asistir a concilios... incluso convocar sínodos. Ejercían, de hecho, poderes episcopales. El monasterio de Las Huelgas, en Burgos, es buen ejemplo de ese poderío. A no menor escala, las damas compartían el gobierno y la defensa de los señoríos... en ausencia del marido o con él. De hecho, no era raro ver a mujeres guerreando a la cabeza de tropas compuestas por hombres. Doña Urraca, reina de Castilla y León, pasó 13 años combatiendo al mando de su propio ejército para defender el trono de su hijo, antes de morir, en 1126. Y en tiempo de las cruzadas, los cronistas árabes describen el brío con que luchaban las mujeres.

No en vano podían formar órdenes de caballería. Y en España estaban presentes en la de Calatrava. Nada más lejos de la imagen lánguida que el romanticismo nos dejó de la mujer gótica. Un libro, expresivamente titulado Bella dama sin piedad, se encargó en el siglo XV de dar la estocada mortal al alambicado mundo caballeresco y  cortés. Lo escribió un hombre, Alain Chartier, pero retrató la sensibilidad de la mujer de la época cuando la protagonista equipara al amante con el cortesano, vil y adulador; y, cuando ante sus ofrecimientos, afirma que es libre y piensa seguir siéndolo. ¿Cabe imaginar lucidez mayor que reivindicar para sí el valor político y existencial masculino por excelencia, la libertad?