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jueves, octubre 30

Algunos datos sobre Trafalgar



(Un texto de Eduardo Punset en el XLSemanal del 14 de septiembre de 2014, publicado con el título “¿qué piensa un británico cuando recuerda Trafalgar?”)

Ayer estuve en Londres y pasé por delante de Trafalgar Square. Recordé todas las veces que había querido evitar esta plaza. Nunca admiré aquella ruta obligada para alcanzar la National Gallery. Todo era ruido y tránsito. Sin embargo, ayer me detuve en su centro y pensé: «¿Cuántas personas de las que pasan por Trafalgar Square conocen el cabo de trafalgar, en la provincia de Cádiz, entre Conil y Barbate?».

Cuando un británico piensa en Trafalgar, ve una batalla ganada con naves grandiosas que involucraron a toda la flota del imperio. ¿Pero qué vinculo guarda la plaza de Trafalgar con el lugar donde acaeció esa batalla en 1805?

Pensé en Mary, una amiga inglesa que, al regresar de su primera visita al cabo de Trafalgar, me contó cuánto le costó imaginar que «aquella playa con casas desparramadas había sido el escenario de batallas imperiales». El abismo que había entre la plaza de Trafalgar de Londres y aquella playa solitaria y rocosa afectaba su percepción histórica. Aunque leyó el póster explicativo plantado en la arena de la playa, dudó de lo que relataba el texto: «¿Aquí? ¿La batalla de trafalgar? ¡No puede ser!».

Su incredulidad frente al cartel la llevó a leer la historia de la batalla de Trafalgar. «Pero lo que más me impactó –siguió contándome– no fue la batalla, sino las nueve epidemias de fiebre amarilla que azotaron Cádiz y Sevilla a partir de 1800. La que más menguó la población, provocando la interrupción de todas las actividades, fue la primera de una oleada ininterrumpida que duraría hasta 1819. De los 80.568 habitantes de Sevilla, 76.393 enfermaron y 14.685 murieron. Las consecuencias sobre la población obligaron a reclutar marineros en una leva que el militar José de Mazarredo describió así: «Llenamos los buques de una porción de ancianos, de achacosos, de enfermos e inútiles para la mar». Y con buques cuyo estado era tan lamentable que algunos capitanes españoles sufragaron de su bolsillo las reparaciones y la pintura de sus barcos.

Hacía más de 50 años que no se actualizaba la flota de guerra, que si bien se mantenía en pie para intentar defender el imperio, ya no estaba en condiciones de sostener enfrentamientos a gran escala contra la más moderna de las flotas. El general Antonio de Escaño escribió: «esta escuadra hará vestir de luto a la nación en caso de un combate, labrando la afrenta del que tenga la desventura de mandarla». No fue el único en avisar.

La derrota se reseñó antes de que esta sucediera. Algunos propusieron una estrategia de dilación en el puerto, esperando que la flota inglesa pudiera verse debilitada en la mar por las tormentas invernales. Pero al análisis cauto y realista de los españoles se contrapusieron objetivos de otra índole, los de Napoleón y de su almirante Villeneuve.

Napoleón despreciaba a Villeneuve y había decidido descartarlo dejándole llevar a cabo una batalla que se daba de antemano por perdida. Por su parte, Villeneuve, que esperaba recuperar la confianza perdida con una gran victoria, no quiso retrasar la batalla.

Ocurrió lo previsto.

Villeneuve perdió la batalla, lo exiliaron y lo ejecutaron. Con aquella historia que me contó Mary, aprendí que la plaza de Trafalgar recuerda una batalla que ocurrió por objetivos dispares y que se llevó adelante a pesar del aviso de derrota. Tal vez por ello no recordé nada concreto cuando –como esta mañana– atravesé la plaza de trafalgar para ir a la National Gallery.

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