Historia del tabaco
(Un texto de Gloria Otero en el XLSemanal del 6 de marzo de
2011)
Parece que el inefable veneno que asombró hace cinco siglos
a los descubridores de América va a terminar su periplo histórico como empezó: convertido
en un tabú demoniaco. Por muy distintas razones, eso sí. A Rodrigo de Jerez, uno
de los primeros europeos que adoptó la costumbre de fumar, tal y como vio hacer
a los indios taínos de Cuba, la Inquisición lo acusó de brujería. Corría el año
1493 y el santo tribunal consideró que «solo el diablo puede dar a un hombre el
poder de sacar humo por la boca».
El caso es que el consumo de tabaco estaba muy arraigado en
América cuando llegaron los españoles. Mayas, aztecas y caribes lo masticaban,
lo inhalaban, pero sobre todo lo fumaban, introduciendo una mezcla de hojas picadas
en un canutillo rígido al que llamaban 'tabaco'. Los cronistas del Nuevo Mundo,
como Bartolomé de las Casas, describen su uso entre los indios: «Entre otras
costumbres reprobables, tienen una especialmente nociva. Consiste en la
absorción de una cierta clase de humo para producir un estado de languidez y estupor».
Por tales cualidades lo utilizaron los conquistadores españoles para combatir
un mal aparecido en la época, la sífilis. «Porque así transportados, estos enfermos
no sienten los dolores de su enfermedad.» Pero había otro mal, el de la
modernidad por excelencia, que entonces hizo su aparición: la ansiedad. Y
frente a él no había mejor conjuro que un cigarro.
El éxito del humeante veneno no tardó en volverse universal,
desde que en tiempos de Felipe II aparecen las primeras plantaciones de tabaco europeas,
cerca de Toledo, en Los Cigarrales, de donde viene el nombre del producto. La
adicción se extendió por todo el mundo y muchos países amenazaron a los fumadores
con castigos más o menos drásticos. Hasta el Papa amenazó con la excomunión a
los sacerdotes que fumaran durante la misa. Pero finalmente sucumbieron ante sus
beneficios económicos. En el siglo XVIII, cuando se inaugura la Real Fábrica de
Tabacos de Sevilla que inspira la Carmen
de Mérimee, se acaba la contestación estatal. El mundo echa humo por los cuatro
costados. Eso sí, socialmente dividido por el 'formato' elegido. Los círculos aristocráticos
ponen de moda el rapé, tabaco en polvo perfumado para inhalar. El pretexto
perfecto para ausentarse un rato e ir a encontrarse con un amante, de donde viene
la expresión «echar un polvo», sinónimo de coito rápido. En el otro extremo de
la jerarquía social, el de los desheredados que recolectaban las colillas, nace
el democrático cigarrillo, hecho de sobras, de tabaco picado envueltas en papel.
Aunque no fue hasta un siglo después cuando este tótem universal se generaliza.
James Duke fue el responsable. Inventó una máquina que producía 120.000 pitillos
en diez horas. El equivalente al trabajo de 40 cigarreras enrollando cinco
cigarrillos por minuto. La velocidad de la fabricación corre paralela a su 'degustación'.
El frágil cigarrillo se consume sin dejar huella. Fumar es, en pleno auge del
productivismo y la practicidad, una irresistible manera de perder el tiempo.
Favorita de artistas, dandis y poetas, por la imprecisa frontera entre
pasividad y creatividad que convoca. Paul Valéry, el más cerebral y cartesiano
de los poetas, fumaba 70 cigarrillos diarios.
Es también un arma de olvido y consuelo, como demuestra su
extraordinario auge en tiempos de guerra, cuando una cajetilla de rubio americano
podía comprar cualquier cosa. Y claro, es un perverso dueño porque, lejos de
satisfacer el deseo, lo acrecienta. Jean Paul Sartre o Tom Waits son buenos
ejemplos. Cuando Newsweek preguntó al
filósofo francés, desahuciado por los médicos si no dejaba el tabaco, qué era lo
más importante para él en esos momentos, respondió: «Pues todo. Vivir. Fumar...».
El cantante americano, por su parte, pone el despertador a las tres de la
madrugada cada día para fumarse el primer cigarrillo con todos los honores de
la nocturnidad.
Convertidos en prolongación inseparable de la personalidad de
tantos ciudadanos, las pipas y los cigarros son indisociables de muchas obras
en la historia de la pintura. En las escenas de género de los siglos XVII y XVIII
aparecen fumadores de pipa, relajados y alegres en interiores domésticos o en
tabernas. En el siglo XIX, la pintura orientalista asocia al exotismo y la sensualidad
del harén las típicas pipas de agua turcas. Pero es con la eclosión de las
vanguardias cuando el fumador se convierte en protagonista de innumerabIes piezas.
Impresionistas, fauvistas, expresionistas, cubistas retratan a sus modelos, o se
autorretratan con la pipa en la boca o el cigarrillo en la mano, en una inmortal
galería de adictos al hechizo del humo... o adictas, porque las mujeres no
faltan. De hecho, fueron ellas las primeras en fumar en público. Las llamaron
'grisettes' por el tono grisáceo que la nicotina les daba, aunque más que el
tabaco, debía de ser cosa de la triste vida que llevaban, como trabajadoras con
jornadas de hasta 16 horas diarias en los alrededores de Notre Dame de Paris. Sin
duda; el cigarro las ayudaba a soñar despiertas.
Más adelante, en los años 30, fumar se convierte en un acto
de rebeldía para la mujer. Una especie de desafío a su rol sociosexual de
individuo sumiso y pudoroso, que ya anticipó un siglo antes George Sand; no solo
fumando a destajo, sino vistiéndose 'de hombre. Y del desafío al glamour solo hubo un paso. Aunque fueron
el cine y la fotografía, más que la pintura, los que lo inmortalizaron. Hoy, de
regreso al mundo del tabú, de la fealdad y de la culpa, el tabaco vuelve a
protagonizar campañas. Pero esta vez dandis, políticos, artistas y bellezas
diversas se han esfumado. Su lugar lo ocupan radiografías pulmonares nada
tranquilizadoras. En el imperio de la corrección clínica no caben ambigüedades estéticas
ni vitales.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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