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jueves, octubre 22

Habsburgo: el estertor de una dinastía

(Un texto de Luis Reyes leído en la revista Tiempo del 18 de noviembre de 2016)

Viena, 21 de noviembre de 1916. Fallece el emperador Francisco José, es el fin de una dinastía milenaria.

La Cripta de los Capuchinos no se abría fácilmente. Cuando el cortejo fúnebre de Francisco José de Austria llamó a su puerta, un fraile preguntó quién era. “Su Majestad Imperial y Apostólica Francisco José, emperador de Austria, rey de Hungría, rey de Bohemia…” el chambelán desgranó todos los títulos de soberanía del fallecido, pero desde dentro dijeron que no lo conocían. El diálogo de sordos se repitió, hasta que a la tercera vez el chambelán dijo: “Un pobre pecador” y las puertas se abrieron.

En realidad era justo lo contrario, ningún “pobre pecador” sería enterrado en la Cripta de los Capuchinos si no pertenecía a la Familia Imperial Habsburgo o Casa de Austria, como se la llamaba en España. Así había sido desde el sepelio del emperador Matías I en 1633, para el que se construyó ex profeso la iglesia de Santa María de los Ángeles de Viena, y así ocurrió por última vez en la Historia esa gélida mañana de noviembre de 1916, cuando los restos mortales de Francisco José fueron depositados en un sarcófago entre el de Sissi, la esposa de la que había estado tan enamorado pero con la que no había tenido un matrimonio feliz, y el de Rodolfo, su único hijo varón.

Ambos habían tenido muertes trágicas. Rodolfo se suicidó junto a su amada porque no podían casarse; a Sissi la había apuñalado un anarquista italiano mientras deambulaba de incógnito por Europa. La muerte de Francisco José a los 86 años fue, en cambio, tranquila. Se levantó a las 4 de la mañana para despachar asuntos oficiales hasta las 8, como de costumbre, aunque tenía pulmonía y fiebre. Se acostó temprano y se despertó para recibir los santos sacramentos antes de morir en su cama, a primera hora de la noche.

No, lo que había sido trágica no era la muerte, sino la vida de Francisco José, abrumada de desgracias familiares y soportando durante 68 años de reinado el peso de un imperio que era un rompecabezas. Aquel longevo monarca había ejercido un Gobierno paternalista que mantuvo unido al Imperio Austro-húngaro, aunque fuese con alfileres, pero al final de su vida no había sabido evitar la Gran Guerra, que sería la tumba de la casa reinante de Habsburgo.

Técnicamente la dinastía no terminó con Francisco José, aunque para sucederle hubo que recurrir a un sobrino nieto, Carlos, pero en 1916 la guerra iba tan mal para Austria que el breve reinado de Carlos fue un periodo de liquidación, derrota total y revolución. Por eso se considera a Francisco José “el último emperador”, el solitario superviviente de una estirpe milenaria, la más rancia de Europa, que llevaba siete siglos sobre el trono de Austria. Para hacernos una idea de la prosapia de los Habsburgo, en ese mismo tiempo habían pasado por el trono de Inglaterra ocho dinastías: Plantagenet, Lancaster, York, Tudor, Estuardo, Orange, Hannover y Sajonia-Coburgo.

La estirpe de los Habsburgo hunde sus raíces en la Alta Edad Media, en el siglo VII, pues descienden de los Eticónidas, una familia germánica que señoreaba Alsacia. A finales del primer milenio un vástago de esa familia, Radbodo, se hizo con un feudo en Suabia (Suiza alemana) donde levantó un castillo que, como era aficionado a la cetrería, bautizó Castillo del Azor, Habichtsburg en alemán. Según la costumbre feudal, a partir de entonces se llamó Radbodo de Habichtsburg, vocablo que evolucionó a la forma más simple Habsburg. Pero cuando los Habsburgo entraron en la Historia como actores principales fue en el siglo XIII.

Emperadores

El Sacro Imperio Romano Germánico fundado por Carlomagno, que se pretendía sucesor del de Roma, tenía un soberano elegido por los más poderosos príncipes y obispos alemanes. En 1237, buscando los electores un candidato poco importante para poder manejarlo, designaron emperador al conde Rodolfo de Habsburgo. Pero Rodolfo I no resultó un monarca débil, sino todo lo contrario, controló el imperio y conquistó Austria y parte de Hungría, que convirtió en patrimonio familiar hereditario y base para su hegemonía.

Esta se impuso sobre el imperio en el siglo XIV, cuando la corona imperial recayó en Federico III de Habsburgo. A partir de ese momento el Sacro Imperio Romano Germánico se hizo hereditario, aunque en cada sucesión hubiera que comprar, por las buenas o las malas, los votos de los príncipes electores. El hijo de Federico, Maximiliano I, dio el paso definitivo para hacer de su dinastía la más grande, las bodas españolas. Casó a sus dos hijos con los de los Reyes Católicos, y así llegó la Casa de Austria a España, poniendo en práctica el lema familiar “Bella gerant alii, tu felix Austria, nube” (Hagan otros la guerra, tú, feliz Austria, cásate).

El fruto de las bodas españolas, Carlos I de España y V de Alemania, gobernó en efecto el mayor imperio conocido, desde Bohemia a la Tierra del Fuego, aunque tras su abdicación la Casa de Austria se repartió las posesiones, y desde entonces hubo dos ramas, la española y la alemana. La de España se extinguió en 1700, cuando murió sin descendencia Carlos II y vinieron los Borbones.

La rama alemana tuvo también una crisis en 1740, cuando a Carlos VI, que no había tenido hijos varones, le sucedió su hija María Teresa como soberana de Austria y reina de Hungría. Sin embargo una mujer no podía acceder al trámite de la elección imperial, lo que María Teresa resolvió presentando la candidatura de su marido, Francisco de Lorena. Oficialmente María Teresa fue emperatriz consorte y la dinastía adoptó el nombre de Habsburgo-Lorena, aunque ella nunca permitió que el marido tomase las riendas del poder político, y la segunda parte del apellido sería poco recordada.

Mucho peor para los Habsburgo fue la irrupción de Napoleón en la escena europea. La aplastante derrota del Ejército austriaco en Austerlitz cambió el mapa de Europa, pues Napoleón disolvió el Sacro Imperio Romano Germánico y convirtió a gran parte de Alemania en un protectorado francés. El emperador romano-germánico Francisco II se convirtió en Francisco I, emperador de Austria, o sea, las tierras patrimoniales de los Habsburgo. Pero al cabo de una década Napoleón terminó prisionero en una isla del fin del mundo, mientras la vieja Casa de Habsburgo seguiría ciñendo la corona imperial sobre sus sienes hasta 1918. 

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