El asno y el buey
(La columna de Juan Manuel de Prada en el XLSemanal del 26 de diciembre de 2010)
En los belenes populares, como en todas las representaciones iconográficas que a lo largo de los siglos se han hecho de la Navidad, nunca faltan el buey y la mula (o un asno, dependiendo de las latitudes), entibiando con sus hálitos a ese Niño que acaba de nacer en un pesebre.
Sin embargo, el buey y la mula no aparecen por ninguna parte en la narración evangélica del Nacimiento,
que está llena de rasgos asombrosos de observación y de frases
incidentales que contribuyen a completar un cuadro de gran patetismo:
«Estando [María] allí [en Belén], se cumplieron los días de su parto, y
dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo reclinó
en un pesebre; porque no había para ellos lugar en la posada».
Pero la tradición ha querido incorporar a tan conmovedora escena una mula y un buey;
y en la propia insistencia de la tradición, que se remonta a los
primeros siglos del cristianismo, tiene que haber algún significado,
pues no se colarían de matute dos bichos tan grandes en un sitio tan
pequeño si nadie les hubiese dado vela en el natalicio.
¡Pues anda que no le hubiese resultado
fácil a Lucas añadir que un ángel brindaba calor al niño, envolviéndolo
con sus alas! Por otro lado, no parece del todo claro que en Belén hiciese frío aquella noche
(por mucho frío que haga, al menos en el hemisferio boreal, en la noche
elegida para rememorarla), pues a renglón seguido se nos anuncia que
«había en la región unos pastores que pernoctaban al raso y de noche se
turnaban velando sobre su rebaño»; de donde se desprende que la noche
era grata y serena, si acaso con un poco de relente del que los pastores
se defenderían apretujando sus cuerpos a los de las ovejas que
custodiaban, pues de lo contrario se habrían recogido en la majada.
Conque, hemos de concluir, el Niño que acaba de nacer en el
pesebre disfruta de una noche medianamente apacible; y con los pañales
con que su Madre lo ha enfajado puede que le baste (y aun le sobre,
conociendo la propensión de las madres a abrigar en exceso a sus hijos
recién nacidos) para no sufrir el relente.
Y, además, por el lugar revolotean los
ángeles, que si tienen tiempo para el trajín de andar anunciando el
acontecimiento a los pastores, mucho más lo tendrían para hacerle de
estufas o edredones nórdicos al Niño.
El buey y la mula parecen, pues, convidados superfluos, incluso intempestivos,
según el principio de economía narrativa que debe presidir un buen
relato; y por eso los evangelistas no los mencionan, estuviesen o no
participando de tan gozosa escena.
Pero la tradición iconográfica nunca ha
dejado de incluir el buey y la mula en el reparto; para lo que se han
buscado todo tipo de explicaciones teológicas, poéticas o meramente
peregrinas. Así, por ejemplo, algunos Santos Padres interpretan que el buey y la mula representan la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, o a la iglesia de los judíos y de los gentiles.
Y, según una leyenda muy extendida, se
afirma que San José llevaba el buey para pagar el tributo al César; y
que la mula había servido de cabalgadura a María, puesto que de Nazaret a
Belén hay cuatro días de camino a pie, que no parecen muy recomendables
para una mujer encinta y con los apremios del parto.
Pero, como algún comentarista bíblico ha
observado, no resulta verosímil que a un hombre que llega conduciendo un
buey y a una mujer que viene subida en una mula se les niegue sitio en
la posada; pues tan pobres no debían de ser. Seguro que la mula fue prestada;
y el tributo que José pagara al César en el empadronamiento, siendo un
carpintero más bien menesteroso, no creo que fuese tan magnífico.
Hay un versículo en Isaías que viene como de molde para explicar la presencia de estos dos humildes animales en el pesebre de Belén: «Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento».
Hay un versículo en Isaías que viene como de molde para explicar la presencia de estos dos humildes animales en el pesebre de Belén: «Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento».
Buey y asno (o buey y mula, en los países de nuestra cultura) representarían así ese conocimiento intuitivo de las cosas naturales que sólo los animales tienen,
esa suerte de sexto sentido que les hace recogerse ante la inminencia
de una tormenta, mientras a los hombres los pilla el chaparrón
desprevenidos.
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