El primer crucero de la historia
(Un texto de Alicia Hernández leído en la revista Paisajes de hace ya un tiempo)
Cuando Mark Twain se embarcó en 1867 con un grupo de turistas
americanos para recorrer Europa y Tierra Santa, se convirtió en el cronista del
primer viaje organizado, contado con su peculiar y fino humor.
EI 'padre' de Torn Sawyer y Huckleberry Finn empezó su carrera
literaria como un avispado periodista. Mark Twain es el seudónimo de SamueI
Langhorne CIemens (1835-1910), uno de los grandes escritores de los Estados
Unidos de América. Y ese nombre nació de forma muy curiosa. Con 15 años trabajó
como piloto de río en San Luis. El proel debia gritar el calado del barco, que
como mínimo debía marcar dos brazas para una navegación segura: "mark
twaine” era la consigna, y Samuel se convirtió en el chico Mark Twain. En 1861,
Twain dejó los barcos y regresó al periódico de su hermano, el 'Hanibal Journal'.
Publicó artículos de opinión y relatos de humor y sátira y se convirtió en improvisado
corresponsal del que podría denominarse el primer viaje organizado de la
historia. Un viaje recopilado en 'Los inocentes en el extranjero' (1869), un
libro en el que se burla y desmonta algunos mitos del Viejo Continente que
solían deslumbrar a los turistas estadounidenses.
En 1867, un anuncio en los principales periódicos americanos reclamaba
turistas para apuntarse a una 'Excursión a Tierra Santa, Egipto, Crimea, Grecia
y lugares de interés intermedio'. Se propuso fletar un barco que partiría de
Nueva York. Mark Twain se apuntó al viaje para ir enviando crónicas del periplo
al diario 'Alta California', de San Francisco, y algunas cartas para el ‘Tribune'
y el 'Herald', de Nueva York. Esas crónicas son un maravilloso alarde del ingenio
y sentido del humor que siempre empleó en su escritura. Un año después de su regreso,
en 1869, Mark Twain creyó que sería una buena idea reunir esas crónicas y sus
apuntes del viaje y así nació ‘The
innocents abroad', «el relato de un viaje de placer», como anuncia en el
prólogo.
El viaje se presentaba como algo inédito, «un picnic de proporciones
gigantescas (...), unas vacaciones soberbias», escribió. Se eligió un vapor de
primera clase, el 'Quaker City', con
capacidad para 150 pasajeros, y en el detalle del itinerario no cabían más lugares
maravillosos, pues se visitaba hasta la Exposición Universal de París. La
duración seria de alrededor de seis meses, y se combinaría el recorrido en
barco con rutas en tren y otros medios de transporte para realizar excursiones
a la carta por los distintos países. El precio era de 1.250 $ y un comité de
selección elegirla a los pasajeros. Mark Twain se presentó en el despacho del Tesorero,
en el centro de Wall Street, para depositar el 10% del precio y asegurarse el pasaje.
A medida que se acercaba la fecha de partida, propuesta para el 8 de junio de 1867,
los detalles del viaje iban llenando de ansias al escritor y a los turistas.
Mark Twain detalla con ese humor fino y punzante lo granado del pasaje, tanto
que él mismo dice prepararse para ser un viajero de segundo orden aliado de
semejantes personajes: políticos, ministros del evangelio, militares, artistas,
damas de renombre y alcurnia y 'profesores' de dudosa enjundia pero de
apabullante curriculum. Un selecto pasaje que no se libra ni en una sola de sus
crónicas de la crítica mordaz de Twain: «en su mayoría lo formaban solterones
desentrenados y un niño de seis años». Las descripciones de Twain son
sencillamente geniales. Desde el aspecto y forma de actuar de los honorables ancianos
que deambulan por cubierta intentando salvar el mareo con un 'Dios mío' a los encontronazos
con todos los capitanes del barco y cómo cada uno le recrimina algo: fumar,
marcar la barandilla o coger el catalejo. Cinco capitanes en una excursión de placer:
«¿no son demasiados?».
Después de una semana de navegación, el pasaje empezó a usar términos
marinos, -qué avezados--, y se intentó romper la monotonía con entretenimientos
como el montaje de falsos juicios y juegos como el 'billar a caballo', valiéndose
de una muleta para deslizar un disco de madera por la cubierta pintada con tiza,
y contando con el bamboleo del barco, claro. También resultaba 'molesto' a la hora
de bailar: «tras cinco vueltas de vals, el pelotón de bailarines terminaba
vomitando en masa sobre la barandilla».
La descripción de los destinos que hace Twain se convierte en la guía
perfecta del viajero. La llegada a las islas Azores, tras diez días de
navegación desde que zarparan de Nueva York, fue como entrar en el paraíso en
palabras de Twain. Y así, en cada una de las escalas, el reportero detalla
primero la belleza y exotismo de los lugares, el paisaje que aparece ante él, y
luego lo va completando con un análisis sociológico lleno de matices. Con Twain
conocemos los rasgos físicos, las costumbres y forma de pensar y actuar de la
sociedad europea, sus comidas -con sutiles pinceladas de los productos y sus olores-,
la forma de trabajar y de holgazanear, y, sobre todo, sus hábitos de higiene, la
poca higiene personal que detecta, un tema que le trae de cabeza y que no llega
a comprender: «¿cómo pueden vivir sin jabón?». Las comparaciones de la sociedad
europea con la americana son constantes y escribe sin piedad: «no eran cultos,
ni sabios, ni inteligentes... ignoran por completo que el mundo gira». Nada
queda sin analizar, sin valorar, sin contar en su particular libro de bitácora.
Cuando atracaron en Túnez, Twain aseguró: «aquí no hay ni una sola cosa
que hayamos visto antes, a no ser en pintura (...) son extranjeros de los pies
a la cabeza». Para España no tiene muchos elogios, y aunque parte del pasaje
decide recorrer el país, tras pasar por Gibraltar, Twain, con un pequeño grupo, se dirige a
Francia. Su fascinación queda clara: «todo es equilibrio y belleza, todo es
arte ante nuestra mirada». El objetivo era Paris, y eligieron el tren para
llegar. La descripción es minuciosa: los vagones, los asientos, el revisor...
le llama poderosamente la atención que no existan coches-cama y, sobre todo,
que nunca se crucen las vías al mismo nivel. La capacidad de sorpresa del
escritor contrasta con los comentarios de «las viejas glorias del viaje» que le
acompañan y que «ya han estado antes en todas partes, esos loros deliciosos que
lo saben todo, que alardean, dicen bobadas y mienten…». Al llegar a París, y «leer
Rue de Rivoli fue como encontrarse con un amigo», escribe en su diario, y por
fin pudo Twain cumplir uno de sus sueños: afeitarse en una barbería parisina...
aunque el resultado fue un fiasco. Tampoco fue muy gratificante la experiencia
con el guía en la capital francesa, que resultó ser un caradura que terminó
saciando su hambre y su sed a costa del grupo de turistas, además de
engatusarlos con las disculpas más extrañas para que realizaran compras en las
tiendas más variopintas «como si ganara con eso alguna comisión», escribió. Después
de varios fiascos, Twain recoge una serie de consejos para que los lectores,
especialmente sus compatriotas, detecten a la primera, a los guías caraduras, que
abundan en la Vieja Europa y andan a la 'caza' del turista americano.
De la Exposición Universal de París, Twain apunta: «enseguida descubrí
que necesitarla semanas o meses para abordar esa maravilla... y que seguiría
mirando a la gente más que a los objetos inanimados que allí se reunían». Y es
lo que hace el escritor allá por donde pasa. Fijarse en las gentes, oír sus
conversaciones y ver cómo actúan. Así, en su primera parada en Italia Twain
apunta: las mujeres más bellas están en Génova. Y añade: «me gustarla quedarme aquí».
Desconfía de la cantidad de reliquias que guardan sus iglesias: «¿cómo puede
haber tantos trozos de la Vera Cruz?» y, en su línea, desmonta de un plumazo la
idílica imagen de las góndolas y los gondoleros de Venecia, describiendo a las
primeras como viejas barcas negras con pinta de coche fúnebre y a los segundos
como golfillos sarnosos. Pero la gran decepción llegó en Atenas. Se les ordenó
cumplir estricta cuarentena y no desembarcar. Debían conformarse con ver la
Acrópolis desde el barco.... aunque terminaron escapando y colándose por la
noche.
El viaje continuó hacia la antigua Constantinopla (Estambul) donde, de
nuevo, Twain rompe otro mito, el baño turco, y critica duramente algunas
costumbres mahometanas como la venta de niñas. Éfeso, SebastopoI. Odessa, el
mar Negro,... y, por fin, Tierra Santa, la meta del viaje. A pesar de la dureza
del desierto. Twain no oculta la grandeza del momento: «no puedo asimilarlo,
los dioses que comprendo siempre han estado tras las nubes y muy lejos (...) y
hoy piso una tierra que fue hollada por El Salvador». El hermoso Egipto les
atrajo menos(*). Y la vuelta al barco fue como llegar a casa. La cuarentena les
prohibió bajar a tierra en España y Portugal, pero ya nos les importaba nada,
sólo querían volver a casa. Todo lo prometido en el programa se cumplió. «La gran
peregrinación ha terminado».
(*) Aquí vivieron una curiosa anécdota haciendo una apuesta con un
egipcio para subir a las pirámides. Ganó el árabe.
Etiquetas: libros y escritores, Sitios donde perderse
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