La Guerra Mundial contada para escépticos
(Un adelanto de La Guerra Mundial contada para escépticos, de
Juan Eslava Galán, publicado en El Mundo del 2 de febrero de 2014)
El Gobierno de Eduardo
Dato ha declarado a España neutral. Somos neutrales porque no podemos ser otra
cosa, añaden Cambó y Azaña. ¿Qué otra cosa puede hacer un país arruinado que
además tiene su propia guerra en Marruecos? Otra cosa es, y muy distinta, que los
españoles nos declaremos neutrales. En general, los liberales y las izquierdas
se declaran partidarios de Francia, mientras que los conservadores y las derechas
(Ejército, Iglesia, aristocracia) se inclinan por Alemania, en especial los militares,
que admiran el espíritu prusiano. «Con esa disciplina y el arrojo del soldado
español conquistábamos el mundo», se oye a algún general panzón de los que hacen
el ridículo en la guerra de Marruecos. «Alemania es el país de la ciencia; Francia
es el país del can-can y del ateísmo», dicen en las sacristías.
A don Cristino Morrondo,
canónigo de la catedral de Jaén, le resulta particularmente dolorosa la noticia
de que los alemanes han desnudado, para registrarles los hábitos, a unas monjitas
de Lieja sospechosas de espionaje. «Ya se ve que son luteranos enemigos de la fe»,
comenta en la tertulia de la barbería El Siglo, «¡Ni a las personas sagradas
respetan!».
Tiene don Cristino el
corazón dividido, como buena parte de la Iglesia. Se congratula de que la
libertina Francia reciba el castigo de la Providencia, pero le incomoda que los
luteranos alemanes pinten más que los católicos austriacos en el otro bando. Aunque
ha oído decir que el káiser es un católico encubierto que, por razones de
estado, tiene que profesar de luterano. Al menos menciona al Todopoderoso en sus
discursos...
La corte, la Iglesia y los
partidos carlista y maurista son mayoritariamente germanófilos; los políticos con
responsabilidad en el Gobierno se mantienen diplomáticamente neutrales aunque no
es ningún secreto que Romanones, Dato, Cambó y Maura simpatizan más por la causa
aliada. Entre los intelectuales, las filias y las fobias están más claras: Unamuno
concibe la guerra como una reacción de la vieja cultura europea y cristiana
contra el bárbaro materialismo alemán. Machado, Pérez Galdós, Azorín y Pérez de
Ayala son también aliadófilos. Baroja, siempre a la contra, es germanófilo, así
como Jacinto Benavente. Ortega y Gasset, de formación filosófica alemana, no se
declara abiertamente aliadófilo, sino neutral militante contra la guerra.
¿Y la gente común? Al
principio de la guerra los germanófilos abundan más en el interior; predominantemente
conservador, y los aliadófilos en las zonas costeras, más liberales. Pero
cuando la propaganda aliada divulga las salvajadas alemanas bastantes
germanófilos moderan su admiración por Alemania.
Aliadófilos y
germanófilos acechan los gestos de Alfonso XIII, pero el rey, aunque reconocido
bocazas, se ampara en una prudente indefinición. Hijo enmadrado de una
austriaca, pero casado con una inglesa, procura mantenerse neutral, aunque quizá
sus veleidades militaristas y su pasión por los uniformes y la tecnología militar
lo inclinen por Alemania. De uno de sus regimientos de ulanos es coronel honorario.
MATA HARI EN MADRID
Hay en Madrid dos
hoteles modernos, el Palace y el Ritz. Gozan de una clientela cosmopolita en la
que no faltan aristócratas huidos de la molestísima guerra ni prostitutas de lujo
o demi-mondaines a la caza de
protectores solventes. Algunas chicas se sacan un sobresueldo como informadoras.
Una de las espías al servicio
de Alemania es la famosa bailarina Mata Hari. Había abandonado el París amenazado
por la guerra para instalarse en Madrid, donde la pudiente clientela del
cabaret Trocadero reclamaba su arte. Después de una actuación, un admirador
alemán, Wilhelm Canaris, la invitó a su mesa. Figuraba como agregado naval en la
embajada alemana, pero en realidad era espía. Canaris y Mata Hari se convierten
en amantes, pero el alemán y su jefe, el coronel Von Kalle, pronto comprenden que
ella sería mucho más útil en Paris. Consigue un contrato en el Moulin Rouge,
donde no tarda en intimar con oficiales franceses de alta graduación. Cada
cierto tiempo viaja a Colonia para informar y recibir instrucciones.
En uno de los viajes de
regreso, el aduanero que registra su equipaje le susurra al oído: «No
desembarque en Francia. Aguardan su regreso para detenerla. Este barco sigue
viaje. España». Alarmada, cambia de planes y desembarca en Gijón. De regreso en
Madrid, se hospeda, como de costumbre, en el Palace. Allí, en el salón de té, recibió
el telegrama que selló su destino. El mensaje le ordena regresar a París. Canaris
ha informado de su paradero a la oficina de Ámsterdam en una comunicación que
interceptan los franceses. Toma el tren en la Estación del Norte. Al pasar la
frontera, la detienen. En París la juzgan y la condenan a la última pena. La fusilan
una fría madrugada de octubre. Por Madrid circula el rumor de que la ha
delatado Raquel Meller, el alma que canta, encelada porque la javanesa mantenía
una relación con su esposo, el escritor Enrique Gómez Carrillo.
Y ADEMÁS, LA GRIPE ESPAÑOLA
Por si fuera poca la
mortandad de la guerra, de pronto empieza a morir gente de una misteriosa enfermedad
que no distingue a alemanes de aliados y que se ceba en las personas debilitadas
por el hambre. Es como si la peste negra hubiese retornado siete siglos después.
Los gobiernos la ocultan por no alarmar a la población, que bastante tiene con
soportar las miserias de la guerra.
El virus presenta los
síntomas de una gripe, pero es algo más (de hecho aún no se sabe bien en qué consistió).
Al parecer se ha originado en Asia Central, como la peste negra, y se ha detectado
primero en Kansas, en el campamento de instrucción del Ejército de Fort Riley. Soldados
procedentes de ese campo han traído la enfermedad a Europa. ¿Por qué, entonces
se llama «gripe española»? Porque en España, en su condición de país neutral, no
se silenció la existencia de la epidemia como en los países beligerantes.
En los telefilmes ingleses
cuando tiene que desaparecer un personaje por exigencias del guión o del contrato
siempre perece en el naufragio del Titanic o de «gripe española». Los ingleses,
como son tan hijos de la Gran Bretaña, recalcan cabronamente lo de «española».
CAMBÓ VUELVE DE PARÍS SIN LA INDEPENDENCIA
En diciembre de 1918 el
político catalán Francesc Cambó, que había vislumbrado la posibilidad de
obtener la Independencia de Cataluña al amparo de los 14 puntos del presidente estadounidense
Wilson (por eso meses antes había dimitido como ministro de Fomento de España,
dispuesto a ser «el Bolívar de Cataluña»), viaja a París y se persona en Versalles
para entrevistarse con el americano, pero se encuentra con que el presidente
del Gobierno español, Romanones, se le ha adelantado y ya ha obtenido
seguridades de Wilson de que eso de la Independencia de los pueblos solo afecta
a los del bando perdedor en la guerra. España no ha participado en la guerra y,
por lo tanto, no cuenta.
Cambó regresa a Barcelona
con las manos vacías. Dos años más tarde volverá a ser ministro del Gobierno español,
esta vez en la cartera de Hacienda: si no soy presidente de Cataluña, seré al menos
ministro de España. Eso es saber adaptarse a las condiciones del ambiente.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia
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