Le Corbusier, el renacentista del siglo XX
(Un texto de Berta López en el XLSemanal del 2 de junio de
2013)
Ser
hijo y nieto de relojeros en un pueblo sepultado por la nieve seis meses al año
no le impidió a Charles-Edouard Jeanneret (así se llamaba Le Corbusier)
convertirse en un mito de la arquitectura moderna.
El
más famoso e influyente del grupo que la inventó: Gropius, Mies, Wright.
Durante 15 años, Le Corbusier aprende el austero oficio de grabador de cajas de
reloj. «Sin esa base, desfasada y ridícula, pero de rigurosa exactitud, no
habría llegado a ser lo que soy», escribiría después. Ni sin los paseos con su
padre por los bosques del Jura, que despiertan su fascinación por la
naturaleza. O sin las discusiones sobre la importancia del ornamento y los
nuevos métodos de construcción en la Escuela de Arte local. El joven Jeanneret
se va a rebelar contra el desenfreno decorativo del art nouveau, en pleno auge entonces. Detesta la orgía vegetal que
cubría objetos y edificios en su época. Él también se va a inspirar en la
naturaleza, pero traduciéndola al severo lenguaje de la geometría. La Escuela
local de Chaux-de-Fonds -que aún hoy forma a relojeros- se le queda
dramáticamente pequeña. Consigue el diploma de profesor de dibujo, el único
título que obtendrá en su vida, y abandona su ciudad. Trabaja con todos los grandes
innovadores del momento: con Hoffman, el refinado racionalista vienés; con
Perret, introductor del hormigón armado; con Behrens, el pionero alemán del
diseño industrial... Por entonces -1910-, los arquitectos no están blindados
tras multitudinarios equipos de prensa, secretarias y técnicos como las
estrellas de hoy. Son más accesibles a los jóvenes con talento e interés por
sus ideas. Le Corbusier convence a cada uno de ellos. Ninguna carrera académica
le habría dado más experiencia. Cuando en 1916 se instala en París, ya ha
realizado el clásico tour por la
Europa del sur: Italia, Grecia, Turquía... Libreta en mano, sin parar de
escribir y dibujar, como hará siempre en sus innumerables viajes: «Prefiero
dibujar a hablar. Es más rápido y deja menos espacio para la mentira».
El
Mediterráneo va a ser desde entonces su patria estética y sentimental. Y París,
la ciudad amada que permanecerá sorda a sus ideas. Durante 17 años vivirá
modestamente. Pintando en una buhardilla por las mañanas y dedicado a la arquitectura
por las tardes. Con el aspecto nada bohemio de un banquero inglés: abrigo
negro, paraguas, sombrero de hongo... Y las ideas de un revolucionario que
soñaba con casas cubistas fabricadas en serie y diseñadas con objetivos claros;
como los de un ingeniero al planear un barco: «Admiro el Partenón. Esa belleza
exacta hoy la consigue la máquina, que no es un espanto, como creen algunos,
sino un instrumento de perfección». Con su amigo Amédée Ozenfant, pintor
cubista, realiza fríos cuadros con pipas, botellas, jarrones. Adopta el
seudónimo con el que se hará famoso, jugando con la palabra cuervo, su pájaro
preferido. Escandaliza con su Plan Voisin para reformar París. «Las ciudades de
hoy son ineficaces. Gastan el cuerpo, se oponen al espíritu. No son dignas de
esta época ni de nosotros». Su explosiva propuesta es hacer tabla rasa entre el
Sena y Montmartre, salvando el Louvre, el Arco del Triunfo, algunas iglesias...
Busca huir de «la ilusión de las pequeñas renovaciones parciales».
Le
Corbusier piensa a lo grande: rascacielos con aeropuertos y jardines en las
azoteas. División de funciones: tráfico, trabajo, reposo y ocio. Su pensamiento
urbanístico es una de las mayores aventuras de la modernidad. Aunque de sus 400
proyectos solo realizó el de Chandigarh, la primera ciudad planificada en La
India. Por el camino quedan numerosas decepciones: «Estoy metido en algunos
complicados asuntos. Y tan sobrepasado que debo cuidarme de no reventar. Sería
un descanso estar contigo un día. ¡Pero no! Esta vida no me tiene reservado el
descanso», le escribía a su amigo y discípulo, el arquitecto español José Luis
Sert.
El
gran seductor, capaz de encerrar en un eslogan toda una revolución social y
estética, nunca pudo convencer a un jurado o a una administración pública de
sus planes: «Espacio, luz, orden. Esas son las cosas que los hombres necesitan
como el pan. Y la arquitectura debe dárselas. La arquitectura es el punto de
partida para el que quiera llevarlos a un porvenir mejor. La única forma de
eliminar la lucha de clases». Paradójicamente fueron los encargos de casas
particulares para la alta burguesía los que nunca le dieron problemas. Las tres
famosas villas en París -La Roche, Stein y Savoye- son el ejemplo de un nuevo
concepto del lujo, debido solo a la disposición de los espacios. Y de su ideal
arquitectónico, a medio camino entre la armonía clásica y la funcionalidad que
exigían los tiempos modernos. El famoso Modulor
es su puesta al día de las medidas áureas del Renacimiento.
Poeta
por encima de todo, Le Corbusier fue incorporando un vocabulario cada vez más
orgánico a sus obras. La capilla de Ronchamp despertó tantas críticas por eso
como sus bloques de apartamentos en Marsella por todo lo contrario. Pero el
calvinista de aspecto ascético y trato hosco que se identificaba con el
antipático cuervo siempre albergó un lado sensual, solar, naturalista. En su
apartamento amontonó durante años piedras, conchas, moluscos, huesos
indefinibles.
El
desnudo femenino fue un leitmotiv de
su pintura. Y la mujer de su vida, Yvonne Gallis, una maniquí con aspecto de
gitana y fuerte temperamento que hacía magníficas sopas de pescado y gastaba
bromas pesadas a sus invitados ilustres. Aunque su madre fue la confidente
ideal. Durante toda su vida le envió una carta semanalmente. En una de ellas le
escribió: «Me he construido una mínima barraca cerca de Cap Martin. Vivo como
un monje feliz». Un mes de agosto, mientras nadaba en esa playa, muere de un
ataque al corazón. Tenía 78 años y muchas ideas aún para mejorar el mundo con
su arquitectura. Suerte que no vio lo que hizo el mundo con ellas.
Las facetas de un genio
Más
allá de la arquitectura, Le Corbusier desarrolló una actividad ingente en otros
campos. Muchos no dudan en calificarlo como el Da Vinci del siglo pasado; en
muchos sentidos, igual de incomprendido que Leonardo.
Pintor.
La pintura fue su vocación primera... y el laboratorio secreto del que surgían
sus soluciones arquitectónicas. La evolución de sus cuadros, desde la etapa
purista, fría y geométrica hasta la más orgánica y naturalista, tiene una
correspondencia exacta en sus edificios.
Urbanista.
Su visión urbanística fue revolucionaria; tanto que, de sus 400 proyectos, solo
realizó uno: el de Chandigarh, la primera ciudad planificada en la India. Entre
sus muchas decepciones, la reforma de París y de Argel. A la derecha, algunos
de sus bocetos.
Arquitecto.
Soñaba con realizar grandes obras públicas, pero fueron las casas para la alta
burguesía las que convirtieron a Le Corbusier en un arquitecto de fama. Aquí,
la maqueta original de la Ville Savoye, levantada en París.
Pensador.
Vivió como una misión convencer con sus ideas. El libro con sus primeros
escritos, Hacia una arquitectura, da cuenta de su talento como teórico; también
la revista LEsprit Nouveau, fundada por él y publicada entre 1920 y 1925. Suyo
es el más famoso eslogan de la arquitectura moderna: «La casa es una máquina
para habitar».
Diseñador.
Le Corbusier diseñó a su vez los primeros muebles de tubo de acero sillas,
mesas, tumbonas, sofás para producción en serie, que hoy siguen reeditándose.
Su viaje a España
Era
un enamorado de nuestro país, en el que, creía, estaban los dioses. Además,
firmó en Barcelona el Plan Maciá con José Luis Sert. Le Corbusier vino a España
por primera vez en 1928, a dar dos conferencias en la Residencia de Estudiantes
de Madrid. Era ya un arquitecto célebre y puso como condición asistir a una
corrida de toros. Visitó Toledo, Segovia, el Prado, un tablao flamenco... Y
resumió el viaje, según su costumbre, en una contundente frase: «Tuve la
impresión de llegar a un país donde están los dioses». Y en sus Carnets de
viaje escribió: «Allí, la gente desciende de las savias más admirables: árabe,
judía, italiana, griega. Habrá imaginación y esa austeridad apasionada que
mantiene a distancia a los imbéciles». Después volvería en tres ocasiones, pero
a Barcelona, para colaborar como urbanista en la reforma de la ciudad. En 1934
presenta con José Luis Sert el famoso proyecto que ha pasado a la historia como
Plan Maciá. Su admiración por la ciudad se traduce en multitud de dibujos,
sobre Gaudí, el barrio chino... Y sobre todo en el cuadro titulado 1939, La
caída de Barcelona, su conmovido homenaje a la ciudad al saber que la habían
bombardeado durante la Guerra Civil y muchos de sus amigos habían muerto en el
ataque.
Para
más información: Le Corbusier: An Atlas of Modern Landscapes.
www.fondationlecorbusier.fr.
Web de su fundación, con una muestra de toda su obra.
Etiquetas: Pintura y otras bellas artes
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home