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martes, diciembre 29

Tierras de leyenda



(Un texto de E. Font en el XLSemanal del 22 de diciembre de 2013)

Umberto Eco nos lleva de viaje por tierras llenas de ensueño y enigmas: la Atlántida, Jauja, Ávalon, Camelot, Saba... Su […] libro, 'Historia de las tierras y los lugares legendarios', es un prodigioso recorrido por espacios míticos que, incluso sin haber existido nunca, son parte de la historia de la humanidad.

LA ATLÁNTIDA: El continente perdido

Es la tierra que más ha hecho fantasear a filósofos y científicos, sobre todo porque la leyenda se refuerza, entre algunos, con la convicción de que existió un continente que se hundió en el mar. En 1915, Alfred Wegener formuló la teoría de la deriva de los continentes, y en la actualidad se considera que hace 225 millones de años el conjunto de las superficies terrestres constituía un solo territorio: Pangea. Y en el curso de su escisión podrían haber surgido y desaparecido muchas Atlántidas.

Fue Heródoto, en el siglo V antes de Cristo, el primero en hablar de la Atlántida y en mencionar a los atlantes como pueblos del norte de África. Él la sitúa más allá de las Columnas de Hércules (hacia el estrecho de Gibraltar). Allí había, según él, una isla más grande que Libia y Asia juntas. Una gran potencia con la que Atenas guerreó antes de que un «violento terremoto y un diluvio extraordinario» la sepultaran en el mar. Francisco López de Gómara introdujo en 1554 un cambio radical en la narración, al aventurar que los habitantes de la tierra sumergida eran los aztecas. Francis Bacon, en 1627, diría que América misma era la Atlántida.

Y, a partir de ahí, las teorías se dispararon. Bartolomé de las Casas (1551) la relacionó con las tribus perdidas de Israel; el padre Athanasius Kircher (1665), que nos ha dejado el mapa más famoso de la isla, la situaba cerca de donde hoy se encuentran las Canarias; y Olaus Rudbeck (1679-1702), rector de la Universidad de Uppsala, la situó en Suecia, adonde se habría trasladado Atlas, nieto de Noé. Rudbeck inauguraba así la celebración de los hiperbóreos como pueblo elegido, que más tarde dio lugar a numerosos mitos del poder ario.

En el siglo pasado se buscaron las ruinas de la Atlántida en Tartesos (ciudad ibérica desaparecida de la que hablan la Biblia y Heródoto) y en el Sáhara. Se creía que los bereberes del Atlas, de piel blanca, ojos azules y cabellos rubios, eran los supervivientes de la Atlántida. Lo único seguro es que, si existió alguna vez, el mar se la tragó sin dejar rastro.

AVALÓN: En busca del grial y Camelot

¿Qué era el grial? Al parecer, era un vaso, un cáliz o un plato (en varios textos se lo llama gradale, un plato o escudilla para contener alimentos refinados). Este plato o escudilla podía haber contenido la sangre derramada por Jesucristo en la cruz, o bien ser la copa que utilizó el Señor en la última cena. Otras veces se ha sugerido que el grial fue la lanza con la que Longinos hirió al Señor en el costado mientras estaba colgado en la cruz. En cualquiera de los casos, a partir del siglo XIII y de los escritos del poeta francés Robert de Boron, el grial estaría en la legendaria Ávalon. Y los caballeros de la tabla redonda, como Perceval, Lancelot, Galaad y otros, emprenderán su búsqueda.

¿Pero dónde está la legendaria ciudad de Ávalon? La tradición la identifica con Glastonbury, en Somerset (Inglaterra). Una de las razones para ello es que en 1191, en las cercanías de la vieja iglesia, los monjes encontraron una piedra con la siguiente inscripción: «Aquí yace el famoso rey Arturo, con su segunda mujer, Ginebra, en la isla de Ávalon». Como reza una lápida que todavía se puede ver en el lugar, en 1278 los restos mortales de Arturo y Ginebra fueron enterrados en el interior de la abadía, en presencia del rey Eduardo I, y desaparecieron con la destrucción del templo en 1539. En efecto, en el siglo XII Robert de Boron escribe que Arturo, profundamente abatido por la traición de su mujer Ginebra y la muerte del amado Galván, cae herido de muerte en su último combate, pero que no muere, sino que manda que lo lleven a Ávalon para que su hermanastra Morgana le cure las heridas. Prometió volver, pero ya no se supo más de él. En cualquier caso, si se retiró a Glastonbury, nadie podrá rezar ya sobre su tumba.

¿Y dónde estaba el palacio de Camelot? Ausente en los primeros textos del ciclo artúrico, el nombre aparece en las novelas francesas del siglo XII (lo cita por primera vez Chrétien de Troyes en El caballero de la carreta). Robert de Boron habla de que el reino artúrico está en Logres, pero en galés ‘Lloegr’ es un nombre de origen incierto que significa Inglaterra en general. Luego, poco a poco, va apareciendo el nombre de Camelot, y por ejemplo Thomas Malory lo cita repetidas veces en La muerte de Arturo. Un pasaje de este texto hace pensar en Winchester, y, efectivamente, en Winchester se expone en el Grand Hall una tabla redonda que, según una reciente datación hecha con carbono 14, fue construida con árboles cortados en el siglo XIII (y que en su forma actual fue pintada de nuevo entre los siglos XV-XVI). Sin embargo, Caxton, el editor de La muerte de Arturo, se inclinaba por situar Camelot en Gales.

Su ubicación real, incluso para los devotos del grial, es más imprecisa que la de Ávalon, pero en la imaginación popular ha arraigado la imagen de un Camelot fabuloso difundida por la industria cinematográfica y televisiva, que ha creado infinitas historias sobre el palacio de Arturo, desde el Parsifal, de 1904, al musical Camelot, de 1960, y hasta hoy mismo.

JAUJA: El reino de la abundancia

En ciertas leyendas, el paraíso terrenal adopta una forma totalmente materialista: el País de Jauja. El nombre aparece por primera vez en un poemilla del siglo X, pero la composición más antigua que ha llegado hasta hoy es del siglo XIII, en el que el autor dice haber viajado, por encargo del Papa, al País de Jauja, donde aparecen todas las maravillas que luego se repiten. En El perro de Diógenes, de Francesco Fulvio Frugoni (1687), la isla de Jauja está situada en el mar del Calducho, «envuelta en una niebla blanca que parecía cuajada. [...] Corren ríos de leche y manan fuentes de moscatel, malvasía y vino dulce. Los montes son de queso y los valles, de mascarpone. De los árboles cuelgan marzolinos y mortadelas».

La tradición es imprecisa respecto a la ubicación. La tierra de Bengodi, la Jauja que se describe en El decamerón, donde se atan los perros con longanizas, está situada en «el país de los vascos». En un drama religioso germano, el Schlaraffenland -nombre alemán de este país feliz- se encuentra entre Viena y Praga. En un poemilla inglés aparece en medio del mar, al oeste de España. Ahí se dice, además, que Jauja es mejor que el Paraíso, donde para comer solo hay fruta y para beber, solamente agua. Y es que la leyenda de Jauja no nace en ambientes místicos, sino entre las masas populares que padecen un hambre secular.

EL INTERIOR DEL PLANETA: El territorio de los muertos

¿Qué ocurre en el corazón de la Tierra? Las tradiciones antiguas imaginan que, si se penetra en él, se entra en el reino de los muertos. Así era el Hades en Homero o Virgilio, el Infierno de Dante y el de muchas visiones del más allá anteriores.

Penetrar en el corazón del planeta, bajo la corteza terrestre, es algo que siempre ha atraído a los humanos, y hay quien ha querido ver en esta pasión un deseo de regresar al útero materno.

La primera hipótesis de una Tierra hueca la formuló el científico Edmund Halley, el que dio nombre al cometa. Este astrónomo inglés del XVIII creía que el planeta estaba constituido por tres esferas concéntricas, que no se comunicaban entre sí, y por un núcleo caliente, también esférico, situado en el centro del sistema. En adelante y tomando en más de un caso sus teorías, se escribieron muchas, demasiadas, novelas en torno a lo que había en las entrañas del planeta, desde Edgar Rice Burroughs a Julio Verne, que la imaginó hueca y llena de animales prehistóricos. Pero ni el concepto de una Tierra llena de agujeros como una manzana podrida ni el de una Tierra hueca se sostienen. En efecto, unos pocos kilómetros por debajo de la superficie terrestre se entra en una zona donde el calor y la presión hacen que la roca sea maleable, de modo que cualquier agujero se cerraría como los orificios en un bloque de plastilina cuando se aplasta.

Además, ya Isaac Newton demostró que en el interior de una esfera hueca la fuerza de gravedad es equivalente en todas las direcciones, de modo que cualquier objeto libre -agua, tierra, rocas, hombres- se tambalearía sin peso en una caótica confusión mientras que la fuerza centrífuga o las mareas provocarían el colapso de la esfera. Pese a ello, más tarde, en los ambientes nazis se tomó muy en serio la novela La raza futura, de Bulwer-Lytton (1870), en la que una extensa comunidad de supervivientes de la Atlántida vive en las entrañas de la Tierra, dotada de poderes extraordinarios gracias a que poseen el Vril, una especie de energía cósmica.
De las profundidades de la Tierra descrita por Bulwer-Lytton se esperaba el resurgimiento de la raza futura, formada por seres superiores de extraordinaria potencia y belleza. La idea de una Tierra hueca reapareció a su vez en 1983 en la obra de un matemático, Mostafa Abdelkader, que, con cálculos muy complejos, intentó conciliar la geometría de un mundo cóncavo con los fenómenos de la salida y la puesta del Sol. Por fortuna, él mismo señala que si bien sus suposiciones son aceptables en un sistema matemático, no lo serían en el físico.

SABA: Entre la reina y los Magos

Cuenta la biblia que la reina de Saba fue a conocer a Salomón atraída por su sabiduría y la suntuosidad de su palacio. «Sabemos dónde estaba Salomón -escribe Eco-: en Jerusalén. ¿Pero de dónde provenía la reina?». Según la tradición, de Etiopía, pero Saba se hallaba en el punto en que se cruzaban las caravanas que transportaban incienso en dirección al mar Rojo; es decir, en lo que hoy sería el Yemen. Esto indica que la noción de Etiopía en aquella época era confusa. Y en el Segundo Libro de las Crónicas, al hablar de los regalos que la reina le hizo a Salomón, se menciona el «oro de Ofir». Ofir es varias veces citado en la Biblia y era, sin duda, un puerto. El historiador Flavio Josefo, nacido en el 37 después de Cristo, lo sitúa en Afganistán. Tomé Lopes, compañero de Vasco da Gama, plantea que era el antiguo nombre de Zimbabue. Y otras fuentes lo ubican en Mozambique, Pakistán, Egipto...

El país de la reina de Saba se desvanece, así, en la confusa geografía del mito. Pero su misterio viene a unirse a otro mucho más 'cercano': los Reyes Magos. Su leyenda es tan popular que nadie se pregunta ya si existieron o no. Pero su fugaz aparición en la historia se sitúa entre dos lugares legendarios: los de su origen y sepultura. Respecto al primero, las fuentes son numerosas, empezando por el Evangelio de San Mateo, que solo dice que venían «de Oriente». Las demás fuentes hablan de Azerbaiyán, Persia, la India, Nubia... Lo que es una constante en la tradición es que eran un blanco, un árabe y un negro, y la historia de su sepultura. Marco Polo dice que visitó sus tumbas en Saba. Esto encajaría con la teoría de que su primer túmulo estuvo en Persia, cuando este imperio había anexionado el Yemen, hacia el 226. De allí fueron trasladados a la basílica de Santa Sofía, en Constantinopla.
De allí, a su vez, el obispo Eustorgio, que deseaba ser enterrado con los Magos, los trasladó en el siglo IV a la basílica que lleva su nombre en Milán. Y de allí, y esta es la única parte documentada, se mandó trasladarlos a la catedral de Colonia, Alemania, donde hoy se puede ver el arca de los Magos.

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