Miguel de Álava, el hombre de las dos batallas
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 20 de
octubre de 2017)
Trafalgar, 21 de octubre de 1805. Miguel de Álava
combate a los ingleses en la más importante batalla naval de la época.
Diez años después luchará en Waterloo junto a Wellington.
¿Cómo estás Álava? Bonaparte se va a enterar de cómo
defiende su posición un general de cipayos”. En este tono cómplice recibió
Wellington al general español en el campo de batalla de Waterloo. Era por la
mañana y todavía no había empezado el combate cuando Ricardo Miguel de Álava
encontró a Wellington bajo un árbol, observando al enemigo con su catalejo. Dos
noches antes habían departido alegremente en el baile que la duquesa de
Richmond dio en Bruselas, donde Álava estaba como embajador de España. La fiesta
se interrumpió de madrugada al saberse que Napoleón había invadido Bélgica, y
Wellington y sus oficiales fueron directamente del baile al combate preliminar
de Waterloo, en Quatre Bras.
Álava no formaba parte del Ejército aliado y se quedó
en Bruselas, pero no pudo aguantar. Había sido cuatro años un estrecho camarada
de armas de Wellington en la Península y se había forjado entre ellos una
amistad, de modo que el día de Waterloo cabalgó hasta el lugar donde había
establecido su posición defensiva “el general de cipayos”, como Napoleón
llamaba despectivamente a Wellington, que había empezado su carrera en la
India. Álava se mantuvo pegado a Wellington durante diez horas de batalla como
si fuesen siameses, y ellos dos fueron los únicos indemnes del estado mayor
aliado. Todo el entorno de Wellington, resultó muerto o herido y el español
terminó ejerciendo de jefe de estado mayor.
Al acabar aquel apocalipsis Wellington se retiró con
Álava a su cuartel general y se sentaron a cenar. Habían puesto la mesa habitual
para el numeroso staff de Wellington, pero solo estaban ellos dos y un
único superviviente de los ocho ayudantes del duque. Se animaron a brindar “a
la memoria de la Guerra Peninsular” (nombre inglés de la Guerra de la
Independencia), pero Wellington cayó en su famosa depresión, de la que el
español fue uno de los pocos testigos. “El duque no pudo contener sus lágrimas
ante la muerte de tantos hombres valientes y honorables, y la pérdida de tantos
amigos y compañeros del alma”, le escribió Álava al secretario de Estado de
España. Por su actuación en Waterloo Álava recibió la Orden del Baño de
Inglaterra, la Orden de Guillermo de los Países Bajos, y Fernando VII le otorgó
una Encomienda de la Orden de Santiago, aunque luego lo condenaría a muerte.
Miguel Ricardo de Álava es un arquetipo del militar
liberal español del XIX, siempre implicado en política por la causa del
progreso. Nació en familia ilustrada de la nobleza alavesa y se educó en el
Seminario Patriótico de Bergara, el colegio de la Real Sociedad Bascongada de
Amigos del País, la institución señera de la Ilustración española. En 1785, con
13 años, ingresó en el Ejército como cadete. Siguió estudiando y cinco años
después pasó a la Armada, cuyos oficiales debían tener formación científica.
Como oficial de marina participó en numerosas acciones de guerra, pero también
en expediciones científicas, una misión típica de la Armada española de la
Ilustración.
Militar liberal
Su carrera naval tuvo un trágico final, la batalla de
Trafalgar, donde combatió en el buque insignia, el Príncipe de Asturias.
Tras el desastre de Trafalgar se retiró y se fue a su tierra, donde mantuvo la
actividad cívica de un noble ilustrado, recibiendo la Orden de Carlos III por
la aportación familiar a la construcción del camino de Burgos a Vitoria.
Cuando Carlos IV abdicó en José Bonaparte las Juntas
Generales de Álava le nombraron delegado ante las nuevas autoridades, y
representó corporativamente a la Armada en la junta que aprobó el Estatuto de
Bayona, la primera Constitución que tuvo España. Como muchos liberales
españoles, consideraba que Bonaparte traía los logros de la Revolución Francesa
y la liquidación del absolutismo. Algunos permanecieron siempre fieles a esta
opción y se les llamaría afrancesados. Miguel de Álava, en cambio, vio
pronto que el progreso por imposición francesa era inviable, y se pasó al bando
patriótico. Reingresó en el Ejército y combatió en varias batallas a las
órdenes de Castaños, el héroe de Bailén, hasta que en 1810 la Junta de Cádiz,
donde se mantenía atrincherada la soberanía nacional, le envió a Portugal a
pedir ayuda al comandante del Ejército inglés, un tal lord Wellington.
Wellington fue famoso por su severidad y flema, pero
misteriosamente congenió con el español y se hicieron amigos, además de
camaradas de armas, pues Wellington incorporó a Álava a su mando. Juntos
lucharon en muchas acciones, y en Ciudad Rodrigo Álava dirigió el asedio. A
instancias de Wellington España ascendió a Álava a general de división e
Inglaterra le otorgó la Cruz Peninsular, con numerosos pasadores que
acreditaban haber tenido mando en el Ejército inglés en diez batallas. A la
liberación de Madrid en 1813 el general Álava fue jefe de Gobierno de facto y
proclamó la Constitución de 1812.
Fernando VII tomó nota, y cuando reimplantó el
absolutismo en 1814 lo encarceló, aunque curiosamente fue ascendido a teniente
general estando en prisión. Por presiones de Wellington lo puso en libertad y
lo nombró embajador en Francia y los Países Bajos, donde le sorprendió la gran
ocasión de Waterloo que hemos relatado al principio. Al ocupar los aliados
París, Álava asaltó el Louvre y recuperó muchos cuadros robados por los
franceses; también obtuvo indemnizaciones de guerra para España.
Alegando razones de salud se retiró a Vitoria, pero
cuando Riego derribó al absolutismo se curó milagrosamente y fue, durante el
Trienio Liberal, presidente de las Cortes y jefe de la Milicia Nacional. Luchó
contra la invasión francesa de los 100.000 Hijos de San Luis que devolvió el
poder a Fernando VII, y este no se lo perdonó, condenándolo a muerte. Logró
escapar por Gibraltar y se fue al exilio a Inglaterra, bajo la protección de
Wellington y de Jorge IV.
Perseguido en su país, Miguel de Álava era en cambio
respetado en toda Europa. El rey Guillermo II de Holanda, que había sido
compañero de armas en la Península, le trataba con familiaridad, y era también
amigo de confianza de la reina María Amelia de Francia. Por eso, tras la muerte
de Fernando VII en 1833, el Gobierno español cambió su exilio por el
nombramiento de embajador en Londres, e incluso fue presidente del Gobierno por
un breve periodo.
Etiquetas: Grandes personajes, Pequeñas historias de la Historia, s.XIX
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