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viernes, mayo 28

Alemania recuerda a Bismarck

(La columna de José Luis Martín Cárdaba en el Heraldo de Aragón del 5 de mayo de 2015)

Se ha cumplido el bicentenario de Otto von Bismarck, el hombre que impulsó la creación de la Alemania moderna.

OTTO von Bismarck, aristócrata prusiano conocido como el Canciller de Hierro, nació el 1 de abril de 1815 en el predio que poseía su padre, Ferdinand, en Schönhausen. Se han cumplido pues dos siglos. Valorado por la historiografía alemana del pasado como un patriarca y líder muy relevante, es considerado sobre todo como el hacedor de la identidad nacional alemana. Solo con ocasión del bicentenario se han publicado varios libros que acentúan las sombras y debilidades tanto del carácter como de la acción pública de este gran hombre: un ‘junker' (terrateniente de la nobleza rural prusiana), monárquico, fundador del Reich, reformador social y diseñador de la política que desembocaría en la moderna Alemania. Contrario a cualquier atisbo democratizador fue igualmente hostil a los conservadores del partido católico (el Zentrum) y a los socialdemócratas (SPD), a los que llegó a calificar de 'ratas', persiguiéndolos sin piedad. No se entiende su desazón frente a esos partidos si se confronta con la política social o con la legislación electoral que introdujo. Fue el primer gobernante del mundo en establecer un sistema de seguridad social con cobertura para todos los ciudadanos e, igualmente, el sufragio secreto y universal masculino, superando así el viejo sistema de voto limitado a los tres estamentos sociales. Sin el voto universal no hubiera sido posible la fuerza de la socialdemocracia en tiempos posteriores.

Pero tal vez ayude a comprender la personalidad y las contradicciones del canciller su formación, decidida principalmente por su madre, y su visión del futuro Reich o imperio alemán, ya desde la perspectiva de joven diputado conservador prusiano inconformista, que solo concebía el Estado como monarquía autoritaria y burocrática, siguiendo la línea que encumbró a Prusia como gran potencia europea, cuya esencia residía, como explica Sebastian Haffner, en «la incorrupción de la administración, la independencia de la justicia, la tolerancia religiosa y la educación ilustrada». Para Bismarck no era importante la ideología, sino la acción: la política como 'Kunst des Móglichen', el arte de lo posible. Con las medidas sociales citadas anteriormente buscaba, más que modernizar Alemania, fortalecer la monarquía autoritaria, una política que completó con la llamada ‘Herrschaftstechnik' o técnica del dominio, con la que señaló claramente a los enemigos del Reich.

Entre 1864 y 1870 emprendió tres importantes guerras, contra Dinamarca, Austria y Francia, con triunfos relevantes en las tres, pero especialmente en el última, que culminó con la proclamación de Guillermo I como káiser o emperador de Alemania en Versalles (precisamente allí para humillación de los franceses). Con ello dio forma al Estado nacional, deseado por los alemanes de su tiempo, fragmentados y con territorios ocupados.

La unificación de Alemania no se fraguó con discursos y decisiones parlamentarias, sino, como Bismarck proclamó, «mit Blut und Eisen», con sangre y hierro. No obstante, su pragmatismo le hizo relativizar esa tendencia militarista extrema, muy prusiana, instruyendo a sus generales en la conveniencia de la contención y de no emprender guerras preventivas en las relaciones Alemania-Rusia.

Sus coetáneos lo describen como autoritario, arrogante y vengativo, como un bebedor empedernido y un machista colérico. También, como un misántropo, siempre acompañado en privado por dos perros dogos enormes que atemorizaban a sus subordinados. Sin embargo, el excanciller socialdemócrata Gerhard Schröder, un admirador de su antecesor de hace dos siglos, declaraba recientemente que, frente a ciertas exageraciones sobre la persona de Bismarck, no negaría que le agradase beber con gusto vino, pero recalcaría que fue un monógamo intachable, que amaba locamente a su mujer, Johanna von Puttkamer. Esta relación es resaltada en una obra de Gabriele Hoffmann, que subraya el trato amoroso del canciller hacia Johanna cuando en su correspondencia la llama «mi dulce corazón», revelación íntima que contrasta con su imagen de estadista duro y decidido, pragmático y belicista. No cabe be duda de que fue un hombre de su tiempo: un ‘junker’ ilustrado y a veces oportunista que compensaba sus disgustos políticos, su estrés, como diagnostica su gran biógrafo Lothar Gall, con comidas desmesuradas y con falta de sueño. Bismarck tuvo durante muchos años el apoyo del emperador, algo decisivo, pero también estuvo atento a la opinión pública, a los diputados del Reichstag y a sus enemigos cortesanos.

Su muerte, en 1890, dejó una Alemania fuerte en apariencia de cara al exterior, pero internamente fragmentada. Esta división favorecería posteriormente el fracaso de la República de Weimar y la toma del poder por Hitler por conductos parlamentarios legales. Desde la perspectiva actual, quizás se le pueda hacer responsable de la historia posterior alemana, al igual que de la tradicional enemistad germano-francesa, por considerar imposible una reconciliación de Alemania con Francia tras la proclamación de Versalles y la anexión de Alsacia y Lorena. Esta hostilidad se arrastró hasta los tiempos de Adenauer y De Gaulle. Por otro lado, exigió unas onerosas reparaciones de guerra que luego se invertirían en contra de los alemanes tras la Primera Guerra Mundial.

Otro error trascendente fue su política colonial en África y Asia, ya que motivó la creación de una flota de guerra, acto considerado por los ingleses como una provocación. No obstante, el balance de sus aciertos y errores, privados y públicos, arroja un saldo positivo: recia personalidad de talla histórica que, siendo forjador del alma identitaria alemana, nunca dejó de ser un espíritu prusiano, elevado a la categoría de mito a la par con Federico el Grande.

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