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jueves, junio 3

Mascarón, el saludador

(La columna de Alberto Serrano Dolader en el Heraldo de Aragón del 5 de abril de 2015)

Allá por 1617, Andrés Mascarón dejó la aguja y el dedal, colgó las tijeras y se olvidó del jaboncillo de sastre para tener como oficio «andar por los lugares del Reino saludando», es decir, descubriendo y señalando quién era bruja y curando de determinados males a personas y animales. Así se lee en un viejo legajo del Archivo Histórico Nacional que supo descubrir y divulgar mi admirado amigo Ángel Gari.

Había nacido en 1582 en Salvatierra de Escá, un pueblo de montaña enclavado en la actual Alta Zaragoza. Siendo todavía niño, a los doce años, ya estaba afincado en la capital de Aragón, donde se ganó la vida como cochero, además de como cortador de trajes. Era un treintañero cuando dio el giro y comenzó a afirmar que tenía una 'gracia' innata conferida por haber sido el séptimo hijo varón de su madre, que su posición de iniciado quedaba certificada porque debajo de la lengua llevaba grabada la legendaria rueda de santa Catalina, y que era capaz de realizar un sinfín de maravillas «sin tener pacto con el demonio».

La documentación que se ha conservado señala que se exhibió, además de en el Alto Aragón, en tierras de Valencia y Cataluña, e incluso en la lejana Italia. Su momento estelar lo resume de este modo el antropólogo Gari: «En 1620 fue contratado por el Ayuntamiento de Bielsa para conocer las brujas del Valle, por lo que cobró 100 reales. Para este fin, una tarde reunió en la plaza mayor a los habitantes de Bielsa y sus aldeas, sometiéndolos a la prueba del soplo. Aquellas personas a las que soplase con mayor intensidad serían culpables de brujería. Así, por este procedimiento, señaló a trece: cuatro fueron ahorcadas y una condenada al destierro».

En fin, según testigos presenciales, Andrés Mascarón llegó a afirmar que «viendo la que era bruxa, se le encendían las carnes, y más cuanto más antigua lo era». No estarían las cosas muy claras porque un par de años más tarde la Inquisición quiso, cantarle las cuarenta y le abrió proceso.

No sé yo si removería influencias, pero el caso es que pudo mostrar algunas licencias obispales para ejercer tan peculiar ocupación y la causa se suspendió, arrojando como única consecuencia el prohibirle que en adelante continuara ganándose la vida como saludador.

En torno al argumento del que hoy me he ocupado ha reflexionado la doctora María Tausiet: «La tarea de los saludadores como 'conocedores de brujas', además de carismática, se consideraba un oficio necesario para el buen funcionamiento de la sociedad. De ahí que no sólo los particulares, sino también determinadas instituciones contrataran sus servicios, desde los ayuntamientos hasta, según algunos testimonios, la propia Inquisición. Una de las acusaciones más frecuentes para tratar de demostrar que alguna mujer era bruja consistía en explicar cómo, coincidiendo con la llegada de un saludador a una población, la supuesta criminal había huido de su presencia por miedo a ser reconocida» (‘Abracadabra Omnipotens', 2007).

 

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