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lunes, noviembre 27

París, tras los pasos de Édith Piaf



(Un texto de Pepa Roma en la revista Mujer de Hoy del 22 de agosto de 2015)

En Pigalle y Montmartre sonaban su acordeón, su voz intensa y sus letras desgarradas. Y todavía siguen sonando. París es, gracias a Piaf, La vie en rose y Je ne regrette rien. La ciudad [celebró en 2015] el centenario de la cantante.

El espíritu Piaf sobrevuela París. La ciudad vive y respira bajo el sonido -real o imaginado- de un acordeón y es gracias a ella. Su voz le regaló esa cadencia desgarrada y evocadora que forma un todo con París. Siempre. Cualquier día y a todas horas, pero [en 2015] más que nunca porque la ciudad celebra el centenario de su nacimiento la excusa perfecta, si es que hacía falta una, para peregrinar a los "santos lugares" que' ella frecuentaba o que determinaron su existencia. Como el bohemio y recoleto barrio de Belleville, que la vio nacer y donde reposan sus restos; su apartamento-museo en la rue Crespín du Gast; los barrios de Montmartre y Pigalle, donde probablemente no hay calle o esquina por donde no paseara Piaf o se detuviera a cantar con su acordeón; La Coupole, L'Olympia, L'Odéon y otros míticos escenarios en los que actuó…

Seguir los pasos de la artista por París es más que visitar los muchos lugares donde hay una placa, una estatua o un museo dedicado a la diosa de la canción. Es recorrerlo con otros ojos, los suyos, los de la enamorada de sus calles y sus gentes, los de la acordeonista que vive de las monedas que recoge de los transeúntes, porque probablemente hay pocos sitios de la ciudad a los que no haya cantado. Su música es una invitación a visitar la capital de Francia y dejarse ganar por una literatura que parece impregnarlo todo. Basta detenerse y levantar la vista al cielo para ver, con Piaf, "los pájaros que vienen del mundo entero para hablar entre ellos”, o envolvernos en el aire protector de los amantes, como canta en Sous le cíel de Paris.

Nadie ha fijado imagen de la capital francesa en el inconsciente colectivo de varias generaciones como lo ha hecho ella. París como ciudad del amor, ese gran tema siempre presente en su música dramática y desgarrada. Ese París por el que la móme (la niña, como se la apodó en sus comienzos) deambula en busca de su amante, como esa chica perdida en la multitud de su canción La Foule.

"Soy una sombra de la calle", canta en otra de sus creaciones. En ella nació el 19 de diciembre de 1915, frente al número 72 de la rue de Belleville, donde una placa recuerda el momento en el que a su madre re sorprendió el parto, cerca de la plaza que hoy lleva su nombre y se adorna con una estatua de la cantante.

Hija de un acróbata y de una jornalera de la canción, Édith Giovanna Gassion sobrevivió a una infancia de miseria y enfermedad entre prostíbulos y circos ambulantes hasta que, a los 14 años, decidió buscarse la vida cantando con su acordeón en las calles de Montmartre y en los oscuros cabarés de Pigalle. A los 16 dio a luz a su única hija, Marcelle, que murió a los dos años de una meningitis.

Se produce un giro en su vida cuando la descubre Louis Leplée, dueño del Cabaret Gemy's de la rue Pierre-Charron, en las inmediac1ones de los muy elegantes Campos Elíseos. Así sube por primera vez a un escenario con el sobrenombre de La móme Piaf (la niña gorrión). Su triunfo es inmediato y poco después, en el escenario de L'ABC, el music hall más prestigioso de la época, adopta el nombre definitivo de Édith Piaf.

La delicadeza e intensidad de esa muchacha con aspecto de pajarillo que no alcanzaba metro y medio de estatura conmocionó París. En su voz, los temas y la canción popular se hacen gran literatura, convirtiéndose a la vez en estrella de un precoz pop de la época y en musa de la intelectualidad. Con letristas que darán una nueva dimensión a su música, como el gran poeta Jacques Prevert, su repertorio se amplía con canciones como Las hojas muertas, uno de los éxitos de Piaf más reproducidos por otros cantantes, desde Yves Montand a Eric Clapton.

A las castañeras, a los niños de la calle, a los artesanos y a los ladronzuelos… A todos los personajes de barrio, al Quartier Latin, al Café du Dóme, a Las Tullerías y a la plaza Vendóme; a los estanques de gansos y a los árboles al borde del Sena. A todos dedica su canción París. Ese Mon grand París, al que Édith cantaba y salía al encuentro como al de un amante.

De la mano de Jean Cocteau, vástago de la alta burguesía y, por tanto, procedente del otro extremo social de aquel al que pertenecía Piaf, pasa al teatro con El bello indiferente. También protagoniza o interviene en una serie de películas musicales con otros grandes de la época, como La Garçonne (1936) de Jean Limur, basada en la novela The Flapper de Victor Margueritte; Montmartre-sur-Seine (1941), dirigida por Georges Lacombe; Étoile sans lumiére (1945), donde conoce a un jovencísimo Yves Montand, que se convierte en su amante; Les portes de la nuit (1946), de Marcel Carné; French Cancan, escrita y dirigida por Jean Renoir en 1954, donde actúa con Jean Gabin, María Félix y Michel Piccoli; o Les amants de demain (1959), dirigida por Marcel Blistène, un drama musical en el que Édith es la principal protagonista junto a Michel Auclaire, y que fijará para siempre la imagen de la cantante con su inmortal petite robe noire.

Édith Piaf ha pasado de la calle al centro mismo de la escena parisina, en el momento considerado como el de mayor esplendor de la cultura francesa que abarcó aquellos años 30 y 40 -anteriores y posteriores a la II Guerra Mundial-, en los qué París vive la máxima concentración de talentos literarios y su época dorada de la escena y la pantalla, con películas excepcionales como Les enfants du Paradis de Marcel Carné.

Con escritores, directores y actores colosales, con los que trabaja o se relaciona Piaf, o con los que la vemos retratada en las fotos que adornan la todavía hoy mítica La Coupole en Montmartre. Era la brasserie obligada por la que pasaba todo el quién es quién del momento, desde Louis Aragon o Josephine Baker a Jean Paul Sartre, Albert Camus, o Simone de Beauvoir y donde el surrealismo se codea con los precursores del existencialismo; y la gran cultura con el cabaré de la Baker o la música ligera del chansonnier Maurice Chevalier, cuyos restos y plaza conmemorativa están, por cierto, muy cerca de los de su amiga Piaf.

Es una época truncada por la II Guerra Mundial, tras la cual Francia necesita volver a creer en sí misma. Y ahí están de nuevo ella y su voz apasionada. La vie en rose, que escribe en 1945, se convierte en himno a la esperanza y en la gran canción de su vida. Su fama traspasa fronteras y, en Nueva York, donde actuará en 1948 en el Carnegie Hall, conoce al que será el gran amor de su vida, el boxeador Marcel Cerdan, de origen español. El estaba casado y vivieron su amor entre vuelos trasatlánticos y encuentros en hoteles, hasta que, apenas un año después, el avión en el que él acudía a visitarla se estrelló en las Azores.

Se dice que del dolor por aquella trágica muerte procede la adicción de Piaf a la morfina y su tendencia a buscar refugio en amantes y protegidos, como el por aquel entonces joven cantautor Charles Aznavour que en 1951 se convierte en su secretario, asistente, chófer y confidente.

En 1952 se casó con el cantante Jacques Pills, para divorciarse solo cuatro años después. Comienza entonces una historia de amor con George Moustaki, a quien Édith lanza también a la canción.

Católica y supersticiosa, se dice que rezaba antes de salir a escena, lo que no le impidió llevar una vida de amantes numerosos y excesos con el alcohol y los opiáceos. Su vida comenzó a apagarse en 1960, cuando cae desmayada en plena actuación en Nueva York y tiene que volver sola a París después de sufrir un accidente de coche con Moustaki, que acto seguido la abandona. Pero Piaf, que proclamaba que pretería morir a dejar de cantar, en contra de las indicaciones de su médico, regresó a escena en 1961 para reflotar el Teatro Olympia de París con un concierto legendario en el que presentó Je ne regrette rien (No me arrepiento de nada), una canción que hace referencia a su pasado de alcohol, amantes y morfina.

Amigos como Alain Delon, Paul Newman, George Brassens, Duke Ellington o Jean-Paul Belmondo la aplaudieron desde la primera fila, y Louis Armstrong dijo de aquela interpretación: "Me arrancó el corazón".

El último de los hombres que pasó por la vida de Édith Piaf fue el griego Theophanis Lamboukas, al que ella rebautizó como Théo Sarapo, 20 años más joven, con el que se casó un año antes de su muerte y que se convirtió en su heredero universal.

Édith Piaf moría el 10 de octubre de 1963, a los 47 años, en una casa de campo en la localidad mediterránea de Plascassier, desde la que su marido trasladó en secreto sus restos a París, donde se anunció oficialmente su muerte al día siguiente.

Hubo muchos hombres en su vida, pero ninguno tan eterno e incondicional como Jean Cocteau, uno de los primeros que creyó en ella y con el que mantuvo una asidua correspondencia. Fueron amigos del alma hasta para morir. Cuando Cocteau se entera de que su Édith habla muerto, dijo: "Si la Piaf ha muerto, ya puedo hacerlo yo", o eso es al menos lo que cuenta la leyenda, acaso para explicar la coincidencia del adiós de ambos, con menos de un día de diferencia.

La multitud de admiradores que se lanzaron a la calle para acompañar al cortejo funerario de Édith Piaf detuvo el tráfico como no se había visto desde la liberación de la capital en 1944, cerca ya del fin de la II Guerra Mundial. Hoy, su tumba sigue siendo una de las más visitadas del cementerio de Père-Lachaise, donde reposan grandes luminarias de la cultura y la política de Francia y del mundo entero.

El gran atractivo que ejerció para tantos hombres (y también para alguna mujer, como Marlene Dietricht), así como la pervivencia de su música dan cuenta de un magnetismo que trascendía a la imagen de esa chica feúcha, vestida eternamente de luto. Ese atuendo perenne que después de ella imitarán o adoptarán las divas del existencialismo como Juliette Greco, y  que se convertirá en una pieza icónica: la petite robe noire. Será una prenda obligada en el armario de toda parisina que se precie, como señala la modelo Inés de la Fressange en su gura de estilo La Parisína, donde lo vincula con la imagen imperecedera de la artista, inolvidable e irrepetible.

De hecho, las propias firmas discográficas tratarían, después de la muerte de Piaf, de encontrarle una sucesora en la figura de Mireille Mathieu, pero ninguna voz podrá igualar nunca la fuerza y la intensidad que emanaba del interior de la mujer pajarito.

Por calles y teatros

MONTMARTRE Y PIGALLE. Probablemente no hay calle por donde no paseara Piaf o se detuviera a cantar con su acordeón. Y, por extensión, cualquier lugar de París es bueno para callejear tarareando una canción.

BELLEVILLE. En el 72 de la rue de Belleville una placa recuerda el lugar donde nació, en plena calle. En el cementerio de Père-Lachaise reposan sus restos junto a los de su marido, Theo Sarapo. También están enterrados Oscar Wilde, Marcel Camús, Maria Callas…

SU CASA del número 5 de la rue Crespin du Gast, donde vivió al principio de su carrera. Recrea la atmósfera de aquellos días con sus objetos personales.

SUS ESCENARIOS. L'Olympia, el teatro que relanzó en 1961, convirtiéndolo en gran templo de la música. En Montparnasse, L 'Odeón, lugar de cita de los intelectuales de los 30, y que sigue siendo un clásico.

La creme de la intelectualidad

Édlth Piaf se colocó con la intensidad de sus interpretaciones y unas letras que sonaban como la mejor literatura, en el centro mismo de la escena parisina. Corrían los años de mayor esplendor de la cultura francesa y ella se codeaba con nombres como Louis Aragon, Josephine Baker, Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Simone de Beauvoir… Escritores, directores y actores colosales, y también muchos amantes: Yves Montand, George Moustaki, Charles Aznavour, pero también el boxeador Marcel Cerdan, el gran amor de su vida; Jacques Pills, que fue su primer marido; o Théo Sarapo, el segundo, con el que se casó un año antes de su muerte y que se convirtió en su heredero. 47 años de vida le bastaron para convertirse en inmortal y para cosechar el aplauso de muchos (y muy célebres) amigos, entre los que se contaban Alain Delon, Paul Newman, George Brassens, Duke Ellington, JeanPaul Belmondo o Jean Cocteau, con el que tejió una profunda amistad a la que pondría fin la muerte de ambos con 24 horas de diferencia.

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