(Un reportaje de
Domingo Marchena en el suplemento dominical del Periódico de Aragón del 10 de
noviembre de 2019)
Después de siglos y siglos de resistencia, los nativos
americanos han cambiado la forma de combatir y ya no esgrimen el tomahawk, sino
las leyes o las ganancias de sus casinos. Pero los objetivos de la lucha siguen
siendo los mismos: la defensa de la tierra y de las tradiciones.
Si Tolstói hubiera sido indio, jamás
hubiera escrito Anna Karénina. No con ese inicio, al menos: “Todas las
familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera”.
Todas las familias indias infelices tienen el mismo motivo para la desgracia:
la bebida. “Drink smart or don’t start” (“Si no sabes beber, no empieces”),
dice un cartel en la carretera que conduce a Diné Bikéya, la tierra de las
personas, la reserva navajo, entre Nuevo México, Utah y Arizona. La tasa de
alcoholismo quintuplica aquí la media de Estados Unidos.
Y no es un problema exclusivo
de los navajos. El abuso del alcohol es el principal mal endémico de los
nativos americanos del siglo XXI. Pero no es el único: los suicidios, la
mortalidad infantil, las enfermedades como la tuberculosis, el desempleo y la
dependencia de los subsidios estatales se disparan entre estos estadounidenses.
Porque son estadounidenses desde
1924, cuando se les reconoció la nacionalidad (medio siglo después que a los
esclavos). En total, son más de tres millones. O más de cinco, si se incluye a
quienes alegan tener algún antepasado con sangre india. No caeremos en el error
de los antropólogos del siglo XIX (y alguno del XX) que hablaron de mestizos e
“indios de pura raza”, como si fueran perros. Son estadounidenses, eso
sí, que en muchos casos viven aislados.
Estados Unidos reconoce más de 500
comunidades y naciones indígenas. Aún se les llama tribus por herencia del
lenguaje colonial, pero algunas, como la Comanchería, tuvieron un territorio
inmenso y trataron de tú a tú a estados como España. Además de una miríada de
rancherías y asentamientos más o menos estables, hay 11 reservas estatales y
326 federales, donde vive el 60% de los indios.
La antropóloga Carmen Bernand, cuya
última obra es Histoire des peuples d’Amérique (Fayard, 2019), cree que
las reservas han impedido una integración plena. Estos enclaves, sin embargo,
son el problema y la solución. En tanto que guetos, algunas reservas tienen
condiciones –falta de agua corriente, infraviviendas y malnutrición– propias
del Tercer Mundo. Pero paradójicamente gracias a ellas se ha mantenido el
sentimiento de pertenencia a un grupo.
Las hay minúsculas, como la de Pit
River, en California, el microcosmos de los ajumawi, de apenas un kilómetro
cuadrado (la mitad que Mónaco). Otras son enormes, como la del país navajo,
Diné Bikéya, de 64.000 km2, el equivalente a Virginia Occidental (o a dos
Catalunyas).
Y todas están en guerra.
Las causas son grandes o pequeñas.
Una lista, incompleta y no necesariamente en orden de importancia, podría ser
esta:
Luchan para recuperar las tierras
que les robaron.
Para que las pocas tierras que no
les robaron no se conviertan en basureros nucleares ni pierdan sus riquezas
naturales.
Para erradicar las drogodependencias
y las ludopatías.
Para que clubs deportivos e
instituciones como el Ejército les respeten y no se apropien de su imagen ni la
caricaturicen.
Para que les devuelvan símbolos
sagrados y conseguir el reposo de sus antepasados.
Y también luchan para vetar la
entrada en sus tierras de las furgonetas de venta de helados.
Empezaremos por el final. En un país
de obesos como Estados Unidos, ellos están especialmente castigados por el
sobrepeso, la hipertensión y las cardiopatías. Nadie lo explica mejor que los
pimas y los papagos, como los llamaron los españoles, aunque en realidad son
los akimel o’odham (la gente del río) y los tohono o’odham (la gente
del desierto). La diabetes mellitus es una lacra entre estos pueblos de
Arizona, pero no tanto entre sus primos de Sonora y Chihuahua. ¿Por qué?
Por la diferente alimentación y modo
de vida. Eso también explica que los pimas y los papagos mexicanos tengan
niveles de colesterol más bajos e índices más equilibrados de masa corporal. Al
norte del río Bravo son habituales el sedentarismo, las bebidas azucaradas y
los alimentos ultraprocesados, hipercalóricos y ricos en grasas; al sur, la
dieta no ha claudicado por completo ante la comida basura y se dedican muchas
horas al campo y a trabajos que exigen un esfuerzo físico.
Para que las nuevas generaciones
crezcan más sanas, algunas reservas recuerdan a guerreros indios como
Jim Thorpe, oro olímpico en 1912 en pentatlón y decatlón, a la vez que
promueven deportes tradicionales como el lacrosse, que subyugó a Washington
Irving (una mezcla de rugby, fútbol, baloncesto y tenis). También se han
adoptado medidas simbólicas, pero significativas, como prohibir la circulación
de las heladerías ambulantes.
Hay grupos que formalmente
siguen en guerra, como los semínolas, que sobrevivieron a tres conflictos
armados con Estados Unidos y jamás se rindieron. No les fue mal: gracias a las
ganancias de sus casinos son dueños de Hard Rock Cafe. Las batallas de ahora se
libran en consejos de administración y tribunales. Los objetivos son los de
siempre: recuperar tierras y hacer cumplir viejas promesas.
Hagamos un ejercicio. Dibuje
mentalmente el mapa de Estados Unidos cuando logró la independencia. Eso mismo
les pedía el primer día de clase a sus alumnos la historiadora Roxanne
DunbarOrtiz, de la Universidad de California. Casi todos, y seguramente usted
también, trazaban el contorno que el país tiene en la actualidad. Sin embargo,
en 1783 sólo se independizaron las 13 excolonias británicas de la costa
Atlántica... un estrecho pasillo de ese mapa.
“La expansión posterior es el
resultado del saqueo de un continente y sus recursos”, dice la doctora
DunbarOrtiz, autora de La historia indígena de Estados Unidos (Capitán
Swing, 2018). En 1787, la nación recién nacida aprobó la Northwest Ordinance,
según la cual “las propiedades y las tierras de los indios jamás les serían
arrebatadas sin su consentimiento”.
Fue un brindis al sol, la primera de
una larguísima serie de leyes o pactos vulnerados y pisoteados. Papel mojado.
Hubo que esperar casi dos siglos, hasta 1970, para que se lograra la primera
restitución de una de aquellas tierras que en teoría “jamás serían
arrebatadas”. Los taos de Nuevo México consiguieron la devolución del Lago
Azul, en la sierra de la Sangre de Cristo, y señalaron el camino con este
importante éxito legal.
Durante su primer siglo de vida,
Estados Unidos firmó al menos 371 tratados. Esta es sólo la cifra de acuerdos
suscritos entre ambas partes, ratificados por el Congreso y promulgados por el
presidente de turno. Hubo más, pero no fueron ratificados o, si lo fueron, no
se promulgaron. Los indios consideran legítimos 600 acuerdos, por cuya validez
pleitean ante la justicia.
El nudo gordiano de las
reclamaciones está en las Paha Sapa, las Colinas Negras, entre Wyoming y Dakota
del Sur. El tratado de Fort Laramie de 1868 se las concedió “en perpetuidad” a
los lakotas. O a los sioux, el nombre que usaban sus enemigos y que popularizó
Hollywood. El hallazgo de oro dio al traste con las promesas. La protección de
esta tierra fue el detonante de las últimas guerras de las llanuras, que aún
hoy arrastran el eco de Nube Roja, Toro Sentado, Caballo Loco y Dos Lunas.
El Tribunal Supremo dio una de cal y
otra de arena en 1980. Por un lado, reconoció que las exigencias eran justas y
que las Colinas Negras fueron ilegalmente arrebatadas. Pero descartó la
devolución. Entre otras cosas, porque allí está el sanctasanctórum de la
Norteamérica blanca, anglosajona y protestante: los rostros de los presidentes
Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln esculpidos en el monte Rushmore.
Los jueces optaron por una vía
intermedia y acordaron una compensación económica de unos 96 millones de euros.
Casi 40 años después, la indemnización ha crecido exponencialmente en una
cuenta donde se acumulan los intereses. Pero los demandantes siguen batallando
y se niegan a tocar el dinero. Hacerlo “significaría aceptar un robo”, dice la
principal organización de defensa de los nativos americanos, el Movimiento
Indio Americano (AIM, en sus siglas en inglés).
Sin un imán turístico como el de los
navajos con Monument Valley, las reservas lakotas de Pine Ridge (la de Nube
Roja) y la de Standing Rock (la de Toro Sentado) son dos de las más
desfavorecidas. Letreros contra la bebida, anuncios de neón para jugar al
blackjack, carreteras sin asfaltar, deficiencias en el suministro de agua
corriente, basureros a cielo abierto, cementerios de coches junto a
asentamientos de caravanas, familias pendientes de los subsidios... Es verdad
que tanto Pine Ridge como Standing Rock tienen casinos, pero sus ganancias
están a años luz de las de los semínolas en Florida o los pequot en
Connecticut.
Que una comunidad tan empobrecida
rechace un multimillonario maná judicial por las Paha Sapa dice mucho del
significado que tiene la tierra para los indios... La tierra y el pasado.
Según estudiosos como Larry
Zimmerman o Philippe Jacquin, los nativos americanos no distinguen entre
historia y mito y prefieren hablar de historia e historia sagrada. Así lo
descubrió José J. de Olañeta, que ha publicado la magna enciclopedia de Edward
S. Curtis, El indio norteamericano. Una vez, este editor balear preguntó
a una fotógrafa lakota de dónde procedía su pueblo. Del estrecho de Bering o de
las montañas de Minnesota, pensaba que le diría. Pero no. “Venimos del centro
del universo”, le respondió.
El apego a las tradiciones explica
el sempiterno magnetismo del ejército para los indios. Aunque es un dato poco
conocido, combatieron en los dos bandos de la guerra de Secesión, algunos en
puestos importantes. El séneca Ely Parker alcanzó el grado de teniente coronel
en las filas de la Unión y fue secretario de Ulysses S. Grant. Él redactó la
rendición final de Appomattox. El general en jefe confederado, Robert E. Lee,
dijo cuando firmó el armisticio: “Me alegro de ver aquí a un verdadero
estadounidense”. Y él contestó: “Todos lo somos”.
¿Todos? No, él murió sin serlo. Y
los suyos tardaron casi 60 años más en obtener la nacionalidad. De hecho, en su
juventud como brillante estudiante de Derecho e Ingeniería, Ely Parker pidió la
admisión en el Colegio de Abogados de Nueva York. Se la denegaron porque no era
estadounidense (sic).
Los indios han luchado por Estados
Unidos en todos los conflictos desde la Primera Guerra Mundial. Lori Piestewa,
una hopi de 23 años, madre de dos niños y nieta de un soldado que desembarcó en
Normandía, fue la primera estadounidense caída en combate en la guerra de Irak.
La extraordinaria contribución de los nativos americanos al esfuerzo bélico de
su país no siempre ha sido valorada ni agradecida. Hasta finales del siglo XX
el Pentágono silenció el papel de los 420 navajos que transmitían las
comunicaciones de las fuerzas aliadas en el Pacífico y que resultaron
indescifrables para los japoneses.
Una película de John Woo, Windtalkers
(2002), ha popularizado más aquellos hechos que todos los homenajes realizados
desde la desclasificación de los archivos de Defensa. Aún falta la película que
recuerde que los alemanes ya se las tuvieron entre 1914 y 1918 con otros
cifradores invencibles: los choctaw.
Estados Unidos ha recompensado
estos servicios llamando operación Gerónimo a la captura de Bin Laden. A los
apaches les sublevó este nombre en clave. No era la primera metedura de pata
del Pentágono, que tiene el misil Tomahawk o los helicópteros Apache y Chinook.
Lo peor de todo, sin embargo, es que todavía hoy, incluso en comunicados
oficiales, el territorio enemigo sea territorio indio o territorio injun
(un término despectivo que es a indio lo que negrata a negro).
¿Les respetan los blancos? Responde
un personaje de El visitante (Plaza & Janés, 2018), la última novela
de Stephen King: “Te diré una cosa, muchacho, en este estado a la gente siguen
sin gustarles los indios”. Sucede que el estado en cuestión es uno de los que
tienen más población nativa: Oklahoma, que en la lengua choctaw (la misma que
no entendían los alemanes en la Primera Guerra Mundial) significa la tierra
del hombre rojo.
Las nuevas guerras indias buscan,
además de justicia, respeto. Uno de los caballos de batalla consiste en exigir
a los museos que devuelvan objetos sagrados. En 1987, los zuñis de Nuevo México
recuperaron las tallas de Ahayu’da, las deidades gemelas de la guerra, que
llevaban un siglo en la Smithsonian Institution. Este ejemplo ha calado hondo y
cada vez son más las comunidades que exigen la vuelta a casa de sus reliquias.
Cansados de que el interés
científico sea la excusa para que restos humanos acumulen polvo en cajas (como
en la escena final de En busca del arca perdida), los nativos americanos
han exigido una ley de Protección y Repatriación de Tumbas Indígenas. Entre
otras cosas, ello ha permitido que los huesos de 500 víctimas de una matanza
entre arikaras y lakotas del siglo XIV regresen al yacimiento de Crow Creek
donde aparecieron, en Dakota del Sur.
El pasado no se puede cambiar. El
futuro, sí. El intelectual lakota Vine Deloria (19332005) decía que una familia
india está compuesta “por el padre, la madre, los hijos y el antropólogo”. Los
indios ya no necesitan hoy a nadie que les explique su vida. Tienen universidades
y cátedras indígenas. Poetas, filósofos y profesores. Han resucitado
tradiciones, recuperado lenguas y descubierto que a veces el enemigo está en
casa.
La mitad de las 564 naciones indias
de Estados Unidos tiene casinos. Más de 16, sólo en el estado de Minnesota. La
lucrativa industria del juego da empleo a 300.000 personas y produce unos
beneficios anuales de unos 25.000 millones de euros. Cada reserva decide en qué
los reinvierte: pagos per cápita, educación, sanidad o en el Museo Nacional del
Indio, dependiente de la Smithsonian Institution.
El juego no es la panacea. Los
casinos pueden fomentar las ludopatías entre los aborígenes, y no todos
funcionan tan bien como los de los semínolas. Se da la paradoja de que reservas
que han prohibido la venta de alcohol permiten el consumo de puertas para
dentro. Los problemas son tan evidentes como las soluciones: una ley seca
especial en Kotzebue, una ciudad de Alaska de población mayoritariamente
aborigen, ha reducido un 40% los delitos.
La bebida y la violencia son dos
grandes asignaturas pendientes, pero en honor a la verdad las reservas de
Estados Unidos no han llegado al extremo de Ciudad Juárez, en el sur, donde se
patentó el neologismo de feminicidio. Ni al drama del idílico
norte: entre 1980 y el 2012 al menos 1.017 indias fueron asesinadas en Canadá,
que reconoce abiertamente un “genocidio basado en la raza, la identidad y el
género”. La mayoría de los casos no se han resuelto.
“Quedan muchos frentes abiertos”,
admite la spokane Charlene Teters, artista y profesora del Institute of
American Indian Arts de Santa Fe, Nuevo México. A esta pintora, conocida como
la Rosa Parks india, le indigna “el símbolo racista más visible de
nuestro deporte”: los Washington Redskins, los pieles rojas de Washington.
“¿Qué pasaría si fueran los juden
o los niggers de Washington? Somos personas, no mascotas”, dice la
activista. Por si el apelativo fuera poco, el símbolo de este equipo
profesional de fútbol americano es un indio. Hace años llegó a tener animadoras
con tocados de plumas y que bailaban un simulacro de danza de la lluvia con
cada victoria. El numerito estaba en las antípodas de lo que hace ahora el
American Indian Dance Theater, que ha elevado a arte las danzas tribales de los
pow wow.
Los indios son una población tan
diversa como estereotipada. Hollywood los ha presentado generalmente con
flechas y plumas, como un bloque monolítico, y no caleidoscópico. Repasen los
nombres leídos hasta ahora. Navajos, semínolas, sioux, cheyenes, apaches...
Otros nunca salen en las películas: ajumawi, akimel o’odham, tohono o’odham,
pequot, taos, zuñis, hopis, sénecas, chinook, arikaras... Y hablamos sólo de
Estados Unidos. Quedan Canadá y el resto de América. Los chibchas de Panamá,
los achuar de Ecuador, los alakaluf de la Patagonia...
Los Cleveland Indians de béisbol han
sido receptivos a las críticas y ya no lucirán más el logo del Jefe Wahoo, una
caricatura de un indio con una pluma y de color rojo tomate. Pero los
Washington Redskins mantendrán el emblema y el nombre “porque pieles rojas
no tiene connotaciones racistas”.
¿Cuál es el origen de esta
expresión? Los indios no tienen la piel así. Los blancos, sí, como corrobora un
paseo por cualquier playa. ¿Entonces? Aunque el escalpelo estaba asentado en la
América precolombina, los anglosajones también se convirtieron en cazadores de
cueros cabelludos y extendieron la barbarie al pagar recompensas por cabelleras
de los indios, incluidas las de mujeres y niños. La historiadora Roxanne
DunbarOrtiz dice que “los colonos dieron un nombre a los cadáveres mutilados y
sangrientos que iban dejando a su paso: los llamaron pieles rojas”.
Cuando al escritor spokane Sherman
Alexie le preguntan qué celebran los indios el día de Acción de Gracias,
responde: “Que no nos mataron a todos”.
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