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martes, abril 25

Varas de medir, pesos y medidas

(Un texto de Fátima Uribarri en el XLSemanal del 12 de julio de 2015)

¿Por qué cuando echamos gasolina pedimos tantos euros en lugar de tantos litros? “Porque la economía condiciona la medida. Pedimos los euros de gasolina que nos podemos permitir”, explica José Castaño, autor de El libro de los pesos y medidas (Esfera de los Libros). “Detrás de la medida está el poder”, añade este estudioso de la metrología, una ciencia ahora en auge con los radares y el mundo digital, pero que es un asunto muy antiguo. Los impuestos se han pagado con granos, semillas, frutos secos…

Así que había que controlar cómo medir las cantidades: durante siglos han existido los almotacenes, vigilantes de que no se hicieran trampas, que, por supuesto, se hacían. De esa picaresca con el medir viene la expresión “es el colmo”, que es la cantidad que colmaba de una medida de capacidad; el trigo restante cuando se pasaba el rasero a una fanega, por ejemplo. La fanega ha sido la medida más corriente en España y todavía se utiliza. Es un cajón de madera con boca ancha para descargar su contenido en un saco y es también una medida de superficie (equivale a 6439 m2). La fanega cumple los requisitos de una buena unidad de medida: es práctica, barata y fácil de dividir; la media fanega es muy común, el celemín es la doceava parte de la fanega…

“Todo envase genera una medida”, cuenta José Castaño: el cartón (de huevos), los palés (de ladrillos)… Los yugos también han sido un modo de cuantificar: una yuntada es lo que ara una yunta en un día. Cuanto más valioso es el producto, más se afina en su medición; de ahí la precisión de las balanzas para el oro y la imprecisión de conceptos como ‘manojo’, ‘ristra’ o ‘haz’. Hay distintas varas de medir: no era lo mismo una libra de carne que una de cera. La vara, por cierto, equivale a dos codos… En onzas se medía el chocolate y por eso tienen onzas las actuales tabletas El universo de la medición es inmenso. En Tres Cantos (Madrid) está el Centro Español de Metrología, y en Herreruela de Oropesa (Toledo) hay todo un museo dedicado a los pesos y medidas.

Pulgada

“En Navarra, si un mozo tenía una pulgada de vello púbico, pagaba impuestos. El recaudador le bajaba los calzones para comprobarlo”, cuenta el filólogo José Castaño. La primera falange del dedo pulgar dio origen a esta medida universal que equivale a 0,023 m y que sigue vigente, sobre todo en el mundo anglosajón.

Palmo

Todas las culturas han utilizado partes del cuerpo para las medidas longitudinales. El dedo son 1,7 cm, que es lo que ocupan cuatro granos de cebada puestos unos al lado de otros. Todavía lo usamos: decimos “no tiene dos dedos de frente” , “ponme dos dedos de vino”… En el palmo o cuarta (0,20 m), pulgar y meñique se alejan al máximo.

Docena 

El doce es un número mítico, sapiencial (las doce tribus de Israel, los doce apóstoles… ). Se ha utilizado como medida en muchas culturas porque es fácilmente divisible (entre dos, tres, cuatro, seis… ) y ese es un factor muy importante porque “para alguien inculto es fácil intuir la mitad de algo”, explica José Castaño.

Cántara

Durante siglos, el aceite (y la miel)se medía por peso. Los cosecheros se quejaron a Felipe II argumentando que el de mayor calidad pesa menos. Para el aceite, las unidades más comunes eran la cántara o arroba (16 l), libra (0,5 l) y la panilla o cuarterón (0,12 l). El líquido más medido ha sido el vino y se cuantificaba sobre todo en azumbres (2 l).

Haz

Las agrupaciones vegetales fajadas o atadas son unidades de medida poco precisas, pero muy utilizadas. Una de ellas es el haz (compuesto por gavillas), que comparte origen con otras palabras como ‘fajo’ y ‘hacha’. En España han tenido mucha importancia vegetales como el esparto, el lino o el cáñamo, que se medían por haces.

Romana

Una de las primeras palabras documentadas en español es ‘balanza’. La romana aparece citada desde el siglo XV. Es un instrumento poco preciso. tiene mucha incertidumbre, se dice. Hay que enfielarla (hacerla fiel) cada poco. “Dios inventó la balanza y el diablo, la romana”, sostiene uno de los muchos dichos que se refieren a ella. Continúa en uso.

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viernes, abril 21

¿Por qué cambió el clima en el s. XVI?

(Un texto de José Segovia en el XLSemanal del 12 de julio de 2015)

A finales del XVI y principios del XVII se produjeron graves alteraciones climáticas en el planeta.
Las crónicas reflejan que el frío se hizo insoportable entre 1585 y 1610. En ese periodo se produjeron las mayores persecuciones de brujas, acusadas de ser las causantes de las bajísimas temperaturas que azotaban Europa , señala Brian Fagan, arqueólogo y antropólogo inglés, autor del libro ‘La Pequeña Edad de Hielo’.

En la ciudad alemana de Wiesensteig, decenas de mujeres fueron arrojadas a la hoguera en 1563 acusadas de alterar el clima a través de prácticas de brujería. Entre 1580 y 1620, en Berna, más de mil personas fueron quemadas en la hoguera por la misma razón. En Francia e Inglaterra las ejecuciones alcanzaron su punto culminante en 1587 y 1588, dos años en los cuales el clima fue sumamente desfavorable. Algunas de las obras de los pintores flamencos de finales del siglo XVI y principios del XVII, como Hendrick Avercamp o Pieter Brueghel el Viejo, muestran el gélido ambiente de las ciudades holandesas de la época. Los picos de frío intenso se repitieron años más tarde, tal y como reflejó Abraham Hondius en un cuadro que pintó en 1677 y en el que se puede ver a un grupo de londinenses paseando sobre un Támesis totalmente helado.

Del 11 al 22 de noviembre de 1570, un gigantesco vendaval que se desplazó de sudoeste a noreste por el mar del Norte generó olas inmensas que derribaron diques y otras defensas costeras en los Países Bajos. Murieron unas cien mil personas. Los siguientes diez años estuvieron marcados por terribles tormentas, una de las cuales echó a pique una parte de la Armada Invencible.

Pero ¿cuál fue la causa de aquel cambio climático? En el siglo XVII, los japoneses vieron con frecuencia un cielo enrojecido producido por potentes erupciones volcánicas que arrojaron enormes cantidades de ceniza a la atmósfera. Aquel velo desvió parte de la radiación solar, lo cual enfrió las temperaturas de buena parte del planeta. En 1640, los volcanes Villarica (Chile) y Parker (Filipinas) agravaron la situación. La fabulosa concentración de ceniza emitida por las doce erupciones volcánicas que hubo en el Pacífico entre 1638 y 1644 coincidió con el mínimo de manchas solares, lo que pudo haber colaborado a enfriar el clima.

Un dato que tener en cuenta

El monje italiano Francesco Voersio describió en 1631 los efectos de aquella miniglaciación. Las generaciones futuras no creerán las penalidades, el dolor y la miseria que estamos sufriendo .

¿El Sol tuvo algo que ver en esa Edad de Hielo?

Algunos investigadores creen que, además del aumento de la actividad volcánica, otra de las causas de la Pequeña Edad de Hielo fue una disminución de la actividad solar. Entre 1630 y 1715, apenas se observaron manchas en la superficie del astro rey.

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lunes, abril 17

Objetivo: matar a Trotsky

(Un texto de José Segovia en el XLSemanal del 9 de agosto de 2015)

Un hombre atractivo, el español Ramón Mercader, sedujo a una de las colaboradoras del líder de la Revolución rusa y se ganó su confianza. El 21 de agosto de 1940, hace 75 años, le dio a leer un artículo y le clavó un piolet en la cabeza.

“Seré asesinado por uno de los de aquí, o por uno de mis amigos de fuera, pero alguien con acceso a la casa. Porque Stalin no puede perdonarme la vida”, confesó León Trotsky a Eduardo Téllez, periodista de ‘El Universal’, semanas antes de que Ramón Mercader -hijo de un industrial catalán y de una estalinista fanática- acabara con su vida.

El 21 de agosto [de 2015 se cumplieron] 75 años del asesinato de Lev Davidovich Bronstein, más conocido por su apodo. León Trotsky. Fue uno de los líderes de la Revolución de Octubre de 1917 y también el organizador del Ejército Rojo. Tras la muerte de Lenin, Trotsky afirmó que el dominio de una casta burocratizada había dejado de lado los valores de la Revolución rusa, y que esta sería aplastada por el capitalismo si el pueblo no era capaz de parar los pies a los oligarcas del Kremlin.

Desde aquel momento, Trotsky se convirtió en el mayor enemigo de Stalin. Aunque el dictador soviético era un paranoico que veía enemigos por todas partes, su animadversión hacia Trotsky era comprensible, ya que este era el único que podía hacerle sombra. En 1937, Stalin puso en marcha la maquinaria del Gran Terror, uno de los periodos más negros en la historia de la Unión Soviética que estuvo marcado por la represión salvaje a militares, obreros e intelectuales.

El poderoso presidente del Consejo de Ministros de la Unión Soviética sabía que la guerra mundial estaba a punto de estallar. Pensaba que su país iba a ser atacado por sus enemigos, fueran estos los nazis o una coalición de naciones enemigas. En su paranoia, Stalin creía que el líder de esa fuerza atacante sería Trotsky, que hacía ya casi una década que había huido del país.

Tranquilidad en México

Tras peregrinar por media Europa y Turquía, el disidente soviético halló refugio en Coyoacán (Ciudad de México), en un chalé conocido como la Casa Azul, residencia de los pintores Diego Rivera y Frida Kahlo. Allí, el Viejo, como se conocía a Trotsky entre los suyos, esperaba encontrar un espacio de tranquilidad que le permitiera continuar su denuncia de los crímenes estalinistas.

Mientras tanto, en Moscú, Stalin organizó la Operación Utka (‘pato’ en ruso). El nombre se relacionaba con la expresión "cuando los patos están volando", que hacía alusión a las técnicas de desinformación y confusión que empleaban los medios oficiales soviéticos para machacar a los enemigos del régimen. "Y eso era lo que pretendía hacer Stalin con la figura de Trotsky", escribe el historiador Eduard Puigventós en su libro Ramón Mercader, el hombre del piolet (Now Books), un relato apasionante sobre la sangrienta persecución del revolucionario soviético y su violenta muerte a manos de un sicario de Stalin.

A pesar del peligro que suponía ser el mayor enemigo del régimen soviético, Trotsky recuperó una cierta tranquilidad en su refugio mexicano, permitiéndose una aventura amorosa con Frida Kahlo, esposa de su anfitrión en Ciudad de México. El affaire con la pintora duró solo unos meses. Frida se embarcó en aquella relación como una venganza contra Diego Rivera, del que se separó definitivamente meses después. Por su parte, Trotsky escribió largas cartas de arrepentimiento a su mujer, Natalia Sedova, y regresó al hogar con la esperanza de no haber roto su matrimonio.

En mayo de 1939, mientras el revolucionario y los suyos se trasladaban a una nueva casa en la avenida Viena de la capital mexicana, la NKVD (la agencia precursora de la KGB) dio luz verde a la Operación Utka. Sus integrantes se dividieron en tres grupos. El primero era una red de información dirigida por Caridad Mercader y su hijo Ramón, que se hizo pasar por el canadiense Frank Jacson, y cuyo objetivo era tratar de acercarse al círculo de Trotsky para obtener datos precisos sobre sus movimientos y los de sus hombres.

El segundo grupo, el encargado de perpetrar el atentado, lo encabezaba el muralista David Alfaro Siqueiros, miembro del Partido Comunista mexicano. El tercer grupo de apoyo, que acabó uniéndose al segundo, lo dirigía Iosif Grigulevich, un estalinista muy activo en la Guerra Civil española y cómplice de Orlov en la ejecución del trotskista catalán Andreu Nin, líder del POUM. Sin embargo, a pesar de la gente involucrada y de la importante suma de dinero que se invirtió en esta trama criminal, el atentado fracasó. Tirotearon a Trotsky y a su mujer, pero erraron.

Lejos de desanimarse, Stalin ordenó un segundo ataque contra Trotsky. En esta ocasión, el dictador soviético ordenó que lo llevara a cabo un individuo en solitario, dejando a un lado las redes de agentes de la NKVD. "Fue en aquel momento, y no antes, cuando Ramón Mercader apareció como un mercenario ideológico, que aceptó la responsabilidad de un asesinato y se concienció para cumplirlo", afirma Puigventós, que en su libro desmonta la idea de que Mercader fuera elegido desde un primer momento como el verdugo de Trotsky.

Mercader, un seductor

Para llevar a buen término su misión original, que consistía en recabar información sobre el refugio de la avenida Viena, Mercader sedujo a la trotskista americana Sylvia Ageloff, cuya hermana era una estrecha colaboradora del revolucionario, lo que le permitió introducirse en su círculo íntimo con una identidad falsa y sin despertar sospechas.

La facilidad con la que Mercader logró su objetivo resulta sorprendente.  El 20 de agosto de 1940, Mercader pidió al revolucionario que echara un vistazo a un artículo que supuestamente iba a publicar en una revista extranjera. Trotsky inició la lectura y Mercader se situó detrás de él, dejando a un lado el impermeable donde llevaba un , un cuchillo y una pistola. Pensó que el piolet  sería más silencioso y dejaría al Viejo sin opción de defenderse. Lo alzó y con las dos manos asestó un golpe muy fuerte en el cráneo de su víctima. Le había golpeado con gran furia, pero no con la fuerza suficiente para tumbarlo.

“El hombre comenzó a chillar como un cerdo al que están degollando; e inmediatamente se me echaron encima sus ayudantes y no pude hacer nada”, confesó Mercader a su hermano Luis. El brazo ejecutor de Stalin no fue capaz de reaccionar. No empuñó su pistola ni tampoco volvió a usar el piolet contra su víctima. Cuando llegaron los hombres que le debían haber defendido, Trotsky se desmayó. Murió horas después en un hospital, el 21 de agosto de 1940. Tenía sesenta años.

Si Mercader hubiera podido asesinar al revolucionario sin hacer ruido, habría podido huir de la casa. Pero lo atraparon. Le propinaron una paliza tremenda. Su aspecto era lastimoso.

El 29 de agosto, el comunista español fue sometido a un careo con su amante Sylvia Ageloff, en el que se produjo una situación tensa que desembocó en reproches y gritos. A las preguntas que le hizo el juez, Sylvia respondió que Mercader era un canalla que la había utilizado para acercarse a Trotsky y asesinarlo.

Durante un tiempo, la estadounidense fue considerada cómplice del atentado, hasta que las autoridades mexicanas se convencieron de su inocencia y la dejaron libre. El asesinato de Trotsky supuso para Mercader veinte años de silencio entre rejas. En ese tiempo, la URSS experimentó profundos cambios. Stalin falleció en la más absoluta soledad el 5 de marzo de 1953. Su cuerpo embalsamado fue depositado junto a la momia de Lenin en la Plaza Roja de Moscú. Solo tres años después, durante el XX Congreso del Partido, su sucesor al frente de la Unión Soviética, Nikita Jrushchov,  dejó sin habla a los asistentes cuando leyó el informe titulado Sobre el culto a la personalidad y sus consecuencias. El nuevo líder soviético acusó a Stalin de haber liquidado a los mejores camaradas del ejército, de la deportación de pueblos étnicos, de haber alimentado un enfermizo culto a la personalidad y de falsificar la historia del Partido Comunista.

Las revelaciones de Jrushchov provocaron un terremoto en el Comité Central. En 1961 se sacó el cuerpo de Stalin del mausoleo para enterrarlo fuera del Kremlin. La caída en desgracia de Stalin debió de ser un duro golpe para Mercader, que por lealtad al estalinismo había dejado escapar los mejores años de su vida en una prisión mexicana. Finalmente, el 6 de mayo de 1960, el español fue liberado y pudo viajar a la URSS, cuyas autoridades le proporcionaron una pensión vitalicia y lo condecoraron con la medalla de Héroe de la Unión Soviética. Años después se instaló en La Habana, donde falleció el 18 de octubre de 1978.


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jueves, abril 13

El metro de los diputados

(Un texto de F. Goitia en el XLSemanal del 9 de agosto de 2015)

El metro más corto del mundo discurre por los sótanos del poder, bajo el suelo del Capitolio, en Washington D.C. Consta de tres líneas, ninguna mide más de 400 metros y es el lugar perfecto para conciliábulos entre congresistas y senadores a la hora de negociar leyes.

En servicio desde 1909, el tren conecta la docena de edificios del Legislativo, entre Congreso, Senado y oficinas de senadores y congresistas. Se inauguró con una sola línea y permaneció inalterado hasta 1960, cuando se instaló un monorrail y se amplió el recorrido, que no paró de crecer hasta 1993, año en el que entró en servicio el tren automático actual.

Los turistas pueden usarlo si no hay votación en curso, momento en que se restringe su uso a los legisladores y sus tratos secretos.

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domingo, abril 9

Las frases que nadie dijo y todos repiten

(Un texto de José Segovia en el XLSemanal del 9 de agosto de 2015)

Tras la caída del Muro de Berlín el 10 de noviembre de 1989, algunos políticos pensaron que la unificación de Alemania volvía a resucitar el fantasma de la Segunda Guerra Mundial. Otros temieron que iba a costarle mucho dinero a la Unión Europea. En aquellos momentos de incertidumbre prosperó una irónica frase que decía: «Me gusta tanto Alemania que prefiero que haya dos». La sentencia ha sido atribuida al presidente francés Françoise Mitterrand, al siete veces primer ministro italiano Giulio Andreotti y al premio Nobel francés Françoise Mauriac, que falleció años antes de la desaparición de la República Democrática Alemana.

A estas citas de múltiple paternidad se añaden otras que nunca fueron dichas por sus supuestos autores. Entre ellas, figura una muy famosa que se adjudica a Maquiavelo: «El fin justifica los medios». Lo que realmente escribió el filósofo y diplomático florentino en su obra El príncipe fue lo siguiente: «Si el monarca lleva cuidado de conservar el Estado, los medios serán siempre estimados, honorables y aplaudidos por todo el mundo».

En 1633, la Inquisición acusó a Galileo Galilei de defender la teoría copernicana de que la Tierra era la que se movía alrededor del Sol. Y siempre se afirmó que tras oír su condena Galileo murmuró: «¡Eppur si muove!» (“Y, sin embargo, se mueve”). Lo cierto es que un comentario como ese, aun cuando fuese un murmullo apenas audible, le habría costado la cabeza al matemático italiano.

Tampoco es de Voltaire una sentencia que siempre se le atribuye: «No estoy de acuerdo con lo que decís, pero defenderé hasta la muerte vuestro derecho a decirlo». La cita fue utilizada por primera vez por Evelyn Beatrice Hall, que escribió un libro titulado Los amigos de Voltaire (1906), bajo un seudónimo masculino, Stephen G. Tallentyre.

Las diferencias ideológicas constituyen otro factor que favorece la falsa adjudicación de citas históricas. «Cuando oigo la palabra ‘cultura’, saco mi revólver», es una frase que los anglosajones han atribuido a los dirigentes nazis Hermann Göring y Joseph Goebbels. En España, la misma sentencia, con pequeñas variaciones, se ha adjudicado a los generales Emilio Mola y Millán Astray. En realidad, la frase dice así: «Cuando oigo la palabra ‘cultura’, ¡le quito el seguro a mi Browning!», y su origen es la obra teatral Schlageter, escrita por Haans Johst, un poeta y dramaturgo nazi que le dedicó este panfleto teatral a Hitler como regalo de cumpleaños.

Sentencias inventadas
En la literatura también aparecen algunas citas apócrifas. Por ejemplo, Sherlock Holmes, el genial detective ideado por Arthur Conan Doyle, jamás pronunció la famosa coletilla: “Elemental, querido Watson”.

Cita anónima 
“Se puede engañar a todo el mundo alguna vez, y a alguna persona todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo”. La frase se atribuye a Abraham Lincoln, pero no consta en ningún periódico ni documento de la época.

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miércoles, abril 5

Crítica musical: retablo de ilustres mentecatos



(Extraído de un texto de Luis Algorri en la revista Tiempo del 12 de junio de 2016)

Un libro reúne las barbaridades que han dicho los críticos sobre los grandes músicos durante 150 años.
Quienes hemos ejercido la crítica musical nos hemos preguntado en silencio, más de una vez (espero que más de una vez), por qué nos pagaban en realidad. Qué derecho teníamos a poner en un periódico nuestro individual parecer sobre un concierto o una ópera, y por qué eso era necesario, y por qué nuestra opinión tenía dos gramos más de valor que la de cualquiera que nos leyese. Vamos, que por qué rayos nos pagaban.

–Usted olvida, caballerete –dirá el crítico veterano al que le regalan las entradas y le tratan como al archiduque de Austria en cuanto pisa el Auditorio o el Real– que nosotros, los críticos, hemos estudiado mucho, tenemos grandes conocimientos, un criterio basado en años de experiencia; y por eso somos ecuánimes y nuestra opinión es fiable y útil para los lectores.

Sí, ¿eh?

“Rechazo a Brahms con todo mi desdén. Su música es un vacío ruidoso y lleno de reverberaciones. No pretendo, de ninguna manera, decir que Brahms fuera un idiota; era mucho más que eso (...). Como tengo la desgracia de ser músico, no puedo apreciar a Brahms; no hay en el mundo una sinfonía más insoportablemente aburrida que la Sinfonía en Mi menor”. Esto lo escribía J. F. Runciman, crítico de música del Musical Record de Boston, en los últimos años del siglo XIX. Hoy nadie sabe quién coño fue ese Runciman. Pero todos sabemos quién es, y sigue siendo, Brahms.

“Carmen debe juzgarse por sus propios méritos, que son muy escasos. No es más que una compilación de coplas y canciones. Como obra de arte, es inexistente”. Esa claridad de juicio tenía el crítico de The New York Times ante el estreno en la ciudad de la ópera de Bizet, que hoy se sigue representando con todo éxito en el mundo entero. Del crítico no queda ni el nombre.

“Es como una pelea primitiva, casi carente de forma y sin una tonalidad definida, salvo por los ritmos insistentes que hacen que las melodías de los tambores de las amables tribus del Congo parezcan supersofisticadas (...). Si no hubiese habido una explicación en el programa, podría haberse creído que la obra representaba una juerga de Nochevieja de una pandilla de adictos al aguardiente casero y los sencillos pasatiempos de un grupo de jóvenes y señoritas, vestidos prudentemente con hojas de higuera”.
Así juzgaba en 1922 el crítico musical de The North American, de Filadelfia, La Consagración de la Primavera, de Igor Stravinsky. Es una de las más emocionantes composiciones para orquesta de todos los tiempos. Del crítico tampoco se conserva el nombre. Por fortuna para sus nietos.

Todo esto que leen son pasajes de un libro que se acaba de publicar en España y que escribió el fallecido director de orquesta, compositor y pianista norteamericano Nicolas Slonimsky. El libro se titula Repertorio de vituperios musicales (Taurus) y es exactamente eso: una antología exhaustiva de las colosales sandeces que escribieron los críticos sobre grandes compositores y sobre obras maestras absolutas –hoy sabemos que lo son–, desde los tiempos de Beethoven hasta hace más o menos cincuenta años.

Suerte que tenemos
La suerte se ha posado sobre el cráneo pelado de los críticos actuales porque ya apenas se hace crítica de obras; nos limitamos casi solo a las interpretaciones, que es algo menos resbaladizo porque si un tenor desafina o cala, pues desafina o cala y no hay más que hablar, lo ve todo el mundo. Ya no es fácil que aparezca un cernícalo como Louis Spohr que ponga por escrito que el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven le parece “tan feo, tan de mal gusto y tan trivial que ni siquiera puedo entender cómo Beethoven pudo escribirlo (...). Carecía del sentido de la belleza”.

Ya no es de temer que alguien escriba: “Es la obra más pobre de Verdi. Carece de melodía. Esta ópera tiene escasas posibilidades de pasar a formar parte del repertorio”, y eso lo dijo el lumbreras del crítico de la Gazette musicale de Paris de la ópera Rigoletto, que es, junto con Traviata, la más representada de todos los tiempos.

La lectura de este libro nos lleva a una conclusión: el crítico tiene una tendencia irreprimible al conservadurismo. Le gusta lo que conoce y aborrece lo que no conoce. El futuro, para él, es repetición, no creación. El merluzo de L. Rellstab, que escribía en Iris (Berlín, 1833), lamentaba profundísimamente que Chopin inventase cosas y no hiciese lo que ya habían hecho otros: “Donde Field sonríe, Herr Chopin hace una mueca burlona; donde Field suspira, Herr Chopin gruñe; Field se encoge de hombros y Herr Chopin arquea el lomo como un gato (...). Si se pusieran los encantadores romances de Field ante un espejo deformante, de modo que cada uno de sus hermosos rasgos resultara exagerado, se verían las obritas de Chopin”. Ante esa muestra de clarividencia musical, lo primero que el lector se pregunta es: pero ¿quién rayos era ese Field? Y, sobre todo, ¿cuánto le pagaban al tal Rellstab por hacer el ridículo de manera tan desvergonzada?

Los hay con cierto talento, eso es verdad. Como el crítico que decía de una obra de Franz Liszt que “quizá dentro de veinte o veinticinco años, esta música le guste a la gente. Nos alegramos de no vivir para verlo”. Confianza por confianza: nosotros también nos alegramos.

Del mismo modo que la peor enemiga de los políticos es la hemeroteca, el peor enemigo de los críticos es aquello que escriben (que escribimos) sintiéndonos más importantes que una boñiga en un solar. Y no lo somos. Ni siquiera tenemos claro por qué nos pagan. 

Ese judío oriental
El crítico del Musical World de Londres explicaba que las horribles composiciones de Chopin, disonantes, ruidosas, desagradable al oído (¡¡Chopin!!) se debían a que el compositor estaba liado con la “archihechicera Jorge Sand”. Pero Rudolf Louis escribía en la Alemania de 1909 sobre Mahler: “Habla un lenguaje musical alemán, pero con el acento, con el tono y, sobre todo, con los gestos de un judío oriental, demasiado oriental. Por lo tanto no puede comunicar nada”. Luego habla de la “vacuidad absoluta” de su arte y le llama “modistilla”. Lo que se llama un caso de pre nazismo puro…

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sábado, abril 1

La mamá del monstruo



(Un texto de Fernando Savater en la revista Tiempo del 1 de julio de 2016)

Frankenstein, una criatura hecha de pedazos de cadáveres, desesperada por la soledad, que admite su maldad pero la presenta como fruto de su desdicha.

Pocas reuniones intelectuales han marcado tanto la historia literaria europea como la que mantuvieron un grupo de amigos en Villa Deodati, cerca del lago Leman, a mediados de junio de 1816. La erupción de un volcán indonesio había cambiado el clima veraniego en otro casi invernal incluso allí, en los alrededores de Ginebra. Los amigos que habían querido pasar su tiempo navegando por el lago o paseando por los campos soleados se vieron obligados a permanecer durante largas veladas encerrados en la casa, con el fuego encendido y leyendo cuentos inquietantes de Hoffmann y otros autores alemanes, algo más propio de fechas navideñas que de comienzos del estío.

Los personajes de la reunión lo tenían todo para llamar la atención y avivar la imaginación de los lectores incluso en nuestros días. Para empezar, el dueño de la villa y anfitrión de los demás: Gordon lord Byron, ventiocho años, poeta fuera de serie y escándalo público aún más notorio. Denostado hasta la execración, venerado hasta la idolatría, perseguidor perseguido por bellezas de ambos sexos, atleta a ratos y estragado libertino en ocasiones. Sabía vivir como un potentado sin serlo y en Villa Diodati contaba con los cuidados de su médico personal William Polidori, un parásito pedante. Su huésped principal era Percy Bysshe Shelley, venticuatro años, también poeta de no menor talento y por tanto rival (aunque se llevaban bien), autor del panfleto La necesidad del ateísmo que provocó su expulsión de la Universidad de Oxford, rebelde contra toda tiranía real o imaginaria, salvo la del amor. Le acompañaba su amante (que luego sería su mujer, al suicidarse la esposa legal que había abandonado) Mary Godwin, diecinueve años, hija del reformador social William Godwin, autor de Justicia política, y de Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo y autora de Vindicación de los derechos de la mujer. Apasionada pero racional, no llegó a conocer a su madre que murió al darla a luz (en cambio conoció a Percy. B. Shelley un día visitando su tumba) pero siempre admiró su obra y puso en ejercicio el feminismo práctico que ella había preconizado.

Después de haber leído muchos cuentos terroríficos, al grupo reunido en Villa Deodati se les ocurrió la idea de escribir ellos mismos relatos de ese género. Lord Byron no fue más allá de esbozar una historia protagonizada por un vampiro, que dejó inacabada. Años después, el doctor Polidori aprovechó la idea para su relato El vampiro, en el que aparece Lord Ruthven, un no-muerto aristócrata con todos los rasgos que más tarde haría famosos cierto conde transilvano… Shelley parece que siguió con sus poemas pero Mary se dedicó en serio a la tarea y empezó a escribir lo que dos años después se publicó con el título de Frankenstein o el moderno Prometeo. Una criatura hecha de pedazos de cadáveres, desesperada por la soledad, que admite su maldad pero la presenta como fruto de su desdicha. Un siglo después, un director de cine –James Whale– y un maquillador genial, Jack Pierce, convirtieron al hijo de Mary Shelley en un icono a la vez horrible y ávido de afecto, que nos representa a todos. 

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