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sábado, octubre 31

La Primera Guerra del Golfo

(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 6 de noviembre de 2011)

FRONTERA IRAQ_IRÁN, 22 DE SEPTIEMBRE DE 1980. Respaldado por Estados Unidos y Arabia Saudí, Sadam Hussein invade Irán. Comienza el ciclo de agresiones que culminaría con la ocupación americana de Iraq.

La recién nacida Revolución Islámica iraní daba miedo a muchos y muy poderosos, que harían cualquier cosa por borrarla del mapa: las multimillonarias monarquías del Golfo, los intereses petrolíferos multinacionales, los Estados Unidos… No tardaron en encontrar quien les hiciera el trabajo sucio: Sadam Hussein, dictador omnipotente en Iraq. Aparte del factor de inquietud y desestabilización del mundo del petróleo, el nuevo régimen de Teherán tenía la enemiga particular de Riyad y Washington. Para la monarquía saudí, el jomeinismo era ante todo un rival. La Casa de Saud, desde que tomó el poder en Arabia, había instrumentalizado a su capricho el fundamentalismo islámico. Sus petrodólares financiaban los proyectos de islamización en cualquier parte del mundo, desde Argelia hasta el Pacífico, los grupos islamistas, fuesen contemplativos o violentos, contaban con su apoyo.

Ahora, sin embargo, aparecía en Teherán un nuevo propulsor del islamismo, que también tenía petrodólares pero que resultaba mucho más atractivo para jóvenes y extremistas por su dinamismo, su agresividad, su planteamiento revolucionario. Porque los jomeinistas sumaban al fundamentalismo religioso un credo político que arrasaba con las monarquías musulmanas, que dejaba al desnudo la hipocresía de los soberanos del petróleo y les condenaba históricamente.

Vengar la humillación

Al otro lado del mundo, la primera potencia tenía también una cuenta pendiente particular. Estados Unidos había visto, con cara de tonto, la caída de su más poderoso aliado en el mundo del petróleo, el sha de Persia, pero el fracaso de la diplomacia y la CIA para prevenir tal catástrofe no sería nada comparado con la humillación que vino después. El 4 de noviembre de 1979, los estudiantes islámicos asaltaron la embajada americana en Teherán. Haciendo burla de todas las reglas diplomáticas, el régimen de los ayatolás sostuvo el secuestro de más de 50 miembros del personal diplomático norteamericano, periódicamente exhibidos ante la prensa como si fueran piezas de caza. Aún faltaba lo peor. En abril de 1980, tras seis meses de la mayor afrenta sufrida por Estados Unidos desde su independencia, el presidente Carter dio luz verde a una operación de comandos para rescatar a los rehenes.

Pero todo salió mal y la primera potencia militar del mundo fracasó vergonzosamente. Washington no se atrevía, en plena Guerra Fría, a intervenir militarmente en Irán por el riesgo de un choque directo con la URSS, que ocupaba el vecino Afganistán. Las monarquías del Golfo Pérsico no podían ni soñar con medirse bélicamente con Irán. A Israel le pillaba muy lejos. Pero había una pequeña potencia militar regional que también tenía cuentas pendientes con los iraníes: el Iraq de Sadam Hussein.

Viejos rivales

El enfrentamiento entre Irán e Iraq tenía las típicas causas territoriales de los países fronterizos. No obstante, Sadam Hussein había llegado a entenderse medio bien con el sha: ambos se pusieron de acuerdo para atizar a la molesta minoría que compartían, los kurdos. El nuevo régimen de Teherán, sin embargo, rompió esa seudoamistad y comenzó a agitar lo que Sadam Hussein más temía, a los chiíes de Iraq.

El régimen baasista iraquí era creación e instrumento de dominación de la minoría suní, mientras que el jomeinismo era un movimiento chií. Todas las cartas para la guerra estaban pues servidas en septiembre de 1980. La Revolución Islámica había provocado un caos organizativo que le restaba fuerza al vecino, la indiscutible hegemonía militar en la región del sha se había diluido con el ejército imperial… Todo esto convenció a Sadam Hussein de que la invasión de Irán sería un paseo militar del que volvería cargado con un precioso botín de territorio petrolífero, de predominio estratégico en el Golfo y de prestigio político internacional. El 22 de septiembre dio la orden de ataque. Su ejército avanzó victoriosamente al principio, pero pronto se hizo evidente que Irán era un bocado demasiado grande para la supuesta potencia militar iraquí. En el otro campo se dio un proceso que tiene precedentes históricos como en el de la Revolución Francesa. Una invasión extranjera refuerza a un poder revolucionario, le permite sumar fuerzas ajenas y superar la desorganización inicial. Los ayatolás suplieron el vacío dejado por el profesional ejército del sha con una auténtica movilización popular, alinearon grandes masas exaltadas por la mezcla de patriotismo y fervor religioso que aspiraban a convertirse en mártires. El potencial demográfico de Irán le permitía dilapidar vidas para equilibrar la superioridad técnica iraquí. Ese equilibrio auguraba una guerra larga y sangrienta.

Para 1982, en efecto, los voluntarios iraníes habían logrado expulsar de la patria al invasor, pero la guerra no se detuvo por esto. Ahora los ayatolás querían devolverle la faena a Sadam Hussein, conquistar las zonas petrolíferas del vecino. Durante los siguientes cinco años, Irán lanzó furiosas ofensivas para tomar Basora, la única salida al Golfo de Iraq. El antiguo agresor estaba al borde del colapso, del que se salvó gracias a las ayudas de la coalición de intereses internacionales, que no podían permitir un triunfo estratégico de la Revolución iraní. Iraq utilizó sin complejos armas químicas, lo que le causó problemas a EEUU, que por una parte le proporcionaba materiales necesarios para su fabricación, pero que se veía obligado a condenar públicamente su uso.

Tablas

En 1988, por agotamiento de los contendientes, terminó la Guerra del Golfo, que desgraciadamente pronto sería llamada Primera, pues vendrían otras. Había terminado en tablas, cada cual en las posiciones que tenía antes de empezar, aunque con el costo añadido de un millón de vidas humanas, 600.000 iraníes y 400.000 iraquíes. La República Islámica se agotó y perdería ímpetu expansivo durante unos años, para alivio de las monarquías del petróleo, pero el régimen de los ayatolás se asentó políticamente con la lucha nacional. Sadam Hussein interpretó su fracaso como triunfo, engañando a su pueblo y a sí mismo.

El apoyo que había tenido de Washington y la tolerancia internacional mostrada hacia su política belicista y expansionista, le hicieron pensar que tenía bula. Cuando concibió apoderarse del petróleo de Kuwait, una presa infinitamente más fácil que Irán, solicitó inocentemente permiso a Estados Unidos, pensando que se lo debía por los servicios prestados contra el jomeinismo. Un malentendido de la embajadora norteamericana en Bagdad, Jane Kirkpatrick, le hizo creer que tenía luz verde. Invadió Kuwait y dio comienzo la Segunda Guerra del Golfo, en la que perdería toda su potencia regional. Y todavía tuvo que pagar otra factura por la invasión de Irán. El empleo de armas químicas contra los iraníes le dio fama de poseer y ser proclive a usar un arsenal de armas terribles. Esas “armas de destrucción masiva” le darían la excusa a Bush para su propia aventura imperial, la invasión de Iraq en 2003… El fin de Sadam y una catástrofe para los Estados Unidos.

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viernes, octubre 30

Cronista de la primera vuelta al mundo

(Un texto de Manuel Morales en El País del 10 de agosto de 2019)

El italiano Antonio Pigafetta recogió en un diario los tres años de la histórica expedición de Magallanes y Elcano.

“Durante tres meses y veinte días no pudimos conseguir alimentos frescos. Comíamos bizcocho a puñados, aunque no se puede decir que lo fuera porque era polvo mezclado con gusanos y lo que quedaba apestaba a orines de ratas”. Así de terrible fue una de las etapas de la epopeya de tres años y un mes que iniciaron en el puerto de Sevilla 237 hombres —cifra que eleva algún historiador a 265—. Uno de los 18 supervivientes del viaje, el italiano Antonio Pigafetta, dejó por escrito su relato; no fue el único, pero sí el más célebre de la primera circunnavegación terrestre, de la que este sábado, 10 de agosto, se cumplen 500 años de su partida en aguas del Guadalquivir. Entre las numerosas obras que se han lanzado en los últimos meses al calor de este quinto centenario, destaca la reedición de La primera vuelta al mundo (Alianza editorial), la relación que hizo Pigafetta de la expedición que comandaba el portugués Fernando de Magallanes (1480-1521).

¿Era Pigafetta un mercader, un navegante, le movía la labor evangelizadora? Este vicentino, nacido en 1492 o 1493, se define al comienzo de su crónica como alguien "que ha leído muchos libros" y que quería "ir a ver cosas que le pudieran satisfacer" para lograr "un nombre que llegase a la posteridad". Las letras y la fama. Unos propósitos baldíos si no hubiera tenido amistad con el obispo que era nuncio del papa León X en España. "Se enroló por enchufe", apunta por teléfono la autora de la introducción del libro de Alianza, Isabel de Riquer, profesora emérita de Literatura Románica Medieval de la Universidad de Barcelona, que se ha ocupado de la traducción del original. "Tenía a Magallanes por un ídolo, se nota en cómo cuenta su muerte en la batalla de Mactán". Incluso le atribuye la curación milagrosa de un enfermo en la isla de Cebú (Filipinas).

El texto de Pigafetta se define, en buena parte, a la precisión científica, cuenta lo que ve, sin aditamentos. Un estilo que resaltó Gabriel García Márquez en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura en 1982, principiado con un homenaje al italiano: "Escribió una crónica rigurosa que, sin embargo, parece una aventura de la imaginación". El autor de Cien años de soledad afirmó que en el "breve y fascinante libro" de Pigafetta "se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy".

Llama la atención su faceta de naturalista en la descripción de la sorprendente flora y fauna que se encuentra ("pájaros que viven de los excrementos de otros") y recoge con la frialdad de un informe policial las costumbres de los pobladores, desde la infibulación al canibalismo: "No se los comen de una vez, sino que, una vez muertos, un día uno corta un trozo, se lo lleva a casa, lo pone a ahumar y al cabo de ocho días corta un trocito y se lo come asado". O la "costumbre del rey de Bacan, que antes de entrar en combate hacía que un esclavo lo sodomizara dos o tres veces". También "recopiló leyendas antiguas", subraya De Riquer, sobre tierras que no pisó, pero de las que habían escrito otros. Las incluyó con la muletilla de "me lo contó un piloto viejo", para darle verosimilitud.

Sus palabras no están exentas de una misteriosa subjetividad. "No cita a Elcano en ningún momento. ¿Quizás porque este lo dejó de lado?". Y eso que el de Guetaria fue quien "sacó a las naves de la maraña de islas de Filipinas y llegó a Sevilla". La relación entre Pigafetta y Juan Sebastián Elcano (1476-1526) parece inexistente.

Una antipatía relacionada con la desconfianza porque un portugués dirigiese una empresa pagada por Carlos I y comerciantes castellanos, deseosos de hacerse con las especias –azafrán, canela, clavo…–, codiciadas en Europa y que solo se podían adquirir pagando elevadísimos precios a los intermediarios que las traían desde las Molucas. Los capitanes españoles que acompañaban a Magallanes en las cinco naves "le tenían gran odio", apunta Pigafetta.

En los meses que estos modernos argonautas pasaron en la actual Indonesia hay menciones a los conflictos comerciales entre las dos potencias ibéricas y el regreso por la costa de África es un juego del ratón y el gato entre Elcano y los portugueses, que ordenan dar caza a los supervivientes. Unos hechos muy distintos de la historia que algunos quieren transmitir hoy, que el viaje fue fruto de la colaboración hispanoportuguesa. "El mérito de aquella gesta fue de quien lo financió", sentencia De Riquer.

El viaje prosigue entre tempestades, hambre, escorbuto y escaramuzas con los indígenas, hasta llegar a las Molucas y repletar las naves con especias. Sin embargo, hay constantes saltos en el tiempo en el diario, semanas en las que no hay una letra de su puño. "Puede que fueran periodos de calma chicha o durante las averías de los barcos".

Cuando el 8 de septiembre de 1522 echa el ancla en el muelle de Sevilla la Victoria, única nave en pie de las cinco que partieron, con 18 hombres famélicos al mando de Elcano, Pigafetta viaja a Valladolid para ofrecerle al emperador su obra. Parco, el italiano refiere que se fue de allí "lo antes posible"; busca un editor en otras cortes, pero no se interesaron, hasta que en 1530, el maestre de la Orden de Rodas, en Italia, le animó a completar el relato, escrito en italiano. A él se lo dedicó y por eso el libro es de estilo epistolar. Sin embargo, no hay rastro de ese manuscrito autógrafo. Lo primero que se conoció fue una copia del original que no fue hallada hasta finales del XVIII. También se perdió la pista de Pigafetta, el último destino del primer gran cronista de la vuelta al mundo.

Vocabularios indígenas

Como amante de las letras, Antonio Pigafetta dejó testimonio de las palabras con las que los indígenas denominaban desde las partes de su cuerpo a los animales y plantas que tenían a su alrededor, hasta el punto de incluir en su libro pequeños vocabularios, como los de patagones o malayos. “Hizo una labor de lingüista valiosísima, incluyó términos desde lo más sencillo a lo más abstracto”, destaca De Riquer.

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jueves, octubre 29

Otra fantasía: el 'rey de Cataluña'

(Un texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 30 de junio de 2019)

El papa de El Palmar de Troya lleva un título ridículo, pero existente. En cambio, el de rey de Cataluña, sobre ser una designación fantasiosa, no existió nunca ni como pretensión.

No hay que cansarse de denunciar el interesado error. No hubo ‘rey de Cataluña’, como tampoco rey de la Alcarria ni obispo de Pedrola. Catalanes y alcarreños tuvieron reyes, y los pedrolanos, obispo. Solo que se llamaron rey de Aragón, rey de Castilla y arzobispo de Zaragoza. Fácil de entender.

Aragón era un ente político (condado) ya en el siglo IX. En el XII nació la palabra Cataluña y tuvieron reyes los catalanes, que llamaban ‘senyor rei’ al rey de Aragón. Abrió la serie Alfonso II (I en la lista de los condes barceloneses), hijo de la reina aragonesa Petronila y del conde Ramón Berenguer IV de Barcelona.

Aragón era reino desde un siglo atrás. Su antiquísimo título condal, falto de sentido, había desaparecido. En cambio, el rey de Aragón fue conde de Barcelona y solo él podía serlo. Pero Barcelona y Cataluña no eran lo mismo.

El señorío del conde de Barcelona no se extendía a la totalidad de lo que sería Cataluña. Su hegemonía catalana fue un largo proceso, culminado por el rey de Aragón. En efecto, Alfonso II, que había heredado de su madre el reino aragonés, tuvo de su padre ocho condados: Barcelona, Berga, Besalú, Gerona, Manresa, Osona (Vich), Cerdaña y Conflent (Prades), estos dos en actual territorio francés, y las ‘marcas’ o tierras fronterizas ganadas por él al islam de Tortosa y Lérida. El rey Alfonso añadió a todo ello el dominio del Rosellón (hoy francés) y del Bajo Pallars.

Esta docena de territorios «desde Salses -hoy en Francia, cerca de Perpiñán- a Tortosa y Lérida» (‘de Salsis usque Dertusam et Ilerdam’) acabaron siendo conocidos como Cataluña. Como bien dicen los historiadores, incluidos los catalanes (los serios, que los hay muy buenos), a quienes los fanáticos ignoran, tal conjunto, regido por un mismo señor, no recibió nombre que implicase rango o nivel jurídico o político. Cataluña no fue nunca designada por sus señores ni sus instituciones como reino, ducado, condado ni ninguna otra cosa. Ello extrañará solo a quienes juzguen aquel pasado con ignorancia anacrónica, con mentalidad ajena al tiempo en que esas cosas ocurrían.

Aquello era una parte de los dominios del rey de Aragón y conde de Barcelona, títulos ambos inseparables y prestigiosos, que no requerían cambio alguno.

Cómo se hizo Cataluña

La homogeneidad de los dominios que luego fueron Cataluña fue trabándose por etapas que nos son bien conocidas.

Barcelona fue la cabeza y solar del conjunto, el ‘cap i casal’, y le aportó sus prestigiosos fueros (‘Usatges’), convertidos en base legal común. Los compiló el rey Alfonso II en 1173.

Sus soberanías se escribieron en el ‘Libro del dominio del rey’ (repárese: no ‘del conde’), compilación de sus derechos territoriales, encargado por Alfonso a un clérigo jurista.

Y las hazañas del linaje condal se plasmaron en las ‘Gestas de los Condes de Barcelona’ (‘Gesta Comitum Barchinonensium’), cuya primera versión ordenó también el rey Alfonso II.

La unificación de las potestades aragonesa y barcelonesa en una sola mano hizo preciso distinguir entre las dos soberanías de Alfonso y así comenzó la nomenclatura diferenciada: el rey consultaba con sus barones y asesores procedentes de ambas partes en su curia o corte: «...cum consilio et voluntate baronum curie mee, Catalanorum et Aragonensium». Se asienta, de este modo, junta a la muy antigua ‘Aragón’, la palabra ‘Catalonia’.

Este conjunto político acabó recibiendo la calificación de ‘Principado’, que aún se usa en los registros cultos de nuestras lenguas. No en el sentido de que tuviera como soberano a alguien con título de príncipe. Designaba un conjunto político regido por un ‘princeps’, voz latina que, en la Edad Media, designaba a cualquier gobernante soberano en un territorio (de ahí ‘El príncipe’ de Maquiavelo).

Ocasionalmente, algún conde de Barcelona se había titulado ‘princeps’, en este sentido de gobernante máximo o principal. Pero el ‘principatus Catalonie’ es un nombre tardío, del siglo XIV (1350), que resolvió con economía de lenguaje y de concepto el problema de una designación inteligible, precisa (en la medida en que no designa un reino, ducado, marquesado ni condado) y honrosa. Fue idea de Pedro IV, no en vano llamado rey Ceremonioso. En la práctica, abarca todos los territorios representados en las Cortes catalanas y cuyo soberano es el jefe ‘del Casal d’Aragó’. Y no es título de príncipe, sino denominación que en derecho equivale a dominio de soberanía ejercida por un ‘princeps’: el rey de Aragón y conde de Barcelona, calidades unidas e indisolubles.

Hubo conde de Barcelona, rey de Aragón e, incluso, ‘princeps’ de Cataluña y fueron siempre la misma persona. Pero el ‘rey de Cataluña’ es una fantasía infantiloide, aún más falsa que las barras de Wifredo el Velloso.

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