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sábado, diciembre 31

Tradiciones para despedir el año

(Extraído de varias fuentes, incluido “El País” del 1 de enero y del 6 de diciembre de 2019)

[…] No en todos los países del mundo se celebra la Nochevieja el 31 de diciembre, en algunos solo es un día más en sus vidas por su cultura y religión, que los hace regirse por otro calendario. Algunos de ellos son, por ejemplo, India, que tiene más de 30 calendarios diferentes; Irán, donde coincide con el inicio de la primavera en el calendario persa; Arabia Saudí, que prohibió en 2013 celebrar la Nochevieja porque el país se guía por el calendario musulmán y no el gregoriano; Sri Lanka, que lo celebra el 14 de abril con el Aluth Ayurudda; Bali, que celebra el Nyepi, o Festival del Silencio de Año Nuevo el 22 de marzo; Etiopía, que celebra su Enkutatahs o año nuevo el 11 de febrero; o China, entre otros, que empezará su año nuevo el 5 de febrero y será el año del cerdo…

[…] todas las celebraciones de este día se basan en eso: desechar lo malo, recordar lo bueno, mitigar el dolor de los que nos han dejado y, sobre todo, brindar por lo bueno que esté por llegar y desear lo mejor, empezando por la salud, a nuestros seres queridos. Las tradiciones, los ritos, los conjuros, las supersticiones y la magia hacen el resto para que así creamos que ocurrirá…

Entre los que lo celebramos el 1 de enero, hay distintas costumbres:

En España, además de las uvas, hay algunas fiestas distintas; los rituales paganos del solsticio de invierno son el origen de muchas de las fiestas de las últimas semanas del año. En España se reflejan en las mascaradas de invierno, como las que se celebran el 26 de diciembre en varios pueblos de la provincia de Zamora; fiestas como Els Enfarinats de Ibi (Alicante), el 28 de diciembre, inspirada en las saturnales de la antigua Roma, o el Guirria de Beleño, cada 1 de enero en el concejo asturiano de Ponga.

En Francia, durante la Nochevieja, los parisinos se concentran en los Campos Elíseos para despedir el año, llenando la avenida que va desde el Arco de Triunfo a la plaza de la Concordia botella de champán en mano. Para quienes se quedan en casa la tradición manda el conocido como ‘Réveillon de la SaintSylvestre’ en la mesa y también que hay que besarse y abrazarse bajo una rama de muérdago para tener buena suerte en el nuevo año.

En Portugal despiden el año con el pavo como plato estrella de la mesa y con pasas. Los espectáculos pirotécnicos, como en tantos otros países, son los protagonistas de la fiesta, y desde 2006 Madeira está en el ‘Libro Guinness de los Records’ por este motivo.

En Italia no puede faltar en la cena de Nochevieja un buen plato de lentejas como símbolo de riqueza y dinero. La tradición, que data del Imperio Romano, llevó a utilizar estas legumbres como símbolo de las monedas, y así cuantas más lentejas se coman, más riqueza se tendrá. También viene de Italia la simbología de llevar la ropa interior de color rojo en esta noche.

En Reino Unido no podían fallar a su famosa puntualidad británica, así que se preparan la noche de fin de año para una carrera que les otorgará ser el portador de la buena suerte durante el resto del año. Es lo que se conoce como el ‘first footing’, que significa que una vez que dan las doce corren para ser los primeros en visitar a sus familiares o amigos.

En Irlanda ponen en Nochevieja una baya o muérdago debajo de la almohada, especialmente los solteros, buscando buena suerte y, sobre todo, amor.

En Escocia, las familias tratan de asegurarse de que la primera persona que entre en casa después de la medianoche sea un hombre apuesto, alto y de pelo negro, ya que los hombres con estas características son considerados los más que más suerte tienen, así que el primer hombre que entra en la casa determinará la suerte de la familia en el nuevo año, que en cualquier caso estará garantizada si trae de regalo whisky. Además, cuatro días y cuatro frenéticas noches de juerga necesita la capital escocesa para despedir el año. El Hogmanay de Edimburgo comienza el 30 de diciembre con la procesión de las antorchas y el festival del fuego, y se prolonga hasta el 2 de enero con tradiciones peculiares, como la de cantar el poema de Robert Burns Auld Lang Syne (Por los buenos tiempos, en gaélico) o darse un chapuzón matutino y gélido en el río Forth.

En Dinamarca. Al estilo de los griegos en las bodas, los daneses reciben el año rompiendo los platos después de la cena a la puerta de los vecinos. Completan este ritual con la obligatoriedad de subirse a una silla al inicio de las campanadas de medianoche y saltando desde lo alto de ella con la última.

En Chequia, desde hace más de 600 años, los autómatas del reloj astronómico del Ayuntamiento de Praga señalan el cambio de año en la plaza de la Ciudad Vieja (Staromestské Námesti), escenario junto a la de Wenceslao de las celebraciones de Nochevieja en la capital checa.

En Alemania y Austria existe la costumbre de fundir un trocito de plomo en la medianoche del día 31 y derramarlo en un recipiente con agua fría para augurar, según la forma que adopte, cómo irá el nuevo año, un ritual conocido como Bleigiessen.

Para los niños rusos, el Año Nuevo es como la Navidad para la mayoría de los niños europeos. Y es que ese día pasa por sus casas el Abuelo del Hielo (Ded Moroz), un personaje de luengas barbas que viaja en trineo y recorre el país repartiendo dulces, juguetes y las típicas muñecas matriuskas asistido por la bella y fría Snegúrochka, la Doncella de las Nieves. Los adultos, por su parte, escriben un deseo en un papel que tienen que quemar y arrojar a la copa de la bebida con la que se brinda antes del primer minuto del nuevo año para que se cumpla.

En Israel y otros lugares, la fiesta judía de la Janucá comienza al anochecer del 22 de diciembre y se extiende a lo largo de ocho días, hasta la noche del 30 de diciembre. En las casas, cada día se enciende una vela de la menorá, el candelabro judío de ocho brazos, y también se suele jugar al dreidel, una especie de pirindola que se hace girar sobre su eje.

En Asia y América las tradiciones para este día son de lo más variadas debido a la influencia de innumerables culturas:

En Filipinas, por ejemplo, la tradición de este día tiene mucho que ver la ropa y así, los filipinos lucen prendas con lunares durante todo el último día del año. Esta prenda debe tener al menos un bolsillo para guardar algunas monedas que se harán sonar a medianoche.

En Turquía el nuevo año es sinónimo de arrojar por las ventanas y balcones frutas como la granada. Cuanto más se abra la fruta el año será más positivo.

Otro país curioso en su fin de año es Japón, donde no hay 12 campanadas, sino que hasta en 108 ocasiones tañen las campanas de los templos japoneses para conmemorar la llegada del nuevo año. La tradición se llama ‘joya no kane’ y simboliza que con cada tañido desaparece uno de los pecados innatos del ser humano. Además, antes de entrar en el nuevo año también se realiza una limpieza de la casa a fondo, denominada ‘osoji’, para echar fuera la mala suerte, y es una tradición que se también se traslada a las oficinas e incluso a la universidad para deshacerse de lo que no sirve y recibir el año nuevo limpio y renovado por dentro y por fuera. La sopa de fideos (soba) como cena complementan este día para significar una larga vida, y empezar el año riendo también es fundamental para atraer la buena suerte.

En Estados Unidos, la Nochevieja típicamente norteamericana, y la más popular, es la que se celebra en Times Square, en Nueva York. Los neoyorquinos se concentran en esa céntrica plaza varias horas antes de la medianoche. La bajada de la famosa bola de cristal desde lo alto de uno de los emblemáticos edificios marca el comienzo de los fuegos artificiales, los juegos de luces y los gritos de alegría. Los conciertos de celebridades también son una nota característica de este día junto a los besos como garantía de amor para el nuevo año.

Pero la tradición española de las 12 uvas está muy extendida entre la comunidad hispanohablante. Los mexicanos la siguen al son de las campanadas de la Catedral Metropolitana de Ciudad de México, pero la complementan, antes o después, barriendo la casa desde dentro hacia fuera para limpiarla de impurezas. En Perú, Honduras y Ecuador son más radicales con la purificación. En esos países se escribe en papelitos lo indeseable y se introduce en un muñeco al que se prende fuego, como también hacen los campesinos de Colombia, si bien en otros lugares también se queman muebles viejos.

En Cuba esta fiesta se celebra ante un menú criollo, y al coincidir el Año Nuevo con el aniversario del triunfo de la Revolución, hay fiestas populares en todo el país organizadas por el Gobierno.

En Chile es una tradición comer una cucharada de lentejas, y también está muy extendido el uso de ropa interior de color amarillo para atraer el amor.

En El Salvador hay una práctica adivinatoria del año nuevo que consiste en cascar un huevo en un vaso de agua la medianoche de hoy e interpretar su forma el primer día del año. Si se parece a una iglesia es que habrá boda y si hay círculos, dinero o cambios en lo personal.

En Brasil se toman uvas la noche del ‘Reveillón’, pero la cantidad corresponde al número de la suerte de cada cual. Tras el carnaval, el Reveillon o fiesta de Nochevieja en la playa de Copacabana es la celebración más importante de Río de Janeiro. Fuegos artificiales, música y sensualidad en una noche que tiene como protagonista a Yemayá, la diosa marina de los orixás. Los brasileños de la costa se visten de blanco y se van a la playa. Allí se salta sobre siete olas y se dejan pequeños barcos con velas y flores en el mar con la intención de que éste se lo lleve como señal de buena suerte para el año recién estrenado.

En el último día del año los uruguayos tiran por la ventana los calendarios del año viejo. También arrojan agua a la calle para así arrastrar todo lo malo, como la envidia. Para librarse de ese pecado capital, las mujeres uruguayas visten este día alguna prenda roja. Otra tradición curiosa se produce en Ecuador, donde hombres y mujeres piden fortuna y les llueven literalmente las monedas que lanzan al aire a medianoche para que sea así durante todo el año, y por si esto no fuera suficiente, también guardan billetes en sus zapatos.

Quien encuentra en esos días en Costa Rica una pequeña flor silvestre de color morado llamada Santa Lucía está de suerte. Si se mete en el monedero la tradición dice que no faltará dinero en todo el año.

En Puerto Rico, por su parte, toman las 12 uvas y también arrojan agua a la puerta de las casas. Y todavía hay quien dispara al aire al son de las campanadas, una costumbre por fortuna en extinción, pero muy generalizada hasta hace unos años, y que se saldaba con numerosos muertos por las balas perdidas.

En otros países de Sudamérica, como Colombia, Panamá, Paraguay y Perú, entre otros, pasear o correr con maletas en Nochevieja es un ritual para que el año nuevo traiga muchos viajes, pero con la condición de dar un portazo al salir de casa porque significará que también se alejarán los malos espíritus.

En Argentina también todos corren, pero a abrir sus regalos después del brindis con champán o sidra en la medianoche del 31 de diciembre, y en este país la ropa interior rosa es la que significa prosperidad en el nuevo año.

En África el colorido de las vestimentas y, sobre todo, los cantos y los bailes a ritmo de tambores están muy presentes en el cambio de año. Los sudafricanos, por ejemplo, reciben el nuevo año junto al carnaval el 2 de enero con grupos de danza y coros que recorren las calles de Ciudad del Cabo con disfraces multicolores. El desfile recuerda el Día de la Emancipación y congrega a más de 100.000 personas. En muchos países de África subsahariana es una tradición comer pollo en la noche de fin de año, muy valorado y un lujo para muchos, más acostumbrados al cerdo o al cordero el resto del año.

En las Antípodas, Australia es el país en el que el ruido se convierte en el elemento clave y diferenciador para recibir el año. Cuando el reloj marca la medianoche, los silbidos, el claxon de los coches, los gritos… y, por supuesto, los fuegos artificiales marcan el momento. Todas las miradas apuntan por la noche a Sidney, donde tiene lugar un espectáculo pirotécnico en un escenario de lujo, envolviendo la famosa ópera y el Puente de la Bahía de la metrópolis australiana.

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viernes, diciembre 30

Exploradoras: Amelia Earhart

(Un texto de Antonio Lucas en El Mundo del 11 de agosto de 2015)

Se hizo sitio entre los aviadores de los años 30 marcando records y desafíos. Fue la primera mujer que cruzó dos veces el Atlántico, y en 1937 asumió el mayor de los retos: dar la vuelta al mundo siguiendo la línea del ecuador. No regresó de aquella hazaña, generando un gran misterio a su alrededor.

Algunas mujeres acumulan una leyenda inagotable porque su biografía no remata en un punto final. Son aquellas a las que el azar empujó hasta el centro de la extravagancia o contra la fuerza perturbadora de una aventura insólita. Amelia Earhart forma parte de esa raza melancólica que se dejó la existencia sin ultimar, pero su historia es la de alguien capaz de enclavijarse en la Historia con honores sin llegar a cerrar el círculo de su aventura.

Cayó de pie en este mundo el 24 de julio de 1897. En Archinson, Kansas. Su infancia tuvo el guión de un manual de buenas prácticas, a la sombra de un abuelo juez que decidió hacerse cargo de la educación de la nieta por desconfianza del progenitor, que era el más balarrasa de los yernos. Con aquel hombre severo en el puente de mando de su vida, Amelia ensayó sus primeras pingaletas. El mundo aún era una bola de nata. Aprendió a trepar árboles, a dar la mano a las visitas con la presión exacta. A disparar apoyando el rifle en el estribo del hombro como quien se ajusta un violín. Vivía deslumbrada por un perpetuo sol de domingo. Era una damita del medio oeste libre todavía de destrozos.

Desplazaba por igual la curiosidad hacia la naturaleza y hacia la mecánica. Le fascinaban cosas improbables para una párvula de lazo, camisita y canesú. Un día imprevisto, el padre encontró un trabajo potable de ejecutivo en Iowa. Recuperó la confianza del suegro y la custodia de Amelia. Las líneas principales de su existencia no cambiaron, pero en su nuevo destino ella vio por vez primera un avión. Aquel hallazgo fortuito no cambió demasiado los ritmos de su hipotálamo, pero sedimentó el ánimo para lo que más tarde iba a suceder.

Lo que empezó como una oportunidad para el padre pintamonas se jodió bien pronto. La realidad familiar de Amelia se iba por el sumidero a la misma velocidad que ella tanteaba nubes con la imaginación. El progenitor se echó a los bares como un animal cálido que viviese por condena en perpetuas semanas de frío. Cambiaron otra vez de destino para asentarse ahora en Minnesota y después en Springfield. Siempre confiando en un giro de la fortuna. Pero nunca sucedía. Amelia era ya una adolescente dotada de potencia celular y de tristezas. Con la casa torcida, la madre y las dos hijas huyeron del padre mientras dormía la mona en una tumbona del porche y pusieron rumbo a Chicago. Ahí empieza la aventura, con la I Guerra Mundial a punto de nieve y Amelia en sus 20 años.

Guapa, rubia, de ojos claros, delgada, impulsiva y exactamente segura de sí misma, se alista como voluntaria de enfermería en el Ejército y le asestan destino en Toronto (Canadá). Allí, en una base aérea, comienza (ahora sí) la vida de Amelia Earhart. Los aviones le hacen piruetas ya en la sangre. Quiere ser piloto. La voluntad de volar es más fuerte que las zancadillas del mundo macho de los aviadores. Y lo consigue. Jamás se desfonda. Mantiene algo de aquella niña excitada en la casa grande de Kansas, pero ahora tiene aristas de aventurera que maneja cacharros con agilidad inédita. El abrigo de cuero. El casco. Las gafas de pilotar. Las botas de caña alta. El coraje. Y en 1928, en un mundo donde las mujeres eran aún concebidas como islas para el reposo del guerrero, recibe la llamada del capitán H.H. Railey. "Serás la primera mujer en cruzar el Océano Atlántico en un avión".

El nombre de Amelia para esta aventura lo propuso un publicista de Nueva York, contratado por la familia Guest (mecenas de la expedición) para encontrar a la chica idónea. Acompañaría al piloto Wilmer Stultz y al mecánico Louis Gordon. El avión despegó del Nueva York el 3 de junio de 1928. El primer destino era Halifax. Y el 18 de junio salieron hacia Europa. La idea original era aterrizar en Irlanda unas 20 horas después, pero la cosa acabó en tierras de Escocia.

Amelia Earhart se convirtió en un mito de huesos finos. Comenzó a batir récords de velocidad. Se casó en 1931 con aquel publicista que le dio la primera oportunidad. Fundó el Club de las Noventa y Nueve (todas mujeres, todas locas por volar) y en 1932 decidió que sí. Que ya. Que establecería una nueva marca: ser la primera que cruzase sola el Atlántico.

Una vida de récords

Unos meses después, saludó al respetable mientras calentaba motores el 20 de mayo de 1932, justo cinco años después de la primera travesía sobre el Atlántico, la de Charles Lindbergh. Amelia sólo tenía por delante tiempo, nubes, viento y el zumbido del motor. A bordo de un Lockheed Vega modificado de color rojo, con unas latas de sopa de tomate y oliendo una cajita de sales para esquivar el sueño, puso el morro del bicho en lo alto y apretó la mandíbula hasta que aterrizó casi un día después cerca de Derry (Irlanda). Por entre los parietales le pasaron imágenes de la infancia. Por el pecho, frío. Por las piernas, calambres. Por los ojos, toda la noche de los solitarios. En esa travesía dejó claro que era la mejor y estableció nuevas marcas: primera mujer en hacer un vuelo en el Atlántico, primera persona en hacerlo dos veces, primera en cubrir la distancia más larga realizada por una mujer sin parar y récord por cruzar el océano en el menor tiempo. Estaba en lo alto de la gloria. La muchachita frágil que espigó a la sombra de un abuelo recio reinaba absolutamente en la historia de la aviación también cuando se bajaba del aparato y lucía cintura Coco Chanel y zapatos de hebilla. De su imagen costaba evadirse por mucho tiempo.

Fue mujer del año en EEUU. Le dieron las llaves de varias ciudades. Paseó en descapotable por Nueva York en plan triunfal, bajo un alud de papelitos y jaleada por una multitud con la boca llena de vítores que agitaba banderines. El presidente Hoover le impuso en la solapa la medalla de oro de la National Geographic Society y con todo el viento a favor se le ocurrió otra peripecia: dar un garbeo por el Pacífico, de Hawai a Oakland (California), por la misma ruta que se había zampado a 10 pilotos en el intento. Era 1935. Y ella, claro, lo logró. El vitalismo de esta mujer sólo encontraba alivio en el vértigo de traspasar los techos de todas las marcas.

Faltaba el gran desafío. La expedición que incrustaría su nombre en los libros. La vuelta al mundo por la línea del ecuador. Escogió una máquina presuntamente perfecta, el Lockheed Electra 10E. De compadre de vuelo llevó a un piloto de su cuerda, Fred Noonan. Y el 1 de junio de 1937 se instalaron en el cielo de Miami con el morro mirando a Puerto Rico. Fue el último viaje. El 2 de julio, con 35.405 kilómetros recorridos y 11.000 más por delante, el Electra perdió comunicación. Andaba por el perímetro de las islas Nukumanu camino de la isla Howland. Nunca más se supo. Antes de partir su rostro expresaba en las fotos una voluntad de hierro. Franklin D. Roosevelt autorizó una operación de rescate con nueve barcos y 66 aviones. Ni ella, ni Fred, ni el fuselaje aparecieron. La desaparición dio paso a mil paranoias y otros tantos kilos de conspiraciones. Pero la única verdad de este naufragio que es Amelia Earhart nunca regresó. En el boleto de aquella aventura ponía en letra invisible: válido para un sólo viaje.

La más poderosa de las aviadoras del siglo XX perdió altura definitivamente unos días antes de cumplir 40 años. En el rompiente de su vida certificó que el aire es navegable. Y que no existe una soledad más honda que la altura. Ni más récord por batir que el de volver intacta a casa. Ni nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.

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miércoles, diciembre 28

Exploradoras: Ida Pfeiffer

(Un texto de Antonio Lucas en El mundo del 15 de agosto de 2015)

Fue la primera mujer en convivir con la tribu de los batak, caníbales de la isla de Sumatra. Dio dos vueltas al mundo y sus libros le dieron fama y gloria. A los 45 años, emprendió el primero de sus dos viajes alrededor del mundo sin compañía. Fue su venganza contra la formalidad de la primera parte de su vida.

Ida Pfeiffer nació en Viena en 1797 y comenzó a vivir como si fuese un niño. Era la menor en medio de un tifón de seis hermanos varones de los que aprendió a trepar por los árboles, subir breñas, tirar piedras que rebotasen en la cabeza de las liebres y llevar los pantalones altos dejando ver las heridas que delatan algunas peleas con pandillas enemigas. En casa estaban prohibidos los gestos de cariño. Los abrazos. Los besos. El entusiasmo. Así fue hasta los 10 años, cuando el padre (comerciante rico) cayó fulminado y mamá tomó el timón de la casa, con el propósito urgente de rehabilitar en la única hija su condición de damita vienesa.

Este fue el primer conflicto en una vida de exploradora que tendría después sucesivas encrucijadas. Primero le pusieron unas faldas largas untadas en almidón. Después le buscaron un profesor de piano del que se enamoró, más tarde le enseñaron a hacer punto bobo y por último le endosaron a un novio distinguido que no se correspondía con el chico que ella buscaba. Un desastre ingobernable para quien estaba viviendo una expansión psíquica y muscular incompatible con ser una mocita manipulada. La docilidad no encajaba con el carácter de Ida, que algunos años después tiró por tierra el absurdo negocio de ser una mujer de su casa.

Para escapar algún día con toda la fuerza por delante, aceptó casarse con Mark Anton Pfeiffer (de ahí su apellido), un abogado con poderes en el gobierno de Austria. Un hombre viudo y 24 años mayor que ya arrastraba un hijo adulto. Era 1820. Ida tenía 20 años y un futuro diseñado a plazo fijo. Pero aquel hombre noble bajó siete peldaños en la escala social al denunciar la corrupción que alentaban algunos funcionarios en Viena. Ese pecado le llevó casi a la ruina. Ida, por su cuenta, asumió trabajos de profesora de música y de dibujo para salir de la asfixia. Crió a los dos hijos. Participó activamente en la reconversión industrial de la familia (de ricos a pobres) y en 1835 se divorció como quien se alivia de luto. Ya está sola. Y escribe: "¡Dios sabe lo que sufrí durante los 18 años de matrimonio. No por los malos tratos de mi marido, sino por las dificultades de una situación catastrófica, por la necesidad y la vergüenza!... Tenía que ocuparme de todo en la casa. Tenía hambre y frío. Trabajaba en secreto para ganarme un salario. Había días que no tenía más que pan seco para ofrecer a mis pobres niños".

Un nuevo comienzo

Esperó a que los chicos fuesen mayores y, cuando se independizaron, comenzó a diseñar la hoja de ruta de su estampida. En 1842, con 45 años y la salud quebrada, los mandó a todos a pastar al limbo y marchó a Tierra Santa descendiendo por el Danubio. Sin compañía. Con el dinero justo. Era el primer destino de una aventura que se prolongó durante 16 años. Estaba convencida de que había que desatar las maromas que la degradaron durante demasiado tiempo y deshacer a dentelladas su condición de animalito amaestrado. Así que hizo testamento y se echó al mundo.

La expedición continúa durante nueve meses más por Turquía, Grecia y Egipto. Escribe. Anota. Sortea peligros. Acumula experiencias y va por la tierra sin equipaje, con una bolsa de piel para el agua y alimentándose de arroz y pan, con un puñadito de sal. Regresa triunfal a Viena. Publica su primer libro y resulta que tiene un best seller entre manos. Ya traza planes para otro viaje y diseña una nueva expedición sola por Islandia, Noruega y Suecia. Vuelve para cuatro meses a Viena, escribe otro libro sobre el viaje y, ahora sí, está segura de empezar la gran aventura: una vuelta al mundo.

A Ida Pfeiffer le sucede que ya no sabe detenerse. La familia quedó atrás. Ella no tiene el centro de gravedad en el pasado, ni en la nostalgia, ni en nada que le hiciera recordar que también fue huésped de una vida normal. Está transformando en triunfo su huida, su sed de cosas nuevas, su desalojo de la normalidad.

En 1846 embarca hacia Río de Janeiro y allí comienza la gran aventura. Viaja por América del Sur. Se adentra en el Amazonas conviviendo con los indígenas que le dan cuartelillo. Camina descalza y sortea nubes de mosquitos que le dejan el cuerpo grabado a fuego y con la sangre justa para seguir avanzando. Está fabricada de una determinación que le impide derrumbarse por muchos golpes que le asestes. Es como si tuviese un cerebro y un cuerpo con más proteínas que el resto. Escribe sin tregua sobre cada uno de los paisajes, de los indígenas, de los animales, de las penurias, de los espantos. Así va dando cuerpo a su vuelta al mundo, para que no se le olvide.

Sobrevivir a todo

Pasa por Tahití. Se detiene en China, de donde sale al galope. Le fascina la India y decide instalarse nueve meses. No tiene demasiada prisa. Camina, busca coches de caballos, se aloja en lugares infames. Da lo mismo. Nada puede doblegar su ánimo, ni siquiera ese grado de suciedad apasionada de algunos rincones dispuestos para el viajero auténtico. Cruza el desierto por Bagdad en una caravana de camellos y sube, después de más caravanas, hasta Rusia, donde pisa calabozo confundida con una espía. En 1848 está de nuevo en Viena. Publica Viaje de una mujer alrededor del mundo, recauda y prepara la siguiente aventura.

Embarca en Londres con destino a Ciudad del Cabo, continúa por Singapur y, a la contra de todos los exploradores del mundo, se adentra en la selva de Borneo. Muy pocos salen vivos de aquellas entrañas. Pero Ida Pfeiffer, como si estuviese reclinada en una escalinata en vez de atrapada en un laberinto de flúor, complica más su supervivencia mezclándose con la tribu de los dayakos, cuyo pasatiempo era rebanar cabezas de extranjeros y clavarlas en picas dispuestas a modo de parterre. "Me estremeció, pero no pude dejar de preguntarme si, después de todo, nosotros, los europeos, no somos realmente igual de malos o peores que estos salvajes despreciados. ¿No está cada página de nuestra historia llena de horribles actos de traición y asesinato?", escribió.

Pero aún necesitaba más estímulos y de Borneo pasó a Sumatra a presentarse ante la tribu de los batak, delicados gourmets de carne humana de los que apenas se sabía que nunca habían aceptado a un europeo entre sus filas. Menos a Ida Pfeiffer. Tanta fue la confianza alcanzada que sus nuevos compadres intentaron trincharle un muslo por probar cómo era la antropofagia cuando se mezclaba con la amistad. Al final salió de allí viva y con las dos patas.

Satisfecha de su inmersión tribal, apuntó ahora hacia San Francisco (EEUU) y los Andes para regresar a Viena en 1948. Sólo le quedaba una parada más, la de Madagascar. Publicó Mi segundo viaje alrededor del mundo, otro pelotazo por el que no dejó de hacer vida normal. Pero de aquellas expediciones se trajo un veneno dentro del cuerpo. Nadie supo qué enfermedad tropical. Qué virus. Qué cuchillo líquido le corría por dentro de las venas. Qué más da. Ya lo había logrado todo. Principalmente, transformarse en una entidad en sí misma. Después de lo visto y padecido, no alardeó jamás. Ni en los libros. Era demasiado honrada para entretenerse haciendo de sus viajes un macramé pasional. Consumida por la enfermedad, murió en Viena en 1858. A los 61 años. Nunca viajó por vanidad.

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