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martes, diciembre 31

Raymond Radiguet, ni una noche de paz

(Un texto de Antonio Lucas en El Mundo del 2 de noviembre de 2014. En la serie Promesas quebradas.)


Raymond Radiguet deslumbró al París de los años 20 con un talento insólito para la literatura. Fue el jovencísimo amante de Jean Cocteau, que encontró en su talento una cantera inagotable de novedad. Murió de tifus a los 20 años.

Todo en este hombre fue juventud porque no dio tiempo a más. Reinaba en él una furia inusual que no se andaba con florituras. Raymond Radiguet había aterrizado en el mundo un 18 de junio de 1903 en el extrarradio sudeste de París, y esa oportunidad no la podía dejar pasar. Tenía las horas contadas y no estaba dispuesto a gastar en alegres perrerías de niñez el poco gas con el que fue confeccionado. Así que se hizo mayor de golpe y todo le sucedió deprisa. En la vida tuvo velocidad de bala, levantó pasiones y se convirtió en motivo de devoción para el artisteo francés de los años 20 del pasado siglo. Él solo. Un muchachito con el talento ocupadísimo en hacerse notar y en lanzarse en plancha a las barras de los bares.

Radiguet abandonó el liceo Carlomagno de París a los 15 años, cuando ya había descubierto por su cuenta a los moralistas franceses, a los principales autores del XVII y XVIII, a Stendhal, a Rimbaud, a Proust... Era un lector compulsivo con modales de primera regional y tentaciones de poeta. Con esa alforja puso en marcha su amasijo de cartílagos en dirección al centro mismo de las vanguardias. Allí se ocupó de dejar en cada uno de los garitos de Montmartre una tarjeta de visita en forma de borrachera descomunal, para llamar la atención de los feligreses hasta convertir su panfleto de excesos en motivo de interés general. Un muchachito tan pasado de vueltas siempre daba un aire espectacular a las noches ya vencidas.

Radiguet escribía y bebía. Gastaba trazas de galán subversivo, con rasgos equilibrados como de muñeco de cera. A su edad no era un chaval de chubasquero, sino un alevín de redacción que buscaba en el periodismo el salvoconducto para acceder a quienes partían la pana en el París inflamable del chupinazo del arte.

Así conoció a los poetas André Salmon, Max Jacob, Apollinaire y Pierre Reverdy... De este modo compartió tertulia y absentas con Juan Gris, Picasso y Modigliani, que le hizo un extraordinario retrato de modales sintéticos con su febril primitivismo de isla cíclada. El chaval ya estaba posicionado para prender la mecha de su mascletá. Y el fuego se lo prestó Jean Cocteau, que pronto asumió el compromiso de alentar el talento casi adolescente de Radiguet y de darle calor de cuerpo por las noches.

El muchachito escribía poemas y se calzaba unas borracheras de muchas leguas, pero ya estaba despuntando en crónicas, cuentos y artículos que sorprendían al personal de los tugurios, que era el panal de la gente que importa. Cocteau asume a Radiguet como sobrino y como discípulo, aupados ambos en una libertad satinada de protección y entusiasmo. Le anima a escribir, le da pistas, lo sitúa en el camino. El muchachito empieza a trazar unos poemas de orden dadaísta en revistas como 'Sic' y 'Littérature'. Ambos hombres son inseparables. Las borracheras y excesos del joven Radiguet adquieren volumen de gran acontecimiento. Podía pasar varias noches sin dormir, saltando de una insomne habitación de hotel a otra, de un tabernón catastrófico a un salón de alta sociedad sin descompresión previa. Aquel espectáculo descompensado saciaba el apetito de Radiguet a la vez que le proporcionaba mayor necesidad de vértigos. El mozo era de naturaleza viciosa y sólo se detenía para el acto solemne de escribir.

Fundó junto a Cocteau la revista vanguardista 'Le Coq'. Era mayo de 1920. A Radiguet le quedaban algo más de dos años de vida. Y algo debió de intuir porque el cataclismo en el que embarcaba sus días empezó a bajar la potencia de los motores. En aquel París loquísimo, pero con el trauma de la carnicería que fue la Primera Guerra Mundial, Radiguet había logrado establecerse como una respetada atracción. La literatura y el talento de su conversación dotaban a aquel hombrecito aún tierno de un aura de precocidad genial, quitándole el peso de ser apreciado como un polluelo tomatero. Como si de una redención se tratase, en lo más alto de su fama de café, Raymond Radiguet, con el finísimo Cocteau de brújula, comenzó a replegar sus impulsos de madrugada en una ciudad que cada noche ardía y reventaba todas las costuras.

Radiguet empieza a despedirse de las cosas en 1921. Va quedando atrás aquel desorden donde desovaba cada noche una bronca, un entusiasmo o una genialidad. El escritor y periodista Joseph Kessel lo explica bien: "Nada menos ordenado que su vida exterior, pero nada más armonioso, más equilibrado, mejor construido y mejor protegido que su vida interior. Podía ir de bar en bar, no dormir durante noches, errar de habitación en habitación, pero su espíritu trabajaba con una lucidez constante, una maravillosa lógica". Como dice él mismo en uno de sus poemas de 'Les Joues en feu': "Las letras de mi nombre habitual se echan/ a volar".

En ese principio de retiro, este pájaro sin domicilio comienza a escribir una novela: 'El diablo en el cuerpo', donde da sentido a una experiencia que él vivió a los 15 años. En 1918, al final de la Primera Guerra Mundial y aún en la dolescencia, Radiguet tiene una relación amorosa con una muchacha, Emma, dos años mayor que él y prometida de un militar. La historia desarrolla las claves de ese romance trágico que se convierte en un alegato en favor de la guerra porque había permitido mantener un amor furtivo, porque había hecho posible la felicidad de los dos amantes. La publicación de la novela, pocos meses antes de la muerte del autor, en 1923, acarreó un gran escándalo. Pese a ello, Radiguet recibió muy buenas críticas por parte de escritores como Max Jacob, René Benjamin, Henri Massis y Paul Valéry.

Una vez que había consenso sobre el prodigioso talento de Radiguet, el joven comenzó a retomar brevemente sus pasadas rasantes por las barras de los tugurios de Montmartre. Allí recuperó el ritmo con que solía hacer sus pinitos de ilegalidad, concedió unas cuantas entrevistas y en una de ellas preguntó al periodista "a qué edad se tiene derecho a decir que uno ha vivido". Confesada esta duda, deja la ciudad para instalarse una temporada en Piquey, donde vuelve a establecer un cerco de pureza alrededor de su vida. Comienza a escribir su segunda novela, 'El baile del conde de Orgel', donde da cuenta de la alta sociedad de París que descubrió del brazo de Jean Cocteau, pero el final de su vida es inminente.

Regresa a París, entrega al editor la nueva novela y, mientras corrige pruebas, contrae el tifus. En una batida de bares con amigos, una crisis lo deja casi clavado en el sitio, ya casi en desahucio. El 9 de diciembre escribe: "Dentro de tres días seré fusilado por los soldados de Dios". Y como si de un conjuro se tratara, Raymond Radiguet echó el último estertor el 12 de diciembre de 1923. Conoció el amor. Reconocieron su talento. No se dejó ni una alcoba sin habitar, ni una frase sin decir, ni una boca sin palpar. Hizo de su vida un fabuloso festival que no tenía forma ni en la forma cabe. El muchacho Radiguet, seguro de sí mismo como sólo lo están los que no tienen miedo a su propio fin, fue, más que una promesa quebrada, una certeza vencida. Tenía 20 años y había ocupado el mundo sin reglamentos.

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lunes, diciembre 30

Juan Crisóstomo de Arriaga, la muerte tiene cara de niño

(Un texto de Antonio Lucas en El Mundo del 16 de noviembre de 2014. En la serie Promesas quebradas.)


Fue uno de los músicos más prometedores del primer cuarto del siglo XIX. Nació en Bilbao y a los 13 años compuso su primera ópera. Murió en París a los 19 años por una tuberculosis. Dejó 23 composiciones y le dieron sepultura en una fosa común a las afueras de la ciudad.

A Juan Crisóstomo de Arriaga no le dio tiempo a cumplir con el penúltimo estirón de la edad: murió a los 19 años de tuberculosis. Era el 17 de enero de 1826. Martes y en París. El hijo del organista de la iglesia de Berriatúa compuso su primera ópera a los 13, como Mozart. Nació en Bilbao el mismo día que Mozart, 50 años después. Y comenzó a tocar el violín a los 3 años, a lo Mozart. Todo lo predisponía para ser un dios con ráfagas de acné capaz de armar una bulla incalculable en el scalextric del pentagrama. Pero las coincidencias menguan muchísimo cuando no se dan más que en la estadística y no alcanzan plenamente la mucosa de la genialidad.

El muchachito de Bilbao gastaba unas cualidades extraordinarias. Un talento más selvático que académico. Un delicadísimo sentido del sonido para entusiasmo de la hidalguía fina. En aquella España zarrapastrosa, la soldadesca de Napoleón iba dando tumbos y en 1810 se independizaban Argentina, Venezuela, Colombia y Paraguay. Asuntos ajenos a la maraña cerebral de un niñito que iba con el violín en llamas por la vida, distante a esos asuntos. Por fuera del cuerpecito zangolotino de Juan Crisóstomo de Arriaga se convocaban las Cortes Generales y Extraordinarias en San Fernando (Cádiz). Por dentro, sus glóbulos rojos soñaban con composiciones inesperadas. Aquel mocoso dejaba turulato al público de las sociedades musicales del arranque del siglo XIX. El mozo se presentaba con una casaca de sastre y las manos limpias, levantando una estela de misterio como si aquella música suya emplazase mortalmente a quien la creara, porque no se podía llegar tan lejos.

Entre su padre y el maestro Faustino Sanz peinaron el arrebato tierno de Juan Crisóstomo, cuya expedición estaba desprovista de toda épica. Lo diseñaron para que fuese un hombre de repente, de los que piensan que lo mejor de la juventud es que ya pasó. El nene parecía un profeta evangélico al que las composiciones se le acumulaban en el córtex y en este ambiente compuso a los 11 años su primera obra seria. El octeto 'Nada y mucho', para trompa, cuerda, guitarra y piano. Era 1817 y su prestigio empezaba a emparejarse con su fama.

Las infancias sobresalientes tienen la capacidad de activar la nostalgia ajena por lo que uno también pudo ser y no fue. Hay algo de circo en la niñez brillante, como si lo normal fuese mirarla desde el ángulo muerto de la madurez, que simplifica el pasado y lo engrandece con una punta de fe y otra de estremecimiento. La infancia está sobrevalorada.

Juan Crisóstomo Arriaga era algo así como la revancha de su padre contra la vida. Fue el último de ocho hermanos, de los que tres murieron antes de que él naciera. A los 13 años la ambición le llevó a complicarse la existencia y dio a la imprenta su primera ópera en dos actos, Los esclavos felices, la única que actualmente se conserva y de estilo italiano. La creatividad del mozo estaba en plena combustión y parecía que Mozart iba a saltar de su estatua para abrazarlo.

España empezaba a resultar un establo agotado para un talento agudo como el del joven músico bilbaíno. El padre, consciente de la necesidad de ensanchar el caudal, envió a Juan Crisóstomo a estudiar a París. Era 1819. El Romanticismo estaba abriendo vértigos nuevos y tenía en 'La balsa de la Medusa', de Géricault, el icono del nuevo movimiento en el que Arriaga empezaba a clavar la suela de los escarpines rematados con lazo de cinta color sobrasada.

El viaje fue la primera comunión musical de un creador que aspiraba a instalar su nombre en los mejores salones de la ciudad. En el conservatorio tiene por jefes de expedición a François-Joseph Fétis para estudiar contrapunto y fuga; y a Charles-Auguste de Bériot para perfeccionar el violín. París promulgaba un viento erótico que se expandía secretamente por la jurisdicción de la primera burguesía, que encontraba en los conciertos privados y en los pediluvios de rapé la más alta expresión del hedonismo. Un festival de gestos, posturas y códigos secretos entre escudos de mazapán.

Nuestro Mozart de Bilbao alzó el vuelo en aquella sociedad encampanada que se movía por la ciudad como una logia de cuernos y conspiraciones, y con el dedo meñique muy tieso sujetando las copitas de crème de cassis. Su primera composición importante de entonces fue una fuga a ocho voces, 'Et vitam venturi', pieza que fue premiada y quedó en paradero desconocido tras la prematura muerte del autor. Poco después despachó tres cuartetos muy alabados por Fétis, que era una de las megafonías más acreditadas para asestar gloria en aquel París sin asfaltar: "Es imposible imaginar nada más original, más elegante, ni escrito con mayor pureza que estos cuartetos...".

Pero Juan Crisóstomo de Arriaga, que tenía 16 años y la gloria de un maestro maduro, estaba enfilado ya por la muerte. Le quedaban dos años de vida.Dos años que colisionaban como una fiebre de espumas contra la urgencia incombustible de su talento. París lo excitó, lo inspiró, le sacó toda la creación hasta dejarlo exhausto y destruido por dentro.

Con la tuberculosis ensayando maniobras de aproximación, compone una obertura pastoral para su ópera 'Los esclavos felices', una Sinfonía orquestal en cuatro tiempos, una Misa en cuatro voces, un 'Salve Regina' y un 'Stabat mater' para coro y orquesta. Y junto a esto: cantatas, dúos, quintetos, arias... Obra religiosa, sinfónica y dramática. La pasión le llenaba la vida. Aquel cuerpecito dotado para la sensibilidad de la melodía tenía en la música un lugar de consolación y de encuentro con el mundo. No le dio tiempo a la grandeza, pero sí a la extensión.

Era el audaz emisario de un romanticismo que tintineaba con tenedores de plata. Un movimiento en el que convivían Jean Louis David y Chateaubriand, Madame de Stäel y los ecos de Rousseau. Es la vindicación de lo individual frente a lo colectivo. Los sentimientos contra la razón. Y un joven español, de la calle Somera de Bilbao (aunque criado en la calle Ronda, en el mismo edificio donde más tarde nació Miguel de Unamuno) empezaba a cincelar su condición de mito con sólo 23 obras rematadas, donde estaban los vapores de Haydn, Mozart,Schubert y hasta el mismísimo Cherubini.

Aquel 'pollopera' de conservatorio comenzó a sentir frío en la Navidad de 1825. En sus pulmones se estaba librando una mascarada que le iba retirando el suministro de aire. La tuberculosis le hizo nido a la altura del pecho con el alboroto de la enfermedad cuando acecha un cuerpo nuevo.

No duró mucho más. En la segunda semana de 1826 apareció muerto en su casa del 314 de la rue Saint Honoré. De su muerte dio noticia el músico Pedro Albéniz. Había rematado sus dos últimas piezas: 'Herminie' y 'Agar en el desierto'. En la iglesia de Saint Roch le echaron unos salmos de cuerpo presente y el cadáver recibió sepultura en una fosa común del cementerio Norte de París.
El honrado pueblo español, tan dado al grito, la oración y la soflama, olvidó durante más de un siglo que Juan Crisóstomo de Arriaga existió. Aquel conglomerado de talento precoz quedó como un holograma de malogrado, una promesa quebrada, una psicofonía por concretar. Hoy es un teatro.

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domingo, diciembre 29

Carles Casagemas, feo, empistolado y sentimental

(Un texto de Antonio Lucas en El Mundo del 28 de septiembre de 2014. En la serie Promesas quebradas.)


Carles Casagemas, amigo íntimo de Picasso en los años de Barcelona, dejó una obra breve e intensa antes de suicidarse a los 20 años en un restaurante de París. Su única amante, Germaine, lo rechazó por alcohólico, impotente e inestable.


Antes de descolgarnos por su estrepitosa biografía conviene asentar bien al personaje: Carles Casagemas i Coll fue un zumbado vocacional que se asestó un disparo en la sien delante de los amigos por el rechazo de una mujer. Tenía 21 años. Hasta aquí, nada memorable. Pero Carles Casagemas i Coll fue, por poco tiempo, un artista prometedor y uno de los mejores amigos de Picasso, lo cual no es decir mucho. Picasso tuvo amistades volanderas como tuvo amores volatineros y no es disparatado afirmar que el malagueño fue un tipo incapaz de sentir un gramo de afecto por alguien que no le fuese útil cuando consideraba necesario.

Casagemas forma parte de esa tribu loquísima de la Barcelona de fin de siglo, cuando el modernismo aún chorreaba. Nació en Barcelona, en 1880. Era el hijo del vicecónsul general de EEUU en Barcelona. Un muchachito de la burguesía creciente. Un mozo criado entre los mejores paños. Comenzó a dibujar muy joven, pero a la edad conveniente fue destinado a la marina de guerra, hasta que el desastre de Cuba y Filipinas lo libró de limpiar las ánimas de cañón de los barcos de guerra. De nuevo, echó el ancla en Barcelona y allí encontró en la bohemia una forma de vida más divertida que en los almirantazgos. Una noche de invierno de 1899 cruzó tabaco, absenta y risas con un chico de cabeza fuerte y ojos de tizón: Pablo Picasso. Se hicieron cómplices de burdeles y extravíos, con una execelente solvencia para el exceso.

Casagemas despachaba querellas y entusiasmos en una de las mesas del café Les Quatre Gats, donde el dueño aceptaba a la fiel hinchada el pago en especias: dibujos, cuadros, esculturas y demás artefactos de aquella población fluctuante de su establecimiento, que era uno de esos locales que mantenían la noche abierta. El joven aprendiz de pintor destacó entre los de su generación por un puñado de obras inflamadas de crítica social y de crónica miserabilista: lisiados, mendigos, chulos, malos poetas, viejos, prostitutas... También dejó un puñado de retratos y paisajes. Pero en este hombre, lo que hay es principalmente enigma, sombra, duda.

Gozaba de unas borracheras espontáneas de enorme profundidad. Tenía siempre la brasa del cigarrillo apuntando a La Junquera, con el sueño puesto en París. Y un día, al alimón con Picasso, marcharon a la capital de todas las glorias a ver qué sucedía. Visitaron la Exposición Universal de 1900. Para entonces, la cabeza de Casagemas trabajaba ya con materiales confusos. A ratos dejaba escapar unos brotes de delirio muy espontáneos, como si los trajera de serie.

En París pintó al rebufo del modernismo. Vivió las noches de Montmartre. Él y Picasso se instalaron en el estudio de Isidre Nonell y pocos días después llegó también Manuel Pallarès. Conocieron a tres chicas (Germaine, Antoinette y Odette) y armaron una comuna desatada en la covachuela (el nuevo siglo era así). En el reparto consensuado, Casagemas se enroló con Germaine y ahí comenzó a rugir el infierno.

Casagemas se enamoró como no estaba previsto. Confundió el amor con aquella expedición de madrugadas y sexo en jergones de borra agria. Casagemas dejó de pintar para echarse a escribir. Germaine, a su vez, dejó de atenderlo para fondear en los alrededores de su marido, Florentin. Todo cuadraba excepcionalmente en las pautas del desastre.

Mientras el infierno se desataba por dentro de Carles Casagemas i Coll, Picasso estaba olfateando con el hocico en alto por dónde vendría el arte nuevo, quizá para adelantarse o reventarlo. Pero tan alta misión era imposible con su amigo cerca. Los brotes de delirio eran cada vez más frecuentes en el hijo del cónsul y Picasso decidió salir de París una temporada, cogiendo al amigo como un fardo hasta llegar a Barcelona. Y de ahí, a Málaga.

Nada sirvió de nada. Casagemas entró en bucle. Combinó su locura con el el patetismo y el llanto.Así durante semanas. Hasta que Picasso decidió facturarlo a Barcelona, para que los compadres de Els Quatre Gats se hicieran cargo de aquel hombre devastado y pesadísimo. Nada tenía que ver ya con el jovencito de aire festivo que en verano chancleteaba sus zapatos como un moro por las calles del Barrio Gótico y organizaba unas noches literarias que eran la ruta del bakalao de la bohemia.

Dispuesto ya a la inmolación, después de los días en Barcelona marchó solo a París en busca de Germaine, que cuando lo vio llegar le lanzó dos o tres maleficios de bruja cabreada. En medio de la democracia callejera e inspirada de París le pidió por enésima vez matrimonio. Y por décima vez, Germaine lo envió sin atajo a la mierda. Casagemas, además de tronado, no tenía ningún atractivo. Bebía sin fondo. Era feo y sentimental. Le daba a la morfina con entusiasmo. Y padecía una impotencia incorregible. Mal plan para un aspirante a marido.

El 17 de febrero de 1901, Casagemas convocó a los amigos de París en el Café de l'Hyppodrome, en el Boulevard Clichy. Invitaba a comer para despedirse de la ciudad. Allí, frágil y encampanado, dio un breve discurso de adiós, devolvió a Germaine un paquete de cartas y sacó una pistolita cromada del bolsillo de la chaqueta con la que disparó contra su amante, que cayó al suelo ilesa. En medio del pajariteo de parroquianos escapando de la balacera, con gesto natural y sin despeinarse, Casagemas apoyó la pistolita en la sien derecha y apretó el gatillo. Voilà. Tardó día y medio en palmar.

Picasso estaba en Madrid. No fue ni al entierro ni al funeral en Barcelona. Pero a modo de responso dejó una frase de las que luego sus palmeros acuñaron en mármol: «Fue la muerte de Casagemas lo que me llevó a pintar en azul». Así comenzó una de las etapas más inquietantes del artista malagueño y así acabó una de las vidas más absurdas de un joven aprendiz de pintor que pudo llegar a serlo. Casagemas en su ataúd (1901), La muerte de Casagemas (1901) y El entierro de Casagemas (1901) son tres huellas fastuosas de la pintura de primera época de Picasso. El suicida, parece que no, pero dio mucho de sí. Esencialmente, leyenda.

Durante décadas nadie supo dónde lo enterraron. Unos decían que en el cementerio de Montmartre. Otros, en Pere Lachaise. Y definitivamente Dolores R.Roig dio con los huesos en el Cimetière de Saint-Ouen, a las afueras de París. Desde 2008, Claude Picasso, hijo del artista, corre con los gastos de la tumba. El destino, tan esquivo, tan burlón, a veces cambia el nombre y el sitio a los muertos prematuros.

Casagemas fue algo así como la desesperación de la locura. La honradez romántica del delirio. La puerta de acceso de Picasso a un mundo nuevo. [...]

Es el rescate de una psicofonía, de un holograma, de un hombre al que la locura lo llevó a levantar otro mundo con dimensión propia. Un lugar en que enterrarse.

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sábado, diciembre 28

Lautréamont; cuando el monstruo canta

(Un texto de Antonio Lucas en El Mundo del 28 de agosto de 2014. En la serie Promesas quebradas.)

Pocos hombres tan secretos en la literatura como este Conde de Lautréamont del que poco se sabe. Lo que nos ha llegado de su biografía es insuficiente. Unos cuantos datos, dos fotografías, alguna anécdota lejana y mil incógnitas. Tan sólo trazó un puñado de poemas, un prefacio y un libro de prosas con el que volteó la poesía francesa del último tercio del siglo XIX. Dejó una fecha de nacimiento y otra de muerte. Un cadáver de 24 años al que se le perdió el rastro poco tiempo después de echarle tierra encima. Unas cartas con preguntas, ansiedades e instrucciones a su temeroso editor. Y una leyenda forjada por los otros que amplifica su escaso repertorio. Tal es el ajuar del más insólito de los poetas. Parece que hubiese existido para que los demás le buscaran sitio en la vida, porque él estaba a otros asuntos, como el de revocar la poesía anterior con un estruendo de versos donde reclama y practica lo imposible.

Isidore Ducasse nació en Montevideo en 1846. Hijo del diplomático francés François Ducasse y de Celestine Jaquette Davezac, que lo deja huérfano con un año y ocho meses. De lo que sucede en esa casa no se encontró rastro en libro alguno y él jamás lo refirió. De la infancia de Ducasse no existe señal, como si hubiera querido esconder toda huella que dejara a su paso, cualquier surco vital, cualquier ruido de arteria. Diríamos que los primeros años de Isidore tienen algo de pretexto animal para convocar ya en la adolescencia la enérgica agresión de su escritura ("bella como el temblor de las manos del alcohólico"). Versos que cantan más allá de la muerte como un proyecto de alucinación con gotas de humor negro.

A los 13 años el padre lo embarca rumbo a Francia para internarlo en el Liceo Imperial de Tarbes. Y, más tarde, en el de Pau. En 1867 regresa a Uruguay unos pocos meses. ¿Qué adivina ya del mundo ese muchachito que concilia perfectamente en su caligrafía la fatalidad con el silencio? ¿Qué busca? ¿Qué encuentra? ¿Qué soledades acumula? El pequeño Lautréamont debió de albergar un alto nivel de tristeza huérfana. En 1868 se instala en París, en la calle Notre-Dame-des-Victories. El padre le pasa una modesta paga mensual para sus cosas. Siempre menos de lo que Isidore necesita, por lo que suele andar con el hambre mal atada al cuerpo. Cuentan quienes recordaron algún día el eco de su sombra que lee mucho. Lee sin tregua. Estudia y lee. Escribe y lee. En ese primer año de París da a la imprenta los primeros textos de su obra principal, Los cantos de Maldoror, pero el editor se niega a imprimirlos por temor a ser acusado de blasfemia u obscenidad. Y ahí comienza el espectáculo.

La marginalidad y lo excéntrico suelen atacar al artista por el cerebro antes que por la sastrería o el gesto. Isidore Ducasse ya es el Conde de Lautréamont por obra y gracia de sí mismo. Vive ahora encerrado en una buhardilla de la calle Vivienne. Escribe cosas extraordinarias, terribles, dotando a la literatura de un manjar nuevo. Es un espeleólogo del Mal. Y así confecciona las seis composiciones que dan cuerpo definitivo a 'Los cantos de Maldoror', su cima, su averno de palabras, su fogosa expedición por el lado más salvaje de la mente. "Mi poesía consistirá, sólo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al  Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura".

André Breton, Zaratustra del surrealismo, exclamó muchos años después de la muerte de Isidore: "Este libro es la expresión de una revelación total que parece exceder las posibilidades humanas". El Mal fascina a Maldoror (a Lautréamont). El Mal anda errático por el universo, pero al clausurarlo en la ciudad se concreta, toma dibujo y destino. Las prosas son explosivas, incalculables, depravadas, eróticas hasta el delito, poéticas por furiosas, exhiben un gusto por la descompensación de los sentidos, por la soledad. Una tremenda zoología las cruza. A la manera de Balzac, Lautréamont cree que el animal es un principio. Y que no hay más bondad que la del desamparo.

No estaba exactamente trastornado, sino fieramente apartado. Por voluntad y por deseo. Aquel chico taciturno, retostado, extranatural, con la pajarita de dandi intermedio, sin novia, sin amigos, sin familia, sin sombra. "Hice un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las familias", escribe. Flaco, casi con los huesos por fuera. Hombre espectral de insólita bizarría literaria. Aquel pimpollo que desconocemos nos permitió descubrirnos un poco mejor con su capacidad de proyectar una conducta bestial sobre la mitología humana. Rubén Darío lo dibujó en 'Los raros' con precisión magnífica: "Escribió un libro que sería único si no existiesen las prosas de Rimbaud; un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso; un libro en que se oyen a un tiempo mismo los gemidos del dolor y los siniestros cascabeles de la locura". Después, Ramón Gómez de la Serna le hizo semblanza ramoniana, mostrando su oscuro corazón más transparente, quizá creándose un Lautréamont a la medida: "Estos cantos están cantados desgarradamente bajo el apremio y la amenaza de la muerte. Tienen una risa que quiere anular la fatalidad. Indagando mucho en ellos se podía encontrar el bacilo terrible".

Isidore Ducasse entregó la versión definitiva de 'Los cantos de Maldoror' en 1869. Tan sólo se imprimieron 10 ejemplares, quizá 15. En Bruselas. No le importaron a nadie. Meses después murió. En su acta de defunción quedó fijado su malogrado zodiaco: "Isidore Lucien Ducasse, hombre de letras, de 24 años de edad, nacido en Montevideo (América meridional), fallecido esta mañana, a las 8, en su domicilio de la calle del Faubourg-Montmartre, nº 7, sin más datos". Es la constatación de un patetismo ejercido hasta la última consecuencia. "Sin más datos". El conde de Lautréamont contravino la figura del poeta. Supimos de él por el aviso que dio el escritor Leon Bloy, quien lo rescató del ultraolvido: "Por ridículo que pueda ser hoy descubrir a un gran poeta y descubrirle en una casa de locos, debo declarar en conciencia que estoy seguro de haber realizado un insuperable hallazgo".

Desde ese instante, ya en los primeros compases del siglo XX, entendimos que el malditismo es hacer de la mostruosidad un canto, de la soledad un distanciamiento (nunca una lástima), de la poesía una galaxia, de la muerte un cambio de agujas. Y ya nada pudo ser igual.

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viernes, diciembre 27

Chiribiquete, la 'Capilla Sixtina' de la Amazonia

(Un artículo de Manuela Giménez en el XLSemanal del 30 de diciembre de 2018)

Son las pinturas rupestres más antiguas de América. Están en Colombia. Narran las gestas de una tribu caníbal y han logrado sobrevivir 20.000 años gracias a estar rodeadas de selva, narcotraficantes y guerrilleros de las FARC. Ahora reciben el reconocimiento de la Unesco.

Una tormenta obligó a cambiar de rumbo. La avioneta se agitaba sobre la selva cuando Carlos Castaño Uribe, director de Parques Nacionales de Colombia, vio algo extraño que destacaba sobre el espeso verdor. Anotó las coordenadas. Corría el año 1987.

Dos días después del avistamiento organizó una expedición. Llegar a ese misterioso punto no fue fácil y requirió largas caminatas a machetazos. Pero mereció la pena. En la serranía del Chiribiquete, en el corazón de la Amazonia colombiana, Castaño Uribe y su equipo se quedaron boquiabiertos cuando dieron con un inmenso mural. Sobre una pared de gres blanca, centenares de pinturas de color ocre se desplegaban ante ellos. Había hombres levantando los brazos, mujeres encinta, caimanes, jabalíes, una serpiente gigante con manos y pies, ciervos, lagartos, tortugas, murciélagos, extrañas figuras geométricas… Y alrededor, manos de niños y de adultos, como si se tratara de la firma de los artistas.

Se toparon nada menos que con las pinturas rupestres más antiguas de América. Ya se conocía el cercano sitio arqueológico de la serranía de La Lindosa, descubierto en 1949 por el explorador francés Alain Gheengrant. Pero se necesitaban entonces cuatro meses de viaje por agua, desde Bogotá, para llegar. Aquello permaneció casi olvidado.

La selva ha arropado y protegido de la erosión durante 20.000 años las más de 70.000 pinturas de arte rupestre halladas en Chiribiquete, en lo que se conoce como la ‘Capilla Sixtina’ de la Amazonia. Es un tesoro excepcional.

Se van a cumplir 30 años de este gran descubrimiento y se han desentrañado algunos de sus misterios. Otros todavía siguen sin aclararse del todo. se cree, por ejemplo, que todavía rondan por allí comunidades indígenas que no desean ser contactadas. Y no se sabe con certeza cómo se las ingeniaron para pintar a 30 metros de altura, aunque lo más probable es que utilizaron una especie de andamios.

Respecto a los artistas se ha deducido que se trata de los temibles karijonas, una tribu de hombretones belicosos y caníbales. Los murales no eran accesibles para todos. «Solo los jefes y los mejores guerrilleros podían venir para rendir homenaje a los dioses», explica Andrés López, del Instituto Colombiano de Antropología e Historia.

Cuenta la revista colombiana Semana que de estos indígenas proviene el nombre Chiribiquete que «significa en karijona ‘centro donde se dibuja’». A los karijonas los han sobrevivido sus pinturas. La tribu sucumbió a la llegada del hombre blanco. los explotadores del caucho y las enfermedades que introdujeron en la selva -como el sarampión, la viruela y la gripe- acabaron con este grupo indígena.

En 1989, dos años después de haber avistado el sitio, Castaño Uribe declaró Parque Nacional Natural la Serranía del Chiribiquete, una extensión de casi 1,5 millones de hectáreas con formaciones rocosas de hasta 2400 metros de altura. La riqueza de este parque es múltiple: también cobija un tesoro en biodiversidad estudiado por varias expediciones. Una de las misiones más importantes la protagonizó el biólogo Patricio von Hildebrand, que se estableció en la selva durante diez años para estudiar la fauna y la flora. Él descubrió el Estadio de Chiribiquete, una espectacular formación rocosa circular a la que se penetra a través de un túnel perforado en una roca de 50 metros de altura. Al biólogo lo acompañó Frank Sinatra durante unos días en una aventura que el cantante nunca olvidó. También el Estadio cobijaba pinturas y restos de cerámica.

La selva ha sido una eficaz guardiana. Pero a estas maravillas no las han salvado los dictámenes oficiales, sino que, paradójicamente, ha estado protegida por dos de los problemas más graves de la historia de Colombia. el narcotráfico y la guerrilla.

El narcotraficante Pablo Escobar instaló en la zona 19 laboratorios y 8 pistas de aterrizaje. Pero dejó tranquilas las pinturas milenarias. También se mudaron allí guerrilleros de las FARC y tampoco les prestaron atención.

El acuerdo de paz de 2016 con las FARC permitió la entrada de estudiosos, aunque quedan algunos rebeldes reacios a salir de la selva. El pasado mes de julio, además, la Unesco ha declarado Chiribiquete Patrimonio Mundial Mixto, por su valor natural y cultural. Es un lugar único este inmenso telón verde en cuya preservación han intervenido -sin pretenderlo- la vegetación, la guerrilla y Pablo Escobar.

Notas:
En 1987, Carlos Castaño Uribe descubrió en la colombiana serranía del Chiribiquete (en la imagen) los espectaculares murales cubiertos de pinturas rupestres. Desde 1989, este enorme territorio -de casi 1,5 millones de hectáreas- es un parque nacional natural.Son pinturas difíciles de datar. Se estima que algunas tienen 20.000 años.

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jueves, diciembre 26

Cómo nació el mayor espectáculo del mundo

(Un texto de José Segovia en el XLSemanal del 30 de diciembre de 2018)

Una pista circular, un caballo resistente y un jinete ágil. Estos fueron los primeros ingredientes del circo moderno, un invento que se sofisticó, se expandió por el mundo y se convirtió en un estilo de vida lleno de anécdotas y aventuras.

Cuando acabó la guerra, el sargento mayor de caballería Philip Astley compró un pequeño terreno y construyó una pista circular de trece metros de diámetro donde ofrecía un espectáculo ecuestre.

Descubrió que galopando en círculo en esa pequeña pista la fuerza centrífuga le permitía realizar movimientos acrobáticos muy arriesgados sobre su caballo. Sus intrépidas actuaciones fueron tan bien recibidas por los londinenses que pronto contrató los servicios de acróbatas, saltimbanquis y funambulistas para animar las pausas entre las distintas exhibiciones de los jinetes.

Astley incluyó también en su show a Billy Button, quien interpretaba a un individuo muy torpe que trataba de montar un caballo. Tras lograrlo, Button se sostenía a duras penas en la montura hasta que un brusco frenazo hacía que saliese por los aires, lo que provocaba las risas del público.

Estas actuaciones comenzaron en 1768, hace ahora 250 años, y marcan el nacimiento del circo moderno. Astley fue, además, un mago del marketing y la publicidad y un habilidoso hombre de negocios al que pronto le surgieron rivales.

Entre otros, su discípulo Charles Hughes, quien, una vez que abandonó a su maestro, creó The Royal Circus and Philarmonic Academy, la primera empresa de este tipo que incluyó la palabra ‘circo’ en su nombre. Con el paso del tiempo nacieron otros, como el Ringling Brothers and Barnum and Bailey Circus de Estados Unidos (1871), que presentó a una de las primeras mujeres barbudas; el Circo de Moscú (1880), que estatalizó Lenin en 1919; el Cirkus Krone alemán, que se especializó en la doma de fieras (1905); o el primer Circo Price de España, fundado en 1868 por un domador de caballos irlandés llamado Thomas Price.

Los tres espectáculos más importantes en los primeros años del siglo XX eran la danza, la ópera y el circo. Por esta razón, los empresarios y artistas del mundo circense eran las primeras figuras del momento. Lo que hacían sus estrellas en la carpa solía ser noticia en la prensa de la época. «Por ejemplo, un trapecista francés de nombre Léotard, puso de moda unas medias que llegaban a la cintura, que fueron denominadas ‘leotardos’. Esa especie de medias las usaron y las usan aún todas las mujeres del mundo. Y siguen llamándose así», recordaba hace años el payaso Miliki, padre de Emilio Aragón.
Marcelino Orbés, considerado en su época el mejor payaso del mundo, viajó a Nueva York en 1905, donde actuó durante años en el Hippodrome de Broadway. Allí alcanzó un gran éxito hasta que la llegada del cine mudo hizo languidecer a ese circo neoyorquino. Tras perder sus ahorros en dos restaurantes que nunca tuvieron éxito, Marcelino se vio obligado a volver a actuar como payaso en Los Ángeles, donde lo visitó Charles Chaplin, uno de sus más fervientes admiradores. Poco a poco, Marcelino fue cayendo en decadencia hasta que, totalmente solo y arruinado, se suicidó.

Maltrato animal

En diciembre de 1923, el mundillo circense español homenajeó a Ramón Gómez de la Serna por su libro El circo, en el que el autor elogiaba el trabajo de aquellos artistas. El Gran Circo Americano de Madrid acogió ese homenaje en el que participó Thedy (Teodoro Aragón) -uno de los miembros- junto con sus hermanos Emig (Emilio) y Pompoff (José María), del famoso trío de payasos españoles que rivalizó con los no menos célebres Hermanos Fratellini.

Adelantándose a su tiempo, Gómez de la Serna criticó también a los domadores que maltrataban a sus animales. «Algunos les hacen beber vino, a otros les hacen morfinómanos, a otros les dan éter (…). Hay que tenerlos contentos y alimentar sus vicios. ¡Las domadoras, a qué otros extremos no llegarán para que sus leones o sus perritos hagan lo que quieren!».

El circo español cobró gran esplendor hasta el estallido de la Guerra Civil, en 1936, cuando el edificio del Price fue destruido en un bombardeo. También destrozó la carrera artística del gran payaso Rámper, cuyo arte brilló con fuerza en la Segunda República. La leyenda cuenta que durante la guerra salía a escena con un cubo tirando serrín al suelo mientras decía «¡serrín de Madrid, se-rinde-Madrid!». O cuando aparecía con una vela entre el público, en silencio, como buscando algo entre los asientos. Hasta que alguien le preguntaba: «Rámper, qué buscas?». Y él contestaba: «La paz».

En la posguerra, el Price fue reconstruido. Daba igual que la tramoya fuera falsa, que los animales salvajes fueran unas criaturas famélicas y desdentadas o que la trapecista venida de la lejana Turquía hubiera nacido en Albacete.

En aquellos años, Pompoff, Thedy y Emig hicieron las Américas y triunfaron en una gira que los llevó por varias ciudades de Estados Unidos. Regresaron a España en 1967 para despedir su carrera en el renovado Price, en cuyo escenario actuaron las grandes estrellas del circo, como Charlie Rivel, un maestro del mimo español que Fellini incluyó en su película Los clowns, o la legendaria trapecista Pinito del Oro, que practicaba sus piruetas sin la protección de red alguna.

En la pista, su marido seguía sus evoluciones dispuesto a cogerla con sus brazos si ocurría la desgracia de que cayera al vacío. Pero la tarea no era nada fácil. Pinito del Oro sufrió tres caídas terribles. En la primera, cuando solo tenía 17 años, se rompió el cráneo y permaneció una semana en coma. Cuando se retiró, en 1970, la actriz cómica Mary Santpere le cortó la coleta en el Price.

En aquellos años, el Circo Atlas que habían fundado los hermanos Tonetti en la década de los cincuenta sufrió las consecuencias de la crisis económica. Es probable que ese tropiezo fuera la causa de la profunda depresión en la que cayó uno de los Tonetti, Manolo Villa del Río, que finalmente lo llevó al suicidio. A esa terrible pérdida se unió el definitivo cierre del Price, cuyos problemas financieros lo dejaron a expensas de la especulación y la piqueta. Desde entonces, los circos se vieron abocados a salir a la carretera para plantar sus carpas en cualquier lugar del país. Los problemas de liquidez y la paulatina caída de espectadores fueron mermando la calidad del espectáculo.

Por su parte, Gaby, Fofó y Miliki (hijos de Emig) triunfaron en América y en 1972 fueron contratados por Televisión Española para llevar a cabo el programa El Gran Circo de TVE, donde hizo sus pinitos artísticos Emilio Aragón, Milikito.

Cuarenta años después, el polifacético artista regresa a ese mundo para dirigir el espectáculo Circlassica. «Volver a una carpa significaba revivir recuerdos, y eso me asustaba a la vez que me atraía», reconoce Aragón. «Es un homenaje a mis bisabuelos Gabriel Aragón (España 1830-1915), conocido como El Gran Pepino, que un día fue a ver una función de circo en la que había una amazona que se llamaba Virginia Foureaux (Suecia, 1850-1930), con la que se casó poco después y tuvo con ella quince hijos», recalca el nieto del legendario Emig. Circlassica es también un homenaje al circo moderno, que está de cumpleaños.

Quedan pocos grandes circos con sede fija. Uno es el Krone, ubicado en Múnich y fundado en 1905 por Karl Krone (a la izquierda). Empezó especializado en las exhibiciones de animales exóticos.

Notas:
En 1768, el sargento de caballería Philip Astley montó un show de acrobacias a caballo para ganar dinero. Es el padre del circo moderno.

Vieron que galopando en círculo la fuerza centrífuga beneficiaba las acrobacias. Para amenizar las pausas entre apariciones, actuaban saltimbanquis, malabaristas…

El primer circo con sede en España fue el Price, fundado en Madrid en 1868 por el domador de caballos irlandés Thomas Price. Tras distintas vicisitudes sigue funcionando.

La trapecista Pinito del Oro trabajaba sin red. Su marido se colocaba debajo para cogerla en brazos si se caía. Sufrió accidentes muy graves. A los 17 años se fracturó el cráneo y estuvo en coma.

Los primeros payasos hacían gracia con sus caídas de los caballos. Ha habido grandes sagas. los Fratellini (en la foto), la familia Aragón, los Tonetti…

El trapecista Jules Léotard utilizaba unas mallas que pasaron a lla-marse ‘leotardos’. En la foto, el acróbata Mario en 1930.

Antes drogaban a las fieras. Ahora, en España, varias autonomías vetan los circos con animales.

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miércoles, diciembre 25

La voz de T. S. Eliot: en mi fin está mi principio

(Un texto de Pedro García Cuartango en el abc.es del 12 de diciembre de 2018)


Los «Cuatro cuartetos» de T. S. Elliot son una indagación mística sobre la naturaleza del tiempo y las ilusiones de la conciencia.

T. S. Eliot comenzó a escribir sus Cuatro cuartetos a finales de 1935 y acabó su composición en septiembre de 1942. Fueron siete años para concluir cuatro poemas de una extensión cercana a diez páginas cada uno. El dato cronológico es relevante porque ilustra sobre la lenta maduración de esta tetralogía que supone la culminación de la obra de Eliot y uno de los momentos más gloriosos de la poesía contemporánea.

Su autor había publicado en 1922, tras el final de la Gran Guerra, el trabajo que le había catapultado al éxito: La tierra baldía, un poema en el que es perceptible la influencia de su amigo Ezra Pound. Es una obra elegiaca, entre lo profético y la sátira, en la que expresa con distintas voces la catástrofe que se ha abatido sobre el mundo. No es casualidad que ese mismo año viera la luz el Ulises de Joyce.

Confieso de entrada que la primera vez que leí los Cuatro cuartetos hace 40 años no entendí nada, pero quedé fascinado por la forma del texto y sus metáforas. T. S. Eliot es como un orfebre que pule cuidadosamente un diamante para resaltar su belleza. Sus versos no obedecen a una métrica ni a una estructura definida, son fragmentos con autonomía propia que van adquiriendo un sentido a medida que avanza la lectura.

Todo gira en torno al gran misterio del tiempo como un agujero negro que nos traga y, la vez, nos singulariza como seres únicos e irrepetibles. La obra comienza con la cita clásica de Heráclito que ilumina el propósito del poema: «el camino que sube y el que baja son uno y el mismo». Y es que el tiempo es pura ilusión de permanencia que acaba en la nada o, para el autor, en Dios.

Eliot había nacido en Saint Louis (Misuri) en 1888 en el seno de una familia pudiente, ya que su padre era un influyente y respetado empresario. Estudió filosofía en Harvard, donde entabló amistad con Bertrand Russell, hasta que en 1909 decidió emigrar a París para iniciar su carrera literaria. Luego viviría en Múnich y en otras ciudades europeas, siguiendo los pasos de Joyce.
Tras instalarse en Londres, se había convertido al anglicanismo en los años 20 y estaba atravesando una fuerte crisis personal cuando escribió sus Cuartetos, ya que se había separado de su mujer y la guerra asolaba Inglaterra. Allí viviría desde 1914 hasta su muerte en 1965 tras haber obtenido la nacionalidad británica. Siempre se consideró un híbrido de las dos culturas: «Mi poesía no habría sido la misma si me hubiese quedado en EE.UU., pero tampoco si hubiera nacido en Inglaterra».

En cierta forma, los Cuatro cuartetos son una obra mística, atravesada por un fervor religioso, en la que la Naturaleza confluye en un Dios impersonal en el que se disuelve la incierta peripecia de los hombres: «Todas (las cosas) se arreglarán cuando las lenguas de llama se entrelacen en el coronado nudo de fuego y sean la rosa y el fuego uno». Ese nudo de fuego es el Todopoderoso que nos aniquila al salvarnos.
Burnt Norton, el primero de los cuartetos, versa sobre el espejismo individual de creer que el pasado podría haber sido distinto si no se hubiera cruzado el azar en el camino. En el segundo, East Cooker, el poeta aborda el transcurso de las cuatro estaciones y de los ciclos naturales como falsa ilusión de la eternidad. El primer verso apunta que «en mi principio está mi fin» y el último concluye que «en mi fin está mi principio», apelando a esa circularidad del tiempo.

El tercer cuarteto es Dry Salvajes, alusión a unos islotes, en el que plantea la imposibilidad de penetrar en los misterios de una Naturaleza que nos arrastra como una poderosa ola. Finalmente, en Little Gidding, el poema gira en torno a las limitaciones de la conciencia humana que intenta orientarse en un mundo donde todo se pierde en el vacío del devenir como los ecos de los pasos en un jardín.

No deja de ser una vana pretensión fijar un sentido a una obra tan abierta e impregnada de sentimientos y de alusiones místicas. Construida como un collage, llena de referencias culturales, religiosas e históricas, Eliot sigue una técnica similar a la de Ezra Pound en los Cantos. Por eso, los Cuartetos dejan la misma impresión que si uno estuviera leyendo a San Juan de la Cruz o Santa Teresa.

Eliot es, tal vez, el poeta más original y seductor del siglo XX, ya que, aunque se le ha catalogado dentro del modernismo junto a creadores como Yeats o Auden, su voz es inclasificable. Sencillamente hay que leerle y dejar que las palabras floten en nuestro interior.

Y aquí un fragmento:

El hogar es el punto del que partimos.
El mundo se torna más extraño a medida que envejecemos,
más complicada la trama de los muertos y los vivos.
No el vívido instante aislado sin después ni antes,
sino el arder constante de una vida,
y no la sola vida de un hombre, sino de viejas
piedras que nadie sabe descifrar.
Hay un tiempo para la noche bajo la luz de las estrellas
y un tiempo para la noche a la luz de la lámpara
(noche del álbum de fotografías).
Es más él mismo el amor cuando
aquí y ahora deja de importar.
Los viejos deberían ser
exploradores, aquí y allí no importa,
debemos quedarnos quietos
y movernos hacia otra intensidad
para lograr mayor unión, una comunión
más profunda en la fría desolación oscura,
entre los gritos del viento y la ola,
en las aguas inmensas del petrel
y la marsopa. En mi fin está mi principio.

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martes, diciembre 24

Navidad, capones y pavos

(Un texto de Ana Vega Pérez de Arlucea del 29 de noviembre de 2019)

Para quien pudiera permitírselo, existían lujos como el besugo o las angulas, pero lo que partía la pana de la Navidad era tener un capón.

Andarán pensando ustedes que a santo de qué tanto adelanto con la Navidad. Quizás están hartos —igual que yo— de que cada año los turrones aparezcan un poco antes en las tiendas, y piensan que con semejante anticipación a uno se le acaba borrando la ilusión que hacía comer el primer polvorón. En parte les doy la razón, pero por otra ¡ay! ya se sabe que hay que planificar con tiempo y, en algunos casos, no viene nada mal contar con varias semanas para pensar menús o encargar ciertos productos no tan habituales. Y es que desgraciadamente, tristísimamente, los bocados de los que les hablo hoy no son fáciles de encontrar, a pesar de haber sido durante cientos de años el alimento más deseado en las mesas de Navidad.

Recordarán que el año pasado les conté cómo las antiguas fiestas navideñas eran bastante diferentes a las nuestras. En muchos hogares vascos triunfaban platos hoy considerados modestos como coliflor o berza con aceite (de fiesta porque habitualmente eran con tocino), el pollo guisado o las tostadas/torrijas de pan. Para quien pudiera permitírselos existían mayores lujos como el besugo o las angulas, pero lo que partía la pana de la Navidad era tener un capón atado a la mesa de la cocina. Criado en casa o comprado en el mercado por el día de Santo Tomás, el bicho pasaba sus últimos días bajo el fregadero. Dependiendo del poderío del hogar en cuestión podía picotear las sobras o ser alimentado con miga de pan, frutos secos y licor, pero la cuestión era que engordara y viviera plácidamente, sin intuir la que se le venía encima. Los capones –¡no tendré que explicarles que es un gallo castrado!– más apreciados en Bilbao eran los traídos de Álava o Burgos (especialmente los de Villarcayo o Medina de Pomar), pero tampoco se hacía ascos a los pollos de Orduña y Durango, ni a los pavos criados en los alrededores que con su glo-glo-gló atronaban el Arenal y la Plaza Vieja del mercado, junto a San Antón. 100 años han pasado desde entonces, aunque la tradición de comer el 25 de diciembre grandes aves asadas y rellenas no se pasó hasta los años 70, cuando nos volvimos tontos por los langostinos. Aún están a tiempo ustedes de acercarse al mercado o a su conseguidor de confianza y encargar para estas fiestas un señor capón, cebado y lustroso. Les dejo aquí la receta ideal para usarlo, un plato inventado personalmente por María Mestayer alias la marquesa de Parabere y que fue publicado por primera vez en el periódico bilbaíno Excelsius en diciembre de 1934, hace la friolera de 85 años. Según palabras de su autora, este capón relleno a la vasca era uno de sus mayores éxitos y encima es la única receta que conozco en la que se utilizan talos como decoración. Qué más quieren.
Capón asado relleno a la vasca

Cantidades para un capón de 3 kg de peso: 1 kg de picadillo de salchichas (o 600 g de magro de cerdo más 400 de tocino picado), 25 g de especias en polvo, un puñado de nueces peladas, otro de setas frescas, dos yemas de huevo y una clara, 300 g de redaño o telilla de cerdo, un vaso de jerez y sal.
Descañónese, vacíese, flaméese el capón, córtesele el pescuezo dejando la piel de éste entera y córtese el hueso de arriba. Mézclense perfectamente todos los elementos del relleno, rellénese el ave por el buche, sujétese la piel del pescuezo a la espalda con unas puntadas, cósase también por abajo para que no escape el relleno, ármese como un pollo, envuélvase en la telilla de cerdo y déjese en un sitio fresco por espacio de cuarenta y ocho horas para que se sazone y terminado este tiempo hágase asar en la cazuela dentro del horno.

Presentación del plato: téngase preparado un talo de la forma y tamaño del capón y después de cocido hágasele freír. Póngase en una fuente, colóquese el capón encima, adórnese alrededor con pedazos de talo cortados en triángulo y fritos en manteca (mejor aún con tocino derretido), colóquese encima de los talitos una lonja de tocino entrevenado y frito y entre talo y talo pónganse unos ramitos de berros o unas setas salteadas (o ambas cosas).

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lunes, diciembre 23

Mujercitas: ¿Por qué seguimos queriendo ser Jo March?

(Un artículo de Lola Fernández en la revista Mujer de Hoy del 15 de diciembre de 2018)

A 150 años de la publicación de Mujercitas, perdura la magia que el personaje de Jo March obró en las lectoras adolescentes, fascinadas por la indomable aspirante a escritora que nos mostró que otras maneras de ser mujer eran posibles.

Algo maravilloso sucede cuando, en cualquier conversación entre mujeres, sale a relucir el nombre de Jo March. Se activa una corriente de simpatía instantánea, un reconocimiento mutuo capaz de diluir las diferencias más inabarcables. Como Proust al olor de su magdalena, volvemos a ese momento en el que nos soñamos rebeldes, aventureras, independientes, “distintas”. ¡Incluso escritoras! No conozco a ninguna lectora de Mujercitas, la novela que Louisa May Alcott (Filadelfia, 1832-Boston, 1888) publicó hace 150 años, que recuerde de la misma manera a Meg, la maternal hermana mayor; a Beth, encarnación de la bondad; o a Amy, tan bella como terrenal en sus aspiraciones. Si Mujercitas permanece lo hace por Jo y sus circunstancias: es la tensión entre su idealismo romántico y la cruda realidad lo que la convierte en inolvidable.

Todas tenemos en mente la peripecia argumental de Mujercitas, un cuento moral destinado a guiar el tránsito de niñas a mujeres de las jovencitas del finales del siglo XIX. A lo largo de un año, entre las Navidades de 1863 y 1964, las March sobreviven a sus estrecheces económicas y esperan el regreso del cabeza de familia de la Guerra Civil.

Las lecturas canónicas de la novela inciden en su tono conservador: la narración defiende los valores victorianos de la familia, la importancia de la honradez y el decoro, la dignidad de la pobreza y, sobre todo, un concepto de la feminidad basado en “la dulzura de la abnegación y el dominio de una misma”, en palabras de Marmee, la madre. Sin embargo, la mirada feminista ha encontrado matices que son la clave de su duradero poder de seducción y a Jo como prometedor anuncio de la inminente mujer moderna. Probablemente por eso, el cine ha confiado su personaje a actrices con una feminidad, al menos, traviesa: Katherine Hepburn (en 1933), June Allyson (en 1949), Winona Ryder (en 1994) y Saoirse Ronan, en la versión de Greta Gerwig que se estrena [en 2019].

Jo no se aviene a encajar en el estrecho molde de la feminidad de la época: corre, salta, ironiza, lee sin parar, no se deja alcanzar por las ansiedades de la vanidad ni se traiciona a sí misma por agradar. No es que se distinga por su inteligencia, sino que no la esconde. Cuando Alcott hace que venda su melena para llevar dinero a casa, muestra lo que le importa su valoración en el mercado matrimonial al que las mujeres estaban destinadas. Más aún: remarca que no se lee a sí misma bajo la narrativa única de lo femenino. Aunque llora secretamente por su “única belleza”, su impulso es el del héroe épico. Cómo esperar menos de una letraherida que devora Ivanhoe igual que muchas leímos a Julio Verne o a Stevenson. La literatura pudo expulsar a las mujeres del universo de lo heroico, pero no liquidó a la heroína que podemos llevar dentro.

Un primer momento épico de Jo tiene que ver con su deseo de autonomía a través del trabajo: quiere ganarse la vida y empieza a hacerlo acompañando a su malhumorada tía March. Escribe Alcott: “El pensamiento de que trabajaba para ganarse su vida, aunque ganara poco, la hacía feliz”. Muchas décadas antes de que las mujeres rompiéramos la mística de la feminidad y defendiéramos nuestro derecho a realizarnos a través del ejercicio de una profesión, ella ya experimentaba el efecto emancipador de la independencia económica. Cuando vendió su primer cuento, “derramó algunas lágrimas ingenuas, porque ser independiente y ganar las alabanzas de las personas que amaba eran los deseos más ardientes de su corazón”. De hecho, en el desenlace de la historia, la única condición que pone al que se convertirá en su marido no es seguir escribiendo, sino seguir trabajando como maestra.

Jo, nos lo dice a las claras su creadora, no es una muchacha particularmente agraciada. Su disidencia del modelo de mujer dulce, bella y sumisa que ordenaba el canon victoriano es central. La insumisión de Jo aún producía un efecto sanador en los años 50, cuando Patti Smith leyó el relato de Alcott. “Ningún libro me sirvió mejor como guía, cuando empecé a recorrer mi camino de juventud, que Mujercitas –escribe en el prólogo de la edición que conmemora el 150 aniversario de su publicación–. Yo era una soñadora flacucha de solo 10 años. La vida ya empezaba a plantear retos para un chicazo torpe que crecía en los 50”.

Muchas niñas de los 80 aún nos refugiamos en Jo para vindicar nuestro imperfecto acomodo en los femenino y seguramente muchas seguirán haciéndolo: no importan tanto qué requisitos debamos reunir las mujeres, como la persistencia de los mismos. Susan Sarandon, la última actriz que ha dado vida a Marmee (la madre), resumió el argumento de la novela dando en el clavo de su triste vigencia: “Trata de unas mujeres jóvenes que deben decidir su destino en un mundo que limita sus opciones”. Susan Cheever, autora de la última biografía de Alcott, coincide al explicar su duradera magia: “Lo deprimente del éxito de Mujercitas es que confirma qué poco han cambiado las cosas para las mujeres”.
El corsé de lo femenino, esa sombra mutante que aún nos persigue, es la que nos hace conectar con heroínas victorianas como las March o las Bennet, las hermanas protagonistas de Orgullo y prejuicio, escrita por Jane Austen en 1813. A través de ellas, sucesivas generaciones de mujeres seguimos haciendo catarsis de las imposiciones varias de la feminidad, desde el cultivo de la belleza, el silencio o la docilidad hasta la conveniencia social y económica de emparejarse. “Ser amada y distinguida por un hombre bueno es lo mejor que puede ocurrirle a una mujer”, confiesa Marmee a sus hijas.
Tanto Elizabeth Bennet como Jo March representan la independencia de carácter, la individualidad que se niega automáticamente a las mujeres, pastoreadas por lo social para cultivar el guion único de la esposa y madre (las idénticas, en definición de la filósofa Celia Amorós). Por eso Jane Austen y Louisa May Alcott concedieron a sus criaturas maridos de ficción que les permitieran persistir mínimamente en su diferencia. La decisión fue especialmente dura para Alcott: quería que Jo fuera, como ella misma, solterona declarada, pero las fans la inundaron de cartas pidiéndole que la casara.

Otra gran heroicidad de Jo tiene que ver con su deseo de escribir, una manera de crear un mundo que ha sido vedado a las mujeres, a las que se nos supone ya privilegiadas gracias a la maternidad. La vocación autoral de Jo es subversiva aún hoy, de ahí la impresionante nómina de escritoras que citan a la joven March como inspiración: Doris Lessing, Margaret Atwood, Cynthia Ozick, J.K. Rowling, Ursula K. Le Guin, Joyce Carol Oates... En La amiga estupenda, la misteriosa Elena Ferrante hace que Lila y Lenú se junten cada día durante meses para leer Mujercitas. “Tantas veces –explica Lenú– que el libro se empezó a hacer jirones y a ensuciar con el roce de las manos; perdió el lomo, se descosió, y hasta se le salieron hojas. Sin embargo, era nuestro libro, lo queríamos con todo el corazón”.

“Después de leer Mujercitas era imposible no querer ser escritora, leer en voz alta, vender el pelo y entregar el dinero a una buena causa”, ha confesado la escritora Pilar Adón. La poeta Elena Medel decía en el prólogo a la edición ilustrada de Lumen (2014): “Jo March y su tesón te enseñan a confiar en los objetivos que te propones”. Marta Sanz se confiesa alérgica al moralismo religioso y el tono sensiblero de Mujercitas, pero reconoce en Jo un anuncio de algunas de las propuestas de Virginia Woolf: “Jo es capaz de hacerse con esa independencia y con ese cuarto propio sin los que la escritura, desde el punto de vista de la autora de Orlando, se convierte en una especie de vómito de emociones domésticas –explicó en Revista de libros–. Jo March trabaja para su tía, vende algún cuento, gana un poco de dinero y escribe en el desván, el cuarto propio que la aleja de la costura y de los efluvios de la cocina”.

En su relato autobiográfico Memorias de una joven formal (1958), Simone de Beauvoir escribió: “Hay un libro en el que creí ver reflejado mi futuro: Mujercitas, de Louisa May Alcott. Yo quería a toda costa ser Jo, la intelectual. Compartía con ella el rechazo a las tareas domésticas y el amor por los libros. Jo escribía y, para imitarla, empecé mis primeros cuentos cortos”. La distancia con la que Jo miraba la feminidad al uso pudo prender de alguna manera en la filósofa francesa: Anne Boyd Rioux observa en El legado de Mujercitas (Ed. Ampersand) que Alcott “demostró que la feminidad no nace contigo, sino que es algo que aprendes y cultivas” décadas antes de que Beauvoir escribiera “la mujer no nace, se hace”.

En la continuación de Mujercitas, lo que la autora hace no gustó. Asistimos a la domesticación de la escritura de Jo, quien abandona su gusto por lo popular para adaptarse al canon literario, y de Jo misma, seducida intelectualmente por un profesor. Este matrimonio no contentó ni a fans, quienes esperaban su unión con su amigo Laurie, ni a las intérpretes académicas, para quienes resultaba una figura demasiado paternal y poco sexual. Tras la boda, Jo abandona la búsqueda de una voz literaria para dedicarse a la enseñanza, renuncia que suele leerse como el principio de su conversión en otra Marmee.

Por suerte, las ambivalencias de la novela siguen produciendo interpretaciones que no conducen necesariamente a la melancolía. En el prólogo a la edición de Penguin Classics de 1989, la crítica feminista Elaine Showalter sugiere que, en realidad, Jo renuncia al modelo romántico y androcéntrico de la genialidad que “obliga a sacrificar lo femenino o a trabajar constantemente con la sensación de una infinita inferioridad artística” y opta por un modelo “basado en la formación, la experimentación y la realización personal. Jo no es la genio femenina, la “hermana de Shakespeare” imaginada por Virginia Woolf que redimirá la escritura de las mujeres”.

Aún así, cuesta asumir esa renuncia a la escritura. ¿Por qué decidió la autora arrebatársela tras escribir este párrafo? “Jo no creía tener un don pero, cuando la inspiración la visitaba, se entregaba por entero a la escritura y su vida le parecía feliz, ajena a las necesidades, las preocupaciones, al mal tiempo; se sentía a salvo y dichosa en un mundo imaginario repleto de unos amigos tan reales y queridos como los de carne y hueso. Sus ojos renunciaban al descanso del sueño, no probaba bocado, los días y las noches eran demasiado cortos para disfrutar de la felicidad que solo experimentaba en tales momentos y hacía que la vida valiese la pena, aunque no hiciese nada más”.

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domingo, diciembre 22

La tormentosa vida de Rock Hudson

(Un reportaje de Silvia Font en el XLSemanal del 13 de enero de 2019)

Una biografía saca a la luz la tormentosa vida de Rock Hudson, desde su infancia, marcada por el abandono y el maltrato, a su gran amor. Un joven al que ocultó en su inexpugnable mansión, llamada El Castillo.

Lee Garlington tenía 24 años y había llegado a Hollywood soñando con convertirse en actor de películas del Oeste. Pero, en 1962, aquel chico alto, rubio y varonil todo lo que había conseguido era actuar como extra en una serie que se grababa en los estudios Universal. Un día supo que en la misma compañía estaba rodando Rock Hudson y, conocedor de los rumores sobre preferencias sexuales del actor -coincidentes con las suyas-, decidió acercarse hasta el camerino. Hudson lo miró e incluso indagó sobre el muchacho, pero, al saber que tenía pareja, perdió el interés. Según recuerda Garlington, «eso era muy Hudson. Nunca forzaba, siempre era muy considerado; un auténtico caballero. Nunca se aprovechaba de ser una estrella de cine».

Pero lo era. Era una superestrella. Encarnaba el prototipo de la masculinidad, el hombre perfecto: metro noventa de alto y robusto, a la vez que cortés y seductor. Faltaban más de 20 años para que su imagen pública sufriese un brusco cambio. en 1985 se convirtió en el rostro más popular del sida, dejando al descubierto el secreto de su homosexualidad, que él había tratado de ocultar durante su carrera.

«Hudson comprendió que, si quería ser aceptado, su auténtica esencia tendría que quedar fuera de plano», explica el escritor Marc Griffin en la última biografía del actor, All that heaven allows, cuyos derechos ya han sido comprados para convertirla en película. En esa biografía, Garlington cuenta su relación con Hudson desde aquel día en que sus miradas se cruzaron en un estudio.

Un año tardaron en volver a encontrarse. Para entonces, Garlington había cambiado los sets de cine por la Bolsa y había vuelto a la soltería. Y un día recibió una invitación de Hudson para cenar en la mansión del actor en Beverly Hills, llamada El Castillo. «Pasé con él la noche y me fui a las seis de la mañana en mi coche con el motor apagado para que los vecinos no me oyeran». A esa cita siguieron otras en la casa tras cuyos muros el actor convivía con sus parejas hombres. «Sin darnos cuenta -dice Garlington- empezamos una relación».

La mayoría de sus encuentros eran en la mansión, pero, cuando decidían hacer alguna escapada, «todo tenía que estar cuidadosamente coreografiado». «Si queríamos ir a ver una película, Rock llamaba al dueño del cine, que nos reservaba dos asientos en la última fila, y dejaban la puerta trasera entreabierta para colarnos sin ser vistos». Si querían viajar, lo hacían a residencias de amigas de Hudson, como la casa en la playa de Elizabeth Taylor.

Al principio, todo el secretismo resultaba excitante para la pareja, pero poco a poco fue convirtiéndose en algo difícil de llevar. Y eso que Hudson llegó a viajar a Atlanta para conocer a la familia de Lee. Fue Garlington quien decidió terminar la relación, en 1965. Veinte años más tarde, cuando se publicaron las memorias de Hudson, Lee se enteró, con cierta sorpresa, de que para el actor él había sido el «verdadero amor» de su vida.

No fue, eso sí, la única pareja de Hudson. Equivocadamente, muchos creían que la más sólida pareja de Hudson era el actor George Nader, quien también fue el mayor beneficiario en su testamento, pero en realidad él fue su mejor amigo y confidente. De hecho, Nader confirma su gran amor por Garlington. Asegura que nunca vio a Rock tan desconsolado como tras la ruptura con Lee.

Garlington, por su parte, afirma en el libro que Hudson «tuvo un flechazo descomunal» con el actor Tyrone Power. A los pocos meses de aquella -supuesta- relación, Power murió de un ataque al corazón. Su mujer estaba embarazada del que sería su único hijo. A petición de la familia, Hudson apadrinó al niño.

El único amante de Hudson que llegó a vivir de forma regular en El Castillo fue Tom Clark, un conocido publicista de Hollywood con el que tuvo una larga aunque tormentosa relación.
Pero ya su llegada a Hollywood estuvo marcada por su relación con otro publicista homosexual. Fue el cazatalentos Henry Willson, el responsable de convertir a Roy Fitzgerald -el verdadero nombre de Rock Hudson-, un conductor de camión parco en palabras de un pueblo de Illinois, en el mayor ídolo de las películas románticas del star system.

Willson tenía «un ojo infalible para hacer estrellas. Podía encontrar un chaval guapo y pulirlo hasta que estuviera listo para ponerlo en el mercado de los estudios de cine», cuenta Griffin, el autor del libro. Apuestos muchachos a los que solía auditar entre las sábanas. «Willson era conocido por acostarse con prácticamente todos esos chavales guapos y cachas» a los que fichaba.

Hudson no tardó en firmar un contrato con Universal. En la época dorada de Hollywood, los estudios tenían la capacidad de fabricar estrellas como Rock Hudson, pero a cambio se esperaba que no hicieran nada en su vida privada que violara las «cláusulas morales de su contrato con actos socialmente inaceptables». Entre ‘lo inaceptable’ se encontraban las relaciones homosexuales.

Para blindar su imagen de Adonis del celuloide, Hudson estaba obligado a acudir a actos públicos con bellas actrices. Sus ‘aventuras amorosas’ con Marilyn Monroe, Judy Garland o Elizabeth Taylor ocuparon las portadas. Incluso llegó a casarse en noviembre de 1955 con Phyllis Gates, la secretaria de Henry Willson. El mánager del actor trataba de acabar con la ya casi insostenible presión de algunas cabeceras sensacionalistas.

Rock había aprendido desde muy temprana edad «a mantener la boca cerrada» -como repetía el propio actor en muchas entrevistas- y a actuar según los estándares de masculinidad esperados en un joven del Medio Este como él, sometido desde niño a la mano dura de un padrastro.

Su madre, Katherine (Kay) Wood, se había casado por segunda vez con Wallace Fitzgerald tras un traumático primer matrimonio con el padre de Rock, que los había abandonado de la noche a la mañana cuando este tenía seis años. Su padrastro era un marine expulsado del Ejército y con problemas con el alcohol que lo sometía a continuos abusos físicos y verbales.

Hudson desarrolló en este tiempo un estrechísimo vínculo con su madre que, según varios testigos, acabaría convirtiéndose en «dominación».

«Una de las cosas más fascinantes de la historia de Rock es la total desconexión que hay entre la figura heroica que se ve en la pantalla -imponente y decidida- y su ser real, que tenía cierto complejo de inferioridad. No era muy de enfrentamientos y a menudo era manipulado por gente de su entorno», explica Griffin.

 Hudson, que había conseguido prolongar su estrellato en la década de los setenta con su paso a la pequeña pantalla, adentrándose en las casas de medio mundo en McMillan and wife y Dinastía, acabaría su carrera poniendo rostro a una de las enfermedades más estigmatizadas del siglo XX: el VIH.

Una aparición pública el 15 de julio de 1985 para promocionar un programa de su amiga Doris Day hizo saltar las alarmas: Hudson estaba muy delgado y con mal aspecto. Entonces, nadie sabía que acababa de viajar a París para probar un tratamiento experimental con retrovirales. Regresó justo después de aquella aparición pública. Pero la prensa ya lo perseguía para saber de su estado de salud, así que el actor decidió comunicar a los periodistas que se agolpaban a las puertas de su hotel que tenía sida. Encargó un comunicado a una publicista francesa, Yanou Collart. «Le leí el comunicado que había preparado -recuerda hoy Collart-. Todo lo que me dijo fue. ‘Eso es lo que quieren. Ve y échaselo a los perros’».

Luego fletó un avión de vuelta a Los Ángeles y autorizó a su médico a que confirmase su enfermedad a la prensa americana. Hudson murió en su casa el 2 de octubre de 1985. Durante los meses de agonía estuvo acompañado de sus amigos y de Elizabeth Taylor.

Su fallecimiento marcó un antes y un después en la aceptación del sida. De pronto, una querida y admirada estrella de Hollywood padecía ‘la enfermedad maldita’ y forzaba el debate sobre la represión de la homosexualidad.

La historia de Hudson tiene ahora una singular ‘secuela’. En 2014, Susan Dent -una canadiense de 69 años- inició un juicio para reclamar que se reconociese que Hudson era su padre. Al parecer, sin intereses económicos, dado que ella es millonaria, y sin buscar la fama, porque no ha querido aparecer en ningún medio. Dent solo quiere confirmar la versión que le contó su madre poco antes de morir. El caso, readmitido en la Corte de Apelación de California en 2017, sigue abierto.

Varios miembros de la familia dan credibilidad a Dent. La medio hermana de Rock Hudson, Alice Waier, dice tener una carta que Rock escribió en 1945 en la que contaba que se había enterado de que una chica del instituto con la que tuvo relaciones estaba embarazada y planeaba dar el hijo en adopción.

Notas: Con Doris Day hizo solo tres películas del total de sesenta de Hudson, pero son una pareja ‘consolidada’, en la memoria del cine. Fueron muy amigos, pero él nunca le habló de su vida privada.

Rock Hudson tuvo una dura niñez. Su padre biológico lo abandonó a los seis años y el segundo marido de su madre, alcohólico, lo maltrató. Su madre, Kay, fue la figura protectora y cariñosa de su infancia, pero también la dominadora. Espantaba a sus parejas por su afán controlador.

Hudson conoció a George Nader y su pareja, Mark Miller, en 1951. Su amistad duró 34 años. Eran inseparables. «Nos llamaban ‘el trío’. Estuvimos juntos desde el principio hasta el final, pero nunca sexualmente», explicaba Miller.

Hudson se casó en 1955 con Phyllis Gates, la secretaria de su mánager. Tres años después, el matrimonio se disolvió y, aunque para el entorno del actor estaba claro que se trataba de un matrimonio acordado por ambas partes, la agraviada esposa sorprendió en el juicio de divorcio con una dura estrategia de ataques y reproches, incluida la declaración de que él se sentía atraído por los hombres. Gates se despachó aún más gusto en unas memorias en 1987, tras la muerte del actor, en las que lo acusaba de ser incluso violento.

Lee Garlington, fue su pareja durante dos años y, según Hudson, el verdadero amor de su vida. Garlington lo dejó por el total secretismo en el que debían vivir su homosexualidad.

El 21 de julio de 1985, Hudson apareció en público para promocionar un programa de su amiga Doris Day. Ya estaba visiblemente enfermo. La actriz ha confesado que su buen amigo nunca le dijo que estaba enfermo. «Cuando nos despedimos aquel día, me dio un abrazo enorme y me sujetó un tiempo. Me eché a llorar. Fue la última vez que lo vi».



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sábado, diciembre 21

A lo que nos lleva seguir la corriente

(Una columna de Carmen Posadas en el XLSemanal del 13 de enero de 2019. Sencillamente terrorífico.)

¿Se imaginan a Hitler y un par de párrafos de su Mein kampf figurando con honores en una prestigiosa y muy políticamente correcta publicación feminista? Pues no hace falta que se lo imaginen porque ha ocurrido ya. El texto en cuestión bien podría haber aparecido también en una reputada revista académica dedicada a luchar contra el racismo y la xenofobia, porque lo que descubrieron tres profesores universitarios fue que siempre que lo que uno escriba esté en línea con el ‘pensamiento actual’ no solo es posible que le publiquen cualquier tipo de disparate, sino que también lo eleven a los altares académicos. Rebobinemos ahora para contar que hace unos años tres profesores universitarios, Peter Boghossian, Helen Pluckrose y James Lindsay, decidieron exponer la realidad de lo que ellos llaman «estudios de agravios o quejas», escritos académicos que, en su opinión, están corrompiendo las investigaciones universitarias. Para hacerlo, se dedicaron a escribir artículos en los que se defendían verdaderos dislates que enviaron luego a importantes publicaciones dedicadas a los siguientes temas: estudios de género, teoría crítica de la raza, también de la diversidad sexual y de otras áreas políticamente aceptables. Así, se dieron cuenta de que la actual división de la sociedad en grupos de oprimidos y opresores, muy paradójicamente, da carta blanca para publicar alegatos increíblemente racistas y sexistas siempre y cuando se elija bien la raza o el sexo a los que se quiere denostar. Por ejemplo, en el antes mencionado caso de Mein Kampf, bastó con cambiar la palabra ‘judío’ por el concepto ‘hombre blanco’ para colar esta frase del Führer: «[…] Si no erradicamos al hombre blanco pronto celebraremos el funeral de la humanidad». En otro artículo llamado Reacciones humanas a la cultura de la violación y performatividad en parques urbanos para perros (sic) se sostenía que, para que el feminismo acabara de una vez por todas con las violaciones, había que educar a los hombres igual que si fueran mascotas. Este paper universitario –que fue recibido con enorme entusiasmo hasta el punto de recomendar que a sus autores se les extendiera la beca y se les concediera algún premio– contó sin embargo con un pequeño reproche por parte de los responsables de la acreditadísima revista al que fue enviado: se lamentaba que tal vez, al realizar su estudio, los autores hubieran violentado a las mascotas examinando sus genitales. Por su parte, Entrando por la puerta de atrás, otra original propuesta para luchar contra la homohisteria y la transhisteria masculina, proponía que a partir de ahora los hombres blancos heterosexuales se autopenetrasen con consoladores, una práctica que, con toda seguridad, los volvería menos homofóbicos y más feministas al comprobar en sus carnes los horrores de la violación. Veinte estudios de este tipo lograron publicar los tres profesores hasta que, por fin, uno de sus delirantes trabajos publicado en el Journal of Feminist Geography llamó la atención de alguien que empezó a sospechar de que tal vez, quizá, quién sabe, se tratara de una broma. Boghossian, Pluckrose y Lindsay explicaron entonces que su intención era dar un toque de atención, abogar por que de ahí en adelante las universidades acometieran una revisión exhaustiva de aquello que se publica en el campo de las humanidades, las ciencias sociales y la antropología. Y puestos a revisar, ¿por qué no extenderlo también a otras áreas académicas en las que la corrección política acaba dando por buenos no pocos disparates? ¿Y qué creen que pasó entonces? ¿Que las sesudas y prestigiosas publicaciones académicas pidieron disculpas, entonaron el mea culpa, prometieron enmienda? No, señor. Lo único que ocurrió fue que los tres profesores cayeron en el más negro ostracismo. Todos sus colegas comenzaron a esquivarlos por miedo a ser considerados unos machistas y/o unos fascistas reaccionarios. O dicho en palabras de un buen amigo de Lindsay: «Chico, perdona, ellos saben que los habéis cogido bien cogidos, pero los que están de acuerdo con vosotros, yo incluido, estamos demasiado asustados como para decirlo en voz alta. ¿Tú me comprendes, verdad?».

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viernes, diciembre 20

¿Por qué adornamos con elementos de colores un abeto?


(Extraído de un texto de David Navarro en el Heraldo de Aragón del 8 de diciembre de 2018)

El abeto decorado procede de tradiciones del norte de Europa, donde sus pobladores honraban el nacimiento de Frey, a finales de diciembre, adornando con frutas un árbol perenne. Las bolas que ahora colgamos habrían sustituido a esas frutas. Con la evangelización, la tradición se mantuvo, pero sustituyendo el dios al que se recordaba. La decoración del árbol con velas y objetos comenzó en Alemania a principios del siglo XVII y llegó a Inglaterra en 1820. Pero fue la reina Victoria la que decoró en 1841 el primer abeto para agasajar a su marido, el alemán Alberto de Sajonia.

¿Por qué ponemos el belén en España? Aquí, la tradición insiste en poner el belén por delante del árbol. Pero no es cierto que el abeto adornado sea una costumbre que hayamos copiado de las películas. Esta tradición fue llevada a las Américas en el siglo XV por los españoles, lo que demuestra que ya estaba instaurada en la Península. Aun así, el belén es el adorno más tradicional. ¿Cuál es su origen? Fue San Francisco de Asís quien, tras regresar de Belén impresionado por la visita a la cueva donde nació el Niño, propuso instalar en una gruta de Greccio (Italia) un altar, un pesebre con la imagen de piedra de Jesús y un buey y mula vivos. Se inspiró en los escritos de lsaías, que nombraba a los dos animales. Cuentan que miles de personas acudieron a verlo y que cuando San Francisco tomó la figurita en brazos, esta cobró vida. El milagro llevó a popularizar el belén, sobre todo en Nápoles, donde se convirtió en un arte. De allí trajo la idea en el XVIII Carlos III, rey español y de Nápoles.

¿Cuál es el origen de Papá Noel? El obispo cristiano Nicolás de Bari vivió en el siglo IV en Anatolia (actual Turquía). De él se cuentan muchas historias de su bondad y generosidad, especialmente con los niños. En Holanda se popularizó su imagen con la del bonachón que trae regalos en Navidad, y esa tradición llevaron los inmigrantes a Nueva York, que hicieron de Sinterklaas (San Nicolás) su patrón. Washingon lrvin hizo una sátira escribiendo su nombre como Santa Claus y creció la leyenda: Harper's Weekly lo dibujó barbudo y grueso, vestido de tonos dorados. Otros lo pintarían rojo, tono que popularizó Coca Cola desde 1931.

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