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domingo, enero 31

Pioneras: Jane Digby

 (Un artículo de Antonio Lucas en El Mundo del 14 de agosto de 2015)

Nació en una familia rica de Inglaterra, sorteó la estrecha sociedad victoriana ejerciendo su libertad. Acumuló escándalos y amantes. Hasta que a los 46 años lo dejó todo por el desierto de Siria. Allí vivió 25 años, hasta 1881, casada con un beduino, sin nostalgia de Europa.

La parte exterior de Jane Digby daba una sensación de frivolidad mullida por un afán de sonrisa permanente, como si no acabara de salir de un mundo de merengue y vajillas de porcelana. Pero si uno se fija mucho, principalmente en los saltos de su biografía, la estructura interior de esta dama era robusta y venía salpicada de lecturas, de experiencias libertinas, de hedonismos y de un instinto de libertad propio de quien sabe que cualquier golpe de gloria nunca tiene la resignación como norma.

Desde que fue depositada en el mundo, en 1807, todo apuntaba a que su existencia sólo sería una escala por las cumbres del refinamiento, una vida sin goteras resuelta con la agilidad de quien sabe presentarse en sociedad sin creerse mucho aquello, manejando con perfección el tenedor de plata. Pero la cosa iba a ir por otra senda. Con notable desenvoltura de rebelde, Jane Digby comenzó a dar señales de una personalidad que no se ajustaba al molde y gozaba sobre todo en el rigor de cultivar la inteligencia y el sexo.

Sus primeros años fueron los de una ansiedad en reposo. Recibió la mejor educación que ofrece una familia rica de Dorset (Inglaterra), con un padre enriquecido por el oro de un naufragio y una madre con título de Lady y firmes convicciones religiosas. La muchachita, con 15 años, hablaba y escribía en griego y en latín, además de otros idiomas. Tocaba el laúd y la guitarra. Adquirió maña para el dibujo y depositaba en las visitas una melodía de modales bien asimilados, mientras sus padres le daban besitos de pichón en los entreactos de sus conciertos familiares. Todo estupendo. Todo ridículo.

A Jane Digby, sin embargo, le urgía el mundo. Despreciaba ya el corsé de la moral victoriana. Era una damita segura de sí misma, de las que firman un contrato leonino con el deseo para saltarse todos los protocolos que exige su casta. Así que a los 17 años, cuando ya le preparaban la ruta para ser esposa y madre, decidió casarse de urgencia con Lord Ellenborough, joven parlamentario inglés. Uno de esos hombres de boca dulce, de voz suave, dispuesto, solícito y formal. El 'pollopera' le duró lo que tardó en cruzarse con un primo cimarrón del que quedó embarazada.

A partir de entonces comenzó a fluir por su alcoba una cascada de maridos y amantes entre los que destacaron Luis I de Baviera, Honoré de Balzac, un ridículo conde griego y un turbio general albanés... No tenía normas ni clichés a la hora de escoger los ejemplares que pasaban por su cama. Vivía instalada en el escándalo como una gimnasia. Desafiaba la neurosis puritana ejerciendo de ella misma al trazar su propio atlas de geografía humana. El suyo no era un desacato estético, sino una forma de romper el dogal que la atenazaba. Una actitud con algo de radical que abría las compuertas a un feminismo asumido desde una autonomía de primera calidad. 

Tuvo seis hijos de tres padres distintos. Y nunca olvidó la lectura de Las mil y una noches, donde la sensualidad purificada de Sherezade se le pasó a la masa de la sangre como si estuviese esperando un mensaje así. Una tarde, después de pasarle un péndulo por las partes blandas a su último amante, decidió que ya había acumulado todo el asco necesario para escapar de la sociedad victoriana. Entregó a cada ex marido su lote correspondiente de hijos y en abril de 1853, con un equipaje de señorita de alta sociedad y 46 años, embarcó hacia Oriente Medio para quemar el pasado.

Pisó Damasco con algo de vértigo y mucho de fascinación. Aquel era un mundo de misterios imprevistos. Harenes, bazares, caravanas de beduinos... Siria empezaba a liberarla de esa niebla asfixiante que le surcaba el cerebro. Había algo de temerario en su aventura. Una mujer sola, a mediados del siglo XIX, buscando sin saber el qué y encontrando lo que no sabía que buscaba más allá de los paisajes de Estambul. Y entonces, sí. La revelación llegó en forma de país extraño y de jefe de tribu, la de los Mezrab. Abdul Medjuel el Mezrab, un beduino delicado, moreno, corto de estatura pero exquisito y fascinado por la nueva habitante del desierto se convirtió en su nueva obsesión. Juntos emprendieron un viaje a Palmira y a la sombra del Templo de Bel, entre fastuosas ruinas, sintieron un galope de amor irrefrenable en el que decidieron quedarse a vivir.

Se casaron poco tiempo después en la ciudad siria de Homs, según el rito musulmán. Jane Digby asumió las costumbres árabes, aprendió el idioma y se convirtió en parte de la tribu beduina con unos modales impecables para el desierto. Se establecieron en un palacio de Damasco, donde pasaban seis meses. Los otros seis, en jaimas al resguardo de las dunas. Cambió la indumentaria europea por la túnica. Se tiñó el pelo de azabache y adornaba el canto de sus ojos con khol. Aprendió a montar en camello con la destreza de una amazona de Surrey y en las noches templadas, antes del último té, fumaba en narguile con gran coherencia.

Recorrió Irán, Irak, Siria... Llegó a conocer el desierto mejor que algunos barrios de Londres. Los hombres de su tribu eran unos estetas elegantemente compasivos. Nunca alguien fue tan feliz fuera de casa. En los meses de Damasco ejercía de guía para los pocos extranjeros que querían adentrarse en esas arenas que encerraban el color ámbar del universo.

Esta mujer encontró un equilibrio espiritual que mantuvo hasta el final de sus días. Abdul Medjuel el Mezrab fue su cuarto y último marido. Junto a él se mantuvo 25 años. Borró toda huella emocional de Europa. No sintió jamás el mareo de la nostalgia. Vivía en un mundo adobado con sonido de arrayanes y balidos de cabra. Alcanzó una cota de independencia extraordinaria, a la que sólo llegan algunas biografías. Convirtió en una gimnasia natural su condición de fruta prohibida.

En aquellas noches profundas del sur, Jane Digby asumió nuevos apellidos (Digby El Mezrab) y reinaba entre las dunas consagrada a una vida que tenía su mejor entonación en los periodos nómadas.

Los ecos de sus aventuras llegaban a la casa familiar de Londres reavivando puntualmente el fuego de nuevos escándalos, pero ni se enteraba ni le importaba. La vida era perfecta. El mundo estaba bien hecho. Así fue por algo más de dos décadas. Hasta que en el verano de 1881 contrajo la peste y no aguantó la embestida de las fiebres. Murió a los 73 años, vestida con su atuendo de beduina. Fiel a lo que era. Leal a lo que fue.

Le dieron tierra en el cementerio protestante de Damasco y durante varios días la tribu lloró y cantó vestidos con sus túnicas blancas en señal de daño y de luto. Vieron en ella la reencarnación de Zenobia, la reina de Palmira, la mujer que mucho antes hizo del desierto su talismán.

Jane Digby El Mezrab supo que hay libertades necesarias que constituyen una forma de impertinencia. Suelen ser aquellas que se asumen individualmente con absoluta soberanía, dejando en el camino todo lastre, buscando en el destino un destello que no necesariamente justifique la aventura. Tan sólo basta con que la alumbre.

 

 

 

 

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sábado, enero 30

Los insultos duelen (literalmente)

(Un texto de Antonio Martinez Ron en el XLSemanal del 24 de febrero de 2013)

Los científicos han comprobado que las palabras no son inocentes. Las de rechazo, menosprecio o ruptura amorosa activan las mismas zonas del cerebro que el dolor físico. Expresiones como «me partió el corazón» o «me apuñaló por la espalda» son más literales de lo que parecen y abren un apasionante y nuevo campo de investigación.

«Esto le va a doler». Cuando nos ponen una inyección, esa simple advertencia puede provocar que el pinchazo sea más doloroso. ¿El motivo? Que nuestro cerebro activa la sensación de dolor antes incluso de que la aguja nos haya tocado. ¡Ay!

En la última década, los científicos han demostrado que nuestra sensación de dolor es mayor si nos avisan con antelación del estímulo y que se puede inducir malestar solo con indicar que algo lo provoca. Un grupo de investigadores de la Universidad holandesa de Radboud-Nijmegen lo han comprobado escogiendo a más de cien voluntarios y sometiéndolos a una serie de pruebas. Expuestos a la misma sustancia, aquellos a quienes se avisó de que sufrirían un fuerte picor no pararon de rascarse. Y algo parecido sucedió con los que fueron advertidos sobre el dolor.

«Las palabras pueden predisponernos, porque crean expectativa -asegura el neurólogo Arturo Goicoechea-. Estas modifican las emociones y eso influye en el dolor, el picor y otras circunstancias». En la Universidad alemana de Jena, el investigador Thomas Weiss ha demostrado recientemente que hablar del dolor alimenta el padecimiento. Mediante resonancia magnética funcional, Weiss comprobó que, cuando a los sujetos se los expone a palabras como 'atroz', 'insoportable' o 'punzante', se activa la llamada matriz del dolor, la misma región del cerebro que se pone a trabajar ante los estímulos nocivos. «En estudios anteriores -recuerda Weiss- también vimos que, cuando aplicábamos un estímulo doloroso tras someter a los pacientes a palabras 'nocivas', estos calificaban el dolor como más intenso».

Trabajos paralelos a los de Weiss demuestran que en el denominado 'dolor social' también participan las regiones cerebrales relacionadas con el dolor físico. Varios estudios recientes apuntan que se activa la misma matriz cerebral cuando un individuo se siente abandonado por el grupo o se produce una ruptura amorosa. Las sensaciones físicas y emocionales se entremezclan hasta el punto de que el malestar que provoca un insulto -según ha determinado un estudio de la Universidad de Kentucky- se amortigua en los sujetos que toman una dosis regular de paracetamol. La prueba de que dolor social y dolor físico se retroalimentan está en las palabras que usamos cada día.

El lenguaje está sembrado de expresiones como «me partió el corazón» o «me apuñaló por la espalda», que señalan un dolor físico real, y de términos relacionados con juicios morales, como cuando decimos que algo nos produce asco o repugnancia y sentimos ganas de vomitar. Este factor social y emocional está ayudando a resolver una de las grandes cuestiones que intrigaban a los médicos en los casos de dolor crónico. ¿Por qué, ante una misma lesión, unos pacientes quedaban doloridos de por vida y otros no? En algunos casos, la ausencia de daño físico resulta desconcertante.

Analizando con escáner la respuesta al dolor de individuos que han sufrido una lesión de espalda, se ha observado que el factor emocional es determinante. Aquellas personas que tienen una mayor relación entre la corteza frontal y el núcleo accumbens, encargados de las emociones y la motivación, están más predispuestas al dolor crónico. Tanto que los científicos pudieron predecir con un 85 % de precisión quién lo iba a desarrollar una vez que la lesión había sanado. 

«Las palabras no solo cambian lo que percibimos, sino también lo que hacemos». Susana Martínez-Conde dirige el Laboratorio de Neurociencia Visual del Instituto Barrows, en Phoenix (Estados Unidos), y estudia desde hace años la forma en que los magos engañan nuestros sentidos. Una de las técnicas más utilizadas se conoce en psicología como primado (en inglés, priming) y consiste en exponer al sujeto a unos estímulos que van a condicionar su respuesta.

«Un buen ejemplo -recuerda Susana Martínez-Conde- es un experimento en el que se enseña un accidente de circulación a un grupo de individuos y se les pide que valoren qué coche de los implicados va más rápido: los que escuchan que el coche rojo 'choca' hacen una estimación de velocidad más baja que aquellos a quienes se dice que el coche rojo 'se estrella'».

Los magos utilizan estos resortes psicológicos para condicionar nuestra respuesta en algunos trucos, como aquellos en los que nos piden que pensemos un número que previamente han deslizado en nuestra mente de manera sutil. Los efectos del primado actúan a nivel inconsciente e influyen en nuestra forma de actuar y hasta en nuestros juicios de valor.

El profesor Jaume Rosselló, de la Universidad de las Islas Baleares, ha realizado algunos experimentos con priming y juicio moral. «Hemos comprobado -asegura- que la presentación de imágenes impactantes (gore, para entendernos) provoca que seamos más permisivos ante un dilema moral». En la prueba plantean, por ejemplo, el problema de una madre que debe sacrificar a uno de sus dos hijos para que no mueran los dos. Aquellos que han visto imágenes más violentas tienden a comprender mejor su decisión que los que han visto imágenes neutras. «Esto tiene implicaciones interesantes -reflexiona el profesor Rosselló- porque en los telediarios vemos imágenes de guerras antes de otras informaciones, y eso nos puede influir. O imaginemos lo que sucede con la sucesión de casos que estudia un juez».

¿Puede una palabra mal elegida por el médico hacer empeorar al paciente? La respuesta es 'sí', aunque los mecanismos del conocido como 'efecto nocebo' son tan desconocidos aún como los del placebo. El profesor Weiss está convencido incluso de que los efectos secundarios de los que se informa en los prospectos de los medicamentos producen más efectos adversos entre quienes los leen. «Desgraciadamente, no se me ocurre una manera de solucionar este problema», confiesa. Arturo Goicoechea, por su parte, cree que algunas intervenciones perjudican al paciente por culpa de una 'cultura del dolor' errónea que asocia dolor con daño, cuando no necesariamente van unidos. «El dolor es una estimación estadística del cerebro que activa una respuesta porque considera que existe una amenaza. Pero a veces se equivoca», dice. Goicoechea pone como ejemplo algunos estudios que señalan que ante los casos de latigazo cervical -producidos por accidente de coche-, los pacientes a los que se pone collarín y se los incita a ser muy cuidadosos terminan desarrollando un dolor crónico con mayor frecuencia que aquellos a los que no se inmoviliza ni condiciona.

«Las últimas investigaciones apuntan que el dolor es más una emoción que una sensación. Dependiendo de nuestro estado emocional podemos interpretar el mismo estímulo de manera distinta», recalca Martínez-Conde. Por eso, en algunos casos la solución empieza a pasar por enseñar a los pacientes a reaprender el dolor.

Algunas afecciones neurológicas han ayudado a comprender el componente emocional del dolor.

Existe una extraña enfermedad, denominada 'indiferencia congénita al dolor', por la que las personas son capaces de sentirlo pero, como no le dan un valor emocional, les resulta indiferente. «En un congreso reciente -recuerda Martínez-Conde- conocimos a un forzudo muy popular en Estados Unidos llamado Dennis Rogers, que es capaz de partir guías de teléfono con las manos o detener un avión con unas cadenas. Él está seguro de que es capaz de hacer estas cosas no por su condición física, sino porque el 99 por ciento de la gente se detiene cuando alcanza un límite de dolor que él puede superar». Esta condición relativa del dolor es algo que podemos experimentar en nuestra vida cotidiana. Las agujetas y el dolor muscular que sentimos tras hacer deporte nos resultan llevaderos porque tenemos clao su origen y sabemos qué significan. Si nos asaltara una molestia de la misma intensidad sin motivo aparente, lo más probable es que acabáramos aterrados y en la consulta de urgencias.

El escáner de la verdad

Rechazo social

Naomi Eisenberger, de la Universidad de California, pidió a unos voluntarios sometidos al escáner de resonancia magnética que participasen en un juego de ordenador en el que tres personas se pasan un balón. Pronto dejan de pasarle la pelota al voluntario. Ese menosprecio (no querer jugar con él) provoca sobrecargas de tensión en el córtex del cíngulo anterior, región clave de la red del dolor.

Angustia

El rechazo también provoca sobretensión en la ínsula anterior, área que responde al sufrimiento que nos causan, por ejemplo, un corte o una fractura ósea. La angustia que provoca un insulto es similar a la respuesta emocional al dolor físico.

Ruptura amorosa

A 40 personas que habían vivido una separación reciente se les pidió que miraran una foto de su expareja y revivieran la ruptura. Los centros del cerebro que registran la incomodidad física derivada de un golpe o herida también se activaron al rememorar su separación.

Palabras que 'emborrachan'

Algunos experimentos demuestran cómo el factor emocional de ciertas palabras puede alterar por completo nuestra percepción:

Descontrolados al volante: Jaume Rosselló, de la Universidad de las Islas Baleares, diseñó un experimento para comprobar cómo la ingestión de alcohol podía alterar la atención. Un grupo ingería cierta cantidad de alcohol; otro, sin saberlo, una bebida sin alcohol (un placebo). Como esperaba, el resultado mostró que el alcohol alteraba la capacidad de atención, pero la prueba le reservaba una sorpresa: resultó que la expectativa de beber alcohol también alteraba la forma de conducir en quien había tomado el placebo. «Vi gente mareada, colocada y con ataques de risa sin haber tomado ni una gota de alcohol», recuerda.

Reacción lenta: Las palabras interfieren en nuestra expresión verbal. Para medir su impacto, los psicólogos utilizan una prueba llamada 'Stroop emocional'. El efecto Stroop, bautizado así por el investigador que lo descubrió, es una interferencia cognitiva que se produce cuando vemos aparecer palabras que designan colores -azul, verde o rojo- en un color distinto del que indica la palabra. En esta línea, otros psicólogos descubrieron que la interferencia -el tiempo de más que tardamos en responder- también se produce con palabras con una fuerte carga emotiva, frente a las que nos resultan neutras. «Somos más lentos ante palabras como 'cáncer' o 'muerte' por lo que nos afectan», explica Rosselló.

Un chiste del 'priming': El primado o priming consiste en exponer al sujeto a unos estímulos -en este caso, verbales- que condicionan su respuesta. Haga esta prueba sencilla y responda en voz alta, con rapidez y sin pensar las preguntas que formulamos: ¿de qué color es la nieve? ¿De qué color son las nubes? ¿De qué color es la nata montada? ¿De qué color son los osos polares? ¿Qué beben las vacas? Si usted ha respondido que «las vacas beben leche», ha sido víctima del priming. En este ejemplo clásico, la introducción de conceptos como 'blanco' o 'nata' predisponen a hacer la asociación mental.

Algunas notas sobre la percepción del dolor

El sistema límbico, el centro de control de las emociones, es donde el significado del dolor es interpretado. Los siguientes factores pueden influir en cómo interpretamos el dolor:

  • Genética. Las personas con una mutación del gen OPRM1 son más sensibles al dolor físico
  • Formación. Cómo se desarrolla la primera niñez determina la sensibilidad del individuo
  • Cultura. Los factores culturales relacionados con la supervivencia de la “tribu” influyen.

Cómo se percibe el dolor varía entre cada individuo y depende de la salud general, las experiencias anteriores, el estrés, ansiedad y depresión, y la motivación.

Los insultos o el rechazo social activan las mismas áreas del cerebro que el dolor físico. Los insultos también generan tensión en la ínsula, determinante en la experiencia del dolor. La ruptura amorosa activas las mismas áreas cerebrales que una herida. El rechazo social provoca sobre tensión en el cortex del cíngulo exterior.

Algunas notas sobre el rechazo al dolor

Tanto el amor romántico como la distracción pueden realmente ayudar a reducir la sensación de dolor, pero ambos utilizan sistemas cerebrales diferentes. La distracción usa sistemas cerebrales de la corteza exterior. El amor usa sistemas del cerebro y del bulbo raquídeo relacionados con el impulso y el deseo.

Algunas circunstancias pueden atemperar el dolor: si crees que sirve para algo, si piensas que ha sido un accidente, si se da en una situación esperable o si conoces el tipo de dolor.

En situaciones extremas de emergencia, no duele. Es la llamada analgesia del estrés, derivada del ‘baño de endorfinas’.

Un experimento curioso: duele menos si miras una zona dolorida con unos prismáticos al revés. Según un estudio de Oxford, ayuda a alejarla visualmente.

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viernes, enero 29

Bajo la lupa: el zumo y los catarros

(Un artículo de Fernando Gomollón-Bel en el suplemento Tercer Milenio del Heraldo de Aragón del 13 de diciembre de 2016)

El desmitificador se pregunta en esta ocasión si la vitamina C previene o cura los catarros. Y aún más: si sus efectos desaparecen cuando tardamos en tomarnos el zumo de naranja. Cientos de estudios han abordado el efecto del ácido ascórbico sobre la salud.

EL MITO

Llega el invierno, el cierzo sopla con fuerza y, a este paso, no tardaremos en pillar el primer resfriado de la temporada. Pero bueno, hoy en día es fácil ir al súper y conseguir naranjas. Nos hacemos un zumico de buena mañana durante un par de días y listo. Adiós catarro. No hay bicho que pueda resistir la acometida del ácido ascórbico, más conocido por su apodo, vitamina C. Pero, ¿es buena la vitamina C para prevenir o curar los catarros? Y lo que realmente preocupa al común de los mortales: ¿de verdad se evapora si nos olvidamos el zumo en la mesa?

VERDADERO O FALSO

En primer lugar, lo de beberse el zumo rápido no tiene ni pies ni cabeza. La vitamina C es un producto muy hidrofílico, muy amante del agua. Disuelta en el zumo, está más contenta que unas castañuelas. Es cierto que, al cabo de largos periodos de tiempo en contacto con el aire, la vitamina C del zumo puede oxidarse. Pero no hay que preocuparse, esta reacción puede tardar más de 12 horas. Además, nuestro cuerpo no distingue la vitamina C oxidada de la normal, salvo porque la nota un poquito más amarga, tal y como explica el nutricionista Julio Basulto.

Pero vamos al asunto con más miga: ¿el ácido ascórbico previene los catarros? Este mito es tan, tan común que algunas guías médicas aún afirman que la vitamina C acorta los resfriados. El uso de la vitamina C contra los resfriados fue popularizado en los setenta por el químico y dos veces premio Nobel Linus Pauling. Él defendía que tomar altas dosis de vitamina C ayudaba no solo a prevenir los catarros, sino también todo tipo de enfermedades. Estaba tan convencido que él mismo tomaba varios gramos de vitamina C al día.

No obstante, los científicos han realizado desde entonces cientos de estudios y ninguno ha demostrado las afirmaciones de Pauling. Es más, dosis muy altas pueden ser tóxicas y provocar náuseas y diarreas. Lo único que previene la vitamina C es el escorbuto, y con la que tomamos en frutas y verduras hoy en día ya es más que suficiente. En la biblioteca Cochrane, donde los médicos almacenan miles de estudios clínicos controlados, hay varios artículos sobre el tema y todos coinciden: la vitamina C no previene los catarros. A veces los acorta un poquito, pero las pruebas científicas no son concluyentes. Sí se ha demostrado que ayuda a quienes realizan actividades deportivas intensas, aunque no está claro por qué.

Si pese a todo decides tomar vitamina C cuando estés pachucho, ten en cuenta que las naranjas no son las frutas con más cantidad de este nutriente. Los kiwis tienen mucha más. Y los pimientos rojos baten récords con casi cuatro veces más, así que igual mejor tomarte un buen plato de fritada.

DE PROPINA

La falta de vitamina C provoca una enfermedad llamada escorbuto. Los síntomas incluyen debilidad, cansancio, dolor muscular y, en casos muy extremos, pérdida de dientes. Aunque los egipcios ya la habían documentado hace más de tres mil años, se hizo especialmente popular en la época de los conquistadores y los largos viajes en barco. Entonces no había neveras, y era complicado transportar fruta y mantenerla en buenas condiciones. Al cabo de los meses, la mayor parte de los marineros acababan cayendo enfermos. Fijaos bien en las películas: veréis pocos piratas con sonrisas Profident.

Esto, lógicamente, preocupaba mucho a los marinos. Vasco de Gama perdió a 116 miembros de su tripulación (de 170) por culpa del escorbuto, y en la expedición de Magallanes sobrevivieron solo 22 de 230. Algunos historiadores apuntan a más de dos millones de marineros muertos por escorbuto entre comienzos del siglo XVI y finales del XVIII.

La búsqueda de un remedio llevó al médico escocés James Lind a realizar lo que hoy se considera uno de los primeros estudios clínicos controlados. En 1747, Lind seleccionó a varios marinos enfermos tras varios meses de viaje y los dividió en grupos que alimentó de manera similar pero aportando un suplemento diferente: sidra, salsa picante, limones y naranjas... Observó que quienes tomaron fruta mejoraron notablemente, pero sus resultados, publicados en el libro ‘Tratamiento del escorbuto’, pasaron desapercibidos.

En 1794, el almirante inglés Alan Gardner llevó en su viaje sin paradas a la India barriles de zumo de limón. Al llegar, vio que muy pocos habían enfermado de escorbuto y recomendó a la Marina que incluyera en los menús cítricos y zumos de fruta.

PARA SABER MÁS

La vitamina C es la punta del iceberg. Basta con ver la tele diez minutos para oír los nombres de cientos de suplementos que, supuestamente, son imprescindibles si queremos tener una vida sana: omega tres, lactobacillus, triptófano, ginseng. Pero, ¿funcionan? ¿O, como la vitamina C, son solo mitos? Nadie mejor para explicarlo que José Manuel López Nicolás (@ScientiaJMLN), reconocido divulgador científico y experto en desmontar los grandes engaños de los anuncios de comida, cosméticos y parafarmacia. La recomendación del desmitificador de este mes es ‘Vamos a comprar mentiras’ (editorial Cálamo, 21,90€, ISBN 9788496932951). Un libro que no pretende que dejemos de comprar yogures con bífidus, sino poner en nuestra mano toda la información posible para que, al ir al súper, sepamos escoger sin caer en las zarpas de lo que José llama «márquetin pseudocientífico». Un libro estupendo para poder rebatir a tu cuñado durante las siempre divertidas cenas navideñas.

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