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lunes, octubre 30

El Escorial, entre frescos y criptas

(Un artículo de Pedro Jesús Fernández en el suplemento de viajes de El País del 28 de febrero de 2020)

El Escorial, una monumental obra arquitectónica de 33.000 metros cuadrados, atesora en sus dependencias una valiosa colección de arte, De los tizianos de la iglesia vieja a las acuarelas de Durero en la alcoba real.

Ocurre con el monasterio de El Escorial y con el hombre que lo dotó de todo su significado, Felipe II, lo mismo que con el patriotismo español: para buena parte de una generación elogiarlo parecía algo poco fino, de escasa sensibilidad democrática. Formaba parte de un país obscuro al que no se quería regresar. De hecho, Felipe II (1527-1598) nunca tuvo buena imagen, ni en su época, que dominó como nadie, ni ahora. Quizás por eso, frente a la verdad histórica, la de un monarca sutil, paciente, poliédrico, capaz de hablar con varias voces, pervive su otra cara, también cierta, pero mucho más banal, la del rey vestido de negro perpetuo, de carácter seco y hasta despectivo, la del hombre atrapado por la fe y las sombras de la soledad en los corredores infinitos del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Alguna vez esta desmesura —2.676 ventanas, 1.200 puertas, 88 fuentes,16 patios y 89 escaleras— se ha definido como ceremonial de piedra. 33.000 monumentales metros cuadrados, declarados patrimonio mundial en 1984, que tardaron unas tres décadas en ser construidos.

La verdad es que los españoles, como les ocurre a los ciudadanos de otros países, también necesitamos interpelar a nuestra patria, cuestionar los disparates cometidos en su nombre, aprender a lamernos las heridas y volver a defender con vehemencia nuestras raíces, nuestra pertenencia. La verdad es que el monarca más poderoso de la historia fue un príncipe del Renacimiento que había vivido en cuatro países, hablaba razonablemente otros tantos idiomas, escribía bien —se comunicaba por cartas—, amaba la música —tocaba la vihuela, el laúd y el clavecín— y estaba más que interesado, imbuido, por la ciencia de la época, la astrología y la alquimia.

Basta darse un paseo por el Museo del Prado o el mismo Escorial para percibir la amplitud de su cultura: un protector de las artes, amigo de Tiziano, que murió rodeado de 15 cuadros de El Bosco. Alguien que, en medio de la nada absoluta, eligió en 1562 el emplazamiento de un inmenso edificio como contenedor de un monasterio, un palacio, un panteón real (en el que están enterrados casi todos los monarcas de España posteriores a Carlos V), un colegio, una basílica, un hospital y una biblioteca. El solar estaba al pie de uno de los cerros sagrados de los celtas carpetanos, el monte Abantos (60 kilómetros al norte de Madrid), cuya fiesta, dedicada al dios Lugh, se celebraba en agosto, coincidiendo con la del martirio en la parrilla de San Lorenzo, el diacono romano originario de la Hispania Tarraconensis a quien, según la tradición, el papa Sixto II entregó el Santo Grial para que lo trasladara a la tierra de sus padres, Huesca, y fuera depositado en San Juan de la Peña, el santuario de los reyes navarros y aragoneses.

De modo que, a propósito de El Escorial, sumamos la conmemoración de la batalla de San Quintín, a San Lorenzo, a los celtas y hasta el Santo Grial y seguimos sin acercarnos al núcleo. Puede que Felipe II quisiera celebrar victorias y tuviera otras razones, pero su objetivo final era otro. Su enunciado es simple, bastan dos palabras: monarquía universal. El sueño transmitido como herencia por su padre, el emperador Carlos V, quien, tras el saco de Roma, albergó la ambición imperial de unir a todos los hombres bajo la misma cabeza y la misma religión. El sueño de la Contrarreforma. El sueño de plasmar en piedra los principios de un sistema global administrado desde España y el Vaticano. El sueño de levantar una basílica cuyos muros y bóvedas contuvieran los números, es decir, los símbolos, de las grandes construcciones sagradas; de disponer una biblioteca donde se hiciera patente la metáfora de un orden cósmico que conectara las leyes divinas con el saber acumulado. El sueño del tránsito de la Jerusalén celeste a la Jerusalén terrestre. Un edificio, en suma, tan emblemático que significara para los católicos lo que el templo de Salomón había significado para los hebreos.

Dicho y hecho. En 1562, el rey confió al arquitecto Juan Bautista de Toledo el proyecto del monasterio —la traza universal—, que continuaría Juan de Herrera. Y, unos años después, encargó al jesuita Juan Bautista Villalpando que investigara en Roma la reconstrucción del templo de Jerusalén sobre la premisa de que fue diseñado por Dios mismo. En otras palabras, si el templo de Salomón contenía las reglas de la arquitectura revelada, su conocimiento nos permitiría deducir la arquitectura perfecta. La explicación que elaboró ViIlalpando fue muy hábil, conseguía reconciliar el ingente caudal de cultura clásica exhumado por los humanistas con la doctrina cristiana. Dios habría creado el estilo clásico para su templo de Jerusalén y desde allí se propagó a Grecia y a Roma.

Tributo a Jerusalén

La idea de El Escorial como restablecimiento del templo de Jerusalén y de Felipe II como nuevo Salomón era sólida. Hasta hay un cuadro en la catedral de Gante con un retrato suyo caracterizado como tal. Ambos complejos arquitectónicos comparten ideas esenciales, que, en el caso de El Escorial, se adecuan con la descripción del historiador romano Flavio Josefo del plano del templo y hasta del sello del anillo salomónico. También se organizan con similar estructura: palacio, mausoleo y monasterio. Desde El Escorial nunca hubo el menor problema en reconocer el tributo al templo judaico; por ejemplo, en los frescos de la celda del prior con episodios de la vida de Salomón y, sobre todo, por otra pintura situada en la bóveda del coro de la basílica, Dios padre sentado sobre un objeto insólito, un hexaedro perfecto: un cubo. No puede ser casual. El recinto sagrado del tabernáculo del templo de Jerusalén, el santa sanctórum, era un cubo perfecto; la Kaaba de La Meca, ya saben, también lo es.

Bastaba prestar atención. Las explicaciones suenan redundantes tras cruzar la puerta del monasterio, cuando se accede al Patio de los Reyes, llamado así por las colosales efigies de los monarcas de Israel que presiden la fachada de la basílica. Levantemos la vista, David y Salomón, con coronas doradas, parecen invitarnos a ingresar en su templo, mientras que a la espalda, al otro lado del patio, se despliega la fachada del otro templo del monasterio, el dedicado al conocimiento: la biblioteca. ¿Cabe una expresión más clara del estilo del gran Renacimiento?

Ingresemos en la basílica. Si fuera el Día de Todos los Santos, estarían desplegados los relicarios, los grandes armarios de los muros. Más de 6.000 reliquias en delicados contenedores —de plata, madera y piedras preciosas— con formas muy variadas: cabezas, brazos, estuches piramidales, arquetas, etcétera. El mayor depósito de hombres santos de la Antigüedad, la mayoría con certificado de origen, a menudo compradas personalmente por Felipe II en sus viajes por Alemania, los Países Bajos o Italia. Objetos de poder para su protección y la de su estirpe, como la lanza de Longinos que hirió el costado de Cristo, protegió a su padre en la batalla de Mühlberg y retrató Tiziano.

Felipe II se aferraba tanto a lo indecible —Dios, la monarquía universal— como al fetichismo de lo concreto, las reliquias y los objetos esotéricos; un supersticioso que combinaba el interés por la ciencia —la física, la astronomía— con la alquimia, la cabalística y el esoterismo. Según parece, decidió su vestimenta por influencia del Picatrix, un libró de magia y astrología del siglo XI, titulado en árabe El propósito del sabio, donde se aconseja el color negro para atraer la influencia de Saturno, planeta de la inteligencia y la melancolía. Un detalle más: el espejo mágico de obsidiana de origen azteca que Felipe II, durante su estancia en Londres, regaló al famoso mago y alquimista John Dee; se convirtió en el objeto más preciado de este mientras recorría las cortes de Europa espiando para Isabel I. ¿Saben que John Dee firmaba sus informes a la reina como 007? El espejo se exhibe hoy con primor en el British Museum londinense.

La sacristía de El Escorial está hoy cerrada por razones enigmáticas, pero tiene una espléndida bóveda, las paredes están cubiertas de obras de. Tiziano, Ribera y Luca Giordano, y culmina con un altar mayor construido con mármoles, jaspes y bronce. En el centro, un extraordinario lienzo de Claudio Coello, a cuyo lado palidecen el resto de pinturas, actúa como espejo, pues muestra una escena que ocurrió aquí mismo: el traslado de la Sagrada Forma desde la sala de reliquias hasta un camarín situado detrás del cuadro. Una vez al año, el último domingo de septiembre, se abre la sacristía y se despliega la liturgia de la Contrarreforma: movida por poleas, la pieza de Claudio Coello desciende y desaparece, dejando en su lugar una joya, el Cristo dorado de Pietro Tacca y el altar que contiene la Sagrada Forma. No sedo pierdan, ya no quedan espectáculos barrocos en España.

A pesar de lo sencillo que sería sustituir alguna de las celosías por un vidrio, tampoco es posible contemplar ni el claustro de los Evangelistas ni su magnífico templete desde la galería. De modo que nos internamos en las salas capitulares y la celda del prior para visitar la imponente colección de pintura —Van der Weyden, El Bosco, Velázquez, El Greco, Zurbarán, Tintoretto, Veronés, Van Dyck, entre otros grandes—, y luego nos dejamos llevar entre los corredores hasta uno de los espacios más hermosos del conjunto, la iglesia vieja, donde se confrontan la penumbra del espacio vacío con óleos del mejor Tiziano, el maduro, el que no tenía nada que demostrar y "ensuciaba" los colores en su búsqueda de las tonalidades sordas quebradas (apagadas), el que pintaba con lo que fuera menester, hasta con los dedos.

Después toca volver sobre nuestros pasos para saludar al crucifijo de tamaño natural de Benvenuto Cellini y cruzar, desde la basílica, al otro templo del lugar: la biblioteca. Mientras atravesamos los pasillos de El Escorial, fijamos la mirada. Sí, aquí es posible sentir el silencio al que se refería Rimbaud —j’écrivais des silences—, no hay trama, no hay temas centrales, todo queda disuelto en secuencias. La biblioteca está en un grandioso salón, único, como el conocimiento, aunque sus miguelangelescos frescos del techo están divididos en tramos para representar las diversas escalas del aprendizaje, la filosofía, la teología y las siete artes liberales. La idearon dos teólogos, consejeros del rey, vigilados de cerca por la Inquisición; José de Sigüenza, autor del programa iconográfico, y Benito Arias Montano, el bibliotecario y fueron realizados por Pellegrino Tibaldi y sus colaboradores. Hay que detenerse en los frescos dedicados a los filósofos matemáticos, como los gimnosofistas y los pitagóricos, que intentaban averiguar las cualidades del alma a través de los números. Debajo de este cántico a la geometría sagrada, 40.000 volúmenes con los lomos invertidos.

Salgamos a los jardines. Diseñados por Juan de Herrera sobre un enorme talud de piedra abierto a los campos castellanos, estaban cubiertos de flores, muchas medicinales, formando una serie de tapices que se comparaban con las alfombras de Estambul y Damasco. Deambulamos entre el Jardín Real, el de Frailes y el de Convalecientes entre árboles frutales y perspectivas geométricas de boj, recordando que se incorporaron 400 especies botánicas traídas de América. Levantamos la vista para contemplar el edificio. Desde aquí se solapan las imágenes del agua y los setos rectangulares contra la arquitectura lineal, hipnótica, del conjunto.

Vayamos ahora a la casa del rey, a su palacio. Por el camino atravesamos la infinita Sala de las Batallas, con minuciosas descripciones de las victorias de los ejércitos hispanos y verificamos la intuición: es cierto, todo el edificio es una metáfora de Felipe II. Lo confirman sus aposentos, íntimos, modestos, sin el menor aspaviento, excepto por las paredes: acuarelas de Durero y óleos de Patinir. Y eso que faltan las joyas de Tiziano y El Bosco, cuya Mesa de los pecados capitales (1505-1510) estaba junto a la cama y que actualmente se exhibe en el Prado. Todo un programa.

Nos despedimos imaginándole en sus últimas jornadas, aquejado de gota, oyendo misa piadosamente desde el lecho. Era su último privilegio, la ventana de su dormitorio está situada sobre el altar mayor de la basílica. Es un anciano cadavérico que se pudre con lentitud, al que rociaban de vinagre para tolerar el hedor. Tiene la mirada fija en las esculturas doradas que retratan a su padre y a su familia de rodillas, orando; él parece musitar con anticipación uno de los antipoemas de Nicanor Parra: "Todo se redujo a la nada y de la nada va quedando poco".

 

Otras visitas cercanas - Más allá del monasterio

Teatro Real Coliseo de Carlos III

A pocos pasos del monasterio de El Escorial espera esta preciosa bombonera construida en el siglo XVIII siguiendo los modelos de los teatros barrocos franceses y napolitanos. Es uno de los teatros cubiertos más antiguos que se conservan en España. comunidad.madrid

Casitas del Infante y del Príncipe

En realidad son palacios neoclásicos firmados por el arquitecto del Museo del Prado, Juan de Villanueva. La del Príncipe, para el futuro Carlos IV, y la de su hermano Gabriel, llamada del Infante, concebida para albergar conciertos. Ambas están rodeadas de magníficos jardines de inspiración italiana, con cedros, pinsapos y secuoyas gigantes. Deben visitarse con guía (5 euros). Patrimonionacional.es

Silla de Felipe II y bosque de la Herrería

Desde este lugar el monarca seguía el avance de las obras de El Escorial. Se accede por la M-505. La ruta es sencilla y contiene ermitas, cuevas, rincones de yedra, arroyos, fuentes y magníficos ejemplares de árboles, como el arce de MontpeIlier. Patrimonionacional.es

Más pistas oxigenantes

Por ejemplo, los diversos caminos que se dirigen hacia el monte Abantos (1.753 metros), por encima de El Escorial. Otra posibilidad cercana, en la carretera que sube al puerto de Malagón, es visitar el Arboreto Luis Ceballos, un centro de. educación ambiental con unas 250 especies diferentes de árboles y arbustos autóctonos de la península Ibérica y Baleares. arboretoluisceballos.blogspot.com

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sábado, octubre 28

Egipto en cinco minutos (y en cinco faraones)

(Un texto de Ana Tagarro en el XLSemanal del 10 de noviembre de 2019)

Una de las más grandes civilizaciones en la historia. La historia del Antiguo Egipto dividida en cinco faraones…

2589- 2566 A.C.

Keops, las pirámides y el cambio climático

El reinado de Keops –que da nombre a la Gran Pirámide Giza– marca el máximo esplendor de los faraones; y las pirámides, una escalera hacia la vida eterna, son muestra de ese poder. El último gran faraón del Imperio Antiguo fue Pepy II, que gobernó del 2255 al 2165. Después de él llegó la anarquía a un país agotado y sin recursos. Recientes estudios señalan que aquella crisis se debió a un cambio climático que convirtió en desierto lo que era sabana (de ahí que los jeroglíficos dibujen antílopes, monos y otros animales de la sabana) y redujo su ‘despensa’ a los estrechos márgenes del Nilo.

1490-1468 A.C.

Hatshepsut, la reina faraón y el feminismo

Hatshepsut no fue la única reina-faraón (hubo al menos otras tres), pero es la más conocida. Debía suceder en el trono a Tutmosis I, su padre, pero los ‘poderes fácticos’ de palacio conspiraron para que heredase un hijo varón de una esposa secundaria: Tutmosis II. Y la obligaron a ella a casarse con él, su medio hermano. Lejos de conformarse, convenció a los sacerdotes para revertir la situación. Tutmosis II murió pronto y, aunque heredó Tutmosis III, el hijo de una concubina, Hatshepsut logró asumir la regencia y finalmente se autoproclamó faraón. Se hizo representar como un hombre, con la barba postiza.

1366-1327 A.C.

Tutakamón, el culebrón de los Amarna

Tutankamón fue un faraón breve y habría pasado inadvertido de no haberse encontrado su tumba casi intacta. Fue nombrado faraón con 8 o 9 años y murió con 18 o 19, de ahí que sea conocido como el faraón niño.

1. El padre en la picota

Tutankamón era hijo de Akenatón, un faraón muy impopular por perder guerras y territorios importantes como Siria. Instauró el monoteísmo, el culto a un solo dios: Atón, rey del Sol, y creó una capital para ello, Amarna. Pero el pueblo lo culpó de las derrotas y, con él, a Atón. Tutankamón tuvo que volver al politeísmo y dejó Amarna para instalarse en Tebas –hoy, Luxor–.

2. Madre y madrastra

La gran esposa de Akenatón fue Nefertiti, pero solo tuvieron hijas, seis. Y tenían prioridad los varones, así que heredó Tutankamón, hijo de una segunda esposa, cuya momia, conocida como ‘la dama joven’ se identificó en 2010. El ADN de esa momia demostró que, además de esposa de Akenatón, era su hermana. El faraón también se casó con una de las hijas que tuvo con Nefertiti. ¿Se ha perdido? No se preocupe. El incesto era habitual entonces para –creían ellos– preservar la pureza de su sangre. Tutankamón también se casó con una medio hermana, Anjesenamón, hija de Nefertiti.

3. El consejero y el general

Al ser Tutankamón un niño cuando llegó al poder quien gobernaba en realdiad era su consejero, Ay, que era el padre de Nefertiti y el ‘malo’ de la película. Ay ya había servido a Akenatón; controlaba el palacio. La muerte prematura de Tutankamón le dio la oportunidad de ser faraón él mismo. Pero para lograrlo tenía que darse prisa y aprovechar que su gran rival, el general Horemheb, estaba lejos luchando en una guerra. Por eso Ay enterró a Tutankamón precipitadamente y se casó enseguida con su viuda, que era su nieta. Ay fue faraón pero murió cuatro años después, y le sucedió en el trono Horemheb, que gobiernó 27 años.

1279-1213 A.C.

Ramsés II, el megalómano lujurioso

Ramsés II es el faraón más conocido porque construyó enormes templos en su honor y, además, colocó su rostro en miles de estatuas que antes representaron a sus antecesores. Conocido como el rey guerrero, a los 16 años ya mandaba sobre el ejército (además de estar casado y tener cuatro hijos). Recuperó los territorios de Siria que había perdido Akenatón, el padre de Tutankamón, asegurando la prosperidad. Tuvo decenas de esposas (la gran esposa real fue la bella Nefertari) y concubinas y tuvo cientos de hijos. Lo sucedió Merenptah, su decimotercer hijo, porque los mayores habían muerto. Ramsés II gobernó 66 años.

51-30 A.C.

Cleopatra, la caída del Imperio egipcio

Cleopatra –una mujer educada por su padre, Ptolomeo II, para gobernar– tuvo que hacerlo en una corte donde los asesinatos estaban a la orden del día. Así que para sobrevivir se alió con el poder emergente, Roma. Y lo hizo convirtiéndose en amante de Julio César, primero, y de Marco Antonio, después. Aunque en la única imagen que se conserva de ella es más parecida a Angelica Huston que a Elizabeth Taylor, su poder de seducción le sirvió para reinar 20 años (aunque ya sin el poder de los faraones). Pero, muerto Marco Antonio, Octavio decidió acabar con ella. Y Cleopatra se anticipó quitándose la vida. Egipto pasó a ser una provincia más del Imperio romano.

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jueves, octubre 26

The Mysterious Origins of the Phrase ‘The Whole Nine Yards’

 (An article by Ellen Gutoskey published on www.mentalfloss.com on 15th March, 2022)

In 1982, New York Times language columnist William Safire appeared on Larry King's radio show and asked the general public to help him solve what he’d later describe as “one of the great etymological mysteries of our time.” What were the yards in the phrase the whole nine yards originally measuring?

A Texas seamstress speculated that it could have been fabric. “If you had a fancy dress,” she said, “you must have used the whole nine yards of the bolt.” A Connecticut man wrote in to claim that it was actually cement, as some cement trucks carry a maximum of nine cubic yards. Fred Cassidy, founder of the Dictionary of American Regional English, had another idea. Yard was an old nautical term for a wooden rod connected to a sailing ship’s masts to support its sails. Square-rigged, three-masted ships had three yards each, said Cassidy, “so the ‘whole nine yards’ would mean the sails were fully set.”

Far from solving the mystery, Safire’s crowdsourcing campaign simply deepened it. Over the next few decades, professional and amateur linguists alike would trawl through newspaper archives and other databases to try to settle the debate surrounding the whole nine yards once and for all.

From Nine to Six
 
Four years after Safire’s 1982 plea, the Oxford English Dictionary printed a supplement dating the whole nine yards back to 1970. Jonathan E. Lighter’s Historical Dictionary of American Slang, published in the mid-1990s, unearthed a slightly earlier citation: Elaine Shepard’s 1967 Vietnam War novel, The Doom Pussy.  


As Yale Law librarian Fred R. Shapiro wrote in a 2009 article for the Yale Alumni Magazine, it seemed likely at the time that the phrase had originated in the Air Force. The Doom Pussy followed Air Force pilots, and other mentions of the whole nine yards from the era also involved that particular military branch. One theory held that the nine yards first referred to certain 27-foot-long ammunition belts used by Air Force pilots in World War II.

Then, in 2007, a recreational lexical investigator named Sam Clements discovered the phrase in a 1964 syndicated newspaper article on NASA jargon. “‘Give ’em the whole nine yards’ means an item-by-item report on any project,” Stephen Trumbull wrote. Linguist Ben Zimmer pointed out in 2009 that this didn’t necessarily debunk the military origin story: After all, NASA and the Air Force had close ties.

But it didn’t prove it, either—so the sleuths soldiered on. American Dialect Society member (and neuroscience researcher) Bonnie Taylor-Blake found citations in a 1962 Car Life article about “all nine yards of goodies” in the Chevrolet Impala sedan, and in the July 1956 and January 1957 issues of a magazine published by the Kentucky Department of Fish and Wildlife. Taylor-Blake’s most notable contribution to the case occurred in September 2012, when she uncovered a 1921 newspaper headline that read “The Whole Six Yards of It.” The article below it was an inning-by-inning account of a baseball game, which didn’t mention anything about actual yards. A subsequent hunt for this older variant of the phrase turned up three mentions in Kentucky’s Mount Vernon Signal newspaper: two from 1912, found by Shapiro, and a third from 1916, which Taylor-Blake spotted. 

The Whole Story
 

Since then, even earlier citations have shown up for both versions of the expression. The Oxford English Dictionary now dates the whole nine yards back to 1855; the whole six yards was in print at least as early as 1846. Never mind that the evidence has ruled out any relation to the Air Force or cement trucks. The switch from six yards to nine propagated a whole new theory: If the number could change, maybe it never actually was measuring anything.

As Shapiro told The New York Times, this type of “numerical phrase inflation” isn’t unheard of; before cloud nine, for instance, there was cloud seven. Moreover, yards aren’t the only thing we combine with the word whole to convey “all the way,” “everything,” or “pulling out all the stops.” There’s also the whole enchilada, the whole ball of wax, and the whole shebang, among others.

“The fact is that once you’ve said ‘the whole’ it doesn’t matter what words you finish it with or whether they mean anything or not,” linguist Geoff Nunberg said on NPR’s Fresh Air in 2013. “Still, it's hard to accept that it doesn't matter where the expression came from. Whether the measure is six yards or nine, it has a tantalizing specificity.”

That specificity has given rise to countless explanations involving just about any kind of yard: yards in a football down (which is really 10 yards), yards of cloth used for a Scottish kilt, and so forth. On his linguistics blog World Wide Words, etymologist Michael Quinion lists some of the more colorful theories that he’s come across, including “the size of a nun’s habit,” “the volume of a rich man’s grave,” and “how far you would have to sprint during a jail break to get from the cellblock to the outer wall.”

The creativity of these ideas—and the commitment to finding the phrase’s definitive backstory—suggests that we tend to have a tough time admitting that some questions might just not have an answer. So maybe the real mystery behind the whole nine yards is more of a psychological one than an etymological one.

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