Cuéntame un cuento...

...o una historia, o una anécdota... Simplemente algo que me haga reir, pensar, soñar o todo a la vez, si cabe ..Si quereis mandarme alguna de estas, hacedlo a pues80@hotmail.com..

sábado, noviembre 30

Algunas palabras dudosas con el prefijo des-

(Por si acaso no soy la única que duda cómo escribirlas. Y por supuesto, dudas a la RAE :-))

Deslavazar
Desahuciar
Desharrapado o desarrapado. Se admiten ambas.
Desecho (desechar) y deshecho (deshacer) no son sinónimos

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viernes, noviembre 29

Nikola Tesla y su arma para fabricar tsunamis

(Un artículo leído en fogonazos.es el 10 de febrero de 2010)

Un artículo firmado por Nikola Tesla fue publicado el 21 de abril de 1907 por el diario The World, de Joseph Pulitzer. En él, el inventor serbio explica con todo detalle el funcionamiento de sus torpedos teledirigidos y propone un sistema eficaz para combatir a los temibles acorazados de la época: un dispositivo capaz de detonar bajo el agua una carga explosiva que provoque una ola gigante y engulla las embarcaciones enemigas.

Ilustrado por Worden G. Wood y bajo el título "Tesla's tidal wave to make war impossible" (La ola gigante de Tesla hará imposible la guerra, en http://www.teslaradio.com/pages/articles/1907-05-03.htm), el artículo es un resumen de las obsesiones de Tesla: su sistema de ataque submarino, que trató de vender una y otra vez al Departamento de Defensa, y su pretensión de acabar con las guerras mediante un arma tan temible que hiciera disuasorio cualquier ataque. "No están lejos los tiempos", escribe Tesla, "en que las tremendas pérdidas de la guerra se acabarán".

La idea, explica en el artículo, es colocar una carga explosiva en un torpedo teledirigido y hacerlo llegar hasta las proximidades del acorazado. Cargado con unas 30 toneladas de dinamita, continúa Tesla, la carga podría ser detonada a distancia en el momento adecuado provocando una gigantesca perturbación en el agua y abriendo un agujero de casi 200 metros de profundidad junto a la nave.

"Es inútil imaginar el efecto de una erupción semejante en una nave situada en las proximidades, por muy grande que sea", asegura el inventor. "La flota completa de un gran país, situada en los alrededores, sería destruida", afirma.


Según los cálculos de Tesla, "el primer impacto sería fatal", y "durante más de diez segundos la nave sería sumergida por completo y se precipitaría sobre el agujero… en algo parecido a una caída libre". "Después", sentencia, "la nave se hundiría muy por debajo de la superficie, para no regresar jamás".

La idea de Tesla, que hoy día nos parece un disparate extravagante, fue puesta en práctica de alguna forma por el ejército de Estados Unidos muchos años después, durante las pruebas nucleares submarinas del pacífico.



[...] el artículo fue un descubrimiento de @mtascon, que tiene un lado friqui muy poderoso :-)

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jueves, noviembre 28

El misterio de la nieta negra de Felipe IV

(Un texto de César Cervera en el abc.com del 23 de marzo de 2015)

María Teresa de Austria engendró a una niña de rasgos moriscos, supuestamente con un joven pigmeo negro llamado «Nabo» que componía su séquito en Francia. En realidad, es posible que el enfermizo bebé sufriera de cianosis, una coloración que deja la piel azulada, o mostrara un gen recesivo de los Médici.


Ninguno de sus contemporáneos tuvo el atrevimiento de contar el resultado exacto de la promiscuidad sexual de Felipe IV. Entre 30 y 40 se mueven las cifras más exageradas. Cabría esperar, por lo tanto, que el Rey hubiera dejado tras de sí una algarabía de descendientes, de distinta categoría social e incluso de distinta raza. No en vano, su descendiente más exótica y sorprendente, dentro de los cánones de la época, fue el misterioso fruto de una de las dos hijas legítimas que sobrevivieron al Monarca: María Teresa de Austria, Reina consorte de Francia.

María Teresa de Austria era hija de Felipe IV y su primera mujer, Isabel de Borbón. El único de los hijos en llegar a edad adulta del matrimonio es célebre hoy en día por ser retratada por Velázquez en una estética similar a las «Meninas», pero su relevancia política llegó por ser la esposa del Rey de Francia Luis XIV, el llamado «Rey Sol». El lugar de origen y los vínculos familiares, sin embargo, no impidieron que María Teresa consintiera los ataque franceses contra las posesiones españolas en Flandes durante la Guerra de Devolución y en el Caribe, apoyando a los piratas (filibusteros y bucaneros) desde la Isla de la Tortuga, entre otras acciones hostiles hacia la Monarquía hispánica.

El 9 de junio de 1660, la hija de Felipe IV contrajo matrimonio con Luis XIV de Francia. Su entrega como prometida del Rey se formalizó en Fuenterrabía (Isla de los Faisanes), el condominio más pequeño del mundo que hoy se encuentra en el término municipal de Irún, en un acto cuya preparación contó con la participación de Velázquez. En su primer encuentro, la princesa se enamoró profundamente de su futuro marido, quien respondió con cierta indiferencia hacia ella, lo cual explica que se plegará tan rápido a las exigencias políticas de su marido. No obstante, a la espera de futuros enfrentamientos, el matrimonio franco-español culminaba la Paz de los Pirineos, que ponía final a varias décadas de guerra entre ambos países.

Poco interesado por la belleza austriaca y el carácter frío de María Teresa, Luis XIV decidió abandonarse a un sinfín de amantes, entre ellas la duquesa de La Vallière. Pese a tener a su propio séquito de damas y consejeros, algunos españoles, la hija de Felipe IV quedó marginada en el ambiente intrigante de la corte. En este contexto, la Reina tomó en su compañía a un joven pigmeo negro, imitando una práctica habitual en esos días entre la nobleza francesa, que le servía de entretenimiento y para mitigar su soledad.


«Nabo», el joven negro del séquito de la Reina



El duque Beaufort, almirante de la marina, fue quien trajo de uno de sus viajes a aquel esclavo y lo presentó como obsequio a la española. El esclavo fue cristianizado con el nombre de «Nabo» y se integró en el círculo de confianza de la Reina, que tomó sincero cariño al joven. En 1664, fallecido «Nabo» en fechas recientes sin que se conozcan hoy las causas de la muerte, María Teresa quedó embarazada de lo que debía ser su tercer hijo. Tras un difícil parto, la Reina dio a luz a una pequeña niña con rasgos moriscos y diversas malformaciones. «El hermano del Rey me contó lo difícil de la enfermedad (el parto) de la Reina, de cómo su primer capellán se había desmayado de aflicción, y el príncipe y toda la gente junto con él se habían reído de la cara que puso la reina cuando vio que la hija que había dado a luz, se parecía a un pequeño moro que el señor de Beaufort había traído, que era muy bonito y que siempre estaba con la Reina», recogió en sus memorias Ana María Luisa de Orleáns, duquesa de Montpensier.

La educación y la mentalidad puritana de María Teresa antojan complicado que hubiera mantenido relaciones extramatrimoniales con «Nabo», más cuando no se conoce ningún otro amante en su biografía, pero en la lujuriosa corte francesa los rumores se convirtieron en un secreto oficioso. La muerte un mes después de la niña, llamada Ana Isabel de Francia, a causa de su precaria salud alimentó todavía más los rumores. El texto de la duquesa de Montpensier plantea en alto lo que todos susurraban por la Corte: «Cuando se dieron cuenta de que la hija de la Reina se podía parecer a su esclavo, se lo llevaron, pero ya era demasiado tarde, y le dijeron que la niñita era horrible, que no viviría y que no se lo dijera a la Reina porque se moriría». No obstante, oficialmente y según la hipótesis más verosimil la niña murió al mes y medio de nacer, el 26 de diciembre, porque «era débil y delicada, jamás tuvo salud».


Más allá de la rumorología, la ciencia plantea varias respuestas al color de piel de la hija de Luis XIV y María Teresa. Los médicos de la época apuntan a un problema en la alimentación de la Reina y a su mala aclimatación a París, un año antes había dado a luz a otra hija que murió a los pocos meses. Hoy, además, se considera factible que la coloración oscura de la piel de la recién nacida fuera provocada por una cianosis, presencia de pigmentos hemoglobínicos anómalos. Otra posibilidad es que los genes de la casa italiana de los Médici, fuertemente arraigados en la familia real francesa y con varios miembros con la piel morena en su sangre, hicieran aparición en aquella niña.



¿Quién era la «Monja Negra de Moret»?




Sospechando que la niña no había muerte realmente, se dio por supuesto en ciertos círculos que la hija de los Reyes era un misterioso miembro del clero, Louise-Marie-Thérése (Luisa Maria Teresa), conocida como la «Monja Negra de Moret». Tres evidencias apuntaban a esta teoría: su nombre es la suma del de los Reyes; María Teresa visitó con cierta frecuencia hasta su muerte en 1683 la abadía de Moret-sur-Loing, donde residía la monja; y se conserva una carta donde el Rey concede una pensión vitalicia de 300 libras a la joven. La propia «Monja Negra» afirmaba proceder de alta cuna, insinuando en ocasiones que era hermana del Delfín de Francia y del resto de hijos de María Teresa.

Sin embargo, según las investigaciones de la Sociedad de Historia de París y Francia a principios del siglo XX, Louise-Marie-Thérése no era la hija secreta de los Reyes, aunque ella misma se lo hubiera llegado a creer, sino una huérfana entregada por Madame de Maintenon, amante del Rey e importante figura política, al convento, nacida de una pareja de moros que trabajaban en la Ménagerie del Rey. «Varias fuentes informan que Luis XIV tenía un cochero morisco casado con una hermosa mujer. Tuvieron una hija de la que el Rey y la Reina fueron padrinos. Cuando los padres murieron, fue ingresada en un convento. Como ahijada del Rey, esta niña podía referirse al Delfín como su hermano», explica Gary McCollim, historiador especializado en la corte de Luis XIV.

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miércoles, noviembre 27

Los marineros rojos (la revolución alemana)


(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 4 de noviembre de 2016)

Kiel (Alemania), 4 de noviembre de 1918. El amotinamiento general de la marinería se convierte en la Revolución Alemana.

Era una cuestión de honor, la Marina imperial alemana tenía que dar la última batalla antes de que terminase la Gran Guerra, algo inminente porque el káiser había nombrado un primer ministro pacifista. Los aristocráticos oficiales de la Kaiserliche Marine no podían soportar la vergüenza de haber estado dos años de brazos cruzados, mientras millones de hombres morían en las tierras de Europa. En 1916 habían librado su única gran batalla, la de Jutlandia. Allí habían demostrado poseer las más poderosas armas sobre los mares, sus modernísimos cruceros de batalla fueron superiores a los británicos, habían hundido tres ingleses por uno alemán. Sin embargo la Kaiserliche Marine había dado la espantada, se había vuelto al refugio de sus puertos y no se había movido en el resto de la guerra.

Alemania no tenía tradición naval, no era un país oceánico, no había sentido la llamada de ultramar para crear imperios como los españoles, portugueses, ingleses e incluso holandeses. Pero en el último tercio del siglo XIX Alemania se convirtió en la primera potencia continental, y el nuevo káiser, Guillermo II, empeñado en obtener un imperio colonial, quiso una Marina que compitiese con la británica. En vísperas de la Guerra del 14 casi lo había logrado. Empleando la formidable tecnología y los ingentes recursos de la primera economía europea, Alemania había construido la más poderosa flota del mundo, tras la británica. Total, para nada…

Atormentado por ese bochorno, el alto mando naval dirigido por el almirante Scheer planeó atacar a los ingleses en sus propios puertos a finales de octubre de 1918. Era una operación suicida, no pretendía vencer al enemigo sino mostrarle que Alemania tenía aún fuerzas, para lograr mejores condiciones de paz. Un hermoso sacrificio, pero en 1918 las ideas de honor militar, guerra de caballeros, habían sido sepultadas bajo nueve millones de cadáveres. En la Gran Guerra desapareció la profesionalidad castrense, ese negocio al que desde siglos se dedicaba la pequeña nobleza europea; eran las masas de trabajadores y campesinos, los 80 millones de hombres movilizados, quienes imponían su impronta a la guerra. Y esos hombres habían decidido que ya estaba bien de luchar.

El 24 de octubre se dio la orden de operaciones para “la última batalla”, y la flota comenzó a zarpar, pero el 29 los marineros del Thüringen y del Helgoland se negaron a hacerlo y se apoderaron de los barcos. El plan de ataque a Inglaterra se frustró porque el almirante Scheer ordenó volver a las unidades que mantenían la disciplina para sofocar el motín, que era más urgente. Los amotinados se rindieron al verse rodeados de otros buques que les apuntaban con sus cañones, y 47 de ellos, considerados los cabecillas, fueron enviados a Kiel, cuartel general de la Flota de Alta Mar, para un consejo de guerra.

El remedio fue peor que la enfermedad, pues de inmediato se extendió la solidaridad con los detenidos por toda la marinería de la flota. Una delegación de marineros solicitó su liberación al alto mando, pero al ser denegada los marineros se fueron a la Casa Sindical para coordinar las acciones con los obreros de los astilleros. Por detrás del motín asomaba ya el fantasma de la revolución.

La Revolución

Los marineros siempre tuvieron un papel destacado en las revoluciones del siglo XX. Los amotinados del acorazado Potemkin, durante la Revolución de 1905, se convertirían en un icono revolucionario gracias al genio de Eisenstein, y 20.000 marineros de la base de Kronstandt, junto a Petrogrado, fueron unánimes en su apoyo a la revolución en 1917. Incluso el acontecimiento simbólico de la Revolución de Octubre, el asalto al Palacio de Invierno, la toma del poder por los bolcheviques, se inició con los cañonazos del crucero Aurora. Años más tarde y en España, el 18 de julio de 1936, mientras en el Ejército los soldados seguían a sus jefes al bando rebelde o al leal a la República, los telegrafistas de la Marina movilizaron a la marinería, que neutralizó a los oficiales –prácticamente todos antirrepublicanos– y se apoderó de casi todos los buques. En agosto los marineros rojos de Cartagena irían más lejos, asesinando y arrojando por la borda a 211 oficiales que tenían prisioneros desde hacía un mes.

Volvamos a Kiel, 1918. El cierre policial de la Casa Sindical no hizo más que trasladar la agitación a la calle, los mitines de masas y las marchas se apoderaron de Kiel, los manifestantes, a los que se había sumado la población civil, ya no pedían solo la libertad de los marineros presos, sino “Frieden und Brot” (paz y pan), los mismos lemas de la revolución bolchevique. El 3 de noviembre un teniente naval al frente de una patrulla ordenó disparar a los manifestantes, matando a varios, pero los marineros estaban armados y respondieron al fuego, alcanzando al teniente. Eran los primeros tiros de la Revolución de Noviembre.

Al día siguiente Kiel estaba en manos de 40.000 marineros en armas, y uno de ellos, Karl Artelt, futuro dirigente del Partido Comunista Alemán, organizó y presidió el primer soviet de marineros y trabajadores. Los soldados enviados desde Altona para reprimir la rebelión se unieron a ella, y la marea revolucionaria alcanzó Berlín, el Ruhr y Baviera.

No podemos hacer aquí la crónica completa de la Revolución alemana, pero en poco tiempo se sucedieron enormes acontecimientos. El 9 de noviembre el káiser abdicó y abandonó el país, mientras asumía la jefatura del Gobierno el socialista Friedrich Ebert, y se proclamaba la República. Dos días después Alemania firmó un armisticio en las duras condiciones que quisieron imponer los aliados.
La Gran Guerra había terminado sin que los oficiales de la Kaiserliche Marine pudieran reivindicar su honor, más bien todo lo contrario.

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martes, noviembre 26

Wilson. La parálisis del presidente de EEUU


(Leído en un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 4 de octubre de 2011)

Washington, 2 de octubre de 1919 - Un ataque cerebral deja incapacitado al presidente Wilson. Su esposa lo oculta a todo el mundo y ejerce la presidencia.

El presidente de los Estados Unidos era ya el hombre más poderoso del planeta, aunque la mayoría del planeta todavía no se hubiera dado cuenta de ello. La entrada norteamericana en la Primera Guerra Mundial había resuelto un conflicto atascado, un diabólico empate de fuerzas que amenazaba con no terminar hasta que en Europa cayera el último hombre. Estados Unidos había decidido quién debía ganar el combate con sus reservas al parecer inagotables de carne de cañón –puso fácilmente en pie de guerra 4 millones soldados- y sobre todo de potencia industrial y económica.

El presidente que había dado el paso histórico de sacar a Norteamérica de su dorado aislacionismo, Woodrow Wilson, se había convertido así en el árbitro del mundo, algo que en ningún momento habían logrado ser ni el kaiser de Alemania, ni el zar de todas las Rusias, ni el primer ministro del Imperio Británico, ni el presidente de la República Francesa.

Pero en la mañana del 2 de octubre de 1919, cuando aún le quedaba año y medio de mandato, el hombre más poderoso del mundo sufrió un ataque cerebral que le dejó paralizado y ciego durante algún tiempo, inútil para cualquier actividad, incapaz para ejercer su función durante muchos meses.

Sin embargo el mundo no se enteró. La esposa del presidente ocultó eficazmente su situación y, durante meses, ejerció de hecho la presidencia. Existe la leyenda de que en la Edad Media una mujer fue papa, la Papisa Juana, pero no es leyenda que Edith Wilson fue el auténtico presidente de los Estados Unidos entre 1919 y 1920.

Woodrow Wilson no era un político al uso. En realidad se había consagrado a una carrera académica en la que llegó a lo más alto que se puede llegar en Estados Unidos, rector de Princeton, una de las universidades excelentes, y no entró en la política hasta los 55 años, cuando fue elegido gobernador de New Jersey. Dos años después ganó la presidencia como candidato del Partido Demócrata.

Wilson era una extraña mezcla de cristiano puritano y demócrata radical, muy dotado para negociar con los adversarios pero incapaz de transigir con lo que consideraba injusto o perverso. Desde la Casa Blanca arremetió contra los poderes fácticos de su país y logró reducir sus privilegios, pero se ganó grandes enemigos. Era un pacifista convencido, aunque llevara a su país a una “guerra europea”, y más que vencer a toda costa al enemigo le preocupaba ofrecerle unas condiciones generosas para que abandonase las hostilidades. Antes que la guerra le interesaba la paz, y que el mundo posterior a la conflagración fuese más justo. Todo ello lo formuló en sus famosos Catorce puntos.

La gran decepción.

Alemania firmó el armisticio confiando en el plan de Wilson, en el que también ponían sus esperanzas los pueblos que querían desvincularse de los viejos imperios y formar naciones independientes. Pero en los seis meses que estuvo en Europa (caso único en la presidencia de EEUU) discutiendo el Tratado de Versalles, sus aliados, que tanto le debían, aparte de grandes homenajes personales, ningunearon sus opiniones, considerándole un quijote idealista. Machacaron a Alemania y solamente liquidaron los imperios de los vencidos, no los propios.

Lo único que Wilson consiguió imponer de su proyecto para un mundo mejor fue la Sociedad de Naciones, el antecedente de la ONU, el instrumento que impediría futuras guerras. Sin embargo se llevó la gran decepción de que el Congreso americano no ratificara lo que él había inventado y firmado, y Estados Unidos no entró en la Sociedad de Naciones, lo que garantizaría su fracaso. Así, Wilson se encontró con esa pesadilla que atormenta con frecuencia a los presidentes estadounidenses, que la oposición controle el poder legislativo. [...] los republicanos eran mayoría en el Capitolio, y le hicieron pagar con sangre a Wilson su progresismo.

Pero tras el endeble físico de Wilson había una voluntad volcánica. Decidió recurrir directamente al pueblo americano para que se pronunciase sobre la entrada en la Sociedad de Naciones “en un gran y solemne referéndum”, y se lanzó a una campaña de propaganda extenuante. El 3 de septiembre de 1919 salió de Washington en un tren especial que debía recorrer el país parando en todas las ciudades, donde Wilson daba discursos desde la plataforma trasera del convoy.

El presidente tenía antecedentes médicos bien documentados de múltiples ataques cerebrales más o menos severos. Había sufrido el primero en 1896 y le provocó una parálisis parcial del brazo derecho que le impidió escribir normalmente durante un año. En 1906 otro ataque le dejó durante algún tiempo ciego del ojo izquierdo. Ahora venía de seis meses de extraordinario estrés en Europa, bregando con auténticas fieras políticas como Clemenceau o Lloyd George, y no pudo resistir el agotamiento físico y mental de la campaña ferroviaria. En Montana comenzó a sufrir serios ataques de asma y terribles cefaleas. En Colorado se había quedado casi ciego. En Wichita su médico diagnosticó que estaba al borde del “colapso total” y se decidió a regresar a Washington el 26 de septiembre.

Antes de que pasara una semana, a las nueve menos diez de la mañana del 2 de octubre, sufrió el ataque mientras estaba en el cuarto de baño, cayendo al suelo y haciéndose una herida en la cara. Su esposa oyó el ruido, acudió en su auxilio y logró arrastrarlo y meterlo en la cama. Luego llamó a su médico, el doctor Grayton. Entre ambos montaron una auténtica conjura política, una maniobra anticonstitucional.

Incapacidad total

Wilson tenía paralizado medio cuerpo, estaba casi ciego y al borde de la muerte. Era un caso claro de incapacidad para gobernar y debía haber asumido inmediatamente el poder el vicepresidente, pero Edith y el médico impidieron que nadie lo viese y, por tanto, se supiese cuál era su estado. “El presidente está enfermo en cama, pero mejora”, era la única información que daban. Ni familiares, ni criados, ni los miembros del Gobierno o del Gabinete presidencial fueron autorizados a entrar en el dormitorio donde Wilson yacía sobre la famosa cama de Abraham Lincoln. Únicamente traspasaron las puertas algunos otros médicos y enfermeras, que permanecían mudos por el secreto profesional.

Los asuntos de Gobierno pasaban por Edith, que supuestamente los consultaba con su marido y salía del dormitorio diciendo: “El presidente dice esto o lo otro”. Cuando tenía que firmar algún documento, Edith se hacía cargo de él y lo devolvía con un garabato a modo de firma. Wilson fue recuperándose lentamente. A los nueve meses se hizo una fotografía trabajando en su despacho, aunque seguía paralítico del lado izquierdo y su esposa aparece sujetando el documento que él firma. En realidad no se sabe cuánto tiempo duró la incapacidad de Wilson y fue Edith quien realmente gobernó el país más poderoso del mundo.

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