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sábado, abril 30

Los Romanov, asesinatos, torturas y excesos sexuales

(Un texto de Daniel Arjona en elconfidencial.com del 18 de septiembre de 2016)

El historiador inglés relata a lo largo de mil páginas la increíble historia de la familia rusa que forjó el mayor imperio del mundo y acabó sus días trágicamente.

"Los Románov viven en un mundo de rivalidad familiar, de ambición imperial, de esplendor escandaloso, de excesos sexuales y de sadismo depravado; es un mundo en el que de repente aparecen extraños de oscuros orígenes que afirman ser monarcas difuntos renacidos, en el que las esposas son envenenadas, los padres torturan y matan a sus hijos, los hijos matan a sus padres, las esposas asesinan a sus maridos, un santón envenenado y muerto a tiros resucita, barberos y campesinos ascienden a los puestos más encumbrados y se coleccionan gigantes y criaturas monstruosas, se lanzan enanos contra la pared, se besan cabezas decapitadas, se cortan lenguas, se arranca la carne del cuerpo a golpe de látigo, se empala a la gente metiéndole una estaca por el recto, se llevan a cabo matanzas de niños; nos encontramos a emperatrices ninfómanas y locas por la moda, 'ménages a trois' con lesbianismo incluido, y un emperador que mantuvo la correspondencia más erótica escrita nunca por un jefe de estado. Pero también es un imperio construido por conquistadores de corazón de piedra que se adueñaron de Siberia y Ucrania, que tomaron Berlín y París, un imperio que produjo a Pushkin, a Tolstói, a Tchaikovsky y a Dostoyevski; una civilización de una cultura eminente y una belleza exquisita".

Así, con un arranque que más bien parece la sinopsis de un capítulo de 'Juego de tronos', comienza 'Los Romanov. 1613-1918' (Crítica), el torrencial libro en el que, a lo largo de mil páginas –de escuetos márgenes–, el historiador inglés Simon Sebag Montefiore (Londres, 1965) narra la espectacular historia de la legendaria dinastía zarista. Veinte monarcas y 304 años en los cuales el Imperio ruso aumentó una media de 142 metros cuadrados al día, o 52.000 metros cuadrados cada año. Lo que convierte a los Románov en los constructores de imperios más exitosos desde los lejanos tiempos de Gengis Kan.

Una historia cerrada abrupta y trágicamente el 17 de julio de 1918 en Ekaterimburgo, en los Urales, a 1.300 kilómetros al este de Moscú. Ese día, y con el pretexto de tomarles una fotografía, el zar Nicolás II, la zarina Alejandra, sus cinco hijos y algunos sirvientes fueron conducidos al sótano de la Casa Ipatiév y fusilados por un pelotón de bolcheviques armados de fusiles con bayoneta en un aquelarre indescriptible. El propio Lenin había dado la orden.

Acto I. La ascensión

La palabra "zar" deriva del nombre "césar" y no por casualidad, ninguna otra dinastía, a excepción de la de los Césares romanos, ocupa un lugar semejante en la imaginación popular ni ofrece, según Sebag Montefirore, una radiografía tan fiel acerca de cómo funciona el poder absoluto. El primero de los tres actos en los que se despliega el libro del historiador inglés arranca en 1613 con Miguel Fiódorovich, el primer Románov. Eran tiempos convulsos en Rusia, sobre los que aún se proyectaba la sombra de uno de los monarcas más feroces de la historia. Iván el Terribe (1547-1584) había expandido el Imperio al tiempo que lo destrozaba internamente a lo largo de medio siglo de esplendor y locura represiva. Su reinado del terror concluyó a su muerte pero le sucedió la inestabilidad, la lucha entre facciones, los innumerables impostores y la guerra civil hasta la entronización, a los 16 años de edad, de un joven Miguel al que no le apetecía nada asumir un título tan pesado que además multiplicaba exponencialmente la probabilidad de ser asesinado.

Miguel no pudo empezar con peores augurios. Rodeado de boyardos quisquillosos que envidiaban su corona, al frente de un país arruinado y amenazado por los ejércitos de Suecia, Polonia y los tártaros que se preparaban para aplastarlo, nadie habría dado entonces un rublo por el futuro de la nueva dinastía. Pero aquel autócrata beato y de pocas luces los venció a todos –con dificultades– y se aplicó a la tarea más importante que tenía ante sí: encontrar una esposa "segura" en una corte en la que el veneno era un instrumento político como cualquiera. Y para ello convocó un concurso de novias que seleccionó a 500 candidatas de un lado al otro del vastísimo imperio minuciosamente examinadas por sus cortesanos. La ganadora fue la noble de rango medio María Kholopova, conocida posteriormente como Anastasia. Fue el gran acontecimiento de la época y fascinó a Occidente. Poco después la muchacha fue envenenada.

Acto II. El apogeo

El problema de los autócratas no es solo que tengan demasiado poder sino que es raro que ese poder recaiga, merced al azar de la genética, en alguien inteligente, no digamos ya un genio. Entre los Románov hubo dos genios en tres siglos de estirpe, los dos que fueron apodados como "Grandes": Pedro y Catalina. Pedro el Grande reinó entre 1682 y 1725 y fue un personaje extraordinario. Muy alto –2,04 metros–, torcía la cara constantemente en toda suerte de tics extraños debido a los ataques epilépticos y amaba los tambores y los explosivos. Fue también un señor de la guerra intratable que destrozó a los otomanos en Azov, rechazó una invasión sueca y erigió horcas y cadalsos por todo el imperio para ejecutar a centenares de enemigos más o menos imaginarios. Con Pedro I el Grande, Rusia dejó de ser vista como la patria de los bárbaros de Moscovia y empezó a ser temida como superpotencia.

No se engañaba acerca de los límites de su poder: "Hay que hacer las cosas de forma que el pueblo piense que quiere que se hagan así" Cuando Catalina II la Grande pasó revista en 1762 ante 12.000 soldados "no todos sobrios" en la Plaza del Palacio de San Petersburgo, echaba a andar un reinado que los rusos ya siempre recordarían como la Edad de Oro de su país. Tenía 33 años, pelo rojizo y ojos azules, era pequeña, regordeta, grafómana y enamoradiza. También poseía una inteligencia inaudita y una asombrosa capacidad de trabajo. Era arquitecta 'amateur', autora de decretos y obras satíricas y trataba de tú a tú en su correspondencia a Voltaire y los otros 'philosophes' franceses. No se engañaba acerca de los límites de su poder: "Hay que hacer las cosas de forma que el pueblo piense que quiere que se hagan así". Coleccionó amantes, aborreció la esclavitud y se anexionó Ucrania, Crimea, Biolorrusia y Lituania. Cuando el 5 de noviembre de 1796 le atacó la apoplejía en el retrete fueron necesarios seis hombres para trasladar su cuerpo agonizante de vuelta a su alcoba, donde falleció.

Acto III. La decadencia

En el siglo XIX el gigante ruso comienza a trastabillar y los grandes cambios sociales que la autocracia zarista inicia para salvarse a sí misma, como la abolición de la servidumbre o los tímidos avances parlamentarios no evitarán la cada vez más cruenta violencia política y solo acelerarán su fin. Con Nicolás II, tan bienintencionado como incapaz, la dinastía de los Románov se extinguirá en uno de los magnicidios más estremecedores de la historia, cometido por los nuevos dueños de Rusia que habían tomado el poder en la revolución de octubre de 1917: los bolcheviques.

Simon Sebag Montefiore relata con detalle la escena. Cómo en aquel sótano de Ekaterinburgo el comisario Yurovski disparó primero contra un zar incrédulo que no podía creerse lo que ocurría. Cómo, acto seguido, le volaron los sesos a la emperatriz Alejandra y a Botkin, el médico de la familia. Cómo después tirotearon al príncipe Alexéi, un adolescente enfermo de hemofilia que no se acababa de morir y al que empezaron entonces a asestar frenéticos bayonetazos que tampoco hacían mella al chocar contra su camisa acorazada de diamantes. Y cómo finalmente destrozaron a tiros en una lluvia sangrienta a las princesas María, Olga, Tatiana y Anastasia. Los nuevos zares rojos de Rusia no querían competencia.

Concluye el historiador su libro advirtiendo que en realidad con los Románov no se acabaron los zares. "El pueblo necesita un zar al que puede venerar y por el que pueda vivir y trabajar", declaró Stalin en los años treinta. Tras la caída de la Unión Soviética en 1991, y después de los caóticos intentos de democratización, la querencia rusa por la autocracia, su afán de servidumbre resucita hoy poderosa encarnada en un excoronel de la KGB, Vladímir Putin.

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viernes, abril 29

Islas Frisias, la fuerza del viento y de las mareas

 (Un artículo de Carmen Giró en el suplemento dominical del Periódico de Aragón del 24 de febrero de 2015)

Tulipanes, molinos o bicicletas son imágenes que vienen a la cabeza cuando se piensa en Holanda. Pero hay otras menos conocidas, como caballos trotando en la playa, focas tomando el sol y barcos varados en la arena. Son las islas Frisias.

Es un pequeño secreto escondido entre los destinos más típicos de Holanda. El archipiélago de las Frisias hace de barrera natural entre la costa europea y el mar del Norte, formando un mar interior donde mandan los flujos de las mareas y que se ha mantenido casi intacto a lo largo de los siglos.

Las cinco islas holandesas del mar de Frisia (Waddenzee en holandés) concentran gran riqueza de flora y fauna, con miles de aves que habitan allí o que descansan en su migración hacia el sur, así como largas playas de dunas y marismas. Forman parte del conjunto declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco en el 2009, con las cinco islas principales y varios islotes –las administradas por Holanda se llaman Frisias occidentales– repartidos, como perlas de un collar, a lo largo de 400 kilómetros de la costa de los Países Bajos, Alemania y Dinamarca.

Aislado históricamente, este archipiélago aúna naturaleza salvaje y pueblecitos marineros, que viven en verano su estación más animada. En invierno es más difícil caminar a gusto entre las ráfagas de viento que soplan ininterrumpidamente, haciendo temblar las plantas que se aferran a la arena de las dunas.

De hecho, hay muchos cafés en la playa, acogedores y coquetones en verano, que al terminar la temporada son desmontados, tablón a tablón, clavo a clavo, porque no aguantarían en pie el vendaval del invierno. Los habitantes de estas islas dicen que su principal patrimonio es su paisaje: un inmenso espacio abierto, dunas cambiantes, viento, aves y playas kilométricas que les hacen sentir el silencio y la paz.

Se calcula que en esta pequeña isla se encuentra la mitad de todas las especies de flora del país. Además, es la parada en tránsito de centenares de miles de aves en sus viajes migratorios. En ciertos periodos del año, hay rutas cerradas para proteger los nidos y los polluelos.Islas sin coches. La visita a estas islas holandesas parece a veces un viaje al pasado, como cuando se acude a Schiermonnikoog, la más apartada y también la mejor preservada. Con 16 kilómetros de longitud y cuatro de anchura, es un parque natural donde están prohibidos los coches. Sólo los habitantes de la isla pueden usar sus vehículos. Los visitantes deben dejar los suyos en el aparcamiento del ferry, en el puerto de Lauwersoog (en tierra firme), antes de embarcar. Y, una vez en la isla, pueden disfrutar del paisaje caminando, en bicicleta o en un práctico aunque limitado transporte público.

Los primeros pobladores de Schiermonnikoog eran monjes, en el siglo VIII, que vivían de la pesca. En el siglo de oro, el XVII, las islas adquirieron relevancia por las rutas de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales; mientras que en el siglo XIX fue el turno de la pesca de ballenas. Ahora, la principal fuente de ingresos es un turismo interesado en disfrutar de una naturaleza prácticamente intacta a media hora de un país en el corazón de Europa.

Windsurf, caballos y focas. La isla de Texel es la más cercana a la costa holandesa, a 20 minutos de travesía marítima. De hecho, es un destino popular para pasar un día en sus playas, paraísos del windsurf y las cometas. La especialidad gastronómica de la isla es el cordero, que tiene un sabor salado debido a que los pastos con los que se alimentan las ovejas son ­salobres.

La segunda isla más grande es Terschelling y también es la que cuenta con más infraestructuras turísticas. Pero ni así escapa a la atmósfera decadente que envuelve todos los pueblos de estas islas. El faro de Brandaris, un monumento de más de 400 años, es lo primero que ve el viajero cuando se aproxima al puerto de West.

Aunque esta isla está considerada la más importante en cuanto a actividades recreativas y de ocio, especialmente en verano, se olvida rápidamente cuando uno se adentra en sus bosques, declarados reserva natural. Son bosques de dunas por donde corren ciervos, caballos salvajes y conejos cuyas madrigueras son tan grandes que por su entrada podría acceder un niño pequeño. El brezo lo inunda todo, así como el arándano, producto con el que se elaboran mermeladas, aceites aromáticos y un vino dulce.

Playas y mareas. Todas las islas ofrecen kilómetros de playas cuyo aspecto va cambiando conforme sube y baja la marea o sopla el viento polar. El flujo de corrientes va esculpiendo diferentes formas en el paisaje, tanto en las dunas como en las vastas llanuras formadas por los lodos del fondo del mar y los bancos de arena.

El equilibrio entre el agua salada del mar y la dulce ha propiciado una inmensa riqueza de fauna que vive en las marismas. Cangrejos que luchan por volver al agua entre navajas, estrellas de mar y ermitaños conviven con aves marinas y, por supuesto, con focas, que miran curiosas el paso de los ferris y, con suerte, se dejan fotografiar jugando en la arena. 

‘Wadlopen’. Los habitantes de las islas hacen de las mareas una forma de vida. Cuando baja el mar se organizan unas populares caminatas, el wadlopen. Con el agua hasta los tobillos o a veces hasta las rodillas, el viajero va vadeando por el lodo marino mientras experimenta la sensación de caminar por el fondo del mar.

En estas caminatas no se puede ir descalzo, porque las navajas y los cangrejos acechan. Aun así, los pies notan el cosquilleo del pequeño y activo mundo animal y vegetal a su alrededor. También hay que ir convenientemente abrigado. El sonido de las aves y el silbido del viento no cesan.

En las oficinas locales de turismo se puede contratar excursiones guiadas para estas caminatas. No es recomendable hacerlas solo porque se pierde fácilmente la orientación y hay que tener en cuenta el flujo de las mareas. Hay diversos tipos de excursión, dependiendo de la época del año, de la dificultad y la longitud, las hay entre diferentes islas y hasta la costa continental.

Entre los holandeses, incluso entre los de muy tierra adentro, es una especie de reto hacer como mínimo una vez en su vida un wadlopen. Y si hace frío y viento, no hay problema: al llegar a destino, se recupera uno pronto, siempre hay a punto una sopa de lentejas, un bocadillo de arenque o una taza de chocolate humeante.

Dunas, faros y ferris. Trepar a las dunas más altas o visitar los faros son otras de las excursiones que se pueden hacer en las islas del Waddenzee. En Vlieland, a media hora en ferry desde Texel, se encuentra la duna más alta de todo el archipiélago, Vuurboets, de 40 metros de altura y a la que se puede subir para disfrutar de una panorámica de 360 grados.

Otra isla, Ameland, tiene una arquitectura marcada por su pasado ballenero, con edificios anchos y amplios embarcaderos. En Hollum se hacen demostraciones del salvamento marítimo de aquella época, con barcos tirados por caballos.

En verano, el viajero puede ir en ferry de una isla a otra, completando una ruta circular por las cinco a lo largo de varios días. Pero hay que recordar que para hacer el recorrido entero sólo se puede utilizar la bicicleta, ya que ni Schiermonnikoog ni Vlieland admiten coches.

Desde tierra firme hay varias conexiones a las islas, y en todas se puede alquilar bicicletas, con una amplia red de rutas señalizadas. En cuanto al alojamiento, el visitante tiene una oferta variada para hospedarse que incluye desde campings instalados en plena naturaleza hasta hotelitos de madera donde respirar el ambiente del siglo pasado.

Andar por el mar - www.wadlopen.net

Si se quiere hacer una excursión vadeando las marismas, hay que ponerse en contacto con las compañías que organizan las rutas guiadas, ya que es peligroso hacerlo solo –¡los guías se forman a lo largo de tres años!–. En casi todas las islas ofrecen esta popular actividad, que constituye toda una experiencia, con rutas de diversa dificultad y distancia.

El encanto de la decadencia - Hotel van der Werff. Schiermonnikoog - www.hotelvanderwerff.nl

Alojarse en el hotel Van der Werff, en la isla de Schiermonnikoog, es volver al esplendor de tiempos pasados, cuando el turista pedía una habitación sencilla para dormir y salones imponentes, de madera, con chimenea y piano, para hacer vida social. A punto de cumplir 100 años como hotel oficial, aunque documentado desde el siglo XVIII, ha sido calificado como el “más encantador” de Holanda. Un autobús lanzadera recoge a los huéspedes en el ferry.

Paraíso de los surfistas
Surf, kitesurf o hasta hacer volar una cometa. La isla de Texel es el paraíso de los amantes de estas actividades donde el viento es un compañero de equipo. Al ser la isla más cercana a la costa es idónea para pasar el día. En las playas hay casi diariamente cursillos de surf y se informa de las mareas.

Sopa para entrar en calor
La erwtensoep o crema de guisantes es uno de los platos más reconfortantes después de pasear por las dunas azotadas por el frío. En todos los cafés y restaurantes la ofrecen, así como en puestos callejeros. Es espesa y se acompaña de salchicha ahumada y pan de centeno. Los postres son ricos en canela y azúcar.

Guardería para focas - Pieterburen -  www.zeehondencreche.nl

Este centro de recuperación de focas heridas o enfermas, llamado “guardería para focas”, permite ver cómo se cura a estos animales y se les cuida hasta que están listos para volver al mar. Entonces se les libera en una operación emocionante. Se pueden hacer donaciones. El centro está en una localidad (Pieterburen), en tierra firme, frente a Schiermonnikoog.

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jueves, abril 28

Nur-sultán, una ciudad y muchos sueños

(Un artículo de Gonzalo Aragonés en el suplemento dominical del Periódico de Aragón del 11 de agosto de 2019)

Soviética y ultramoderna, de ladrillo y de cristal. Así es una ciudad cambiante, sorprendente experimento arquitectónico por el sueño o capricho de uno de los reyes de Asia Central. Obligado por la edad, Nursultán Nazarbáiev va soltando el poder de Kazajistán, pero deja como herencia una capital que ha tenido cinco nombres (Akmolinsk, Tselinograd, Akmolá, Astaná y Nur-sultán).

Nadie habría encontrado en un mapa este lugar de la estepa, a miles de kilómetros de todo océano conocido, si un día el presidente de Kazajistán no hubiese decidido trasladar hasta aquí la capital del país. La cosmopolita y populosa Almatý, de clima suave y montañoso a la vez, estaba demasiado al sur, demasiado cerca de sus vecinos de Asia Central, pero demasiado lejos de Rusia.

Él y sus consejeros encontraron su oasis para la nueva capital en la fría y semidesértica estepa del centro-norte, un lugar que en siglos pasados sólo fue ruta de caravanas. Con picos de 30ºC bajo cero en invierno y 40ºC  de húmedo calor en verano, sólo parecía el lugar ideal para que corrieran libremente los caballos salvajes.

Eran los años noventa cuando la élite política kazaja, que aún no llevaba una década dirigiendo su propio destino tras el fin de la URSS, se fijó en Akmolá, un nombre que le viene al pelo en medio de la helada estepa kazaja porque significa “la lápida blanca”. Pero por orden del presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbáiev, en 1998 Akmolá, que se llamó Tselinograd hasta el fin de la URSS, cambió de nombre para llamarse Astaná (que, en kazajo, quiere decir “ciudad capital”). Este 2019, la capital de Kazajistán ha vuelto a cambiar de nombre y, en honor del Elbasi (líder de la nación), ahora se llama Nur-Sultán.

El primer nombre de la ciudad fue Akmólinsk y fue fundada en 1830 sobre un puesto de avanzada que los cosacos rusos instalaron en 1824 a orillas del río Ishim. Algunos expertos creen que las primeras murallas de piedra forman parte de los cimientos del Estadio Central, situado en la calle Kenesari. 

Antes de convertirse en la capital, Akmolá era una mediocre ciudad industrial con 300.000 habitantes, cuyo destino más probable habría sido un plácido olvido. Hoy, el visitante llega en un vuelo nocturno y se acerca a la ciudad en un taxi, deslumbrado por miles de bombillas en medio de grandes avenidas, media ciudad soviética (ladrillo y cemento), a la derecha del río; y media de rascacielos, pirámides luminiscentes, impensables estadios deportivos, en la orilla izquierda, donde se puede pensar en una escena de Nivel 13 (Josef Rusnak, 1999), una película futurista sobre realidad virtual cuyo protagonista termina descubriendo que todo era mentira. A aquella ciudad de tamaño medio que no salía en los mapas hoy la llaman la Dubai de Asia Central.

Cuentan que los inicios de la nueva capital fueron tan difíciles que muchos no se lo creyeron. En 1998, cuando Almatý ya había perdido su capitalidad, el Gobierno no había logrado llevar a todos los funcionarios necesarios para que la máquina estatal funcionara desde Astaná. Pero el sueño se fue haciendo realidad con los años. El oasis de la estepa se hizo posible gracias a incentivos fiscales para las empresas constructoras y a grandes infraestructuras como el Talgo español que desde el 2001 conecta las dos principales ciudades del país. Actualmente, la ciudad cuenta con casi 1,2 millones de habitantes.

El hoy expresidente, que ya estaba en el poder en tiempos soviéticos, tuvo mano directa en las ideas originales o el diseño de muchos de los monumentos de la capital. Su símbolo más importante, la torre de Baiterek, lo esbozó en una sencilla servilleta. Idea suya es también un cinturón verde alrededor de la urbe, un lugar donde todo el mundo le decía que los árboles no podían crecer. “Veinte años para la historia es un instante. Pero hemos construido una megalópolis, donde hoy viven 1,2 millones de personas”, dijo el líder kazajo en el 2018, cuando se cumplían dos décadas desde la capitalidad.

El baiterek (álamo, en kazajo) es el árbol mitológico de la vida en la cosmología de los pueblos nómadas de la estepa. El pájaro fabuloso Samruk pone cada año en la copa del árbol un huevo de oro que se convertirá en sol y que acabará devorando al dragón que vive bajo tierra. Por eso la torre está coronada con una esfera dorada.

Pueden decir lo que quieran los aficionados al fútbol que recuerdan a Maradona. Pero la mano de Dios está aquí. Tras subir de un salto los 97 metros de altura en un ascensor que por su velocidad parece un cohete espacial, el visitante se encuentra con otros visitantes haciendo cola para subir unas escaleras y alcanzar un pedestal, donde hay una plancha de metal dorado encima. Es un molde de oro donde se encuentra la huella de Nazarbáyev. Como hay un cartel que invita a hacerlo, aquí es tradición colocar la mano dentro de la suya y, claro, pedir un deseo... Luego, desde ese privilegiado mirador de 360 grados, se puede contemplar un mundo nuevo, creado prácticamente de la nada.

Comenzar desde aquí la visita a las modernas maravillas de Nursultán, mientras se toma un café o se estudian las maquetas de los planes urbanísticos de la ciudad, es casi una obligación. La mano de Dios marca el camino: el bulevar Nurzhol está a sus pies y, siguiéndolo, la vista lleva hasta la ribera del río Ishim, donde se levanta el palacio presidencial, una copia pluscuamperfecta de la Casa Blanca de Washington.

El barrio presidencial está formado por anchísimas avenidas, un esquema tal vez aprendido de la época soviética, aunque tan desproporcionado que parece realmente desangelado. Junto al palacio de Nazarbáyev se levantan dos torres que albergan varios ministerios. Desde la bola del Baiterek se ve el lujoso y tan solitario hotel Presidencial y otra torre que aquí llaman el mechero. Cerca se encuentra el edificio del Archivo General, redondo y ovalado como un huevo gigante.

Aquí han dejado su impronta los arquitectos y urbanistas más prestigiosos del mundo. El proyecto inicial de Astaná es del japonés Kisho Kurokawa, de quien ya se puede ver una muestra nada más aterrizar en el aeropuerto que él diseñó. Este y otros creadores han ido dando forma al sueño.

Sobre el plan maestro de Kurokawa se pueden contemplar obras irreales del estudio de Norman Foster, como el centro comercial Khan Shatyr, en forma de carpa transparente, o el palacio de la Paz y la Reconciliación, una pirámide; o la misma torre Baiterek.

El Khan Shatyr es la carpa más grande del mundo, con 140.000 m2 y una altura de 150 metros. Es el equivalente a diez campos de fútbol, todo dedicado a las compras y el entretenimiento. Es como si la ciudad se retorciera y se metiese dentro de sí misma para construir bajo la lona de Foster calles, plazas y parques que invitan a pasear. Una protección especial aísla el interior de los fríos inviernos. No en vano, la playa artificial, con arena traída desde las islas Maldivas, necesita una temperatura constante de 35ºC positivos.

Cerca se encuentra la esfera Nur Alem, o Museo del Futuro, situada en el principal edificio de la Exposición Internacional del 2017. Entrar aquí es poner el pie en una imaginaria estación espacial en forma de esfera y un diámetro de 150 metros para conocer la historia de la energía.

El Palacio de la Paz y la Reconciliación es la pirámide de Nursultán. En ella se han celebrado asambleas de diferentes religiones del mundo. Actualmente, en su interior funcionan una sala de ópera, una sala de conferencias y un pequeño museo etnográfico que acoge vestidos de boda de varios pueblos de Asia.

En una visita rápida se puede continuar con el auditorio Estatal, de Manfredi y Luca Nicoletti; el juego de arcos opuestos en la vía central de la ciudad nueva, y también la biblioteca del Primer Presidente Nursultán Nazarbáyev y el circo de Astaná (Astanalyk), ambos con forma de enormes platillos volantes, nada extraordinario en este mundo imaginario, a medio camino entre la Tierra, la ciencia ficción y los sueños.

Al convertirse en la joya de la corona del país más grande de Asia Central, era obligatorio levantar edificios sin cuya presencia parece imposible pensar en otras grandes ciudades del mundo. Las mezquitas Nur-Astaná y Hazret Sultan, de las más grandes de esta parte del mundo en un país de mayoría musulmana, son obra de este siglo XXI. El Arco del Triunfo se inauguró en el 2011.
Pero a esta parte de la ciudad, ultramoderna, de calles limpias y ventanas impolutas, le falta algo muy importante: alma. Esa se encuentra en la parte vieja de Nursultán, la antigua Akmolá. Tal vez empezando por un alojamiento acogedor, el hotel cuatro estrellas Grand Park Esil, en la plaza Vieja, frente al Akimat (Ayuntamiento) de la ciudad y a los pies de Abai Kunanbayuli, el Cervantes kazajo. 

Y siguiendo por el cercano Museo del Primer Presidente de Kazajistán, el lugar donde Nazarbáyev tuvo su oficina cuando la capital se trasladó de Almatý a Astaná. En la cercana calle Kenesari, a cuyo alrededor se han agolpado pequeños centros comerciales, restaurantes y edificios de oficinas, sí se puede sentir una ciudad con vida. Aquí hay un poco de historia local que falta al otro lado del río Ishim: como la residencia de Kubrin, un comerciante de los de antes de la revolución (hoy, embajada de Ucrania) y su sociedad comercial Kubrin i K, donde hoy funcionan pequeños supermercados y tiendas de aire gourmet (Astana, Mir Vkuza); o el Zhastar Teatri, el antiguo Teatro Nacional de Ópera y Ballet Kulyash Baisetova, una de las joyas de estos barrios.

Los sueños de Nursultán Nazarbáyev han enriquecido y restaurado la parte vieja. También se han añadido nuevos edificios, como la catedral de la Dormición (Uspenski), terminada en el 2009 y adscrita a la Iglesia ortodoxa rusa. Como las dos mezquitas, también la más grande de Asia Central en su género. 

Dos ciudades con cinco nombres que nunca más podrán existir por separado.

SÍMBOLOS PARA CREAR IMAGEN

EMBLEMA DE LA CIUDAD
La torre Baiterek (álamo, en kazajo) es el árbol mitológico de la vida en la cosmología de los pueblos nómadas de la estepa. El pájaro fabuloso Samruk pone cada año en la copa del árbol un huevo de oro que se convertirá en sol y que acabará devorando al dragón que vive bajo tierra. Por eso la torre panorámica está coronada con una esfera dorada.

LA MANO DE ORO DE DIOS
Tras subir como una bala en un ascensor supersónico, en el Baiterek hay un molde dorado donde se encuentra la huella de la mano del ya expresidente de Kazajistán Nursultán Nazarbáyev. Un cartel invita a lo que ya se ha convertido en una tradición: colocar la mano dentro de la suya y pedir un deseo.

UN OASIS DENTRO DEL OASIS
El Khan Shatyr es la carpa más grande del mundo, con 140.000 m2  y una altura de 150 metros. Está dedicada a las compras y el entretenimiento. Es como si la ciudad se reprodujera bajo esta lona traslúcida de Norman Foster: calles, plazas y parques que invitan a pasear.
Una protección especial aísla el interior de los fríos inviernos. Y es que en la playa artificial, con arena llevada desde las islas Maldivas, necesita 35ºC.

NAVES ESPACIALES
Entrar en el la esfera Nur Alem, o Museo del Futuro, situado en el edificio principal de la Exposición Internacional del 2017, es como poner el pie en una imaginaria estación espacial en forma de esfera y un diámetro de 150 metros para conocer la historia de la energía. No es el único edificio de forma original, la biblioteca del Primer Presidente (también diseñada por Norman Foster)  y el circo de Astaná (Astanalyk) tienen cierta forma de enormes platillos volantes.

REZANDO AL MÁS ALLÁ
Al convertirse en la joya de la corona del país más grande de Asia Central, era obligatorio levantar edificios nuevos. Kazajistán es un país de mayoría musulmana, así que en la parte nueva de la ciudad se han construido en este siglo XXI dos de las mezquitas más grandes de esta parte del mundo, Nur-Astaná y Hazret Sultan. También se construyó un templo cristiano, la catedral ortodoxa de la Dormición (Uspenski), esta vez en la parte vieja de la ciudad.

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