Cuéntame un cuento...

...o una historia, o una anécdota... Simplemente algo que me haga reir, pensar, soñar o todo a la vez, si cabe ..Si quereis mandarme alguna de estas, hacedlo a pues80@hotmail.com..

jueves, septiembre 30

¿Qué esconde la sombra de Peter Pan?

 (Un texto de Valeria Sabater en supercurioso.com publicado el 16 de enero de 2021)

Es difícil concebir la obra de Peter Pan sin comprender un poco la personalidad de su autor, y de la dimensión trágica que James Matthew Barrie nos dejó intuir en alguna de sus pinceladas narrativas. Una vida sin infancia donde la muerte, casi siempre llevó de la mano a este autor escocés que nos dejó una de las obras más inolvidables dentro del género juvenil.
 
La vida de J.M Barrie y su refugio personal. 
La tragedia llegó muy pronto a la vida de Barrie. A pesar de vivir de modo distinguido en el seno de una familia victoriana, su infancia nunca fue fácil ni aún menos feliz.
 
Su hermano David falleció a los 13 años al caer en un lago congelado. Era el favorito de su madre y él nunca pudo hacer nada por conseguir el cariño de sus padres ni la cercanía de esa mujer que vivió siempre con el vacío de su hijo mayor. Tal vez por ello buscó siempre el refugio de los libros, el amparo de la literatura, viviendo desde muy temprano una vida de adulto.
 
Podríamos decir que perdió su infancia al carecer de cariño alguno y de obligarse a sí mismo a mantenerse fuerte en un mundo difícil. Ahí donde su imaginación era su único refugio.
 
Se casó en 1894 con una bella actriz, Mary Ansell. Pero ésta tampoco le hizo nunca demasiado caso, al poco tiempo ya contaba con un amante y con un claro desprecio hacia su persona.
 
Quizá por ello se refugió aún más en su literatura y en sus amigos escritores, como Arthur Conan Doyle o Charles Frohman, productor de sus obras y gran amigo al que, posteriormente, perdería en el navío Lusitania en la Primera Guerra Mundial.
 
Los paseos en soledad también eran un buen refugio para sus pensamientos, de ahí, que la casualidad hiciera que un buen día surgiera un encuentro. El mejor encuentro de su vida.
 
Conoció a cinco niños, hijos de Sylvia y Arthur Llewelyn Davies. Eran Peter, George, Jack, Nicholas y Michael. La fatalidad quiso que los padres de estos chicos fallecieran, el padre lo hizo en 1907 a causa de sarcoma, y Sylvia en 1910 por una enfermedad degenerativa.
 
Barrie se quedó de la noche a la mañana, siendo el tutor legal de esos chicos de los que se ocupó, desarrollando a su vez todo un mundo de fantasía para ellos.
 
Un genial contador de cuentos donde cada uno tenía su papel, eran cómo no, sus “niños perdidos”, niños que liderados por Peter Pan corrían grandes aventuras en el país de Nunca Jamás, ahí donde nadie crecía, donde todos podían ser niños para siempre.
 
Era, por así decirlo, un modo de disfrutar de esa infancia que J.M Barrie nunca tuvo. Un regalo que ofrecer a esos niños perdidos -niños huérfanos, al fin a y al cabo-, criaturas que como él, se veían obligados a crecer sin padres pero con todo el derecho de disfrutar de su infancia.
 
Lo que hizo fue retratar a una familia suspendida para siempre en un limbo, un paraíso donde todo sucede una y otra vez sin fin
 
El trágico final de los Niños Perdidos
En la vida real, los niños crecen, viven y mueren. Es inevitable. En numerosas ocasiones se ha asociado lo ocurrido con estos cinco niños adoptados por Barrie con la propia obra de Peter Pan.
 
Pero hemos de recordar que la obra en sí se estrenó en 1911 y la Primera Guerra Mundial estalló pocos años después, momento en que la tragedia acarició a estos muchachos de modo inevitable y trágico, también para el propio Barrie. George falleció en la guerra, Michael, por su parte, se suicidó en un lago con su amante, y Peter, que logró ser editor y escritor, terminaría su vida años después suicidándose también, lanzándose a las vías de un tren. Toda una desgracia.
 
La infancia no pudo ser contenida para siempre en el País de Nunca Jamás, crecieron y, como a todo el mundo, les llegó la vida en toda su intensidad.
 
En su felicidad y también en su tragedia. J.M Barrie creó una historia para ellos, desde luego, pero ante todo, era también un mundo para sí mismo, donde gozar de una infancia que nunca tuvo y que, sin lugar a dudas, debió de ser eterna para poder zambullirse en ella y huir de la realidad.
 
Un mundo en el que siempre había esperanza, un lugar situado como ya sabes “en la segunda estrella a la derecha, todo recto hasta el mañana”.

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miércoles, septiembre 29

Vuestros hijos

 De Kalil Gibran:

«Vuestros hijos no son vuestros hijos.

Son hijos e hijas del anhelo de la Vida por sí misma.

Llegan a través vuestro pero no de vosotros,

Y aunque todavía están con vosotros no os pertenecen.

 

Podéis darles vuestro cariño mas no vuestros pensamientos,

Ya que tienen los suyos propios.

Podéis albergar su cuerpo, pero no su alma,

Porque esta habita en la casa del mañana, que vosotros no podéis visitar ni siquiera en sueños.

 

Podéis esforzaros en ser como ellos, pero procurad no hacedlos como vosotros.

Porque la vida no retrocede ni se demora en el ayer.

Sois los arcos desde los que vuestros hijos, como flechas vivientes, son lanzados hacia adelante.

El Arquero distingue la diana en la senda del infinito y Él os flexiona con su poder para que sus flechas viajen veloces y lejos.

Disfrutad en la mano del Arquero que os dobla.

Pues lo mismo que Él ama la flecha que vuela, ama el arco que se mantiene estable.»

 

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martes, septiembre 28

The Reason Some People Never Return Shopping Carts, According to Science

 (Ar artivle by Jake Rossen read at mentalfloss.com on 27th May, 2020)

On the spectrum of aberrant behavior, leaving a shopping cart in the middle of a parking space doesn’t quite rise to the level of homicide. But poor cart etiquette is nonetheless a breakdown of the social fabric, one in which some consumers express little regard for others by failing to return a cart to its proper place. Why does this happen?

In a piece for Scientific American, Krystal D’Costa examined some plausible reasons why shoppers avoid the cart receptacle. It might be too far from where they parked, they might have a child that makes returning it difficult, the weather might be bad, or they might have physical limitations that make returning it challenging. Alternately, they may simply believe it’s the job of the supermarket or store employee to fetch their used cart.

According to D’Costa, cart returners might be motivated by social pressure—they fear a disapproving glance from others—or precedent. If no other carts have been tossed aside, they don’t want to be first.

People who are goal-driven aren’t necessarily concerned with such factors. Their desire to get home, remain with their child, or stay dry overrides societal guidelines.

Ignoring those norms if a person feels they’re not alone in doing so was examined in a study [PDF] published in the journal Science in 2008. In the experiment, researchers observed two alleys where bicycles were parked. Both alleys had signs posted prohibiting graffiti. Despite the sign, one of them had markings on the surfaces. Researchers then stuck a flyer to the bicycle handles to see how riders would react. In the alley with graffiti, 69 percent threw it aside or stuck it on another bicycle. In the alley with no graffiti, only 33 percent of the subjects littered. The lesson? People might be more likely to abandon social order if the environment surrounding them is already exhibiting signs of neglect.

In another experiment, researchers performed the flyer trial with a parking lot that had carts organized and carts scattered around at separate times. When carts were everywhere, 58 percent of people left the flyers on the ground compared to 30 percent when the carts were cared for.

Social examples are clearly influential. The more people return carts, the more likely others will do the same. There will, of course, be outliers. Some readers wrote to D’Costa following her first piece to state that they didn’t return carts in order to keep store workers busy and gainfully employed, ignoring the fact that the primary function of those staff members is to get the carts from the receptacle and back to the store. It’s also rarely their primary job.

Until returning carts becomes universally-accepted behavior, random carts will remain a fixture of parking lots. And ALDI will continue charging a quarter deposit to grab one. 

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lunes, septiembre 27

Y Leonard Cohen comenzó a llorar, y se oían sollozos entre el público

(Un texto de Óscar Tevez en El País del 23 de noviembre de 2016)

La historia de un concierto donde el músico abandonó desolado el escenario y luego retornó para ofrecer una interpretación memorable.

Leonard Cohen entró abruptamente en el camerino. Se sentó abatido en un rincón y dijo: "No puedo, me estoy rompiendo". Había dejado precipitadamente el escenario ante el asombro de los espectadores. Era 1972 y aquel era uno de sus primeros conciertos en Israel, importantísimo para él debido a su filiación judía. Pero el músico, 38 años en la época, no pudo acabar el recital en la sala Binyanei Ha'uma de Jerusalén.

Antes de dejar la tarima, Cohen ya advirtió al público: "No estoy sintiendo profundamente las canciones. Y creo sinceramente que os estoy engañando. Lo voy a intentar de nuevo. Si no funciona lo dejo y os devolveremos el dinero. Hay noches en las que uno se eleva en el aire y otras en las que simplemente no despega". La honestidad brutal del músico pilló por sorpresa tanto a los espectadores como a los músicos, que no tenían una opinión tan sombría de lo que estaban presenciando.

Cohen dijo al público: "No estoy sintiendo profundamente las canciones. Y creo que os estoy engañando. Lo voy a intentar de nuevo. Si no funciona lo dejo y os devolveremos el dinero"

Aquella noche tan importante para él, Cohen estaba atenazado por la responsabilidad y el compromiso, por elevar la pureza artística a un nivel místico. Y, aunque el público no lo estaba percibiendo, él sí. Se levantó, y dijo, como se ve en el documental de Tony Palmer, Bird on a wire: "Vamos a dejar el escenario ahora y a meditar profundamente en el camerino para intentar recuperar la forma. Si lo logramos, volveremos".

El músico se sumió en una actitud de melancolía profunda, hundido por su derrota ante uno de sus conciertos más relevantes. Su exigencia artística estaba por encima de todo. Tan alta que daba igual que el público estuviera disfrutando plenamente de la actuación. Según cuenta Sylvie Simmons en el libro Soy tu hombre: la vida de Leonard Cohen, el representante del músico se acercó a Cohen y le dijo: "Tenemos que velar por el negocio y acabar la actuación, o puede que no salgamos de aquí de una pieza". Lo materialista contra el arte.

Afuera, nadie había abandonado la sala. Ni una sola petición de devolución del dinero. Ni un solo abucheo. Al contrario: comenzaron a cantar Hevenu shalom aleichem (La paz sea contigo), un poema judío de felicidad. Y, en ese momento, ocurrió. Cohen siguió el consejo de su madre: "Cuando las cosas te vayan mal, aféitate". Alguien le llevó una navaja y crema, él se acercó al lavabo y comenzó a rasurarse la barba mientras escuchaba de fondo los cánticos de los espectadores: "Que la paz esté con vosotros, ángeles del altísimo. /El supremo rey de reyes es el santo bendito".

Mientras cantaba, las lágrimas del músico comenzaron a resbalar por sus mejillas. Se escucharon sollozos desde la multitud. La congoja envolvió a los músicos

Cuando terminó el aseo, Leonard Cohen retornó al escenario seguido de sus músicos. No se había marchado nadie. La ovación fue atronadora. Después, se hizo el silencio. El músico cogió su guitarra y comenzó a cantar So long Marianne: "Nos conocimos cuando éramos jóvenes./ Fue en un parque de colores lila y verde./ Me cogiste como si fuera un crucifijo mientras nos adentrábamos de rodillas en la oscuridad./ Hasta la vista, Marianne, ya es hora de que empecemos a reírnos y a llorar y llorar, y a reírnos de todo".

Mientras cantaba, las lágrimas del músico comenzaron a resbalar por sus mejillas. Se escucharon sollozos desde la multitud. La congoja envolvió a los músicos. Ahora sí: Leonard Cohen estaba sintiendo profundamente las canciones.

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domingo, septiembre 26

Jean-Baptiste Bernadotte, el verdadero rival de Napoleón

(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 4 de abril de 2008)

La coronación de Bernadotte como rey de Suecia en 1818 fue el triunfo definitivo sobre su antiguo camarada, Napoleón, desterrado en un islote atlántico.

Comparado con Napoleón, Jean-Baptiste Bernadotte es un personaje secundario de la Historia, sin embargo no hubo ningún hombre que inquietara más al emperador, que sentía por él una mezcla de admiración, miedo, celos y antipatía.

En lenguaje literario podríamos decir que entre Napoleón y Bernadotte hubo una relación de amor y odio… Es lo que tiene haber compartido no sólo la gloria militar y el cortejo de los políticos y la opinión pública, sino también la misma mujer, y no una amante cualquiera, sino una de las más encantadoras de su época, Desirée Clary (‘desirée’ quiere decir en francés deseada), que terminaría siendo reina y madre de reyes.

En su cárcel de la isla de Santa Helena, cuando Napoleón rumiaba obsesivamente los errores que le habían hecho perder el trono y la libertad –“¡la úlcera española!” era una de sus lamentaciones repetitivas–, el 5 de febrero de 1818 debió ser especialmente amargo. Ese día era coronado rey de Suecia Bernadotte, que iniciaría así una dinastía que ha llegado a nuestros días en plácido reinado.

“Pagué por haberle arrebatado la virginidad a Desirée entregándole un reino a su marido, y él terminó traicionándome”, era su peculiar interpretación del proceso histórico que había llevado a Bernadotte al trono sueco.

Prestigio

Bernadotte fue un producto de la Revolución Francesa, cuando como en la Edad Media un guerrero, un aventurero, se podía convertir en rey. Hubo varios casos, empezando naturalmente por Napoleón, aunque todos terminaron mal. Napoleón y sus hermanos, que fueron reyes de España y de Holanda, en el exilio; Murat, que lo fue de Nápoles, fusilado por los propios napolitanos.

Sólo prevaleció la estrella de Bernadotte, porque su trono no fue ganado por conquista, sino ofrecido por la propia Suecia a través de su rey y su Parlamento. El anciano soberano sueco, Carlos XIII, no tenía descendencia, y en 1810 le propuso convertirse en su hijo adoptivo a Bernadotte, un general con tanto prestigio militar en toda Europa que provocaba los celos profesionales de Napoleón. Disciplinadamente, Bernadotte le pidió autorización al emperador, que se la concedió de mala gana, en una muestra más de las turbulentas relaciones entre dos hombres de destinos paralelos, pero de caracteres opuestos.

Bernadotte era un militar profesional del ejército real cuando estalló la Revolución Francesa, a la que se adhirió con entusiasmo, lo que le supuso una promoción en su carrera con la que no habría soñado en tiempos normales. Todo esto podría decirse igual en la biografía de Napoleón, también coincidieron en que la guerra de Italia les consagró como generales. En 1797, Bernadotte acudió al frente de un ejército en socorro de Bonaparte, algo apurado en Italia. Fue su primer encuentro y desde el principio tuvieron malas relaciones personales, aunque trabajaron bien conjuntamente en la guerra.

Al poco del encuentro profesional vendría el personal, que fue más bien encontronazo. José Bonaparte, el que sería desafortunado rey de España, andaba enamorado de una muchacha de rica familia burguesa de Marsella, Desirée Clary, bellísima en sus 17 años, y cometió el error de presentársela a su hermano Napoleón, un mujeriego perdido que le quitó la novia, a la que dio palabra de matrimonio tras seducirla. Sin embargo, no la mantuvo; conoció a Josefina, rompió el compromiso y se casó con ésta.

Entonces apareció Bernadotte, un hombre de honor enamorado de Desirée, a la que tomó por esposa sin importarle sus intimidades amorosas con Bonaparte.

Tensiones

Con Napoleón en el poder, su relación con Bernadotte fue una sucesión de nombramientos de alta responsabilidad y ceses fulminantes, según el humor del amo de Francia. La valía militar de Bernadotte estaba clara, y Napoleón tenía que recurrir a él en sus campañas, pero la forma de ser –y los éxitos– de Bernadotte le irritaban fácilmente.

Bernadotte era un caballero, mientras que Napoleón era un ave de presa. Uno de los rasgos del primero era su respeto hacia los soldados de otros países, que Napoleón en cambio despreciaba. El ejército imperial era multinacional y Bernadotte se entendía bien con los militares extranjeros, de lo que se aprovechaba el pragmatismo de Napoleón. Bernadotte apreciaba, por ejemplo, al cuerpo expedicionario español enviado a Dinamarca en 1807, hasta el punto de formar con españoles su escolta personal. Luego Napoleón le puso al frente del ejército de Sajonia, con el que Bernadotte logró un éxito en la batalla de Wagram (1810). Pero cuando agradeció el comportamiento de sus hombres elogiándoles calurosamente en la orden del día, el emperador se enfadó y le quitó el mando.

Poco después, Bernadotte se convirtió en príncipe heredero de Suecia y, a partir de ese momento, su lealtad fue para su nuevo país, que se alinearía en contra de Napoleón tras el fracaso de éste en Rusia. El genio estratégico de Bernadotte lograría la gran derrota de Napoleón en Leipzig (1813).

Fue en ese momento, con un Napoleón en retirada, cuando madame de Staël, la mujer más inteligente de Europa, feroz enemiga del despotismo napoleónico y no por casualidad exiliada en Suecia, lanzó la idea de substituir a Napoleón por Bernadotte en el trono de Francia. Sería una fórmula de monarquía liberal para no volver ni a la república, ni al absolutismo de los Borbones. Su idea fue respaldada por Benjamin Constant, el mejor teórico político de la época, padre del liberalismo, y el propio Bernadotte no le hizo ascos, aunque no llegó a cuajar por falta de apoyo de las grandes potencias.

En todo caso, Bernadotte fue el único hombre que, con toda elegancia, heredó de Napoleón una mujer y pudo haber heredado también una corona.

Mujer de dos hombres

“Has hecho mi vida miserable, pero soy tan débil que te perdono”. Ese era el triste reproche de Desirée, seducida y abandonada por Napoleón. Curiosamente, no se sintió agradecido hacia Bernadotte cuando se hizo cargo de la joven y se casó con ella. Aunque no pretendiera echarle una mano al compañero de armas, objetivamente Bernadotte resolvía un problema creado por la infidelidad de Napoleón. Pero éste más bien le miraba como si le hubiese arrebatado la novia. Era el mismo reflejo con que ‘agradeció’ la ayuda militar que le prestara Bernadotte en Italia, tomándole inmediata antipatía. Las personas con un ego como el de Napoleón no perdonan que nadie les saque las castañas del fuego.

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sábado, septiembre 25

Catalina de Lancaster, una reina castellana de armas tomar

(Un texto de Álvaro van Den Brule en el Elconfidencial.com del 9 de marzo de 2019)

Una mujer que no pisaba, sino que levitaba, una diosa terrenal que decidió padecer un tránsito existencial para darnos algo de aliento a los mortales.

'Di, ¿por qué acequia escondida, agua, vienes hasta mí, manantial de nueva vida de donde nunca bebí?¡

–A la memoria de Antonio Machado.

Una de las ventajas de ser mujer es poder cruzar las piernas sin aplastarse el cerebro. Esta frase hay quien se la adjudica a Claudia Cardinale, la belleza más arrogante, impactante y mortífera (era una tía de infarto) que recuerdo, con un halo de divinidad y azote visual para los sentidos que a los chavales de la época nos dejaba en trance, levemente bizcos y algo turulatos. Yo, que con quince añitos andaba un poco “mareao” con los asuntos propios de la edad y con las colisiones teológicas que nos metían a capón en el endocráneo, por lo que dejé de ser ateo como por arte de magia y sin necesidad de que me arrearan collejas con la Biblia, el catecismo y otros pérfidos sucedáneos, comprendí ipso facto con cierta desviación herética que Dios era mujer y los hombres, unos malandrines perenganas en busca de la identidad perdida tras el esperpéntico asunto de la expulsión del paraíso.

Y luego, claro, así de soslayo, se presentó un tal Milan Kundera a rematar de cabeza y a pegarnos un viaje navajero con su voz atronadora a la vera del pabellón auditivo con aquella reflexión que decía en 'La insoportable levedad del ser' que “amarrar el amor al sexo ha sido una de las ocurrencias más extravagantes del creador” o de sus exégetas vaticanos y especímenes similares; que para interpretar a estos intérpretes hay que tomar sobredosis de biodraminas, so pena de acabar con el cuello como un amortiguador de camión.

Dicho esto, pienso que los españoles estaríamos en la misma categoría que los lacónicos y los estoicos, especies ambas que merecen que se les vinculen filosóficamente, lo cual, desde mi punto de vista, es un deber histórico moral ineludible, porque anda que somos masoquistas pues nos va la fusta del no querer saber - la peor de las ignorancias un rato.

Y ocurrió que la bella Catalina, una diosa “comme il faut”, se apuntó a lo del sexo como mal menor en una salida política pactada para evitar una movida mayor y se lo montó con su imberbe primito. Y esto viene a colación porque el inmenso galimatías dinástico que se formó allá por los albores del siglo XV da para varios capítulos del género rosa, del negro y también del marrón; y digo del marrón, porque fue el que le cayó a la bellísima, inteligente y nacarada Catalina de Lancaster, una mujer que no pisaba, sino que levitaba, otra diosa terrenal que había decidido padecer este tránsito existencial para darnos algo de aliento a los mortales y recuperarnos del susto de vivir.

Su genealogía es pródiga en esa sangre que se ha dado en llamar “azul”, una especie de salvoconducto protector para no hollar el mundo de los mortales y que suele conferir ciertas licencias que acaban convirtiéndose casi siempre en derechos, que al común de los terrícolas nos deja boquiabiertos por la discriminación que supone el tener la sangre rojo mate. Por el lado paterno a esta criatura celeste le tocó ser la nieta favorita del rey Eduardo III de Inglaterra y por la parte materna, fue asimismo nieta del malogrado rey Pedro I de Castilla, que palmó arteramente en Montiel.

Para más abundamiento en el algoritmo regio, sería hermana del rey Enrique IV de Inglaterra y de paso, abuela de una de las figuras clave de la historia de España, Isabel la Católica. Vamos, que la criatura rebosaba realeza a raudales, era bella hasta la saciedad, de inteligencia inmediata y arrolladora y más blanca que una colada hecha a 60º con Perlan.

Pero el caso es que las cosas estaban algo revueltas y no pintaban demasiado bien, pues Castilla se había convertido en un cenagal en lo tocante a legados hereditarios y hacía falta mucha imaginación para que las aguas volvieran a su cauce. El contencioso entre el mal llamado Pedro el Cruel y su hermanastro Enrique II de la dinastía Trastámara había llegado hasta el punto de que el segundo lo mataría a traición de mala manera, ensuciando posteriormente con una historia paralela realizada por cronistas muy poco imparciales a base de “fake news” el buen nombre de este, manipulando la verdad, pues se sabe a ciencia cierta que era un rey muy querido por el pueblo, defensor de los débiles y azote de los nobles; en definitiva, un buen hombre y un buen monarca.

Catalina sería educada con esmero en su propia casa de Hartford a tiro de piedra del estuario del Mersey y cerca de Northwich, con unos conocimientos humanistas que para sí quisieran muchos de los embrutecidos caballeros de la corte. Como heredera que era de la Corona de Castilla por inextricables y complejos cruces sanguíneos (el recuerdo del asesinado Pedro I “el Cruel” gravitaba por ahí todavía) presentó credenciales en la política castellana cuando su padre Juan de Gante reclamó sus derechos al trono, para lo cual organizaría una expedición con la ayuda de Ricardo II de Inglaterra, a la sazón rey de su ínsula, el cual desembarcó en La Coruña hacia 1386 con cara de Drácula y con ganas de hacerse con el cetro por las buenas o por las malas.

Cuando la cosa parecía no tener solución, para que no llegara la sangre al río y acabar de paso con el conflicto por la vía rápida, se urdió el Tratado de Bayona, en el que Catalina de Lancaster contraería nupcias un día de otoño del año de 1388 con su primo Enrique de Trastámara (mientras la Iglesia de Roma se hacia la manicura por aquello de las inconveniencias de la consanguinidad) desapareciendo así las tensiones previas como por arte de magia sin obviar el trabajo de tramoya de la diplomacia de ambos bandos que tenían mucho que perder; uno recién salido de una guerra civil y exhausto, el otro con un pequeño ejército de mercenarios en un país desconocido.

Este enlace acabaría con el conflicto dinástico entre los descendientes de Pedro I y Enrique II de Castilla, consolidando a la Casa de Trastámara y la paz entre Inglaterra y la Corona de Castilla, pues mientras los castellanos (que no eran unos angelitos precisamente) se habían dedicado a incendiar las ciudades costeras del sur de Inglaterra y a arramplar con todo lo que pillaban mediante saqueo (incendio del puerto de Londres, Gravesend, Plymouth, Brie, Southampton, etc.) los ingleses, que no eran mancos, para hacerles la puñeta, se dedicaban a capturar las naves castellanas en dirección a a Flandes y la liga Hanseática Báltica cuando pasaban por el Canal de la Mancha.

Mientras vivió su marido Enrique III de Castilla, elemento regio que cortaba el bacalao –y algunas cabezas– con solvencia indiscutible, ella no tuvo que arremangarse para entrar en harina pues su cónyuge era un tío resuelto al que nadie osaba toserle, pero a la muerte de este, comienza a ejercer como reina regente con firmeza pasmosa. Para ello, tuvo que arrear algunos mandobles y repartir unas cuantas de esas obleas dominicales en las que los creyentes le sacan la lengua al cura –algo muy feo y de pocos modales–, contra la nobleza rebelde, pues los infantes de Aragón, progenie de Fernando I, estaban en plan montaraz.

De paso y para hacer horas extras, le tocó afrontar los problemas derivados de la persecución de los judíos que estaba ya en fase de anteproyecto, y tuvo que hacerse la mala ante algunos cortesanos que la miraban de reojo por sus orígenes transpirenaicos o porque estaba viuda y más rica que una ensaimada de Mallorca, y todo esto, para poder proteger a su hijo y rey Juan II, que por minoridad no tenía edad para gobernar pero que ya apuntaba maneras a la hora de levantarles las faldas a sus institutrices.

Al morir prematuramente Enrique III de Castilla en medio de un duro invierno en el año 1406 con tan solo 27 años de edad -probablemente a causa de una sobredosis de sexo con su monumental esposa y tras la consiguiente pulmonía-, Catalina ejerció la regencia de una forma muy hábil y sagaz tomando las riendas como si lo llevara haciendo toda la vida. Buscando los puntos de conjunción y sinergias, evitando enfrentamientos, haciendo concesiones razonables y alimentando a la vez a la Corona en potencia y capacidad decisoria, de manera que durante su regencia fortaleció el reino de manera más que notable. Su cuñado, Fernando de Antequera –más tarde rey de Aragón–, le ayudaría en este menester con compromiso y entrega.

Uno de los puntos en los que la reina puso mayor énfasis fue en el de la política exterior enviando emisarios altamente cualificados y manteniendo líneas abiertas para el comercio en previsión de posibles contenciosos con Portugal e Inglaterra que facilitarían una regencia de tránsito pacífico hasta que su hijo fuera mayor de edad. Pero todo llega y el protagonismo es gloria efímera y transitoria.

Hacia 1412, Fernando de Trastámara se convierte en Fernando I de Aragón, acuerdo este concertado con antelación por los magnates locales en el famoso Compromiso de Caspe. Castilla, en agradecimiento por el apoyo recibido por Aragón durante los años de regencia de esta gran reina consorte (media 185 cm la rubicunda “criatura”) financiaría literalmente el ascenso hasta la corona de su benefactor en las horas críticas del reino mesetario.

Leonor López de Córdoba, una mujer de rancio abolengo, brillante en su forma de pensar y de modos más que elegantes, sería la consejera íntima de la reina Catalina de Lancaster en su paréntesis de regencia. Leonor, una noble cordobesa hija del ajusticiado Martín López de Córdoba, un referente de la Orden de Alcántara, se había opuesto al rey Enrique II de Castilla al haberle pedido este la entrega para su posterior ejecución de los hijos huérfanos de Pedro I de Castilla, algo a lo que no accedería y por lo que pagaría caro con su propia vida.

Finada en la ciudad de Valladolid a los dos días de junio del 1418, a la temprana edad de 45 años, esta generosa y virtuosa reina fallecería de "perlesía" (una debilidad muscular progresiva y paralizante) según los cronistas de la época. En un nicho de corte plateresco con una inclinación de 15º a petición propia y la cabeza alzada sobre los pies (la reina tenía un molesto reflujo gástrico y pensaba que en el más allá también le iba a incordiar) en la catedral de Toledo, yace una de las reinas más grandes –y no por su estatura–, de la protoespaña de entonces.

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