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viernes, julio 31

Muertes absurdas: El genio de los números que murió de hambre cuando su mujer dejó de cocinar


(Un texto de Javier Blanquez en El Mundo del 1 de septiembre de 2018)

El brillante matemático Kurt Gödel sólo comía platos cocinados por su esposa por miedo a ser envenenado. Cuando ella enfermó, él se sometió a una dieta mortal.

En las cosas del comer cada cual tiene sus manías. De Proust, por ejemplo, se sabe que, de niño, era un asquerosito delicado, de los que apartaban en el borde del plato la mitad de los ingredientes, y que hacia el final de su vida apenas comía -extraña elección- poco más que lenguado. De Steve Jobs se dice que durante un largo periodo de tiempo sólo comió zanahorias. Y, ésta es la mejor de todas, el actor Nicolas Cage tiene una política muy particular en cuanto al consumo de carne: sólo acepta animales que, en su vida normal, mantengan una "sexualidad digna", razón por la cual rechaza cualquier alimento que provenga del cerdo -hay que ser muy retorcido para imaginar el coito entre un puerco y su consorte, qué quieren que les diga-. Todos tenemos que comer, pero no hay reglas a la hora de escoger las propias manías. Incluso Djokovic probó una vez el sabor de la hierba de Wimbledon tras ganar el torneo.

La manía de Gödel no era especialmente extraña, ya que él sólo se fiaba de lo que le preparaba su esposa, Adele Nimbursky, que imaginamos que sería una enorme cocinera de las de la vieja escuela, de las de ollas grandes y platos calientes que se comen con cuchara. Lo de circunscribir tu gusto culinario a una persona específica no es tan raro: todos sabemos que la mejor tortilla de patatas es la de nuestra madre, y no la de los demás, por muy madres que sean, y en un ámbito completamente distinto, pero también muy útil para la humanidad, se conoce que Hugh Hefner sólo comía lo que le preparaban en la Mansión Playboy. Ya para acabar, incluso cuando actuaba en Las Vegas, Sinatra exigía que la pizza se la prepararan en Lombardi's, su local favorito de Nueva York. ¿Cómo harían para que la pizza llegara caliente a Nevada?

Pero dejemos a La Voz, que aquí hemos venido a hablar de Gödel, que murió por algo que tiene que ver con la comida y sus manías particulares. Fue una de las mentes matemáticas más brillantes del siglo XX, un personaje que entraría en la categoría de genio inmerso en sus cosas y con pocas habilidades sociales, un Sheldon Cooper de la lógica, y sin el cual no podría haberse armado el mundo actual.

Experto en teoría de conjuntos, sus aportaciones a la materia -que no esperen que aquí les detalle, servidor es de letras y el cerebro da para lo que da- han sido importantes para disciplinas como la computación, la física de las grandes magnitudes cósmicas y el fundamento lógico de la matemática y la filosofía. En un alarde de talento, planteó el problema de la existencia de Dios a partir de su sistema, con resultados sorprendentes.

Ahora bien, aunque en su trabajo Gödel resultara ser un fuera de serie -investigó, publicó y dio clases en Princeton a partir de 1940, cuando se exilió en EEUU huyendo de los nazis con la protección de su amigo Albert Einstein-, en su vida personal era un hombre con habilidades pobres, de aquellos que llegan a poco más que a vestirse solos y, tras mucho insistir, a sacar la basura a la calle. Adele fue su protectora, su sombra, el clásico ejemplo de esposa abnegada que abandonó su carrera -fue bailarina en Viena, en la época de los grandes ballets modernistas- para centrarse en el papel de esposa de un intelectual de prestigio. En su elección de vida -que pasaba por renunciar a tener hijos-, una de las tareas que asumió fue la de hacer la comida.

Gödel terminó por comer sólo lo que ella preparara, sobre todo en los últimos años, pues sufrió un brote paranoico que le llevó a pensar que alguien podría envenenarlo. No nos consta que se llevara el tupper a Princeton con unos macarrones preparados la noche antes -no había microondas entonces-, pero sí se conoce que no entraba en restaurantes ni pedía una ración del rancho diario de la universidad por miedo. Así que volvía a casa sistemáticamente, día y noche, y Adele le ponía el correspondiente plato de víveres calientes, hasta que un día tuvo que ausentarse por causas de fuerza mayor: en otoño de 1977 cayó enferma y precisó de un ingreso en el hospital. A Gödel, por tanto, se le redujeron las opciones a dos: o comer algo en otro lado, o no comer nada en absoluto durante un tiempo.

Ahí fue donde empezó a funcionar de manera implacable su mente lógica: si existe riesgo de envenenamiento, la única manera de evitarlo era evitar cualquier alimento preparado por otras manos, que podían ser las del asesino. Evidentemente, podría tirar con manzanas, plátanos y otras frutas, o sólo zanahorias, como Jobs. Pero su mente lógica le decía que eso no era comer, sino salir del paso, así que se mantuvo firme en la decisión de no probar alimento hasta que ella no volviera a casa. Pero Adele volvió tarde: la estancia en el hospital se prolongó seis semanas en las que Gödel, como un concursante de Supervivientes, fue perdiendo peso, nutrientes y fuerzas, hasta morir por desnutrición pocos días antes de que a su mujer, su cocinera de confianza, le dieran el alta médica.

Fecha de la muerte: 14 de enero de 1978

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jueves, julio 30

Muertes absurdas: El abogado que para demostrar que un disparo podía ser accidental se pegó un tiro por accidente


(Un texto de Javier Blanquez en El Mundo del 30 de agosto de 2018)

Político racista, torticero y traidor, Clement Vallandigham falleció ejerciendo de abogado, cuando quiso demostrar la verdad al precio más alto posible.

El texto clásico de Tocqueville, La democracia en América, se publicó en 1835, y venía a decir que mientras en Europa todavía no habíamos aprendido a diferenciar entre liberalismo y antiguo régimen, al otro lado del Atlántico habían dado por fin con la materialización correcta de las ideas de la Ilustración en un sistema de gobierno justo y garante de las libertades. 

Verdad es que los Estados Unidos de entonces ya preparaban pacientemente el camino a la democracia moderna, pero no nos engañemos: aquello todavía era en gran parte una tierra de gañanes donde se permitían atropellos y tropelías que en nuestro continente agreste ya se habían eliminado, o se canalizaban por vías más refinadas. En Estados Unidos aún no habían inventado ni el baloncesto ni Netflix, así que hay que ser prudentes a la hora de idealizar la nación de hace dos siglos.

Dicho lo cual, permítanme que les presente a Clement Vallandigham, un político singular de la América del siglo XIX con el que sería fácil trazar paralelismos con figuras reaccionarias, intolerantes y tramposas de su misma época o incluso de la actual. En su biografía encontramos de todo, desde un berrinche que le dio porque perdió unas elecciones al Congreso en su estado natal de Ohio, que le llevó a pedir un recuento bajo la sospecha de que se habían emitido votos falsos -y que le dio la razón- hasta una furiosa posición proesclavista. 

Miembro del partido demócrata, hoy habría estado sin duda a la derecha del Tea Party y a la extrema derecha de Trump, e incluso fue una de las voces más constantes en la denuncia del plan abolicionista del presidente republicano Lincoln -a quien tildaba de Rey, atribuyéndole ademanes autoritarios-.

Seguramente, a nuestro hombre le hubiera dado un telele de saber que un compañero de su partido sería el primer presidente negro de Estados Unidos, porque una vez consumado el plan de Lincoln (decretar la abolición de la esclavitud tras el final de la guerra civil), su posición política más conocida fue la de oponerse por todos los medios a que se le reconociera el derecho al voto a los nuevos hombres libres de color.

Últimamente nos estamos acostumbrando a ver cómo los intolerantes con el pedigrí más rancio se disfrazan de demócratas de toda la vida, mientras palpita, escondida bajo las mesas de reunión, una agenda opaca. Clement Vallandigham era de esa clase de políticos: torticero, traidor, incluso fue acusado con un cargo de rebelión -una alocución pública suya en 1863, en plena guerra, supuestamente incitó a partidarios suyos a sabotear la redacción de un periódico de línea ideológica contraria-, temporalmente encarcelado y huido más tarde a Canadá, desde donde se las apañó para presentarse a unas nuevas elecciones como representante de Ohio en el congreso. Ahí ya, por fin, perdió.

Podría decirse que Vallandigham fue un Carles Puigdemont avant-la-lettre en muchos aspectos, y sin embargo, por lo que ha resultado ser célebre no es por su agitada vida política, repleta de desencuentros con la ley, el orden y el respeto al prójimo, sino por su muerte, seguramente una de las más patéticas y risibles de siempre. Para presenciarla, hay que avanzar hasta el año 1871, seis después del final de la guerra civil y con su archirrival Lincoln fuera de la Casa Blanca tras dispararle el primer asesino/modelo masculino de la historia, tal como se explica en la película Zoolander, mientras Vallandigham ejercía de abogado en el estado de Ohio. Le tocaba defender a un tal Thomas McGehan, implicado en lo que hoy se diría una pelea de bar y acusado de disparar a su supuesto agresor en el abdomen. Vallandigham sostenía que, puesto que era el fallecido Tom Myers el poseedor del arma, y que la había sacado de su bolsillo, era probable que hubiera sido él mismo quien se disparara accidentalmente.

Para demostrarlo, algo innegociable en Derecho, escenificó ante el juez cómo pudieron haberse producido los hechos, y para tal efecto pidió un revólver de atrezzo. Lo introdujo en el bolsillo de su chaqueta, se acercó a su defendido para simular la situación en el saloon, gesticuló como si estuviera en el trance de una refriega, extrajo la pistola y demostró que un sutil giro de muñeca podía hacer que el arma apuntara al mismo punto en el que Myers había recibido el disparo. Con tan poca fortuna que el arma, que se presuponía descargada, en realidad tenía una bala dentro que se disparó al pulsar el gatillo, y le causó un feo boquete en el intestino. 

El final feliz de esta historia, si es que así se puede decir, es que la demostración de Vallandigham se ajustó a Derecho y, habiendo demostrado que su cliente no necesariamente tenía que ser el autor del disparo, quedó libre y sin cargos. Una muerte estúpida, pero al menos sirvió para algo.

Fecha de la muerte: 17 de enero de 1871

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miércoles, julio 29

Muertes absurdas: Un ataque al corazón en el momento justo


(Un texto de Javier Blanquez en El Mundo del 2 de septiembre de 2018)

El actor Gareth Jones murió con 33 años cuando representaba una obra de teatro en televisión.

El mundo de la farándula anda repleto de muertes tragicómicas, de ésas en las que cuesta discernir dónde está la línea que separa el ridículo de la pena. ¿Cuántas estrellas del rock hay que, tras una borrachera monstruosa, han acabado ahogadas en su propio vómito? Jimi Hendrix, Bon Scott… Luego está el lugar comprometido en el que dejas el cadáver: en el retrete, como Elvis, tras su ataque al corazón, o dentro de un armario, practicándote una autoasfixia, como Michael Hutchence (INXS) o David Carradine. Podríamos seguir: ahí está el pañuelo traicionero de la bailarina Isadora Duncan, que siendo tan largo como una bufanda de Lenny Kravitz se le expandió por fuera de la ventanilla del coche, se atoró en una rueda y le rompió el cuello cuando pisó el acelerador. O el tapón del bote de barbitúricos que se tragó Tennessee Williams por error, en un momento de urgencia yonqui. Son ese tipo de muertes de las que te ríes por no llorar.

Ahora bien, en el espectáculo hay también una idea de final perfecto que tiene que ver con la armoniosa confluencia de la vida -el final de la misma, se entiende- y el arte. ¿De dónde viene este concepto del bel morir, o el espiche como masterpiece? Los toreros lo tienen claro: si hay que hacerlo en un sitio, que sea en la plaza. En el teatro, quizá porque Molièrefalleció durante la representación de una obra vestido de amarillo, se evita ese color pero se coquetea morbosamente con la idea de concluir una actuación antológica y palmarla allí, en acto de servicio, como Davy Crockett en la batalla de El Álamo.

Decíamos Molière, pero también podríamos remitirnos a esa famosa escena de Hamlet en la que el príncipe danés atraviesa con su espada a Polonio tras la cortina mientras parece estar actuando dentro de otra obra, pensándose que lo que se mueve fuera del escenario pudiera ser una rata gigante. El final de Polonio es puramente teatral: actor involuntario en una tragedia ajena, termina mezclando realidad y ficción en un final impecable. Y algo así fue lo que le ocurrió a Gareth Jones, un joven actor que hubiera sido titular incuestionable en cualquier alineación de Shakespeare.

Jones resulta memorable precisamente por su última noche en el escenario, el 30 de noviembre de 1958. No hay nada en sus anteriores 33 años de vida que le hubiera hecho ser merecedor de recuerdo entre sus contemporáneos: era un simple actor de teatro inglés, un obrero de la interpretación que había aparecido en piezas emitidas por la tele y en tablas locales, uno de esos jóvenes esforzados que buscaban su oportunidad para convertirse en el nuevo Laurence Olivier y, llegado el momento, alcanzar la cima de su reputación con un Hamlet para los anales, o un Macbeth más sangriento que una película gore.

En los años 50 del siglo pasado, el teatro había encontrado un nuevo canal para extenderse entre el público, o sea, la televisión. En Gran Bretaña la BBC detectó rápidamente el filón, antes de que en España el ente público se llenara también de adaptaciones a la pequeña pantalla de La venganza de don Mendo, algunas cosas de Benavente y, si había suerte, Buero Vallejo, y cada 31 de octubre la reglamentaria emisión de Don Juan Tenorio. El programa estrella durante un par de décadas fue Armchair Theatre [Teatro de sillón], una manera adecuada de descubrir al público británico nuevas obras de teatro con una compañía estable que iba devorando repertorio para disfrute de una audiencia millonaria. Gareth Jones estaba allí: de haber tenido una carrera larga y fructífera, podría haber sido como nuestro Jaime Blanch, un actor de teatro en televisión con un historial vertiginoso, si no fuera porque sufrió un ataque al corazón en plena emisión de una obra titulada Underground, precisamente con un papel en el que su personaje debía morir de esa forma.

La transmisión oral de la historia ha contribuido a distorsionar y embellecer la realidad, lo que hoy, en el lenguaje de las redes sociales, llamaríamos un invent. Hay interpretaciones de lo sucedido que indican que Gareth Jones murió en escena, de un infarto, justo cuando el guion especificaba que tenía que simular, como dijo aquella señora tan viral, una miaja de apechusque. En realidad murió en su camerino, retocándose el maquillaje, antes de volver a entrar en escena y, ahora sí, tener su dramático infarto. Lo que sucedió después te sorprenderá: en lugar de cancelar la obra y detener la emisión, el resto del reparto, por orden del director de la función, tuvo que elaborar una compleja improvisación que permitiera reconducir la obra al momento de la muerte del personaje de Gareth, ante la imposibilidad de que él pudiera culminar su papel. Se dice, se cuenta, que fue una maravilla de improvisación, una salida del paso prodigiosa, mientras a pocos metros el pobre Gareth empezaba a quedarse tieso del todo.

Fecha de la muerte: 30 de noviembre de 1958

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