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...o una historia, o una anécdota... Simplemente algo que me haga reir, pensar, soñar o todo a la vez, si cabe ..Si quereis mandarme alguna de estas, hacedlo a pues80@hotmail.com..

domingo, febrero 28

.....Y el tiempo enloqueció

 (Un texto de Picos Laguna en el Heraldo de Aragón del 12 de abril de 2015)

Sucedió hace justo 200 años. La potente erupción en Indonesia del volcán Tambora, la más grande observada por el hombre, oscureció Europa y provocó hambre y sequías que padecimos en Aragón.

Tras Los Sitios, Zaragoza era un símbolo que aprovechó Fernando VII a su regreso del exilio (después de que se echara al intruso José Bonaparte) para pasar aquí la Semana Santa de 1814 invitado por Palafox, para después ir a Teruel y llegar a Valencia el 16 de abril, donde recobró sus derechos. Las casualidades de la Historia quisieron que mientras estaba en tierras aragonesas, en la otra punta del mundo, en Indonesia, el Monte Tambora, uno de los volcanes más importantes del planeta, produjera la erupción más devastadora de los últimos 750 años, que se llevó por delante la vida de al menos 60.000 personas, en su mayor parte víctimas de la hambruna. Los gases que expulsó eclipsaron la luz del sol, sepultando el siguiente verano (1816, el llamado ‘Año sin verano’) en buena parte del hemisferio Norte y arruinando las cosechas. El vulcanólogo norteamericano Stephen Self recuerda que miles de personas tuvieron que lanzarse incluso a comer gatos y ratas. La erupción fue de tal magnitud que los expertos la estiman en unos 1.000 megatones (Mt), "frente a Hiroshima que tuvo unos 0,015 Mt y la Gran zar, la bomba más potente del mundo, 50 Mt", explica el meteorólogo Francho Beltrán.

En España sufrimos como en el resto de Europa, pero apenas hay referencias porque Fernando VII, soberano absolutista, a quien sus súbditos consideraban sin escrúpulos, vengativo y traicionero, eliminó la prensa entre 1815 y 1820 para mantener su poder. Así que apenas sabemos qué pasó en los veranos de 1815 y 1816, cuando el tiempo se volvió loco. Cuando padecimos sequías, hambre, lluvias, nevadas y el frío reinó en invierno, pero también en primavera y en verano, y la pérdida de las cosechas significó la muerte. La Meteorología no estaba institucionada y el único periódico, La Gaceta, publicación oficial del Reino, solo informó sobre los desastres del tiempo en Europa. Podemos imaginar lo que se padeció en Aragón donde pasamos sequía y hambre; lluvias y bajas temperaturas que helaron los campos.

Hasta la estratosfera

La erupción del Tambora se escuchó a más de 2.500 kilómetros de distancia y la ceniza cayó a 600 kilómetros; originó un tsunami que azotó a numerosas islas en Indonesia; en el océano se formaron islas de lava, ceniza, material piroclástico, piedra pómez y se precipitaron fragmentos del cráter, afectando gravemente a la navegación durante años. La columna eruptiva llegó hasta la estratosfera. Las partículas más pesadas de ceniza cayeron de nuevo al suelo después de varias semanas, pero las finas permanecieron en la atmósfera incluso hasta años después. La erupción afectó gravemente al clima del mundo, que lo modificó durante tres años, registrándose descensos de temperatura, intensas tormentas de nieve en lugares cercanos al ecuador y lluvias torrenciales en los polos. El viento esparció estas partículas creando fenómenos ópticos. El color del cielo durante las puestas de sol aparecía naranja o rojo cerca del horizonte y violeta o rosa por encima. Un escenario que pintó William Turner, el mejor paisajista inglés del Romanticismo. Y los escritores Lord Byron, Percy Shelley y Mary Shelley rememoraron el frío verano en Suiza donde se encontraban en obras como ‘Darkness’ (‘Oscuridad’, Byron) o ‘Frankenstein’ (Mary Shelley). Y Napoleón cayó derrotado en Waterloo por el ejército de Wellington, a pesar de triplicarle en número, vencido por el barro, el lodo y el frío cerca de Bruselas, un 17 de junio de 1815, cuando los efectos del Tambora apenas estaban comenzando.

En Francia se perdió toda la cosecha de vino; en Irlanda no dejó de llover y a esa humedad se atribuye la epidemia de tifus que vivió el país de 1816 a 1819. La mezcla de nieve con ceniza volcánica provocó la caída de nieve amarilla y marrón en Hungría e Italia. En Gran Bretaña se abolió el impuesto a las ganancias por la escasez de alimentos; en Suiza sufrieron tanta hambre que llegaron a comer musgo. La falta de alimentos subió el precio del grano. En Estados Unidos sufrieron cambios extremos de temperatura, pasando de 32ºC a -27ºC en el mismo día en la ciudad de Salem, Massachusetts. En China, el frío y las inundaciones destrozaron las cosechas y mataron a los búfalos de agua. En La India, las fuertes lluvias empeoraron la epidemia del cólera que sufrían y la extendieron hasta Moscú. El hambre había debilitado a la población, era más vulnerable a las enfermedades y el cólera se extendió durante años por toda Europa, dejando millones de muertos, llegando a España y a Aragón, donde se tiene constancia de que en 1834 comenzó en Torremocha y se extendió por el Jalón, Zaragoza y el Bajo Aragón.

En 2004, una expedición arqueológica norteamericana descubrió restos de lo que se conoce como la ‘Pompeya del Este’.

La Global Volcano Model y la Asociación Internacional de Vulcanología y de Química del Interior de la Tierra alertan de que hay un 33% de posibilidades de que suceda algo similar hoy, aunque según el meteorólogo Francho Beltrán, "hay que entenderlo en el contexto de una predicción estadística a largo plazo, pues sabemos por registros sedimentarios que periódicamente se producen erupciones volcánicas de grandes proporciones. Cuanto mayor es el plazo considerado, mayor es la magnitud esperable, igual que ocurre con los ‘periodos de retorno’ de eventos catastróficos como terremotos o grandes inundaciones".

Así que todo puede suceder porque la Tierra está viva y suele dar avisos de sus intenciones, a veces "unos días o unas semanas antes, incluso puede haber una actividad precursora años antes del evento (el Tambora lo hizo un año antes)", aunque, por el contario "ha habido casos en los que los primeros indicios se han detectado apenas unas horas antes de la erupción".

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sábado, febrero 27

Cantaremos en el tribunal

 (Un artículo de Diego A. Manrique en El País del 5 de abril de 2015)

Una oleada de sonadas demandas obliga a replantear el escurridizo concepto de creatividad en la música pop.
 
Ha sido un golpe donde más duele: en la cartera. Un jurado ha dictaminado que el gran éxito de 2013, Blurred Lines, del cantante Robin Thicke, es un plagio de Got to Give it Up, pieza de 1977 del soulman Marvin Gaye. Y ha calculado la indemnización en 7.300.000 dólares (6.723.328 euros).

En el juicio se vieron comportamientos poco ejemplares. Thicke, acreditado como coautor, trasladó la responsabilidad al productor Pharrell Williams, alegando que, cuando se compuso el tema, estaba bebido y colocado con Vicodina, medicamento adictivo. Thicke cantó y Williams tocó la línea de bajo de ambos temas, intentando convencer al jurado de que existe una nítida raya entre el plagio y el homenaje a la música de una época, con ellos situados en el lado de los buenos, como alumnos de Marvin y demás maestros. 

Pero no, no hay una frontera clara. Por eso, la condena de Thicke y Williams ha sonado como un gong en los despachos de la industria musical. Desde los ochenta, el pop vive, en descripción del crítico británico Simon Reynolds, la era de la retromanía: de forma rutinaria, se comercializan modas, formas y canciones añejas.

Los veteranos culpan a la tecnología. Efectivamente, ahora tenemos a la disposición millones de canciones, una verdadera discoteca universal que facilita el copiar elementos de temas ajenos, de forma inconsciente o voluntaria. Las reglas de la propiedad intelectual no protegen estilos ni ritmos: el posible plagio se disputa sobre similitudes melódicas. La tecnología permite duplicar arreglos, timbres, conceptos de producción. Y la retromanía invita a la imitación total.

En el pop, siempre abundaron los parecidos entre canciones, incluso de diferentes épocas y géneros. De eso derivan los mashups, también conocidos como injertos: sobre la base de una canción se injertan partes cantadas de dos o más temas. Una práctica ilegal, en la que anónimos manitas exhiben sus habilidades para el corto-y-pego. Uno de los actuales productores punteros, Danger Mouse, se dio a conocer con The Grey Album: combinaba rapeos de Jay-Z, pertenecientes su The black álbum, con porciones del doble LP de The Beatles, alias el Álbum Blanco. Disponible en Internet, se descargó millones de veces.

El negocio discográfico ha defendido con fiereza sus fuentes de ingresos. Llegó el el rap y se popularizaron músicas que reciclaban grabaciones añejas: metafóricamente, digamos que el primer hip hop se construyó sobre sampleos de James Brown. En los ambientes de la vanguardia electrónica, se reivindicó el sampler como legítimo instrumento creativo. Pero no coló: tras sonoros encontronazos judiciales, se acepta universalmente que se necesita permiso para usar cualquier pedazo reconocible de un disco ya existente. Consecuencias: el rap, inicialmente arte povera de los guetos, resulta ahora todo lo contrario, una de las músicas más caras de elaborar.

Obviamente, el veto de tomar discos ajenos es aplicable a todo tipo de músicas. Ignorarlo trae consecuencias funestas: el grupo británico The Verve no recibió ni un céntimo de su inmortal Bitter sweet symphony (1997). El error consistió en empapar la pieza con las cuerdas de una versión instrumental de The Last Time, éxito de los Rolling Stones en 1965. En compensación, la empresa propietaria del tema exigió –y consiguió- todos los ingresos derivados de Bitter Sweet Symphony y el cambio de autores. Como veremos, los propios Stones también fueron pillados en falta.

Cuando no se llega a un acuerdo económico para samplear tal fragmento, queda la opción de recrearlo con músicos profesionales. No se paga a la discográfica original pero sí a la editorial que controla la canción. De ahí que los créditos de algunas grabaciones raperas parezcan la alineación de un equipo de fútbol: el primer éxito de Puff Daddy, Can’t Nobody Hold me Down, venía firmado por once personas.

Ningún compositor renuncia al dinero más dulce del negocio musical: el que se gana sin hacer nada, a partir de un lejano momento de inspiración. En teoría, cada vez que una canción suena –en directo, en la radio, etcétera- se genera una cantidad que llega a sus autores, aunque recortada por los “gastos de gestión”.

Las editoriales musicales, sean compañías independientes o apéndices de grandes discográficas, funcionan como silenciosas minas de oro. Lo del silencio se explica por su escaso personal: son oficinas de reparto, que delegan las antipáticas labores de recaudación en organizaciones como SGAE, la francesa SACEM o la alemana GEMA. Aparte, las editoriales buscan maximizar ingresos colocando su catálogo en discos, anuncios, películas. Y se ponen en modo de ataque cuando detectan aroma a plagio.

No nos enteramos de la mayoría de los conflictos. Se pacta una cantidad substanciosa y muchas veces el autor plagiado ni siquiera llega a aparecer en los créditos. Así, Jim Morrison firma como único creador de Hello I love you (1968), de The Doors, a pesar de que Ray Davies, cabecilla de The Kinks, logró que los californianos reconocieran lo evidente: su parecido con All Day and All of the Night (1964), segundo éxito del grupo británico.

Ocurre constantemente. Sam Smith, el triunfador de los pasados Grammy, está obligado a compartir los derechos editoriales de Stay with me con Tom Petty y Jeff Lynne, compositores del desafiante I Won’t Back Down (1988). Smith y sus ayudantes salvaron la honra jurando que la semejanza era casual.

La historia sugiere que mejor no recurrir a los tribunales. George Harrison se empecinó en negar las afinidades entre su glorioso My Sweet Lord (1970) y He’s so fine, primer éxito de las Chiffons. Cuestión de dinero (George era el más tacaño de los Beatles) y también de orgullo: imposible aceptar que su himno religioso derivara de una canción banal, producida de modo industrial. El beatle perdió, aunque el magnánimo juez federal aceptó la posibilidad del plagio subliminal. Humillado, Harrison se sintió paranoico al elaborar canciones nuevas y algunos de sus íntimos sugieren que su carrera como solista descarriló tras ese desastre.

El asunto My Sweet Lord viene a recordar un peligro del estrellato: rodeado de lacayos y amigotes, nadie se atreve a aguar la fiesta señalando algo dudoso en la última “ocurrencia genial”. En 1997, los Rolling Stones iban a publicar Anybody Seen my Baby como adelanto de su álbum Bridges to Babylon. Tenía un sonido moderno, como le gustaba a Mick Jagger, pero Angela Richards, hija de Keith, y sus amigas comprobaron que se podía cantar por encima Constant Craving, el hit de 1992 de K. D. Lang. Rojos de vergüenza, los Stones plantearon la situación a la cantautora canadiense. Lang aceptó no denunciar el “plagio subconsciente” a cambio de participar en los derechos editoriales.

Estamos ante una casuística infinita: rara es la gran figura que no ha chocado con alguna canción. John Fogerty fue acusado de autoplagio: su The Old Man Down the Road (1984) tenía más que un aire a Run Through the Jungle (1970), grabada por su grupo anterior, Creedence Clearwater Revival, perteneciente a otra editorial. Fue una batalla más dentro de una guerra prolongada entre Fogerty y Saul Zaentz, productor cinematográfico que hizo fortuna con los millonarios discos de la Creedence. Armado con una guitarra, Fogerty tocó ambas canciones y demostró que, a pesar de que compartieran estilemas, eran composiciones diferentes.

En eso fracasaron Thicke y Pharrell Williams. La opinión general entre los observadores es que el jurado se movió por impulsos humanitarios: enfrentado a unos triunfadores hedonistas, prefirió entregar el botín –recuerden, 7.300.000 dólares- a los litigantes modestos, los herederos de Marvin Gaye.

Habrá recurso, aseguran. Mientras sigan vigentes las achacosas leyes de la propiedad intelectual, veremos muchas demandas similares. Es una buena noticia para los abogados especializados. Y para los cazadores de posibles plagios, musicólogos o simples personas con buenos oídos: hay faena para los que sepan localizar estructuras sospechosas en los grandes pelotazos y escribir informes periciales. Eso que oyen de fondo no es un instrumento de percusión: son los listos frotándose las manos.

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viernes, febrero 26

Macroconciertos, cincuenta años reventando estadios

 (Un artículo de Óscar Bellot en el Heraldo de Aragón del 16 de agosto de 2015)

Los Beatles, un 15 de agosto de 1965, actuaban ante 55.000 personas. Led Zeppelin, AC/DC, los Rolling Stones, Bon Jovi o Bruce Springsteen han explotado luego la veta de los macroconciertos.
 
Mediaba la década de los cincuenta cuando Elvis Presley revolucionaba las ondas a ritmo de rock nroll. Estados Unidos lidiaba con el mccarthysmo y trataba de restañar las heridas de la guerra de Corea. De pronto irrumpía ese joven con aspecto de no haber roto un plato en su vida y flequillo que desafiaba las leyes de la gravedad para volver locas a las féminas a golpe de su pelvis. Aparecía un nuevo género musical destinado a reinar en las décadas venideras. Sus puntales se adueñarían inmediatamente de bares y clubes de todo el mundo. Pero aún quedaba una nueva frontera por conquistar.

Carismáticas y desafiantes, las nuevas estrellas estaban hechas para las masas. Como los leones, precisaban de vastos espacios para operar. Poco tardaron en hallarlos. Los pioneros, como en tantas otras cosas, serían los Beatles, quienes el 15 de agosto de 1965 desembarcaban en el Shea Stadium, cuna de los New York Mets, para alterar para siempre las reglas de la industria. Más de 55.000 espectadores abarrotaban el recinto beisbolero cuando los Fab Four saltaron al escenario para desgranar doce temas de su célebre repertorio. Twist and shout o Cant buy me love habían sonado mucho mejor en otras plazas. De hecho, apenas si se escucharon sus acordes, apagados por el griterío ensordecedor de los fans. Poco importaba, había nacido el rock de estadio y nada volvería a ser lo mismo.

Cinco décadas después, mucho ha llovido. Baste citar el precio que pagaron los asistentes al concierto para darse cuenta de cómo han cambiado los tiempos. Apenas cinco dólares costaba el acceso a un campo que fue demolido en 2008 para dejar paso al moderno Citi Field. Hoy en día para escuchar en directo a los grandes se desembolsan cifras que rondan los tres dígitos. Y las pocas veces que se muestran solidarios, la respuesta es apoteósica, como pudo comprobar Bon Jovi hace un par de años en el Vicente Calderón, con tickets que iban de los 18 a los 39 euros. Los avances tecnológicos permiten ahora sortear casi cualquier dificultad y U2 o Muse pueden irrumpir en el escenario sin temor a que la histeria de los fans ahogue las voces de sus frontmen. Pero lo que permanece inmutable es la magia desencadenada por el encuentro entre los popes y sus incondicionales. Un hechizo que ha deparado vivencias imborrables y que ha servido para engrandecer la leyenda de un puñado de grupos y artistas.

Led Zeppelin, Queen o los Rolling Stones se contarían entre los primeros en aprovechar con singular destreza los nuevos horizontes abiertos. La energía desplegada por sus componentes se combinaba con una cuidadosa puesta en escena para alcanzar el clímax cuando el público coreaba los estribillos de sus canciones más populares, temas como el 'Black dog' del cuarteto fundado por Jimmy Page, el 'Satisfaction' de Mick Jagger y compañía y, sobre todo, el 'We are the champions' entonado por Freddie Mercury y que hoy sigue resonando cada vez que un equipo se entroniza como rey del fútbol europeo. Kiss o Metallica también cimentarían buena parte de su prestigio al albur de las gradas, con noches frenéticas regadas con alcohol y bañadas a base de efectos especiales. Por no hablar de los Red Hot Chili Peppers, Guns n Roses o AC/DC, que siguen arrasando campos al son de 'Give it away', 'Sweet child omine' o 'Highway to hell'.

Los ochenta testimoniarían la irrupción de otro puñado de revienta-estadios. Dos de ellos llegarían de Nueva Jersey, la ciudad vecina de esa Nueva York en la que había nacido el monstruo de la mano de los Beatles. Por un lado estaban los componentes de Bon Jovi, con sus melenas leoninas y ajustadas ropas de cuero que no les impedían saltar al ritmo de 'Livin on a prayer' o 'Let it rock', más idóneas para enfebrecer al respetable que las contenidas 'Never say goodbye' o 'Il'l be there for you'. Por otro, Bruce Springsteen, que se ganó el título de Boss rasgando la guitarra ante la estupefacta mirada de un público rendido a la maestría de 'Born in the USA', 'No surrender' o 'Dancing in the dark'. Y procedentes de las costas irlandesas arribarían los integrantes de U2 para desatar la locura con las melodías de 'Where the streets have no name' o 'Sunday Bloody Sunday', entre otras.

Viejos rockeros con alguna que otra vida aún por delante a los que se sumarían, ya con el cambio de siglo, bandas como Coldplay o Muse, cuyos 'Viva la vida' y 'Knights of Cydonia', respectivamente, siguen alimentando la adicción del público a los estadios cada vez que pisan uno de estos recintos. Una dependencia que resiste impertérrita las acometidas del mundo digital que han hecho tambalearse a la industria. Mientras las ventas físicas siguen en caída libre y la piratería diezma los ingresos por las escuchas on-line, los conciertos se han convertido en el paraíso de los músicos, demostrando que el romance entre el rock y los estadios sigue tan vivo como cuando Ed Sullivan dio paso a John, Paul, Ringo y George un día de agosto de hace ahora 50 años. Y por muchos años.

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jueves, febrero 25

Eton, escuela del poder cultivado

 (Un texto de Íñigo Gurruchaga en el Heraldo de Aragón del 30 de agosto de 2015)

Es el internado de la élite británica y acoge a más de mil alumnos de 13 a 18 años que comparten unas reglas, un vestuario y un argot únicos. Wellington, el príncipe Guillermo, Cameron... pasaron por sus aulas.

No hay muchachos con frac, cuello y pajarita blanca caminando por las calles de Eton entre las casas en las que se alojan los internos y el aula donde les impartirán la siguiente clase. En agosto apenas hay nadie, mientras las muchedumbres de turistas suben la cuesta que, al otro lado del puente, lleva a las puertas del castillo de Windsor.

La calle mayor está adornada con banderas británicas, de las fachadas de los comercios sastrerías dedicadas a los uniformes de los alumnos, buenos restaurantes, estudios de fotografía... cuelgan floreros con petunias azules y rojas. Pero el colegio, su iglesia del siglo XV, su biblioteca con una Biblia de Gutenberg,... están cerrados. Sus canchas para el juego de fives, vacías. Como sus campos de rugby o cricket.

Una guía ayuda a recorrer el singular centro. Y se vende en la tienda Eton Antique Bookshop, que ofrece grabados, mapas y libros antiguos en la calle mayor. El ejemplar más barato sobre la vida en el colegio, 14 euros, es 'The Importance of Being Eton' (La importancia de ser Eton), una memoria de Nick Fraser que toma prestado su título a Oscar Wilde. Será nuestra guía sobre un lugar que como ningún otro da forma al poder británico.

David Cameron es el último Old Etonian primer ministro. Walpole, Pitt, Gladstone, Macmillan o Douglas-Home le precedieron. Innumerables ministros, actores (Hugh Laurie, Eddy Redmayne), generales (Wellington, Rawlinson), príncipes (Guillermo, Enrique, Nirajan de Nepal), escritores (Ian Fleming, George Orwell), deportistas, banqueros,... han estudiado allí.

Hubo entre ellos traidores, como el espía para la Unión Soviética Guy Burgess, o delincuentes, como Darius Guppy, amigo escolar del alcalde de Londres y ministro sin cartera, Boris Johnson. Pero el lema colegial, Nobleza obliga, dicta a sus pupilos que deben tener éxito, pero que, además, han de ser buenos. Para lograrlo los equipa con maneras, conocimiento y el mutuo apoyo.

Enrique VI fundó Eton en el siglo XV, también su asociado en la Universidad de Cambridge, Kings College. Era una escuela para la formación de jóvenes pobres en tareas eclesiales y como coristas. A esos scholars becados se unieron los vástagos de la aristocracia y las grandes fortunas, los oppidans. Finalmente, las plazas de becados se dieron a estudiantes especialmente brillantes.

Reunir en torno a unas reglas, un vestuario y un argot únicos, en régimen de internado, a más de mil jóvenes varones entre los trece y los dieciocho años en el colegio de los scholars y en veinticinco residencias dispersas en el pequeño pueblo de Eton en las que se alojan los estudiantes de pago, conduce al establecimiento de una comunidad fuerte.

Dicen quienes han conocido Eton -como Ciryl Connolly, en su autobiográfica 'Enemigos de la promesa'- que la homosexualidad era para esa élite británica un último recurso. Los pupilos aprovecharon la mayor libertad de costumbres a partir de la década de los sesenta para abrirse a las mujeres, pero es frecuente que contraigan matrimonios con hermanas de sus amigos colegiales.

Pero es importante que todo se viva sin gravedad y sin muestra de esfuerzo, con encanto. La convivencia de estudiantes brillantes y aristocracia marca el estilo. Nada peor que un pelmazo o un arribista. La saga de Danza con la Música del Tiempo, del etoniano Anthony Powell, creó el perfecto antihéroe de la élite, Widmerpool, mal vestido, hombre de ambición evidente y ruidosa.

El segundo atributo de los estudiantes de Eton es su formación. Hay quienes como el príncipe Enrique obtienen las notas raspadas necesarias para entrar en la academia militar -y con ayuda de profesores, según se aireó en un pleito-, pero la biografía de John Maynard Keynes, por Robert Skidelsky, ilustra el nivel de aprendizaje que puede alcanzar un estudiante dotado.

Keynes, uno de los economistas más influyentes del siglo XX, fue un scholar becado por sus cualificaciones, no porque su familia fuese pobre. Era el mejor matemático entre los alumnos, pero no quiso especializarse en lo suyo porque le había cautivado la poesía medieval en latín. El más brillante abogado y juez inglés de hoy, Jonathan Sumption, formado en Eton, es un destacado historiador medieval.

La tercera característica de los 'etonianos' es que lo serán de por vida. Algunos, como Nick Fraser, no podrán zafarse de la idea de fracaso, de que nada será en la vida como aquella vida colegial privilegiada y repleta de expectativas no cumplidas. Pero Orwell, que no fue un buen estudiante en ese colegio y escribió que allí no había aprendido gran cosa, es un ejemplo de la fuerza de la comunidad.

No cumplió las prescripciones estilísticas e hizo de su vida y de su escritura una incesante búsqueda de la verdad. En los últimos días de su breve vida (murió a los 46), le acompañaron sus dos mejores amigos Connolly y Powell, ambos de Eton. Esa trama insoluble de afectos, guiados por una manera de actuar, forjan también la camaradería en el campo de batalla o en la cima del Gobierno.

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miércoles, febrero 24

Annemarie Schwarzenbach, la aventurera inalcanzable

 (Un artículo de Antón Castro en el Heraldo de Aragón del 29 de agosto de 2015)

La escritora, fotógrafa, viajera y arqueóloga suiza, adicta a la morfina, vivió solo 34 años y recorrió buena parte del mundo.

Annemarie Schwarzenbach (Zúrich, Suiza, 1908- Sils, Suiza, 1942) es una de esas mujeres que se adelantaron a su época y la vez sufrieron las convulsiones y paradojas de un mundo, la vieja Europa, acosada por el nazismo. Vivió solo 34 años pero parece que tuvo muchas vidas que le permitieron hacer de todo: estudiar, doctorarse en Filosofía e Historia, viajar por medio mundo, y en dos ocasiones por España, amar a varias mujeres con auténtica pasión y a algún hombre, excavar, escribir, hacer fotografías y acuñar una frase que la define: “Dejadme sufrir”.

Rebelde con causa, inadaptada, atrevida siempre, encontró en el dolor una región ambivalente: de alivio, de angustia y, aunque parezca terrible decirlo así, de comodidad y refugio. Annemarie Schwarzenbach, publicada en España por la editorial Minúscula de Valeria Bergalli, fue un volcán de contradicciones, de impulsos ciegos y de locura. Pasó por períodos críticos, de internamiento; en su casa consideraban que sufría esquizofrenia. Padeció brotes de violencia: intentó estrangular dos veces a una de sus últimas amantes entre las sombras de la noche avanzada.

Annemarie Schwarzenbah hace pensar a veces en Stefan Zweig: amó el conocimiento, redactó biografías, crónicas de viajes y reportajes periodísticos y nunca se sintió feliz del todo. El avance del nazismo le produjo tal temor que incluso creó una revista, que se editó en Ámsterdam durante dos años, en la que colaboraron grandes figuras como Hemingway, Gide, Cocteau, Brecht o Einstein, por citar algunos nombres.

Nació en Zúrich, en el seno de una familia noble y desahogada; su madre era melómana, amiga de Arturo Toscanini y la empujó a estudiar piano. Su padre, dedicado a la fabricación e importación de seda, era familiar lejano de Bismarck. Pronto demostró que era díscola e incorregible: se enamoró de una actriz y su madre creyó que era conveniente poner tierra por medio. Se matriculó en la Universidad de Zúrich y en 1928 hizo su primer viaje a París. Dos años después andaba por Berlín y allí conoció a Erika y Klaus Mann, hijos del escritor y Premio Nobel Thomas Mann.

Se enamoró de Erika pero no fue correspondida. Berlín fue una fiesta para ella: frecuentó los bares y clubs nocturnos y dio rienda suelta a sus instintos eróticos contratando prostitutas. La promiscuidad, más que una tentación, era un estado de ánimo y una necesidad que no siempre la dejaba satisfecha. Al contrario, era víctima de sus deseos más o menos turbulentos y de su desdicha: Thomas Mann se prendó de aquella mujer andrógina y larga, de pelo muy corto, y la definió como “un ángel devastado”; Roger Martin du Gard dijo que tenía era “un bello rostro de ángel inconsolable”.

La literatura era una manera de liberar su tormento. Escribió novelas como ‘Los amigos de Bernhard’, que tiene mucho de autorretrato protagonizado por un hombre en crisis, ‘Nouvelle lírica’, el relato de una cantante de cabaré, o ‘Huida hacia arriba’, donde el protagonista se plantea la fuga a las montaña. En un viaje a Escandinavia conoció a Morsa Stenteim, familiarizada con la morfina, a la que se haría adicta para siempre. Uno de sus grandes viajes le inspiró el libro ‘Muerte en Persia’ (Minúscula, 2003): allí entre otras cosas conoció a la joven Yale, de origen turco y enferma de tuberculosis, y vivieron una gran aventura.

Regresaría dos años después y se casó con el diplomático francés Claude Carac, homosexual, con quien estuvo más o menos recluida hasta que no aguantó más. Aventurera y reportera, hizo viajes a Estados Unidos (y los contó) y 1939 se trasladó a Afganistán, en su Ford, con la escritora Ella Maillart (1903-1997): ‘Todos los caminos están abiertos’ (Minúscula, 2008). Regresó a Estados Unidos con un nuevo amor y le surgió otro: la novelista Carson McCullers (que le dedicó ‘Reflejos en un ojo dorado’), pero Annemarie se resistió porque estaba enamorada de Margot von Opel.

En una intensa existencia de travesías constantes, volvió a su tierra de promisión Sils. Una noche salía a caballo y se cruzó con una vieja amiga que volvía en bicicleta. Se intercambiaron el équido y la bicicleta; con tal mala suerte que Annemarie chocó con un obstáculo, voló por los aires y golpeó la cabeza en una piedra. Perdió el habla, y falleció dos meses después, el 15 de noviembre de 1942. No tuvo tiempo de certificar que su pavor a Hitler estaba plenamente justificado.

 

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martes, febrero 23

Santa Elena, nostalgia de Napoleón

 (Un texto de Borja Olaizola en el Heraldo de Aragón del 8 de noviembre de 2015)

Recaudan 1,5 millones de euros para restaurar la última morada del emperador al cumplirse el 200 aniversario de su destierro en Santa Elena. [Y desde febrero de 2015 se puede] viajar en avión a la isla.

Pocos lugares se ajustan con tanta precisión como la isla de Santa Elena a la definición que el diccionario adjudica al término remoto. Ubicado a más de 1.900 kilómetros de la costa africana y a 3.500 de Brasil, el pequeño islote aparece en los mapamundis como una diminuta tachuela en medio de la nada. Sus 121 kilómetros cuadrados le otorgan una superficie algo mayor que Formentera. Descubierta en 1502 por un navegante gallego que trabajaba para los portugueses, empezó a ser habitada de forma permanente a partir de 1645 con la llegada de unos colonos holandeses.

El islote tenía importancia estratégica: era escala de repostaje para las naves que cubrían la ruta entre Europa y Asia antes de la apertura del Canal de Suez, así que no tardó en quedar bajo control de los ingleses. Fueron precisamente los británicos los que hicieron que Santa Elena abandonase su anonimato al desterrar allí a Napoleón unos meses más tarde de su derrota en Waterloo. Escarmentados con su primer exilio (1814), en el que convirtió la isla de Elba en un laboratorio de conspiraciones por su proximidad a la costa italiana, los ingleses rastrearon todos los rincones del planeta, hasta dar con el lugar perfecto, para mantener al emperador alejado de todo.

Fue así como 'le Petit Caporal' (el Pequeño Cabo) llegó en octubre de 1815, hace ahora 200 años, a Santa Elena. Lo hizo a bordo del 'Northumberland', después de una singladura de más de dos meses desde Plymouth. Su estrepitosa derrota en Waterloo estaba aún reciente, pero el emperador conservaba su halo de autoridad, era una figura respetada entre los militares y, sobre todo, infundía terror a sus enemigos. Prueba de ello es que los ingleses movilizaron a nada menos que 3.000 soldados hasta el Atlántico sur para impedir su fuga. Mil de ellos estaban permanentemente en guardia: mantenían rodeada la casa en la que había sido recluido en un perímetro de siete kilómetros.

El corso residía en Longwood, una vivienda aislada en medio de una meseta, acompañado por un reducido grupo de fieles. Estuvo allí hasta su muerte, en mayo de 1821, a los 51 años. Fue enterrado en la isla, aunque en la lápida no llegó a grabarse nombre: sus simpatizantes querían que figurase la palabra emperador y el gobernador británico de Santa Elena no aceptaba un grado más allá de general. Sus restos, en cualquier caso, no reposan allí, ya que en 1840 fueron trasladados al panteón de los Inválidos de París. Además de recuperar los despojos de su antiguo emperador, los franceses compraron también la tumba y la vivienda en la que había pasado sus últimos años. Longwood es por lo tanto una propiedad gala en territorio británico y en su jardín, que fue diseñado precisamente por Napoleón en sus muchas horas libres, suele ondear la tricolor en fechas señaladas.

Aunque hayan pasado ya unas cuantas generaciones desde su muerte, la memoria del general corso sigue muy viva entre nuestros vecinos. La prueba más evidente es que la fundación que lleva su nombre ha recaudado nada menos que 1,5 millones de euros mediante una suscripción para devolver a Longwood a su estado original. La última morada de Napoleón, hecha de madera, se había deteriorado gravemente debido a la humedad que reina en Santa Elena. La intervención ha permitido recuperar la casa y también estrechar lazos entre la población local y los franceses. En la reciente conmemoración del 200 aniversario de la llegada del general hubo incluso un coro infantil que entonó 'La Marsellesa' mientras la tricolor era izada con toda solemnidad.

Del café al turismo

Santa Elena sigue aún dependiendo del Reino Unido como parte de sus territorios de ultramar. Los apenas 4.200 habitantes de la isla subsisten gracias a la aportación anual que reciben de la metrópoli. Dado que esa cantidad, que ahora ronda los 60 millones de libras, se reduce cada ejercicio por efecto de los recortes, los isleños buscan vías alternativas de financiación. Como es complicado que la pesca y el café, sus dos únicos recursos naturales, den ya más de sí, la alternativa más viable es el turismo. El islote, que disfruta de un envidiable clima tropical, se antoja un paraíso para los pocos visitantes que recibe ahora, unos 1.500 al año. Sin embargo, las cosas van a cambiar a partir de febrero con la apertura de un aeropuerto que pondrá fin a más de cinco siglos de aislamiento. Cinco horas de avión bastarán para ir desde Sudáfrica a Santa Elena, un trayecto que ahora solo se puede cubrir en barco y que exige seis días completos de navegación desde Ciudad del Cabo. Está por ver si los isleños son capaces de resistir la invasión que les llegará del cielo.

Aeropuerto. A Santa Elena solo se puede llegar ahora por barco en una singladura que parte de Ciudad del Cabo y dura seis días. En febrero se abrirá un aeropuerto que reducirá el viaje a cinco horas y que pondrá fin al aislamiento de la isla desde su descubrimiento en 1502.

Una tumba vacía. Napoleón murió en la isla en mayo de 1821. Fue enterrado, pero en la lápida no se llegó a grabar su nombre porque sus fieles querían que figurase el término emperador y el gobernador de la isla no aceptaba ir más allá de general. Sus restos se llevaron definitivamente a París en 1840 y fueron depositados en el panteón de los Inválidos.

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lunes, febrero 22

No es la primera vez, sino la quinta (que Cataluña intenta proclamarse república independiente)

 (Un texto de Ramón Gorriarán en el Heraldo de Aragón del 9 de noviembre de 2015)

Cataluña intentó proclamarse república independiente en 1641, 1873, 1931 y 1934. Dos veces se solucionó mediante negociaciones; en otras dos, por las armas.

Esta es la quinta vez que Cataluña pretende proclamarse independiente. Los intentos anteriores se saldaron con un fracaso rotundo. Salvo quizás en 1931, cuando los catalanes lograron su primer estatuto de autonomía, una rareza para la España centralista de la época, a cambio de renunciar a sus planes soberanistas. En dos ocasiones, el conflicto se solucionó mediante negociaciones con el Gobierno central; en las otras dos, a sangre y fuego.

En 1641, el clérigo y canónigo de la Seo dUrgell, Pau Claris, era presidente de la Generalitat, una institución muy distinta a la que conocemos ahora, y en plena Guerra de los 30 años proclamó el 17 de enero la república catalana como reacción ante los proyectos centralizadores del conde duque de Olivares, valido del rey Felipe IV. El monarca Habsburgo envía al Ejército y Claris, seis días después de su declaración independentista, se declara súbdito del rey Luis XIII de Francia, al que nombra conde de Barcelona y coloca a Cataluña bajo administración francesa. Estalla la guerra y en la batalla de Montjuic las tropas catalanas y francesas derrotan a las de Felipe IV. La Paz de los Pirineos firmada en 1659 en la isla de los Faisanes, Irún, puso fin al conflicto. Francia se anexionó buena parte de los territorios de la Cataluña francesa, y el resto volvió al redil de la corona española.

En 1873, en la primera República española, el republicano, federalista y anticarlista Baldomer Lostau con el apoyo de las cuatro diputaciones proclama el 5 de marzo el estado catalán dentro de la federación española. Su primera intención es convocar elecciones para constituir las cortes catalanas. El presidente del Gobierno español, el también catalán Estanislao Figueras, negocia y en 48 horas la intentona se apacigua.

El 14 de abril de 1931, al calor de las elecciones municipales que gana la izquierda, y en Cataluña Esquerra Republicana, Francesc Maciá anuncia la creación de la república federada catalana dentro de la república española. «En nombre del pueblo de Cataluña, proclamo el estado catalán bajo el régimen de república catalana que libremente y con toda cordialidad anuncia y pide a los otros pueblos hermanos de España su colaboración en la creación de una confederación de pueblos ibéricos». El Gobierno de Niceto Alcalá Zamora envía a tres ministros a negociar, que tres días después pactan a cambio de la renuncia soberanista la recuperación de la Generalitat y la elaboración del primer estatuto de autonomía (el de Nuria) que instaura el gobierno y el Parlamento de Cataluña que, tras el cepillado de las Cortes, quedó definida como una «región autónoma dentro del estado español», aunque la pretensión de los redactores del estatuto era que fuera un «estado autónomo dentro de la república española».

El 6 de octubre de 1934, el también líder de Esquerra Lluís Companys, presidente de la Generalitat, proclamó el estado catalán dentro de la República Española y tachó de «monarquizante y fascista» al Gobierno conservador de Alejandro Lerroux, quien declara el estado de guerra.

Companys llama a la movilización de los catalanes, pero solo contaba con el apoyo de las fuerzas de izquierda, y no todas, los anarquistas de la CNT no respaldaron la intentona. El general Domingo Batet sofocó la revuelta en diez horas. Aunque hubo combates en las calles de Barcelona -murieron 46 personas- entre el Ejército español y los Mossos dEsquadra reforzados con los escamots, milicias de Esquerra, el Gobierno central se hizo con las riendas. Companys y sus consejeros fueron detenidos y encarcelados en el buque Uruguay. Además fueron detenidas más de 7.000 personas, según el historiador Jordi Canal.

Fue juzgado y condenado a 30 años de cárcel, que empezó a cumplir en el penal del Puerto de Santa María. La victoria del Frente Popular dos años más tarde trajo su liberación, aunque acabó siendo fusilado en 1940 en el Castillo de Monjuïc.

 

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domingo, febrero 21

Genuina ‘Merda d’artista’

 (Un artículo de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 19 de abril de 2015)

En 1961, salió al mercado del arte un extraño producto, que costaba exactamente su peso en oro: había que pagar treinta gramos del valioso metal a cambio de una lata que contenía otros tantos de una sustancia que se anunciaba, con una etiqueta en cuatro lenguas, como ‘Merda d’artista’, ‘Künstlerscheiße’, ‘Artist’s Shit’ y ‘Merde d’artiste’. Descripción que no aludía al autor, Piero Manzoni, sino al contenido del envase.

Las latas, de acero y circulares, medían 4.8 x 6.5 cm y garantizaban en su etiqueta treinta granos netos de sustancia, enlatada fresca y producida en el mes de mayo. En la actualidad, se pagan decenas de miles de euros por una y algunos se devanan los sesos preguntándose si será genuino lo de dentro. Pero abrir el envase desnaturaliza la obra, que pierde así su valor de mercado. Los rayos X no han dado resultados concluyentes. Más, aún: un amigo de Manzoni esperó a que este muriera para declarar que dentro de las latas solo había yeso. Sin más prueba que su palabra, la duda está en pie y alimenta el valor de mercado de la inspirada porquería. En 2007, en la afamada sala de subastas Sotheby’s, la lata de presunta caca de artista costaba ya 124.000 euros. Acaso porque la pareja de Manzoni, Nanda Vigo, aseguró que le había ayudado en su proceso artístico y que el contenido era genuinamente fecal. Hubo, incluso, una demanda judicial de un propietario de lata excrementicia contra un museo por exhibir la pieza (prestada) de forma que se habían producido pérdidas, por su exposición a temperatura demasiado elevada. (El tipo era un coleccionista llamado John Hunov; además, banquero: logró del museo una indemnización de 250.000 coronas, esto es, de unos 33.000 euros). Toda esta historia de la caca de Manzoni se entiende mejor si se conocen las andanzas de Yves Klein, que provocaban al artista lombardo.

El francés Yves Klein fue un artista (aproximadamente), nacido en Niza, que empezó a hacerse famoso por obras como cuadros que consistían en una superficie monocroma (inventó un penetrante ‘azul Klein’ por el que algunos se pirraban); sinfonías de una sola nota mantenida durante veinte minutos, seguida de un silencio de otro tanto; sueltas de globos (azules, claro está) en ciertas cantidades con algún atractivo simbólico (por ejemplo, 1.001); plasmación en sus cuadros, y en público, de improntas corporales de mujeres que se prestaban a ello; o actuaciones estrafalarias, como comprar ‘conceptualmente’ un espacio vacío de París con oro o tirar este metal al Sena. Podemos ahorrarnos aquí el nada parco discurso teórico sobre estas creaciones que le dieron fama mundial, y no se diga en su Francia natal, porque el sujeto interesa en cuanto que, en 1961, causó la mencionada reacción de Manzoni en forma de artísticas coprolatas. Esto es, que la costosa caca del italiano no se comprende separadamente de las apreciadas extravagancias del francés, frente a las que aquel lanzó su desafío defecatorio.

Una pelota de tres millones Otras cosas subastadas de interés (de interés para quien las adquiere, obviamente), son un vestido de Marilyn Monroe, que se vendió por más de millón y cuarto de dólares en 1999, un mechón de pelo de Elvis Presley, que llegó a 115.000 ya en el siglo XXI o la incomparable, indescriptible e inigualable pelota de béisbol con la que el insuperable e inmejorable Mark McGwire logró en 1998 la inolvidable e inmarcesible hazaña de coronar setenta carreras completas (‘home runs’) en la temporada de las Grandes Ligas norteamericanas. ¿Quién no pagaría los tres millones de dólares que abonó el comprador de tan inefable reliquia al año siguiente de la prodigiosa epopeya? Más cerca de aquí y de ahora, en febrero de 2011, la obra ‘Tres equis’ del mallorquín Miquel Barceló se vendió en Londres (por Christie’s) a un adquirente que pagó por ella 1,2 millones de libras (más o menos, millón y medio de euros). Cantidad que se quedó ridículamente enana cuando, solo cuatro meses después, otro cuadro del artista, titulado ‘Faena de muleta’, llegó a los 4,4 millones de euros en la misma sala de ventas. Como dijo una de sus responsables, el cuadro, pintado en 1990, posee «toda la intensidad y la potencia plástica de Barceló» e incluye «un remolino con una textura riquísima», a modo de «eco de lo que pasa en las corridas de toros». Vaya.

En Aragón se pagaron 2,5 por un raro y singular cuadro de Goya sobre el maltrato infantil en la escuela, para que pudiese exponerse en el Museo de Zaragoza, y aún andamos en discusiones inconcebibles y en sorprendentes pleitos sobre esta y otras compras parecidas –de las que habrá que volver a hablar con más detalle–, […]. Quizá merezcamos una buena y genuina ‘merda d’artista’, con la que se hubiera podido organizar el revuelo más justificadamente.

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