El personaje de la princesa
Margarita de Valois, que entonces tiene diez años,
se llama Margot. El apodo se le quedará para
siempre. Pero esta escena idílica no bastará para
borrar las tensiones entre católicos y
protestantes. Con los años, Angelot
urdirá complots contra su propio hermano. Enrique
III matará a Enrique de Guisa y morirá, a su vez,
asesinado.
La muerte de Enrique de Navarra
será igual de violenta. De los diez hijos de
Catalina, solo Margarita llegará a la vejez.
Y no será precisamente un instrumento de su madre:
la pequeña Margot olvidará pronto los versos del
gran Ronsard para interpretar su propio papel en la
historia de Francia.
El gran tour de Catalina
La infancia de Margarita de Valois
fue tranquila y no demasiado familiar. Los Reyes
vivían en el Louvre, los príncipes se criaban en
Amboise. Aún no había cumplido siete años cuando
Enrique II, su padre, murió accidentalmente en una
justa. Desde entonces, la política absorbió por
completo la atención de su madre, tanto durante el
brevísimo reinado de su hijo mayor, Francisco II,
como durante la regencia del siguiente, Carlos IX.
En cuanto a sus hermanas, aún era muy niña cuando se
marcharon para casarse. Creció entre libros
de latín y clases de baile, y según sus
contemporáneos llegó a ser maestra en ambas
disciplinas.
Al alcanzar la pubertad completó
su educación acompañando a la corte en un gran viaje
de dos años por Francia. Fue, por así decirlo, una
gran gira promocional. La reina pretendía consolidar
la paz y reforzar la imagen de su hijo
Carlos como monarca. Para ello, paseó por
las provincias toda su magnificencia: unas quince
mil personas, entre damas, gentilhombres, lacayos,
cocineros, coperos, músicos, capellanes y guardias.
A su paso, la comitiva restauraba los derechos de
los hugonotes (así se llamaba a los protestan tes en
Francia) en las ciudades católicas, y los de los
católicos en las hugonotes.
Para Margot fue todo un máster de
iniciación a la vida cortesana. Aprendió protocolo,
recibió homenajes y, no menos importante, descubrió
la existencia del famoso “escuadrón volante” de la
reina: veinticuatro damas de honor que revoloteaban
de un amante a otro sonsacando información útil para
su señora. Más tarde, la historia recordaría a Margarita
por sus escandalosos amoríos, pero no hay
que olvidar que el entorno en que creció (y que la
criticó) no era modélico.
Estreno en política
Dos años después de su regreso a
París, a la princesa adolescente le llega la primera
oportunidad de intervenir en los asuntos de la
Corona. Su hermano Enrique, duque de Anjou, parte a
sofocar una sublevación hugonote y le pide que
defienda sus intereses ante Catalina. Margarita
acepta entusiasmada. Es la primera vez que alguien
confía en su elocuencia. Catalina,
encantada al ver que se ocupa de algo más que de
asistir a bailes, le va confiando pequeños secretos
de Estado.
Margot descubre el encanto de la
política, pero sobre todo se siente adulta y
valorada por una madre que hasta entonces se había
mostrado distante. Todo se echó a perder. Al
parecer, la joven tenía un idilio con el
duque Enrique de Guisa, el Guisin de
aquella obra infantil. Enrique de Anjou se enteró a
través de uno de sus favoritos e informó a Carlos y
a Catalina. A Margot le montaron una escena.
La brecha entre madre e hija
seguirá abriéndose: Catalina de Médicis ni
siquiera incluirá a Margot en su testamento
No es que al novio le faltara
abolengo, más bien le sobraba: los Guisa competían
con los Valois por la Corona. Además, los Valois,
por aquel entonces, defendían la convivencia entre
religiones, mientras que los Guisa lideraban el
partido ultracatólico. Era un matrimonio
imposible. La alianza entre Margot y su
hermano Enrique se rompería para siempre. Pero lo
que más dolió a la princesa fue perder la confianza
de su madre, que dejó de hacerle
confidencias. La brecha entre madre e
hija seguirá abriéndose con los años: Catalina de
Médicis ni siquiera incluirá a Margot en su
testamento.
Un plan incómodo
La reina halló dos remedios para
el mal de amores de su hija: desayunos a base de
infusiones de acedera y un matrimonio de Estado. Se
barajaron varios candidatos, desde el rey de
Portugal hasta el hijo de Felipe II. Al final, tras
enrevesadas negociaciones, se optó por casarla con
el heredero al trono de Navarra. Navarra
era por entonces un reino minúsculo.
Según un dicho burlón de la época, podía atravesarse
a la pata coja. El sur se había incorporado a España
en tiempos de los Reyes
Católicos; solo se mantenía independiente una
pequeña franja al norte de los Pirineos.
Además, era un nido de hugonotes,
empezando por la reina, Juana de Albret, que estaba
aliada con buena parte de la aristocracia francesa.
Casar a los dos príncipes era un intento de
fortalecer la paz religiosa, siempre precaria, como
demuestran los rumores tras la muerte repentina de
Juana, que no llegó a ver la boda. La mató una
neumonía, pero corrió la voz de que su futura
consuegra le había regalado unos guantes
envenenados.
A Margot no le gustaron
nada estos planes. Enrique de Navarra no
era un príncipe refinado: prefería la caza a los
libros, cuidaba poco su higiene y no hacía falta
besarle para adivinar que su plato favorito eran las
tortillas de ajo. Además, la princesa sabía que su
posición de mediadora entre bandos enemigos iba a
ser incómoda. Según algunos autores, se resistió con
tanta energía que, durante la ceremonia, su hermano
mayor tuvo que inclinarle la cabeza a la fuerza para
que diera el sí. Otros ponen en duda la anécdota y
creen que se exageró más adelante para poder anular
el matrimonio.
Tampoco la Iglesia católica vio
con buenos ojos el enlace. El papa Gregorio XIII
jamás lo autorizó. Fue Catalina quien falsificó una
carta en la que se anunciaba la llegada inminente de
la dispensa papal. Los festejos fueron lujosos y
multitudinarios... Pero no duraron mucho. Apenas
seis días más tarde, por razones que aún no han
quedado claras, los extremistas católicos
emprenden una matanza de hugonotes. Las
calles de París se llenan de cadáveres.
La familia real francesa abandona
su posición conciliadora y obliga al recién casado a
abjurar de su religión para conservar la vida.
Enrique de Navarra obedece, pero le retienen como
prisionero en el palacio
del Louvre, mientras la mayor parte de su
séquito es ejecutada o encarcelada. Entonces
Margarita toma una decisión asombrosa. La alianza
con los hugonotes ya no es necesaria, y su madre y
sus hermanos le proponen anular el
matrimonio que acaba de contraer.
Para sorpresa de todos, la nueva
reina de Navarra se niega. ¿Por qué? Pudo ser por
compasión: su nuevo esposo estaba en una situación
delicada y solo ella podía protegerle. O tal vez
quiso evitar que su madre volviera a convertirla en
un peón de su política matrimonial. A partir de
entonces, Margarita se movió con la máxima
libertad, tanto en lo político como en lo
personal.
Primeras intrigas
Durante sus primeros cuatro años
de casada, Margarita urde toda clase de planes para
que su esposo pueda huir del
Louvre. Para ello cuenta con la ayuda de su
amante, el señor de La Molle, y de su hermano
pequeño, Francisco de Alençon, que desea suceder a
Carlos en el trono. Forman el partido de
los malcontents, que abogaban por
regresar al equilibrio entre religiones. Cuando se
descubre la primera de estas conspiraciones,
Margarita redacta en nombre de su marido una hábil
carta exculpatoria que le salva la vida. Pero no
logra salvar a su amante.
La Molle muere decapitado, se le
acusa de recurrir a la brujería para dañar la salud
del rey Carlos. Se cuenta, aunque no está
demostrado, que Margarita sobornó al verdugo para
poder enterrar dignamente su cabeza. Lo que sí se
sabe es que desafió a la corte llevando
luto por él. La salud de Carlos IX no
mejoró tras la ejecución de su supuesto hechicero.
Falleció de tuberculosis aquel mismo año. Su hermano
Enrique de Valois se convirtió en Enrique III de
Francia, pero en lo esencial continuó con la
política procatólica de su hermano mayor.
Dos años más tarde, Enrique
de Navarra logra escapar de París y
vuelve a su reino. Margarita pide entonces reunirse
con él, pero no se lo permiten. Sin embargo, Enrique
III, intimidado por el ejército hugonote que su
hermano Francisco está empezando a reunir, acepta
firmar el Edicto de Beaulieu, que devuelve a los
protestantes parte de los privilegios perdidos. Este
acuerdo no puso fin a la rivalidad entre los
hermanos Valois.
Los favoritos de cada uno
siguieron cruzando bravuconadas y retándose a duelo
por las calles de París. Margarita no dejó
de apoyar al hermano menor: en vista de
que había perdido el trono de Francia, tal vez
podría hacerse con el de Flandes.
El sur de los Países Bajos se había alzado en armas
contra el dominio español.
Margot recordó de pronto las
virtudes medicinales de las aguas de Spa, y, con el
pretexto de acudir al balneario belga, emprendió un
calculado viaje por tierras flamencas, ofreciendo
a los sublevados la ayuda de Francisco a cambio de
la Corona. Fue su primer gran fracaso político.
Asistió a fiestas, hizo contactos y deslumbró a
todos con su poderoso atractivo, pero no logró
concretar ningún acuerdo.
Amor y libros
De todos modos, el pacto de
Beaulieu había sentado las bases para un nuevo
acuerdo de paz con los protestantes, y Margarita era
la intermediaria ideal. Tras siete años casada,
reclama su dote y parte por fin para reunirse con su
esposo. Empieza la época más feliz de su vida. La
corte de Navarra es modesta, pero agradable y
liberal. Su nueva reina aparca las
intrigas y se entrega a una vida de placeres.
El rey facilita los encuentros
de Margot con su amante; la reina llega incluso a
ayudar en el parto a Fosseusse
Reúne en torno a ella a artistas y
escritores. Introduce en la corte el Neoplatonismo
italiano. Compra libros, escribe poemas, organiza
fiestas, coquetea. Se enamora perdidamente
de Champvallon, un noble al servicio de
su hermano Francisco. Su marido, entretanto, pierde
la cabeza por una adolescente apodada Fosseusse. No
hay celos entre ellos: son estrictamente un
matrimonio de conveniencia. El rey facilita los
encuentros de Margot con su amante; la reina llega
incluso a ayudar en el parto a Fosseusse cuando esta
queda embarazada, aunque el bebé nace muerto.
Ella, en cambio, no logra tener
hijos. Está a punto de cumplir los treinta y aún no
ha dado sucesión al reino de Navarra. La
favorita de Enrique se envalentona y
trata de relegarla; las relaciones entre los esposos
empiezan a enfriarse. Al cabo de tres años de vida
en Nerac, Enrique III y Catalina escriben a los
reyes de Navarra para pedirles que viajen a París.
Enrique de Navarra, desconfiado, declina la
invitación. Pero Margarita decide ir. En París la
esperan los brazos de Champvallon.
Pública deshonra
Enrique III está preocupado por el
poder cada vez mayor de los Guisa en París y cree
que una visita del rey hugonote bastará para
intimidarlos. Por eso insiste a su hermana para que
lo atraiga al Louvre, pero las cartas de
Margot no dan resultado. Por otra parte,
esta pone más interés en ayudar a su otro hermano y
en disfrutar de su amante. Cuentan las malas lenguas
que Champvallon entra en sus aposentos cuando
quiere, oculto en un baúl.
Incluso corren rumores de
embarazo. Francisco de Alençon, tras un intento
fallido de casarse con Isabel I
de Inglaterra, vuelve a pensar en el trono de
Flandes. Ni su hermano ni su madre le apoyan: temen
que su ambición les aboque a una guerra contra
España. Pero su hermana sí: los espías de Enrique
III interceptan las cartas que Margot
intercambia con su hermano pequeño. Es la
gota que colma el vaso. En mitad de un baile, el rey
ordena a los músicos que dejen de tocar y dirige una
retahíla de insultos a su hermana ante toda la
corte.
Margarita se queda entre París
y Nerac, a la espera de que su hermano y su marido
concluyan las negociaciones
La llama prostituta, la acusa de
tener infinidad de amantes y finalmente la
expulsa de París. Enrique de Navarra se
indigna y exige explicaciones a Enrique III por esta
humillación. En realidad, aprovecha la ocasión para
invadir Mont-de-Marsan y ampliar sus tierras a costa
de la ofensa. Durante más de siete meses, Margarita
se queda a medio camino entre París y Nerac, a la
espera de que su hermano y su marido concluyan las
negociaciones. Cuando por fin acepta su regreso, Navarra
la recibe con gran frialdad.
Sola contra todos
Margot pierde pronto su último
apoyo. Su hermano Francisco muere de tuberculosis.
Su hermano Enrique sigue sin perdonarla, y en cuanto
a su marido, la ignora. La reina abandona el partido
de los católicos moderados y pacta con los
Guisa, ultracatólicos. Lo hace en un
momento inoportuno, ya que Enrique III no tiene
descendencia y Enrique de Navarra, por puro azar
dinástico, se convierte en su heredero legítimo. Si
lograra hacer las paces con su esposo, sería la
siguiente reina de Francia.
Pero la reconciliación le parece
improbable, y, además, Navarra se obstina en seguir
siendo hugonote, pese a que el cambio de fe es la
única condición que Enrique III impone a su cuñado
para nombrarle sucesor. Sea como sea, Margarita
elige mal, pero su elección es valiente.
Temeraria, incluso. Se muda a Agen, una de las
ciudades que le pertenecen por dote, la fortifica,
reúne un ejército y se lanza a guerrear por su
cuenta.
Pero el apoyo de los Guisa es más
simbólico que financiero. Sus mercenarios, mal
pagados, se entregan al pillaje, y sus vasallos,
hartos de pagar impuestos, no tardan en rebelarse
contra ella. Se ve obligada a peregrinar de
castillo en castillo huyendo de las
tropas reales, que finalmente la detienen y la
encierran en la fortaleza de Usson.
A lo largo de los trece años que
pasó allí se entretuvo escribiendo sus Memorias,
una de las obras maestras de la literatura francesa
del Renacimiento. Llegó a un acuerdo con su
carcelero, el marqués de Canillac, para
cederle el condado de Auvernia a cambio
de un trato benévolo. En la práctica el marqués dejó
a Margarita completamente libre, dueña y señora de
Usson. Se quedó allí porque, a fin de cuentas,
tampoco tenía a donde ir.
Dulce vejez
A partir de 1588 se precipitan los
acontecimientos. Enrique III se deshace del duque de
Guisa y un año más tarde muere en circunstancias no
muy decorosas, a manos de un monje que lo acuchilla
en el retrete. Enrique de Navarra ya solo necesita
dos cosas para ser rey de Francia. Una es pasarse de
nuevo al catolicismo. Aunque en realidad nunca
dijo aquello de “París bien vale una misa”,
la frase cuadra bien con su carácter pragmático.
La otra es deshacer su matrimonio
con Margot, incapaz de concebir un sucesor. Para
lograrlo es preciso que ella también pida la
anulación a la Santa Sede. Las negociaciones se
prolongan diez años, no porque Margarita tenga
esperanzas de reinar ni interés en conservar a
Enrique, sino porque se niega a que este se case con
su última favorita y madre de sus hijos, Gabrielle
d’Estrées. Solo está dispuesta a ceder su
sitio a otra princesa europea.
Cuando un mal embarazo se lleva la
vida de Gabrielle y Enrique IV se
compromete con María de Médicis,
Margarita da por fin su brazo a torcer. Incluso se
esfuerza por ganarse el afecto de su sustituta.
Nombra heredero de todos sus bienes al delfín y se
convierte en una más de la familia, una especie de
anciana tía excéntrica y entrañable. Margarita
regresa a París con más de cincuenta años (una edad
casi venerable en la época) y muchísimos kilos de
más. Los que la recordaban como una esbelta princesa
se asombran de que apenas quepa por las puertas.
Pero su espíritu se mantiene
joven. Prosigue su obra literaria: escribe el Discurso
docto y sutil, todo un alegato feminista que
se adelanta a su tiempo. Además, sigue con sus
pelucas rubias, sus escotes de vértigo y sus
amantes, que cada vez son más jóvenes y de peor
cuna. Implanta la moda de empolvarse el rostro y
derrocha dinero a espuertas porque, según confiesa a
su exmarido, no sabe vivir de otro modo. El
día de su muerte, los acreedores invaden su casa.
Con ella, según su elogio fúnebre, desaparecía “el
paraíso de los placeres de la corte, la flor de las
margaritas, la flor de Francia”.