Cuéntame un cuento...

...o una historia, o una anécdota... Simplemente algo que me haga reir, pensar, soñar o todo a la vez, si cabe ..Si quereis mandarme alguna de estas, hacedlo a pues80@hotmail.com..

martes, septiembre 9

Distribución normal

(Leído en Facebook hace unas semanas)

Descubierta por Abraham de Moivre hace más de 200 años, la distribución normal es tal vez la distribución de probabilidad más importante de toda la estadística. ¿Que es? Tomemos un grupo de personas al azar y midamos su altura , ahora tracemos el número de personas con cada altura posible en un histograma y obtenemos un gráfico parecido a la distribución normal. La distribución normal se conoce también como "curva de campana" de manera informal.
 
¿Que significa?, como otras distribuciones de probabilidad, la curva indica las probabilidades de que ocurran valores aleatorios particulares (en este caso ejemplificado la altura de las personas) pero la distribución puede aplicar en muchas situaciones diferentes. El punto más alto de la distribución corresponde a la media o valor promedio. La amplitud de la distribución es determinada por su desviación estándar, calculada de tal forma que el 68 por ciento de los datos caigan dentro de una desviación estándar, el 95 por ciento caiga dentro de 2, y el 99,7 por ciento caiga dentro de 3. 
 
Teorema del limite central, si sumas muchas variables aleatorias, el teorema del limite central dice que dicha suma se distribuirá de manera normal. Entonces, si lanzas un dado 1000 veces, sin importan la distribución de cada lanzamiento, la suma de los 1000 lanzamientos obedecerá una distribución normal. Fue el matemático Carl Friedrich Gauss quien describió la peculiar forma de la curva, de ahí se acuñó el término distribución "gaussiana".
 

 

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domingo, septiembre 7

Prohibition-era tricks

(Read on facebook) 
During Prohibition, grape farmers found a clever way to stay in business by producing semi-solid grape concentrates known as “wine bricks.” These bricks were technically legal, intended for juice-making, but came with a tongue-in-cheek warning label that hinted at their true potential. The label read: “After dissolving the brick in a gallon of water, do not place the liquid in a jug away in the cupboard for twenty days, because then it would turn into wine.”
 
This playful disclaimer allowed farmers to skirt the law while giving consumers a wink and nod toward fermentation. Though authorities cracked down on illegal alcohol, wine bricks became a popular loophole, helping Americans quietly continue winemaking at home. It was one of the more creative and humorous workarounds of the Prohibition era.

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viernes, septiembre 5

Bailén, la batalla donde Napoleón fue cruelmente humillado por el Ejército español

(Un texto de Manuel Villatoro en el ABC del 21 de julio de 2015) 

El 19 de julio de 1808, las tropas de Bonaparte sufrieron en Andalucía su primera derrota de la historia en campo abierto.

Un día como hoy, aunque hace nada menos que 205 años, las tropas españolas lograron un hito que ningún otro ejército había conseguido antes: vencer a las fuerzas de Napoleón en combate abierto. Aquella jornada, bajo un sol de justicia andaluz que acosaba a los soldados con una temperatura de 40 grados, las huestes del «pequeño corso» nada pudieron hacer contra los briosos hispanos que, a mosquete y espada, defendieron el pequeño pueblo jienense de Bailén del invasor.

Ese 19 de julio de 1808 los españoles no sólo humillaron a las altivas tropas napoleónicas mediante un ejército formado por multitud de milicianos, sino que también lograron dar un golpe de efecto que marcaría el principio del fin de la ocupación francesa en España.

Así, la batalla de Bailén quedaría grabada con tinta indeleble en la Historia.

Corrían malos tiempos para España en los inicios del s. XIX. Todo había comenzado con un pequeño megalómano, Napoleón Bonaparte, quien, después de subir al poder en Francia años atrás, asumió como suya la tarea de dominar una buena parte de Europa y derrotar al gran enemigo de su Imperio: Gran Bretaña.

Tras caer en la cuenta de que no podía asediar a la indomable Albión por mar, el corso prefirió pasar a una táctica menos invasiva: bloquear el comercio de Reino Unido. Sin embargo, para que esta idea se sucediera a la perfección, Bonaparte debía conquistar Portugal, una región tradicionalmente aliada de los ingleses y que no se plegaría sus deseos.

Una trampa mortal

Pero para llegar hasta Portugal una tierra se interponía en el camino de Napoleón, España. Por ello, en 1807 el francés firmó con Godoy –valido del rey- el Tratado de Fontainebleau, mediante el cual logró obtener el permiso para atravesar con más de 100.000 hombres el territorio hispano.

El macabro plan de Napoleón había comenzado. Y es que, en su paso a través de España, el disciplinado ejército francés fue ocupando diferentes ciudades hasta llegar a Madrid. Así, lo que en un principio comenzó como un permiso de paso, acabó convirtiéndose en una invasión a gran escala. A su vez, las intrigas políticas del «pequeño corso» –que consiguió finalmente dar el trono español a su hermano- terminaron por minar la paciencia de la población que, a partir de mayo, comenzó a levantarse contra los casacas azules.

Así, se iniciaron una serie de revueltas por todo el territorio a base de rastrillo y cuchillo en contra del águila imperial. Tocaba defender el territorio del invasor y, ante la escasez de tropas regulares, el pueblo no dudó en proteger cada palmo de tierra hispana con su sangre. Además, a lo largo y ancho de toda España, los defensores se fueron constituyendo en pequeñas juntas locales –encargadas de organizar la resistencia contra Francia- ante la destrucción y la inactividad de los organismos centrales.

Camino de Andalucía

Sin embargo, en casi toda España comenzaba a imponerse el entrenamiento de los soldados galos que, mejor pertrechados, plantaban cara con osadía a cualquier levantamiento local. Por ello, con el centro y el norte asediados, Napoleón no tardó en plantearse la conquista del sur de la Península.

«Confiado en el éxito inmediato de la ocupación, Napoleón ordenó al general Pierre Dupont de l'Etang que ocupara Córdoba y avanzara hacia Sevilla y luego a Cádiz. El objetivo era rescatar a una escuadra francesa allí bloqueada desde la batalla de Trafalgar y hacerse con el control de los puertos andaluces, al tiempo que amenazaba Gibraltar» señala el escritor y periodista Fernando Martínez Laínez en su obra «Vientos de gloria».

Para cumplir esta misión, los franceses enviaron unos 9.000 soldados de infantería, a los que los que se sumaron unos 4.000 hombres montados (entre coraceros –la caballería de élite del ejército galo experta en ataques cuerpo a cuerpo- y dragones –jinetes armados con mosquetes-). Al mando de esta fuerza estaba Dupont, uno de los generales más destacados y fiables del «pequeño corso».

No obstante, la campaña andaluza salió muy cara a los franceses que, acosados por los guerrilleros y el hambre, decidieron asentarse en Andújar (ubicada a 28 kilómetros de Bailén) con la intención de esperar refuerzos. Con todo, prefirieron dejar su sello de destrucción arrasando y saqueando Valdepeñas y Córdoba. Sin embargo, lo que no sabían los soldados del águila imperial es que los españoles les harían pagar cada gota de sangre derramada.

Una vez llegados sus refuerzos, Dupont levantó la cabeza con orgullo al saber que contaba a sus órdenes con 34.000 hombres divididos en cinco divisiones. Para facilitar la organización de este ejército tan numeroso -como bien explica el escritor y experto Francisco Vela en su obra «La batalla de Bailén. El águila derrotada» - el galo entregó cada una a un oficial. Entre ellos destacaba el General de división Vedel, un militar que se había ganado sus galones y el favor de Napoleón combatiendo contra los austríacos varios años antes.

A su vez, el francés sabía que de su lado estaba, además del gran número de soldados galos, la experiencia de los mismos. De hecho, se creyó tranquilo al conocer que combatiría al lado de un buen numero de sanguinarios coraceros y un batallón de marinos de la guardia imperial (una de las unidades de élite de la infantería imperial).

El levantamiento andaluz

Por su parte, y ante el peligro que se cernía sobre la patria, España llamó a filas a los ciudadanos, que se sumaron las escasas tropas regulares existentes. «Tras el levantamiento madrileño del 2 de mayo, que se extendió prácticamente a España entera, las Juntas de Sevilla y Granada comenzaron a formar dos ejércitos que deberían unirse en algún punto de Sierra Morena para detener a los franceses», explica Laínez.

Así, los defensores consiguieron reunir una fuerza equiparable a la de los crueles «gabachos» al contar con 30.000 soldados. Sin embargo, más de la mitad del ejército estaba formado por milicianos que, aunque tenían en su interior el ardor propio de un militar español, carecían de experiencia en combate. Con todo, cada uno sabía que plantaría cara al invasor francés hasta la última bala de mosquete.

Al mando de la fuerza se destacó el general Francisco Javier Castaños. Éste, a su vez, decidió dividir a sus hombres en tres columnas, como bien explica Laínez en su obra: «La primera, con 9.450 hombres, al mando del mariscal de campo de origen suizo Reding. […] La segunda, mandada por el mariscal de campo belga marqués de Coupigny [contaba] unos 8.000 hombres. […] La tercera columna, compuesta de dos divisiones al mando de los tenientes generales Félix Jones y Manuel La Peña [disponía] de 12.000 hombres de las milicias provinciales. […] Además, se contaba con una “columna volante” que mandaba el coronel Juan de la Cruz con unos 2.000 hombres, casi todos voluntarios».

Tras una serie de pequeñas escaramuzas iniciales entre ambos contingentes, el día 17 de julio de 1808 se realizaron una serie de movimientos que marcarían directamente el resultado de los combates. Todo comenzó el 16, jornada en que Dupont –ubicado en Andújar- envió a la división de Vedel hacia el entonces insignificante pueblo de Bailén con órdenes de plantar cara a las tropas de Reding, a las que se suponía defendiendo el lugar.

Pero el general francés encontró este minúsculo pueblo vacío. ¿Qué había podido suceder? Casi sin tiempo para pensar, en la cara de Vedel se pudo adivinar una expresión de terror. Y es que, la posibilidad más lógica era que la división española hubiera partido hacia Despeñaperros (un paso a través de las montañas en dirección a Madrid) para cortar una posible retirada francesa.

«En esta ocasión todo el equívoco parte de las informaciones dadas por el paisanaje a los franceses, en especial por un alemán afincado en el pueblo, el cual le confirmó el paso de tropas enemigas encabezadas por los Dragones de Lusitania, lo que acabó por confundir a Vedel que vio cómo fuerzas regulares le sacaban ventaja en la carrera por llegar a Despeñaperros», explica en su libro Vela.

Velozmente, Vedel inició la marcha hacia las colinas dejando atrás el verdadero teatro de operaciones. Sin embargo, este no fue el único error que cometieron los franceses, sino que, además, enviaron a otro de sus generales con una considerable cantidad de tropas hacia dos posiciones ubicadas en la sierra.

El curioso encuentro

Mientras, el altivo Dupont continuó esperando despreocupado en Andújar creyendo inocentemente que su experimentado ejército podría hacer frente a cualquier hueste formada por los españoles. Al parecer, nunca tuvo demasiado respeto a un ejército que, según sus palabras, carecía de instrucción y disciplina.

Días después, y ante la falta de noticias, Dupont dio un giro radical a su plan de operaciones y partir hacia Bailén, en el cual creía que había solo un pequeño contingente de tropas españolas. Todo cambió cuando, en la noche del día 18, sus exploradores le informaron de que a las puertas del lugar le esperaban nada menos que 14.000 soldados enemigos: las divisiones de Reding y Coupigny movilizadas días antes por Castaños.

A los españoles, por su parte, también les cogió por sorpresa el encuentro, pues sabían que, aunque eran superiores en número a las tropas francesas, no contaban con la experiencia suficiente para vencer al poderoso ejército galo. No obstante, y a pesar de esta curiosa sorpresa de verano, ambos bandos se prepararon para la batalla. Ahora sólo quedaba ganar tiempo hasta que llegaran los refuerzos: Vedel por parte de los franceses y Castaños por el bando español.

«Como se puede comprobar, de todo esto deducimos que ambos bandos se encontraban mal informados sobre las fuerzas y posiciones respectivas y que se dirigían a una batalla de encuentro. Ni Dupont sabía que se iba a topar con Reding ni éste que se le echaba Dupont encima. Aquel tenía su retaguardia amenazada por las dos divisiones de Castaños, y Reding amenazada la suya por Vedel», completa el autor de «La batalla de Bailén. El águila derrotada».

¡A formar la línea!

Tras el primer contacto con las unidades de exploración francesas –aproximadamente a las tres de la madrugada del día 19-, los españoles dieron comienzo a una alocada carrera contra el tiempo para formar su línea defensiva. El ejército, ahora al mando de Reding, tuvo que organizar a dos divisiones que incluían, según Vela, a unos 12.600 infantes (armados principalmente con mosquetes) y 16 piezas de artillería. A su vez, la fuerza contaba con el apoyo de casi 1.200 jinetes, entre los que había varias unidades de los famosos garrochistas (pastores que, diestros en el uso de la lanza, se incorporaron a filas para combatir al invasor francés).

Para hacer frente a los galos, las tropas españolas formaron a las afueras de Bailén. «Al amanecer, el ejército español se desplegó en forma de arco o herradura abierta con los extremos apoyados en los cerros Valentín, al norte, y Haza Walona, al este», completa el autor español en su obra.

En vanguardia se situó la infantería formando una consistente fuerza de choque a base de mosquete y bayoneta. Como apoyo, se intercalaron varias piezas de artillería con las que aplastar las formaciones francesas. En segunda línea, Reding ubicó varias unidades de infantería de reserva además de algunos regimientos de caballería con un doble objetivo: apoyar a los cañones y flanquear al enemigo.

Por su parte, el experimentado Dupont contaba a sus órdenes con unos 8.000 infantes (entre los que se encontraban los marinos de la guardia imperial), unos 2.000 jinetes (sumando a coraceros y dragones) y 23 cañones. Como siempre, la fuerza de los franceses la componía principalmente la caballería pesada, que solía ser usada como un martillo en contra de las formaciones enemigas.

Como era de esperar, Dupont ordenó formar con un sólido bloque de infantería en el centro, la temible caballería en los flancos y varios cañones como apoyo (estas de menor potencia que las españolas). Con las piezas dispuestas para la partida de ajedrez, ahora todo quedaba en manos de la resistencia, la valentía y la tenacidad de los soldados.

Comienza la batalla

La contienda comienza bajo un caos total, pues eran las tres de la mañana y la oscuridad todavía no había abandonado Bailén. «Entre las tres y las cinco de la madrugada lo único claro es que no hay nada claro. En medio de la oscuridad […] lo único cierto son las voces de ¡quién va!, los fogonazos de los disparos y poco más», determina en su completísima obra Vela.

A las cinco de la mañana, y sin más dilación, varias unidades del ejército español se lanzaron -en el extremo del flanco izquierdo- a la conquista de una posición que les podía otorgar una ventaja táctica de gran importancia: el cerro Haza Walona. Con sus mosquetes cargados y una buena visibilidad tomaron este emplazamiento sin combates y se aprestaron a la defensa.

Sin embargo, su alegría dura poco, pues, con la primera luz de la mañana, Dupont ordenó a la brigada suizo-española (antiguamente al servicio de España y ahora encuadrada a la fuerza en el ejército francés) asaltar la colina. Por suerte, la tenacidad de los defensores se hizo patente y consiguieron resistir este primer embiste.

La treta española

Sin más paciencia que agotar, Dupont organizó a su caballería para que, al galope y colina arriba, tomara el Walona. En este caso, ni el incesante fuego de mosquete español valió para detener a lo mejor del ejército imperial, que arrasó a dos batallones españoles a los que, incluso, arrebató sus estandartes, un hecho muy significativo para la época.

Pero, a pesar de que los jinetes franceses podrían haber abierto brecha en la línea española, se retiraron a sus posiciones azuzados por una curiosa treta de los defensores. «[Una unidad española] a las órdenes de un teniente mantuvo una frenética actividad para dar la impresión de contar con un mayor número de efectivos. Sin saberlo, esta actividad, junto con los agudos toques del trompeta de este destacamento ejecutando todos los toques reglamentarios, confundió a los jinetes galos», añade el autor de «La batalla de Bailén. El águila derrotada».

Mientras, en el centro del campo de batalla, los franceses formaron columnas para lanzar la que, según creían, sería la ofensiva definitiva sobre las tropas españolas. «La Brigada Chabert desplegó en cuatro columnas de ataque […] e inició la contrastada maniobra gala del choque a la bayoneta en columnas cerradas», señala Vela.

En perfecto orden, los soldados franceses avanzaron hasta situarse frente a las tropas defensoras. Sin embargo, los galos no contaban ya con parte de su artillería –la cual había sido destruida por los cañones españoles desde la lejanía- lo que provocó que fueran tiroteados sin piedad.

Tras sufrir considerables bajas, la situación terminó de complicarse para los soldados de Napoleón cuando Reding ordenó a una parte de la caballería española cargar contra sus filas. La presión fue demasiada para los experimentados casacas azules, que, sin poder resistir ni un segundo más, se retiraron manteniendo la formación.

Sin embargo, la inexperiencia de algunas de las tropas hispanas salió cara a Reding cuando los garrochistas, ávidos de venganza, no mantuvieron la formación y se lanzaron solos contra varios olivares defendidos por soldados galos. Por desgracia, los mosquetes franceses no perdonaron este error e hicieron mella en las filas de los confiados lanceros.

La imprudencia sale cara

Con el espeso polvo surcando el campo de batalla y el calor haciendo mella en los soldados, la situación se recrudeció en el flanco derecho cuando un escuadrón español, fogoso y ávido de hacer sangrar a tantos soldados franceses como pudiera, se adelantó demasiado y perdió el apoyo de sus compañeros.

Tras un breve intercambio de disparos con la infantería gala, la imprudencia de estos españoles les terminó pasando factura cuando, de improviso, tuvieron que hacer frente nada menos que a una carga de caballería francesa. Por suerte, y a pesar del gran número de bajas que sufrió esta unidad, se consiguió mantener la línea gracias al apoyo de varios regimientos cercanos.

La última carga del águila

Ya al medio día, el sol se convirtió en un desagradable protagonista para ambos ejércitos cuando la temperatura sobrepasó los 40 grados. En ese momento hicieron su entrada en batalla cientos de mujeres del vecino pueblo de Bailén que, arriesgando sus vidas, trasportaron cántaros de agua entre sus compatriotas.

Abrasados por el calor, extenuados por el cansancio y temerosos ante la posibilidad de que Castaños atacase su retaguardia, los franceses organizaron entonces a sus últimas tropas para llevar a cabo un desesperado asalto contra Bailén. Para ello, además de a las mermadas unidades de infantería que le quedaban, Dupont llamó también a sus escasas reservas: los marinos de la guardia imperial.

«Eran en total unos 3.300 hombres desesperados encabezados por el mismísimo Dupont y su Estado Mayor, que sabían que se les acaba el tiempo», señala el experto. Conocedores de que necesitaban un milagro para dar un vuelco a la contienda, los franceses trataron de sacar últimas fuerzas y plantar cara a sus enemigos.

No obstante, la misión era casi imposible y las últimas tropas galas fueron pasadas a mosquete por los ávidos españoles. La última gota de ánimo que aún mantenía vivos a los franceses se acabó cuando Dupont fue herido y casi derribado de su montura. Finalmente, la esperanza imperial se desvaneció cuando vieron aparecer a las tropas de La Peña por su retaguardia.

Rendición final

Todo había acabado. Sabedor de la derrota, Dupont ordenó la rendición y llegó a un acuerdo con los españoles para que sus tropas fueran repatriadas a Francia (cosa que nunca se llegó a realizar, pues una gran parte de los soldados imperiales acabaron muriendo de inanición en una isla cercana).

De nada valió la llegada en el último momento de las tropas de Vedel por la retaguardia española, pues Dupont ordenó a su subordinado detener el ataque ante el temor de las represalias sobre los soldados franceses capturados. Había aparecido demasiado tarde para poder ser determinante y las «inexpertas» tropas españolas se habían hecho con la victoria.

La capitulación fue, al parecer, demoledora para Napoleón, que nunca antes había visto a su ejército derrotado en campo abierto. Además, el hecho de que hubiera sido vencido por una fuerza formada por multitud de milicianos no ayudó a calmar su ira. Tal fue su enojo que acabó con la carrera de los pocos oficiales galos que volvieron a Francia.

Una vez acabada la batalla hubo que recontar las bajas. Por el lado francés sumaban –entre muertos, heridos y contusos- unos 2.200 soldados (el resto fueron hechos presos). «En el bando español […] se confirmaron 192 muertos, 656 heridos, 8 contusos y 1.013 extraviados», finaliza Vela.

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miércoles, septiembre 3

Los genes del egoísmo

(Un texto de Manuel Ruiz Rejón en bbvaopenmind.com leído el 9 de marzo de 2015) 

Con los avances en las llamadas ÓMICAS (Génomica,, Transcriptómica, Proteómica…) estamos asistiendo a una infinidad de investigaciones que pretenden encontrar los supuestos genes de una serie de características humanas que van desde la obesidad a la agresividad, pasando por otras tan peregrinas como la predisposición a ser bebedor de cerveza más que de vino, y otras muchas ocurrencias .Se encuentran genes para todo y a veces para nada.  Una de las características cuya base genética se trata de investigar con estas herramientas moleculares es el egoísmo y sus alternativas: cooperación fidedigna e incluso altruismo. De hecho, en alguna ocasión se ha hablado de que se ha encontrado el gen del egoísmo.

Como la mayoría de las características de los seres vivos, el egoísmo puede tener una base genética y otra ambiental. La base genética de estos comportamientos se comienza a investigar en un grupo de organismos, los insectos eusociales (hormigas, abejas, termitas…).

En estos insectos existen especies y grupos emparentados evolutivamente, unos con comportamientos “altruistas” y otros “egoístas”. En los primeros, las “obreras” cuidan de sus congéneres llegando a dar su vida por ellos y además no se reproducen; solo lo hace la “reina”. Pero dentro de estos organismos hay grupos o especies emparentadas que no presentan estos comportamientos sociales.

Actualmente, mediante estudios comparativos de los genomas, transcriptomas y proteomas de ambos grupos se están empezando a identificar los genes que intervienen en estos comportamientos. Concretamente, se ha visto que los genes que cambian (en secuencia o regulación) de los comportamientos no sociales originales a los comportamientos eusociales de estas especies, son los que intervienen en caracteres como el olor, la inmunología, las hormonas (feromonas sobre todo) y los relacionados con el funcionamiento del cerebro. Sin embargo, no existen genes especiales para la cooperación en el ADN de estos organismos, sólo variantes de genes ya preexistentes en grupos que no presentan dichos comportamientos.

En la especie humana es más difícil llevar a cabo este tipo de estudios, pues no existen grupos claramente cooperadores y otros  no cooperadores. Pese a ello, se está investigando el posible papel que puedan jugar una serie de genes concretos que modulan la síntesis de neuropéptidos (hormonas que se expresan sobre todo en el cerebro) en relación con los comportamientos cooperadores y egoístas.

Así, en una de estas hormonas, la oxitocina, se ha comprobado que hay algunas variaciones de un solo nucleótido dentro del gen que controla la síntesis de su receptor en las células. Estas variaciones nucleotídicas determinan cambios en el nivel de oxitocina, lo que a su vez, puede tener relación con un mayor o menor comportamiento cooperativo. Algunas personas con ciertos nucleótidos en el gen del receptor tienen menor cantidad de oxitocina en las células y pueden presentar comportamientos más altruistas, mientras que otras, con diferentes nucleótidos en dicho gen, presentarían mayor cantidad de oxitocina y por ello, comportamientos más egoístas. Otras variaciones nucleotídicas en genes receptores de neuropéptidos (como la vasopresina o la dopamina), o en la enzima monoaminooxidasa (relacionada con esta última hormona), se han tratado de asociar con comportamientos altruistas o egoístas.

El problema en todos estos estudios es que es muy difícil medir las predisposiciones altruistas y egoístas de forma directa en nuestra especie. Por ello, se utilizan medidas indirectas, como la habilidad de las personas para la orientación espacial (que según algunas investigaciones podría estar correlacionada negativamente con el altruismo), o su destreza en juegos de ordenador de tipo “económico” etc.

Por lo tanto, de momento, lo que sí parece cierto es que en nuestra especie existen de forma natural estas tendencias, aunque no sepamos -y quizás no lo sepamos nunca-, los genes o conjuntos de genes que están implicados. Y además,y quizás esto es lo más importante, hay que considerar que estos comportamientos tan complejos se pueden deber, además de a nuestro bagaje genético, a muchas circunstancias socioculturales, estando unidos ambos factores inextricablemente.

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martes, septiembre 2

Calderón de la Barca: el poeta soldado de los tercios de Flandes

(Un texto de César Cervera en el ABC del 25 de enero de 2015)

El dramaturgo fue soldado y miembro de la caballería castellana en el sitio de Fuenterrabía por los franceses y en la guerra de Secesión de Cataluña.

La participación de poetas y dramaturgos en el oficio de la guerra fue una enraizada tradición de los ejércitos del Imperio español . La guerra era un vehículo para viajar por Europa y acumular experiencias vitales, a las cuales los poetas no estaban dispuestos a renunciar. Se dice que Garcilaso de la Vega , que en tiempos de Carlos I de España llegó a ser maestre de campo de los tercios castellanos, untó de renacimiento italiano nuestra literatura precisamente cuando viajó allí como soldado. Y si Garcilaso prendió el Siglo de Oro de nuestras artes, la muerte de Calderón de la Barca lo apagó con no poca lucidez. 

«España mi natura, Italia mi ventura, ¡Flandes mi sepultura!», cantaba una rima de la época sobre la experiencia más común para un soldado de los tercios. Calderón desde luego cumplió con las dos primeras etapas, pero se guardó un tranquilo retiro como sacerdote, para gloria del genero de los autos sacramentales. A diferencia de otros poetas soldados como Francisco de Aldana –fallecido en la batalla de Alcazarquivir– o Miguel de Cervantes –presente en la batalla de Lepanto–, la carrera militar de Calderón coincidió con los años más negros del Imperio español, donde las sublevaciones de Cataluña y Portugal trajeron la sangre de vuelta a tierras españolas. Es cierto, por tanto, que el poeta natural de Madrid sufrió más fracasos que victorias, pero no fue por falta de talento como espadachín.

La Guerra de Flandes como refugio

Nacido a finales del reinado de Felipe II, Pedro Calderón de la Barca era hijo de un alto funcionario de la Corte, en el cargo de secretario de Hacienda Real, que quiso impartirle una esmerada educación. Empezó a ir al colegio con 5 años en Valladolid, donde estaba en ese momento la Corte , y al destacar en los estudios básicos su padre Diego Calderón decidió destinarlo a ocupar una capellanía de la familia, reservada por la abuela a un miembro que fuese sacerdote. Con ese propósito ingresó en el Colegio Imperial de los jesuitas de Madrid en 1608, situado donde ahora se encuentra el Instituto San Isidro, y allí permaneció hasta 1613 estudiando gramática, latín, griego, y teología. Su formación continuó en la Universidad de Alcalá, donde aprendió lógica y retórica y, al fallecer su padre, marchó a la Universidad de Salamanca, donde se graduó en derecho canónico y civil. No en vano, no cumplió el designio de su padre y, en última instancia, no quiso ordenarse sacerdote.

Entregado a las calles madrileñas del periodo, tan pendencieras como anchas de cornudos, Calderón se vio envuelto en diversas rencillas que le forzaron a enrolarse en el ejército de Flandes en 1623 por prevenirse de malas estocadas. El poeta, que ya había estrenado su primera comedia en Madrid, «Amor, honor y poder», con motivo de la visita del Príncipe de Gales , marchó a Italia y posteriormente a Flandes al servicio del Duque de Frías. Desde 1609, la situación se había mantenido en calma entre el Flandes español y los rebeldes, ya constituidos como Provincias Unidas, durante la tregua conocida como la de los Doce Años. Sin embargo, la llegada del dramaturgo madrileño a este territorio coincidió con la reanudación de la actividad armada a cargo, en el caso español, del comandante genovés Ambrosio Spínola. 

Como vino a recordar la saga literaria de « El capitán Alatriste » en su tercera novela, es muy probable que Calderón de la Barca estuviera entre los soldados que asediaron con éxito la estratégica ciudad de Breda en 1625, o al menos que participaran en alguna de sus fases. De hecho, su comedia «El sitio de Breda», que sirvió a Diego Velázquez para pintar su cuadro de «Las lanzas», cuenta con una detallada descripción de la contienda. La obra de Calderón suministra el motivo central de la célebre pintura, la entrega de las llaves de la ciudad por el comandante vencido Justino de Nassau al general Spínola tras más de un año de asedio y decenas de miles de muertos en ambos bandos. La ciudad permanecería bajo dominio español hasta 1637, cuando el líder holandés Federico Enrique de Orange-Nassau la recuperó para las Provincias Unidas.

Un Caballero de Santiago en Cataluña

A su vuelta de Flandes, Pedro Calderón de la Barca retomó su papel de granuja madrileño. Un comediante hirió gravemente a su hermano y Pedro persiguió, espada en mano, al agresor hasta el convento de Trinitarias. El dramaturgo interrumpió en el lugar sagrado, donde se encontraba la hija de Lope de Vega, causando un gran escándalo entre las monjas. Aquel incidente sumó otro párrafo al historial delictivo del poeta y le granjeó la enemistad con el llamado «Fénix de los ingenios», Lope de Vega. Mientras que la obra de este último se iba apagando poco a poco, Calderón se convirtió en el favorito del Rey Felipe IV, quien empezó a hacerle encargos para los teatros de la Corte, ya fuera el salón dorado del desaparecido Alcázar o el recién inaugurado Coliseo del Palacio del Buen Retiro, para cuya primera función escribió en 1634 «El nuevo Palacio del Retiro». 

El aprecio del Monarca por Calderón se plasmó en su nombramiento como Caballero de la Orden de Santiago en el año 1636. Quizás creyéndose en la obligación por ser miembro de esta orden o por petición directa del Rey, el dramaturgo sentó plaza de coraza (caballería acorazada) para participar en el sitio de Fuenterrabía por los franceses (1638), y en la guerra de secesión de Cataluña (1640). A este último conflicto regresó huyendo de nuevo de un asunto de cuchilladas callejeras, viviendo en sus carnes ampliamente la dureza de la guerra en Cataluña. En 1642 obtuvo licencia para convertirse en secretario del Duque de Alba, donde pudo dedicarse plenamente a la creación literaria.

Durante una acción armada, murió en el puente de Camarasa (Lleida) uno de los hermanos de Calderón en 1645, que tras treinta años en servicio había alcanzado el cargo de maestre de campo general. Fue entonces cuando el dramaturgo se sumió en una depresión que corresponde también con la crisis de un Imperio español al borde del precipicio, entre la caída del Conde-Duque de Olivares en 1643 y la firma en 1648 de la Paz de Westfalia.

Poco tiempo después del nacimiento de su hijo natural, Pedro José, el poeta ingresó en la Tercera orden de San Francisco y se ordenó sacerdote en 1651. Así obtuvo la capellanía que su padre tanto ansiaba para la familia, la de los Reyes Nuevos de Toledo, y renunció a escribir comedias para dar prioridad a la composición de autos sacramentales, género teatral que perfeccionó y llevó a la máxima plenitud hasta su muerte. Con 110 comedias y dramas a la espalda, Pedro Calderón de la Barca falleció el 25 de mayo de 1681 cuando todavía estaba considerado el mejor dramaturgo vivo. El autor de «La vida es sueño» fue el último representante de una larga estirpe de poetas soldados.

Un fragmento de su obra «Para vencer amor; querer vencerle» sintetiza lo que significaba para él la vida en los tercios castellanos :

«Aquí la necesidad

no es infamia; y si es honrado,

pobre y desnudo un soldado

tiene mejor cualidad

que el más galán y lucido;

porque aquí a lo que sospecho

no adorna el vestido el pecho

que el pecho adorna al vestido».

 

 

 

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lunes, septiembre 1

Alejandro Farnesio, el invicto «Rayo de la Guerra» de los Tercios Españoles

(Un texto de César Cervera en el ABC del 10 de marzo de 2015)

El sobrino de Felipe II consiguió recuperar para la causa española los apoyos de los nobles católicos en la interminable guerra que desangró a la Monarquía hispánica en Flandes. Su mayor victoria, el sitio de Amberes, ha pasado a la historia como un prodigio de la ingeniería militar.

Con el talento militar del Gran Duque de Alba, el carisma de su amigo Don Juan de Austria y la capacidad diplomática de Luis de Requesens , Alejandro Farnesio congregaba todos los ingredientes necesarios para alcanzar la victoria española en los Países Bajos, donde varias provincias permanecían en rebelión contra su soberano, el Rey Felipe II, desde hacia una década . Solo la interferencia del Monarca, siempre involucrado en una infinidad de frentes, evitó que Farnesio pusiera punto final a una guerra que terminó desangrando al Imperio español. No en vano, además de un héroe de los Tercios Españoles, el hispano-italiano es considerado hoy como uno de los padres políticos de la nación belga. 

Aunque fue tratado siempre como un pariente del Rey Felipe II, la sangre de Alejandro Farnesio no era excesivamente azul. Hijo de Octavio Farnesio , nieto del Papa Pablo III –que evidentemente había sido fruto de una relación prohibida–, y de Margarita de Austria , hija bastarda de Carlos I de España , Alejandro pasó su adolescencia en Madrid bajo invitación de su tío materno Felipe II. Tras estudiar en Alcalá de Henares junto al infante Don Carlos –luego llamado «el Príncipe Maldito»– y de Don Juan de Austria , sus vínculos con la Corona hispánica quedaron fuertemente arraigados. Don Juan y su sobrino, de su misma edad, aprendieron el manejo de las armas juntos combatiendo entre sí a menudo. Los cronistas destacan del hermanastro del Rey su extraordinaria elegancia y agilidad de movimientos en el combate. Alejandro, por su parte, disfrutaba asombrando a los presentes al combatir siempre semidesnudo, sin ningún tipo de protección . Su actuación como comandante –salvo cuando convenía ser templado– también se caracterizó por una exposición temeraria al combate físico en muchas ocasiones.

De Lepanto a la Guerra de Flandes

Las obligaciones con el ducado de su padre, Duque de Parma, le alejaron de la esfera hispánica hasta 1571. Cuando su tío y gran amigo Don Juan de Austria fue puesto a la cabeza de la Santa Liga que pretendía hacer frente a la flota otomana en el Mediterráneo, el sobrino acudió a su lado. Se conocen pocos detalles del ejercicio de Alejandro Farnesio en Lepanto , pero consta que su galera formó en el centro junto a la de Juan de Austria en la galera «La Real». Probablemente, como bisoño en el combate y dadas las circunstancias de la lucha entre galeras, la integridad de Farnesio debió quedar expuesta repetidas veces, el propio Don Juan de Austria estuvo cerca de ser herido y por pocos metros no cruzó acero con el comandante turco . La experiencia del hispano-italiano debió ser similar puesto que las galeras dejaban escaso espacio para guarnecerse de las flechas turcas.

Otra vez alejado momentáneamente de los intereses hispánicos, Alejandro Farnesio fue reclamado por Don Juan de Austria, junto a los Tercios Españoles, para acudir a Flandes en 1578. El héroe de Lepanto, que había tratado de alcanzar una solución por la vía pacífica , acabó pidiendo, hastiado de las falsas promesas rebeldes, el regreso de los tercios. En el primer encuentro, la batalla de Gembloux , 17.000 soldados del bando hispano se impusieron a 25.000 rebeldes. Después de que un capitán español se excediera en sus órdenes y avanzara en exceso, auspiciando que los rebeldes los flanquearan, Farnesio, al frente de la caballería, se encargó de alejar las dudas: « Id a Juan de Austria y decidle que Alejandro, acordándose del antiguo romano, se arroja en un hoyo para sacar de él, con el favor de Dios y con la fortuna de la casa de Austria, una cierta y grande victoria hoy», afirmó Farnesio antes de iniciar la carga que terminó decidiendo el combate. La victoria fue de entidad, con 34 banderas capturadas y 10.000 bajas rebeldes. 

Don Juan de Austria, sin embargo, no estaba nada contento con la actuación de Alejandro Farnesio que había arriesgado su vida en las repetidas cargas « como si fuera un soldado y no un general ». «El Rayo de la Guerra» replicó a su tío que «él había pensado que no podía llenar el cargo de capitán quien valerosamente no hubiera hecho primero el oficio de soldado». Así lo hizo en posteriores intervenciones, siempre a la vanguardia del ejército , acompañado de la infantería de elite: los soldados castellanos. No en vano, la amistad de Farnesio y Juan de Austria se interrumpió dramáticamente con la inesperada muerte del segundo en Namur. El héroe de Lepanto dejaba tras de sí una carrera militar en ciernes y un rompecabezas en forma de país . Felipe II confirmó a Alejandro Farnesio como gobernador de Flandes, el cual acertaría en las dosis correctas de mano dura y diplomacia . La solución definitiva nunca pareció más cerca que bajo su gobierno.

Dar la vuelta a una situación crítica

Al inicio de su gobierno en Flandes , el panorama era todavía crítico. Solo tres, y parte de una cuarta, de las diecisiete provincias eran leales a la Corona de España y los rebeldes contaban con el apoyo de varias potencias extranjeras, que, como Inglaterra, veían en el conflicto una manera de debilitar al imperio del sur. Lo primero que estimó Farnesio fue continuar con la campaña militar sobre la provincia de Brabante y sus alrededores. Durante el largo sitio a la ciudad de Maastricht al frente de 15.000 infantes y 4.000 caballos, Farnesio –suponiendo poca resistencia– lanzó a la infantería española cuando no habían hecho más que comenzar las obras de asedio contra las fuerzas sitiadas, que rechazaron a los asaltantes con un alto coste en vidas. Entre las bajas se encontraba un pariente de Alejandro Farnesio, Fabio, lo cual provocó la ira del joven general: «Yo voy allá. Yo mudare como general la fortuna del asalto, mudando el orden de asaltar; o como soldado más con mi sangre que con el mando».

Aunque sus oficiales próximos consiguieron que desistiera de sus intenciones – Felipe II le reprendería por su actuación colérica –, no consiguieron apaciguar su determinación e intensifico el asedio. Tras un nuevo asalto, esta vez exitoso, el general Farnesio cayó enfermo de lo que todos suponían la peste, pero se recuperó milagrosamente para nunca olvidar una importante lección de la guerra: las obras de ingeniería pueden reducir al mínimo los riesgos de un asalto . En Amberes, donde volvería a exponer su persona, pondría especial énfasis en este aspecto.

Pero antes de alcanzar Amberes, las prioridades militares tuvieron que retroceder ante las necesidades políticas. Alejandro Farnesio había logrado aunar a las provincias católicas en una misma empresa, la Unión de Arras , cuyo primer punto exigía, de nuevo, la retirada de los Tercios Españoles. Por tanto, el «Rayo de la Guerra» tuvo que conformarse con reanudar las acciones militares –la principal en el asedio de la ciudad de Tournay– al frente de un bisoño ejército formado por tropas locales. Los soldados valones –los católicos– se comportaron con disciplina durante las obras de asedio, pero titubearon a la hora del asalto. Cuando una compañía valona de 50 soldados alcanzó el primer baluarte defensivo, en vez de atrincherarse, los soldados se quedaron festejando la acción y fueron masacrados por los rebeldes . Mientras Alejandro Farnesio instaba a los artilleros a a asistir a los asaltantes, una ráfaga de artillería enemiga bombardeo su posición. El «Rayo de la Guerra» apareció debajo de tres cadáveres bañado en sangre, herido en la cabeza y el hombro. Salió vivo por muy poco. Los asaltos posteriores. a su vez, se saldaron con idéntica suerte hasta que la ciudad se rindió más por cansancio que por miedo .

Alcanzado este punto, fueron los propios nobles valones quienes pidieron el regreso de los tercios. Alejandro Farnesio eligió una presa de gran calado para su siguiente movimiento ya con las tropas de élite castellanas a su disposición: Amberes . Una ciudad que a principios de siglo XVI fue la principal urbe de Europa, pero a finales de siglo, tras ser asolada en el famoso saqueo de 1576, había quedado en un segundo plano a nivel económico. No en vano, s u otrora esplendor quedaba patente en su sistema de fortificaciones , que no conocía parangón en todo el continente, y tenía por objeto proteger a una población de 100.000 personas. Una presa a la medida de un cazador temerario. Así, 10.000 soldados acometieron una monumental serie de obras orquestados por el general y sus ingenieros. Construyeron un canal de 22,5 kilómetros de longitud para drenar parte de las aguas que rodeaban la ciudad ; y levantaron un puente compuesto de 32 barcos unidos entre sí para poder entrar en la muralla principal de Amberes.

El sitio de Amberes, una gesta memorable

Cerca de finalizar las obras del puente, los rebeldes lanzaron tres barcos-mina hacia la obra de ingeniería española . Aunque solo uno alcanzó a encallarse contra el puente, la explosión causó la muerte de 800 soldados católicos y la onda expansiva envió a Alejandro Farnesio varios metros despedido. Con todo, las heridas no revistieron gravedad y el ataque no tuvo consecuencias . Nada comparado con el enésimo y último contraataque rebelde que arrojó con furia sus mejores tropas y 160 barcos para evitar la pérdida de la ciudad . El ataque estuvo cerca de alcanzar su objetivo pero de nuevo la infantería castellana, secundada por la italiana, neutralizó la ofensiva. El propio Alejandro Farnesio, con espada y broquel , se unió a la primera línea de combate entonando: « No cuida de su honor ni estima la causa del Rey el que no me sigue ». La jornada terminó con los holandeses huyendo en desbandada, muchos barcos encallados a causa de la marea baja, que permitió la captura de 28 navíos enemigos.

Finalmente, en agosto de 1585, las tropas españolas entraron en Amberes. Los gobernadores habían decidido aceptar las generosas condiciones que el general Farnesio planteó, lo cual evitó un nuevo saqueo de la ciudad. La noticia corrió por Europa. « Nuestra es Amberes », anunció un emocionado Felipe II a su hija Isabel Clara Eugenia a altas horas de la noche. Jamás se vio al Monarca tan exultante. «El Rayo de la Guerra», que fue premiado con el Toisón de Oro por Felipe II , continúo con éxito las hostilidades en Flandes los siguientes 7 años, donde su mayor avance fue de carácter político. Para muchos historiadores, lo que hoy conocemos como Bélgica tiene su origen en este periodo, gracias a las maniobras políticas de Farnesio, que bien puede considerarse el padre de la patria belga.

A pesar del esfuerzo, Alejandro se quedó a las puertas de la victoria completa. La impidió Felipe II, siempre empeñado en encontrar empresas mesiánicas donde arrojar los recursos que tanto se requerían en Flandes. La conquista de Portugal de 1580 obligó a desviar tropas y fondos, la Armada Invencible forzó al ejército de Flandes a abandonar numerosas guarniciones , y, en 1593, la Guerra Civil de Francia se llevó la vida de Alejandro Farnesio que había acudido en contra de su voluntad, mientras sus enemigos aprovecharon para recuperar ciudades en Flandes. El 3 de diciembre de 1593, el general hispano-italiano falleció por hidropesía, tras verse afectada su salud por la herida mal curada de un disparo de arcabuz recibido mientras supervisaba un asedio en la ciudad francesa de Caudebech .

La muerte de Farnesio le ahorró la humillación que Felipe II planeaba contra él. Cansado de las idas y venidas de Flandes a Francia, el sobrino del Rey empleó parte de los fondos reales enviados para la campaña francesa en la de Flandes, donde prácticamente solo las provincias de Holanda y Zelanda permanecían en manos rebeldes. Conmocionado ante tal desafío, el Rey nombró a un sucesor que falleció en el viaje –luego remplazado por el Conde de Fuentes – el 31 de diciembre de 1591 para deponer (y si era necesario arrestar) a su sobrino como gobernador de Flandes. Irónicamente, Farnesio murió antes de enterarse de la cruel decisión del Rey. 

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domingo, agosto 31

El lado más humano de Felipe II, ¿cómo se tomó en realidad el desastre de la Armada Invencible?

(Un texto de César Cervera en el ABC del 26 de mayo de 2016)

La actitud del español frente a la tragedia contrasta con la mezquindad de la inglesa Isabel I. La defensa de las islas dejó a 9.000 marineros víctimas de sendas epidemias de tifus y disentería.

La frase más famosa atribuida a Felipe II al conocer la suerte de « la Grande y Felicísima Armada» es simplemente falsa: «Yo no mandé a mis barcos a luchar contra los elementos» (la cita apareció en una biografía de Felipe II escrita por Baltasar Porreño 40 años después de la derrota). La noticia resultó un fuerte golpe para el rey, que incluso aseguró que prefería morir que «ver tanta desdicha», pero también es cierto que los reyes no tienen tiempo para llorar ni para pronunciar frases tan lapidarias. Pocos días después, Felipe II ya se encontraba inmerso en una nueva empresa y disponiendo que los hombres heridos recibieran el mejor de los tratos posibles. Dentro de su visión mesiánica del mundo y de sí mismo, Dios ya encontraría la forma de compensarle más adelante.

Sin ser el fanático religioso que ha trazado sus enemigos, su profunda religiosidad y la visión mesiánica de sí mismo costaron al Imperio español varias derrotas, puesto que, como en la Empresa Inglesa, el Monarca dejaba muchos factores a la suerte y a la asistencia divina. Dentro del primer imperio global de la historia, los fracasos solían ser compensados por victorias. Así, por ejemplo, el resurgimiento de la revuelta en los Países Bajos en 1571 fue compensado con la resonante victoria en Lepanto y la matanza de San Bartolomé en Francia, donde la facción católica masacró a buena parte de los líderes hugonotes.

Las noticias del fracaso a cuentagotas

El mesianismo no salvó a Felipe II del disgusto de 1588. Como explica Geoffrey Parker en su libro «Felipe II, la biografía definitiva» (Planeta), el rey y sus ministros se convencieron de que el éxito de la Empresa Inglesa resolvería todos los problemas estratégicos a los que se enfrentaba el Imperio español. El plan pasaba porque «la mayor flota jamás vista desde la creación del mundo», dirigida por el Duque de Medina-Sidonia, viajara a algún puerto de Flandes a recoger a la infantería que combatía en los Países Bajos a las órdenes de Alejandro Farnesio. Una misión que ni las comunicaciones de la época –los Tercios de Flandes no estuvieron preparados a tiempo– ni los ágiles barcos enemigos permitieron llevar a efecto.

Los ingleses no pudieron hundir prácticamente ninguno de los galeones españoles, auténticos castillos flotantes, pero Medina-Sidonia no alcanzó a «darse la mano» con los ejércitos hispánicos en los Países Bajos y se vio forzado a bordear las Islas Británicas. Los arañazos alcanzados por los buques ingleses y las tempestades fueron transformando los barcos en ruinas flotantes. La defectuosa cartografía portada por los españoles fue el golpe de gracia para una travesía a ciegas por las escarpadas costas de Escocia y de Irlanda. Allí ocurrió la auténtica catástrofe.

Se hundieron un tercio de los 130 barcos que partieron de España y solo la mitad de los hombres que habían zarpado regresaron con vida. Murieron más de 15.000 hombres en total, entre ellos los integrantes de la mejor generación de marinos de la historia de España (Juan Martínez de Recalde, Miguel de Oquendo, etc.). No en vano, Felipe II tardó varios meses en darse cuenta de la gravedad de la derrota. Como señala Parker, los primeros informes de encuentros con los ingleses habían sido incluso alentadores. La señal más temprana de que las cosas iban mal llegó con una carta de Alejandro Farnesio, el 31 de agosto, donde reconocía que le había resultado imposible contactar con la Armada y por ello sus hombres se habían quedado en tierra. Al intuir que Medina-Sidonia había seguido de largo, Felipe II le escribió una carta allá donde estuviera pidiéndole que antes de regresar desembarcara unos cuantos hombres en Escocia para aliarse con los católicos y pasar así el invierno.

El 3 de septiembre se concretaba en una carta desde Francia la suerte de esa flota que, desde luego, no estaba para desembarcar en Escocia más que enfermos y heridos. Mateo Vázquez, el secretario más íntimo del Rey, fue el encargado de informar levemente de lo ocurrido, aunque dejando la puerta abierta a que a través de más rezos se pudiera todavía cambiar la suerte de la flota. El monarca contestó hundido: «Yo espero en Dios que no habrá permitido tanto mal como algunos deben temer (...), pues todo se ha hecho por su servicio». Con cada carta la situación era más oscura. Dos meses después de la partida de la Armada, llegaron los primeros galeones maltrechos a La Coruña. «Toda la gente de mi servicio ha muerto, que eran como 60, de manera que con solo dos me he hallado. Sea nuestro Señor Bendito por todo lo que ha ordenado», escribió Medina-Sidonia, enfermo y agotado, nada más poner pie en España.

La actitud inhumana de la Reina inglesa

«Todo esto he visto, aunque creo que fuera mejor no haberlo visto, según lo que duele», escribió en uno de sus billetes Felipe II tras leer los detalles sobre el viaje. El Rey acostumbraba a sufrir indisposiciones cuando recibía malas noticias y este caso no fue una excepción, si bien supo reponerse para atender a sus heridos. Felipe II hizo «cuanto estuvo en su mano para aliviar sus sufrimientos y en vez de recriminar la derrota de Medina Sidonia, le ordenó que regresara a Cádiz y reanudara allí su gobierno», según señala el historiador británico J. F. C. Fuller. Cuando descubrió que eran licenciados algunos veteranos sin sus salarios, el Monarca ordenó que fueran bien pagados y «gratificados en lo que hubiera lugar».

La actitud humanitaria del Rey español frente a la tragedia contrasta con la mezquindad de la inglesa Isabel I. La defensa de las islas dejó las fuerzas inglesas al límite y 9.000 marineros fueron víctimas de sendas epidemias de tifus y disentería, que estallaron a bordo de los barcos ingleses inmediatamente después del enfrentamiento con la flota española.

A la batalla siguieron todo tipo de disturbios y enfrentamientos políticos provocados por las penalidades pasadas por los combatientes ingleses, que murieron por millares en un total abandono, y que tardaron meses en cobrar sus sueldos debido a que la guerra llevó al borde de la bancarrota tanto a la Corona española como a la inglesa. «Al contrario de Felipe, no había nada de caballeroso ni de generoso en su carácter, y no existe duda alguna de que, de haber sido mujer de corazón como lo era de cerebro, hubiera resultado imposible que dejara morir de hambre y de enfermedad a tan alto número de valerosos marinos luego de conseguir aquella victoria para ella», recuerda Fuller.

«Es lastimoso presenciar cómo los hombres padecen después de haber prestado tal servicio... Valdría más que Su Majestad la reina hiciera algo en su favor, aún a riesgo de gastar unas monedas, y no los dejara llegar a semejante extremo, porque en adelante quizá tengamos que volver a necesitar de sus servicios; y si no se cuida más de esos hombres, y se les deja morir de hambre y de miseria será muy difícil volver a conseguir su ayuda», criticó uno de los contemporáneos de la Reina.

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