1714, 1814, 1914, 2014
(Un texto de Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón del 14
de diciembre de 2014)
El
año 2014
concluye.
Al fín queda atrás la tabarra nacionalista con su peculiar visión del año 1714, presentado como
fecha del martirio de Cataluña a manos de España. Se ha conmemorado (poco) en
algunas partes de España el bicentenario del final de la Guerra de la
Independencia en 1814.
Y,
en fin, la prensa ha preferido el centenario de la guerra mundial de 1914.
Fueron
tres guerras internacionales que dejaron huella intensa en España. Nuestro país
no vive aislado del mundo y conseguirlo no está en la mano de nadie, por muy
dictador que sea. Sin la perspectiva internacional no se entienden cabalmente las
cosas de España. Así la división de los españoles en 1700 entre austracistas y
borbónicos no se explica sin la lucha por la hegemonía internacional entre
Francia e Inglaterra; los Sitios de Zaragoza se comprenden mejor si se estudian
los planes europeos de Bonaparte desde 1805. Incluso la vida española en la I
Guerra Mundial se alteró con el hundimiento de barcos de pabellón nacional
-quizá un quinto de la flota mercante- por los submarinos del káiser, aunque
nuestro país no era beligerante.
En
Aragón se conserva la memoria de hechos de carácter heroico desde 1808, sobre los que no es
posible exagerar. La lectura de los documentos de época ratifica lo excepcional
de ciertos sucesos locales que, aún hoy, se consideran dignos del recuerdo
colectivo. Aunque, si bien se mira, al fondo del paisaje la enseña verdaderamente
victoriosa es la británica: Wellington usó del suelo ibérico y de los ejércitos
portugués y español -menores, pero no insignificantes- como fichas del 'gran juego',
al igual que hacía su enemigo Bonaparte. Bajo el mando de los dos combatieron los
españoles, y no sólo en suelo patrio, sino en lugares tan distantes como Alemania,
Rusia o Dinamarca.
En
1814
volvió,
por fin, el joven rey Deseado, Fernando VII, de cuyo carricoche fueron
desuncidos en Valencia los caballos, sustituidos por voluntarios que quisieron
pasear así a la persona, casi divinizada, del monarca. El general Elío lo animó
para que aboliese la joven Constitución de 1812 y ese fue el primer golpe militar de una
lista prolongada durante ciento doce años. Nadie lo ha conmemorado.
Ni
tampoco que, cuatro años antes se vivió en Andalucía un clima similar de
exaltación, pero en favor del rey José I Bonaparte, el 'rey intruso', hermano
mayor de Napoleón. Está olvidado del todo.
Ya
es posible en España renegar del chovinismo y de los mitos históricos sin
sufrir sanción legal, pero la social aún se estila en ambientes bajo control
nacionalista, el discrepante adopta a menudo el silencio como táctica
instintiva de supervivencia, evitando así ser señalado por traición: la 'memoria'
que deserta es castigada.
'Nuestro'
1814,
como
recordación histórica, puede apoyarse en algunos episodios más relevantes. La
conciencia ciudadana hallará en ellos puntos de encuentro, vínculos comunes con
un pasado que, precisamente por sernos dado desde tan lejos, no tendría por qué
implicar ni determinación de culpas ni atribución de responsabilidades que se
usan como garrote para la agresión 'ínter vivos', a menudo con efecto bumerán.
Un caso interesante es la salida final de los últimos franceses acantonados en
suelo aragonés, de la que se cumplen dos siglos en 2014.
La
guerra
no había concluido en 1813,
como
a veces se oye, con la batalla de San Marcial y La toma -e infame pillaje- de San
Sebastián por Los 'liberadores' lusobritánicos, episodio que los voceros batasunos
imputan ahora, con desvergüenza típica, a las tropas españolas, que no estuvieron
allí. En febrero de 1814
aún
había imperiales en el Alto Aragón, abandonados a su suerte, pero dispuestos a
batirse. A mitad de mes, capitularon las guarniciones de dos ciudades-castillo,
Monzón y Jaca, tomada ésta por Espoz y Mina, navarro de Idocin.
Palafox,
que había pasado un amargo cautiverio en Vincennes -agravado por órdenes
específicas de Bonaparte, que lo detestaba-, regresó en marzo, entre aclamaciones.
Sólo una semana después, entró en Zaragoza el rey Fernando, lo que colmó las
ilusiones de los vecinos. La ciudad, semirruinosa y empobrecida, se acicaló lo
mejor que pudo para acoger al soberano liberado, que prodigó gestos afectuosos
a los supervivientes de los famosos asedios. Poco tardaría en mostrar su perfil genuino, con la
drástica persecución de los liberales y la restauración de la Inquisición, cosa
que en Zaragoza se celebró con tedeum incluido y que tampoco se recuerda hoy.
Las
últimas tropas francesas se rindieron en Benasque, el 23 de abril de 1814, día de san Jorge.
Ya no había en el viejo reino más sitios por liberar. Hoy, en 2014, en vista de las
recidivas nacionalistas, puede señalarse que el arduo asedio, con uso depurado
de la artillería, fue una acción conjunta de militares aragoneses y vascos.
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