(Un texto de Luis Reyes leído en la revista Tiempo del 6 de
julio de 2012)
Sevilla, verano de 1812 - El mariscal Soult se retira con su
ejército, tras dos años de ocupación en los que ha expoliado multitud de obras
de arte.
La subasta era de órdago, la puja por la mal llamada Inmaculada
Soult enfrentaba a pretendientes de peso: el zar Nicolás II, la reina
Isabel II de España, la National Gallery de Londres y el Museo del Louvre. Como
los franceses jugaban en su campo se quedaron con el trofeo, aunque les salió
caro: 586.000 francos, que convertían al cuadro de altar que Murillo pintó para
los Venerables en la pintura más costosa del museo parisino, la estrella
mediática del Louvre en la época.
Eso fue en vísperas de que se proclamara el Segundo
Imperio francés, con ocasión de la almoneda post mórtem de la colección de uno
de los héroes del Primer Imperio, Nicolas-Jean de Dieu Soult, duque de
Dalmacia, par de Francia, mariscal del Imperio a quien Napoleón llamaba “mon
cousin” (“mi primo”), ministro de la Guerra con Luis XVIII, primer ministro
con Luis-Felipe... un ladrón, un saqueador, un sinvergüenza desde el punto de
vista español, que se aprovechó de su cargo de jefe del ejército francés
invasor para robar en beneficio propio los tesoros artísticos de Sevilla.
Así se formó la fabulosa colección Soult subastada
tras su muerte, que incluía un centenar de cuadros de los grandes maestros de
la escuela sevillana, 15 murillos, otros tantos zurbaranes, 7
alonsocanos, además de pinturas de otros grandes maestros como Tiziano,
Sebastiano del Piombo, Ribera o Van Dyck... En fin, un paradigma del saqueo del
patrimonio cultural español durante la Guerra de Independencia, uno de esos
agravios históricos que hacen que los españoles se enardezcan con una victoria
frente a Francia más que frente a ninguna otra selección de fútbol.
El pillaje es algo implícito en la guerra, el botín
siempre ha sido una de las más eficaces motivaciones del soldado, pero la era
de las conquistas napoleónicas supuso una nueva forma de saqueo sistemático y
organizado de tesoros artísticos de Europa que solo tiene parangón con lo que
harían los nazis en la II Guerra Mundial. Cuando tras la derrota de Napoleón
los vencedores obligaron a Francia a devolver el expolio, en el Museo del
Louvre se inventariaron 5.000 obras de arte robadas. El general Álava,
comisionado español, podría recuperar en el museo francés 284 cuadros y 108
objetos diversos, aunque los sacó “con violencia”.
Soberbia y codicia.
Pero esto era solo la parte oficial de la rapiña, la
que había ido a parar a lo que llamaban Museo Napoleón, hoy Louvre, donde su
director Vivant Denon pretendía crear un magno museo de la cultura occidental.
Por lo menos tenía una proyección cultural, pública; lo peor era lo que habían
robado para su beneficio particular los militares franceses, más escandaloso
cuanto más alto estaban en la jerarquía castrense. Eso fue imposible de
recuperar.
Tras su derrota en Bailén, en julio de 1808, los
franceses huyeron de casi toda España, pero cuando Napoleón tomó Madrid, la
Junta Suprema Central se refugió en Sevilla, convertida así en capital de la
España resistente durante un año. Sin embargo, a principios de 1810 Sevilla fue
ocupada por un ejército francés mandado por el mariscal Soult.
Soult fue un típico producto de la Revolución Francesa
y su secuela, el bonapartismo, una época turbulenta que permitía a los más
audaces salir de la nada y llegar literalmente a reyes. Soult en particular era
uno de aquellos soldados que llevaban en la mochila un bastón de mariscal, según
la célebre frase de Napoleón. Se había alistado como soldado raso a los 16
años, y le costó seis ascender a sargento, pero a partir de ahí su carrera fue
meteórica. ¡Tres años después era general! Considerado uno de los pocos
generales capaces de dirigir un ejército por su cuenta, sin la tutela de
Napoleón, este le nombró mariscal del Imperio, el máximo grado del ejército
francés.
Veterano de Austerlitz, de Jena y Eylau, las más
gloriosas victorias del emperador, este le encomendó la conquista de Portugal
en 1809. Inmediatamente, mostrando un oportunismo aprendido del propio
Napoleón, hizo de la campaña un negocio privado, cuyo objetivo era convertirse
en rey de Portugal, de ahí el apodo que le pusieron, le Roy Nicolas (el
rey Nicolás). No era un sueño ni una tontería, otros generales napoleónicos
lograron coronas, lo malo es que Soult supeditó la ofensiva militar a sus
maniobras políticas, y al final perdió la campaña y se quedó sin trono.
Con esa reciente frustración llegó Soult a Sevilla, y
para restaurar su ego herido comenzó a acaparar una colección digna de un
príncipe. “El interés del mariscal Soult por la pintura responde, al menos al
inicio, a su necesidad de consolidar su imagen de poder, así como a su valor
económico”, señala Ignacio Cano Rivero en el catálogo de la exposición sobre
Murillo que acaba de abrir el Prado, donde se han reunido las principales obras
robadas por Soult. Es decir, le movía la soberbia y la codicia, una actitud
típica de los invasores franceses, que los harían odiosos incluso para muchos
de los que admiraban el progreso que significaba la Francia posrevolucionaria.
Incluso las medidas modernizadoras y liberalizadoras
del reinado de José Bonaparte –que para empezar otorgó una forma de
Constitución y abolió la Inquisición- perdían su atractivo por la práctica
diaria del ocupante militar que sostenía a ese rey mucho más progresista que
los Borbones. Un ejemplo de ello fue el decreto de creación de un Museo de
Pinturas, antecedente directo del Prado, que en sí era una magnífica idea, pues
suponía poner al alcance del público interesado las colecciones reales o de los
conventos.
En la Sevilla ocupada por Soult, una ciudad llena de
tesoros pictóricos por el pasado esplendor de la escuela sevillana, eso se
tradujo en un elaborado plan de expolio. El director de Bellas Artes nombrado
por el rey José era un marchante francés poco escrupuloso llamado Quilliet, que
debía enviar al proyectado museo las obras “de los conventos suprimidos o de
que pueda disponer el gobierno”.
Sistema mafioso.
Quilliet, buen conocedor de lo que había en Sevilla,
donde ya había hecho negocios, reunió en el Real Alcázar todas las obras que
despertaban su interés o su codicia, 999 en total. Unas fueron para el Museo de
Pinturas español, otras para el Museo Napoleón, otras simplemente
desaparecieron y entraron en el circuito del comercio de arte clandestino, y
muchas fueron al botín del mariscal Soult. La depredación del patrimonio
artístico español llegó a un punto que José I, que era un monarca
bienintencionado, tuvo que dictar un decreto prohibiendo que salieran pinturas
de España.
Soult no se conformó con las pinturas oficialmente
requisadas de iglesias y conventos que tenía a su alcance en el Real Alcázar.
En las mansiones sevillanas había pinturas que fueron a parar a la colección
Soult por el sistema mafioso. El omnipotente jefe de la ocupación militar,
cuando veía un cuadro que envidiaba, hacía una oferta de compra. Pagaba un
precio irrisorio, pero ¿quién se atrevería a decirle que no? Sus robos quedaban
así inmediatamente blanqueados por un contrato legal de compraventa.
Años después, instalado en su fortuna, cuando enseñaba
su colección a las visitas, les explicaba que eran regalos de los vencidos en
agradecimiento a su clemencia, un cinismo propio de aquel oportunista capaz de
ocupar altos cargos en tres regímenes antagónicos como fueron el Imperio
napoleónico, la Restauración borbónica y la monarquía burguesa de Luis Felipe.
La desfachatez llegaba al límite cuando explicaba ante un murillo que el cuadro
tenía el valor añadido de haber salvado una vida. Quería decir que amenazó con
fusilar a su dueño si no se lo vendía, y el dueño cedió.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s.XIX