Morí por la belleza
Etiquetas: Poesía
...o una historia, o una anécdota... Simplemente algo que me haga reir, pensar, soñar o todo a la vez, si cabe ..Si quereis mandarme alguna de estas, hacedlo a pues80@hotmail.com..
Etiquetas: Poesía
(Un texto de Ada Nuño en El Confidencial del 13 de diciembre de 2021)
Los antiguos romanos, aunque estaban locos según Obélix, ya practicaban una de las actividades más placenteras del ser humano, que dejaron para la posteridad: las termas jugaron un papel fundamental en esta sociedad que tanto ha aportado a la civilización occidental. Estos sitios, similares a los espás actuales, eran centros para actividades sociales y recreativas. Emulando a los griegos, y gracias a la construcción de sus potentes acueductos, se relajaban en estos lugares que también servían como lugar de encuentro (los visitaban miles de bañistas que no solo querían higienizarse, también leer o relajarse) y que han llegado hasta nuestros días. Por algo, los de Budapest son tan famosos.
El baño (o la ducha) en soledad después de un largo día, con el propósito de limpiarse y relajarse, es algo a lo que todos estamos acostumbrados. Las medidas higienistas, junto con los medicamentos, marcaron un punto de inflexión en el pasado para evitar enfermedades y aumentar la esperanza de vida, y se popularizaron hasta nuestros días. Nos bañamos porque queremos sentirnos bien. Pero el baño también se concibe en muchas culturas como un sitio de encuentro donde relajarse, charlar y socializar en definitiva. Desde el baño turco, los baños públicos del mundo islámico heredados de las termas romanas, a las casas de baño japonesas, en todo el planeta se ha emulado esta fórmula.
Centrándonos en Japón en esta ocasión, habría que hablar de los 'sentō': las casas de baños comunitarias japonesas donde los clientes tienen que pagar por la entrada. Sus orígenes se remontan a los 'yuya', baños públicos que ya se hallaban en los grandes templos budistas. Eran baños de vapor a los que, en un principio, solo podían acudir los sacerdotes, pero que gradualmente comenzaron a abrirse a los enfermos y después a las clases populares. La primera mención de una casa de baños comercial como tal se remonta al período de Kamakura (hacia 1266).
La 'democratización' de estos lugares se produjo durante el periodo Edo (1603-1867). Se tienen registros de que el primer baño construido por un comerciante fue en 1591 en Edo (actual Tokio) cerca del actual Banco de Japón. Poco después, todos los barrios de la ciudad contaban con uno. Aunque dependiendo de la región había marcadas diferencias: en Edo tenían piscinas calientes y de considerable tamaño, mientras que en Osaka había principalmente baños de vapor.
Aunque fueron evolucionando, como es lógico, con el paso del tiempo también se diferenciaban entre los mixtos (típicos en Kansai) y los que tenían zonas separadas por sexo (clásicos en Edo, donde más populares eran). Durante el período Meiji (1867-1912) el diseño cambió considerablemente pues con la apertura del país, las críticas de los occidentales llevaron a que se convirtieran en lugares abiertos y divididos por sexos. La entrada de las zonas de baño entonces se amplió y se agregaron ventanas porque el baño pasó a ser con agua caliente en lugar de con vapor. Posteriormente también se añadieron azulejos y grifos, especialmente cuando el Gran Terremoto de Kanto de 1923 destruyó la mayoría de los baños de Tokio (y prácticamente toda la ciudad).
La Segunda Guerra Mundial también marcó, para bien o para mal, el destino de estos lugares. Muchas ciudades sufrieron daños, y las casas de baños no fueron una excepción. Hay que entender que la falta de zonas en las que lavarse en muchas casas es uno de los motivos principales por los que la gente acudía a los sentō, más allá de por la necesidad de socializar con los demás. La precarización en tiempos de guerra provocó la reaparición de los baños comunales y públicos, con el material disponible (a veces no tenían ni techo). El número de baños públicos en Japón alcanzó su punto máximo alrededor de 1970.
Todas las casas de baños suelen tener una estructura similar, aunque puede haber variaciones. En Tokio destacan principalmente por su fachada, que recuerda a los templos, y que suelen tener un jardín interior con un estanque con carpas. En la entrada podemos encontrar un área con taquillas donde se pueden dejar los zapatos. Están segregados, por lo que hay vestuarios para ellos y ellas respectivamente, y después baños separados, bastante similares: la zona del baño está separada del cambiador por una puerta corredera que permite mantener el calor de la bañera (menos en Okinawa, donde no es necesario porque el clima es más cálido). Suele estar embaldosada, cerca de la entrada hay un suministro con taburetes y cubos, grifos con agua caliente y fría y las bañeras al final de la habitación.
Suele haber dos o tres bañeras debido a que cada una tiene una temperatura diferente del agua, y a veces un baño eléctrico o 'denki buro'. Como las zonas de hombres y mujeres están diferenciadas, hay un muro de separación que a veces cuenta con un agujero para pasar el jabón, y el techo tiene grandes ventanales en la parte superior. En un extremo de la habitación suele haber un muro con un paisaje decorativo en el que lo más normal es que haya una representación del monte Fuji. Como curiosidad, el origen de estos murales se encuentra en un 'sentō' de 1912 unicado en Kanda, Tokio. Al parecer, el dueño de la casa de baños quería que los niños que acudían con sus padres se sintieran a gusto, por lo que pidió a un pintor especializado en arte occidental que decorara la pared. Fue un éxito, por lo que se extendió a otros 'sentōs' de Tokio y otras ciudades.
¿Y qué necesitas para acudir? Mínimo, una toalla pequeña (o dos, una toallita para lavarte y otra para secarte) y un gel o champú. Se suelen vender en el propio lugar, aunque te costarán unos 100 o 200 yenes (menos de un euro). Los asistentes también suelen llevar piedra pómez, cepillo y pasta de dientes, peines, polvos, cremas, equipos de afeitar, gorros de ducha...
Como sucede con todo aquello que implica tradición, las casas
de baño han descendido en las últimas décadas, pues tras la
posguerra llegó la recuperación económica y hoy en día la
mayoría de los hogares japoneses cuentan con bañera. De hecho,
hoy en día muchos jóvenes son mucho más pudorosos que en el
pasado y no acuden por la vergüenza de mostrar su cuerpo. Con la
idea de renovarse, pero manteniendo la esencia de lo antiguo,
muchos de estos 'sentō' han aportado nuevas ideas a un concepto
que ha acompañado al ser humano desde tiempos ancestrales:
en muchos casos te puedes tomar una cerveza o un café al salir
del baño, lo que siempre parece una buena idea tras haberte
purificado. Solo hay que pensar en Arquímedes
para constatar que las mejores ideas suceden en la bañera.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, Sitios donde perderse
(Un texto de Javier Yanes en BbvaOpenMind.com publicado el 27 de enero de 2017)
El 27 de enero de 1967 no debía haber sido una fecha para la historia. Su lugar debía haberlo ocupado el 21 de febrero, el día previsto para el lanzamiento de la primera misión tripulada del nuevo programa espacial Apolo de la NASA, que debía llevar al hombre a la Luna antes del fin de la década. Aquella primera misión, entonces llamada AS-204, debía abrir el camino con el primer vuelo orbital.
Los astronautas estadounidenses ya habían viajado al espacio. De hecho, dos de los tripulantes de aquella misión eran veteranos: Virgil Ivan Gus Grissom era uno de los Siete del proyecto Mercury que Tom Wolfe retrataría en su libro The Right Stuff. Su compañero Edward Higgins White se había incorporado más tarde al proyecto Gemini, pero había sido el primer estadounidense en pasear por el espacio. Sólo el tercero de ellos, Roger Bruce Chaffee, era novato; sin embargo, los tres eran conscientes de que, como pioneros de una nueva generación de vuelos espaciales, corrían un riesgo.
Pero no aquel día. El 27 de enero era sólo una etapa más en la rutina del entrenamiento: una especie de ensayo general, con una cuenta atrás simulada y una prueba de “enchufes fuera” o plugs-out; una desconexión de los sistemas de tierra para comprobar que el Módulo de Mando 012, bautizado como Apolo 1, podía autoabastecerse de energía. No había combustible ni bulones explosivos. No había ningún peligro. A la 1:00 de la tarde, los tres astronautas abordaron su nave sin imaginar que no saldrían de ella con vida.
Todo ocurrió en menos de medio minuto. A las 6:31:04 pm, uno de los astronautas dio la voz de alarma sobre un incendio que se había declarado en la cabina. Siguieron gritos confusos, y la imagen de televisión mostró a White tratando de abrir la escotilla mientras las llamas barrían la imagen. A las 6:31:22 la transmisión se cortó. El fuego era tan violento que se abrió paso a través de la pared del módulo, afectando a la plataforma y expulsando una densa humareda que retrasó el acceso a la cabina durante cinco minutos. Los tres astronautas ya habían muerto. Tardaron 90 minutos en poder extraer los cuerpos de los restos calcinados.
“La conmoción del accidente del Apolo 1 tuvo un impacto inmenso en el programa”, comenta a OpenMind el historiador jefe de la NASA, William P. Barry. “Lo más llamativo fue que un test en tierra, considerado como no peligroso, fuera de hecho extremadamente peligroso”. La tragedia paralizó el programa durante 18 meses. Y aunque mucho se averiguó sobre lo que había fallado, “no fue posible determinar con exactitud qué fue lo que inició realmente el fuego del Apolo 1”, cuenta a OpenMind el ingeniero de sistemas aeroespaciales Matteo Emanuelli, exeditor de la revista Space Safety Magazine.
Según Emanuelli, “muchas cosas fueron mal”. Una vez que hubo saltado la chispa, fue una desafortunada acumulación de defectos la que desató la tragedia. En primer lugar, la cabina estaba llena de materiales inflamables, sobre todo redes de náilon y velcro, elementos destinados al almacenamiento. Incluso los trajes presurizados de los astronautas eran de náilon. Todo ello podía prender aún más fácilmente en la atmósfera de oxígeno puro que llenaba el módulo.
Y una vez declarado el fuego, los astronautas se encontraron atrapados sin posibilidad de escape, ya que la escotilla se abría hacia dentro; estaba diseñada para que la diferencia de presión, mayor en el interior, sellara el cierre. En tierra, la cabina se llenaba con oxígeno a una presión superior a la atmosférica, por lo que era imposible abrir la escotilla. Por último, señala Emanuelli, “el equipo de emergencia no estaba preparado para un accidente así”, lo que explica el largo tiempo de reacción.
Según reveló la investigación, esos materiales inflamables fueron la causa directa de las muertes: “No murieron por las llamas, sino asfixiados por el monóxido de carbono causado por sus trajes espaciales al fundirse por el fuego”, dice Emanuelli. “Ya se habían ido unos segundos después de que los trajes empezaran a fundirse”.
En el fondo, y en la opinión personal del experto de la NASA David R. Williams, del Centro Goddard de Vuelos Espaciales, “la causa raíz fue la lenta aceptación de las anomalías a lo largo del tiempo”, dice a OpenMind. “Es decir, si algo pequeño fallaba pero no ocurría nada malo, se aceptaba, en lugar de ceñirse a directrices rígidas, así que esta lentitud de aceptación acabó llevando a una situación peligrosa”.
Naturalmente, el desastre del Apolo 1 puso fin a aquella resistencia al cambio. En la NASA se generó una fuerte preocupación por un diseño a prueba de fallos y los módulos del programa Apolo destinados a volar a la Luna incorporaron mejoras radicales. Se retiraron todos los materiales inflamables, y los trajes se confeccionaron con un tejido ignífugo. Se decidió que la cabina en tierra se llenaría con una mezcla de oxígeno al 60% y nitrógeno al 40%, y que sólo se reemplazaría por oxígeno puro una vez en el espacio, cuando la presión necesaria era menor. El diseño de la escotilla se modificó para que pudiera abrirse desde el interior en sólo siete segundos.
Pero para Williams, la mejora crucial fue en los procedimientos: “tal vez el principal cambio fue una mayor documentación de todos los cambios de la configuración a medida que se hacían, así como investigaciones y registros de cada anomalía”. Y en opinión del experto, fue éste el factor que permitió la culminación del proyecto Apolo sin más bajas. “Como resultado, el resto del programa se llevó a cabo con seguridad”, concluye también Barry; “nueve misiones volaron a la Luna, seis tripulaciones aterrizaron allí, e incluso con la explosión en el Módulo de Servicio del Apolo 13, todas las tripulaciones regresaron sanas y salvas a la Tierra”. Posiblemente éste fue el mayor legado de los astronautas del Apolo 1: la Luna.
Etiquetas: Mirando al cielo, Pequeñas historias de la Historia, s.XX
(Leído en la wikipedia después de ver la palabra en un artículo de periódico)
La Areopagítica o por su título completo Areopagitica: A speech of Mr. John Milton for the liberty of unlicensed printing to the Parliament of England (traducción: Areopagítica: Un discurso del Sr. John Milton al Parlamento de Inglaterra sobre la libertad de impresión sin censura) es un tratado polémico en prosa de 1644 escrito por el autor inglés John Milton contra la censura. Areopagítica se encuentra entre las defensas filosóficas más influyentes y apasionadas del principio del derecho a la libertad de expresión, el cual fue escrito para oponerse a la censura y a la necesidad de licencia de impresión y está considerado una de las defensas más elocuentes de la libertad de prensa que se hayan escrito jamás.
El texto fue publicado el 23 de noviembre de 1644, en el apogeo de la Guerra civil inglesa. El título Areopagítica hace referencia a un discurso escrito por el orador ateniense Isócrates en el siglo V antes de Cristo. (El Areópago es una colina en Atenas, sitio en el cual se asentaban una serie de tribunales reales y legendarios, y fue el nombre de un consejo cuyo poder Isócrates intentaba restablecer.) Al igual que Isócrates, Milton no tenía ninguna intención de pronunciar su discurso en forma oral. En cambio fue distribuido mediante un panfleto, desafiando la misma censura a la publicación contra la que se argumentaba.
Si bien Milton, apoyaba al Parlamento, argumentaba con énfasis contra la Licensing Order of 1643, haciendo notar que la censura nunca había sido parte de las sociedades griega y romana clásica. El tratado abunda en referencias bíblicas y clásicas a las cuales Milton recurre para reforzar su argumentación. Para Milton este era un tema que lo tocaba en forma personal ya que él había sufrido censura en su esfuerzo para publicar diversos escritos defendiendo el divorcio (un planteamiento radical en esa época y un tema en el cual iba en contra del parecer de los censores).
En forma notable, en Areopagítica Milton no es un libertario total y por el contrario sostiene que el statu quo ante es más conveniente. Según la ley inglesa posterior, todos los libros debían llevar impreso por lo menos el nombre del impresor (y preferentemente el nombre del autor). Mediante este sistema Milton sostiene que si se llegara a publicar algún contenido blasfemo o licencioso, dichos libros pueden ser destruidos si fuera necesario al ser comprobado este hecho.
Hay quienes consideran conveniente leer la Areopagítica junto con el El paraíso perdido; ya que una yuxtaposición de esos textos puede ofrecer una interesante perspectiva para comprender las tendencias teológicas no convencionales de Milton.
Etiquetas: Culturilla general
(Un texto de Miguel Barral en la página BBVAopenmind.com publicado el 8 de junio de 2018)
Cuando se invitó al famoso naturalista David Attenborough a elegir a los diez animales amenazados que salvaría de la extinción, uno de los elegidos fue el misterioso pangolín, el único mamífero con escamas del planeta, “uno de los animales más entrañables que jamás he encontrado y víctima de un masivo comercio ilegal, principalmente con destino a China”, según Attenborough. Él lo descubrió tras rescatar a un ejemplar de una olla en Asia durante el rodaje de un documental y ahora nosotros repasamos qué lo hace tan diferente y codiciado.
Lo cierto es que casi todo, desde su singular aspecto —que le ha valido descripciones tales como “oso hormiguero con escamas” o “alcachofa con patas”—, hasta su cómica y humanoide capacidad para erguirse sobre sus dos patas traseras y, con el sustento que le proporciona su poderosa cola prensil, avanzar bamboleándose. Esto le convierte en uno de los pocos mamíferos –junto a humanos y algunos primates y canguros— que practican el bipedalismo.
El pangolín es también el único mamífero con escamas —similares a las de peces y reptiles, mientras que la coraza del armadillo es de naturaleza ósea. Esas escamas forman una armadura que recubre la parte superior de la cabeza, todo el dorso y la cola, pero no la cara, la garganta, el vientre y la parte interior de las patas. Le sirve como protección frente a sus depredadores: cuando se siente amenazado, se enrolla sobre sí mismo hasta convertirse en una bola acorazada.
La cabeza del pangolín es pequeña, comparada con el cuerpo, y alargada. Tiene un hocico tubular y una boca desdentada, con una estrecha, musculada y pegajosa lengua —lubricada por unas enormes glándulas salivares— que introduce en hormigueros y termiteros para alimentarse a diario de decenas de miles de estos insectos. Y los digiere con la ayuda de pequeños guijarros que acumula en el estómago.
Su lengua es tan larga como todo el cuerpo y está unida por su base a un hueso de la pelvis. Mientras no la emplea permanece enrollada en una especie de bolsillo o saco en el interior de la garganta, lo que limita en gran medida su capacidad de vocalización. De hecho, los pangolines se comunican entre sí mediante señales químicas que segregan a través de unas glándulas especiales, aprovechando que poseen un extraordinario sentido del olfato, que compensa una pobre visión y oído.
Aunque durante un tiempo los pangolines fueron agrupados junto a armadillos y osos hormigueros en el superorden Edentata, actualmente se considera que los parecidos y paralelismos entre unos y otros son consecuencia de un proceso de evolución convergente.
De hecho, los pangolines son tan singulares que se ha definido un orden, Pholidota, integrado únicamente por las ocho especies de pangolines conocidas: cuatro asiáticas y cuatro africanas, entre ellas el pangolín gigante. Estas especies se diferencian, además de por su procedencia, por su tamaño y por su modo de vida arbóreo o terrestre: las especies más pequeñas (arbóreas) apenas alcanzan los 2 Kg. Por el contrario el pangolín gigante (terrestre) puede superar los 30 Kg.
Porque todavía hay muchos aspectos de su naturaleza y comportamiento que se desconocen: cómo se emparejan y se aparean, cuánto dura la gestación, cuánto viven en libertad o si su comportamiento es más o menos territorial.
Esto es debido a que son animales muy tímidos, solitarios y nocturnos, que cuando se ven forzados a convivir o son arrancados de su entorno y trasladados se estresan sobremanera: desarrollan úlceras, dejan de alimentarse, se vuelven agresivos y acaban por morir. Y lo peor es que, al ritmo actual, el pangolín acabará por extinguirse sin que se lleguen a resolver muchas de estas cuestiones.
Por la creciente y masiva demanda de estos animales desde Asia, especialmente desde China y Vietnam, donde se pagan grandes sumas por su carne y sus escamas. Tras esta creciente demanda se encuentra el crecimiento económico en ambos países, en los que comer pangolín es una demostración de riqueza. Así, los adinerados hombres de negocios acuden a exclusivos restaurantes en compañía de amigos y colegas y encargan un ejemplar vivo, que es presentado en la mesa antes de ser sacrificado ante a los comensales. Con ello dejan claro que sus negocios van viento en popa y que pueden afrontar cualquier inversión. Por un pangolín vivo se pagan hasta 1.000 dólares, y 300 por el kilo de carne.
Gran parte de los pangolines capturados en Asia se destinan a restaurantes, lo que a su vez ha provocado que la demanda se traslade a África —el otro continente donde hay pangolines—, que se ha convertido en el segundo gran mercado y suministrador de estos animales. No obstante, y debido a la extremada sensibilidad y estrés que acusan y que impide que sobrevivan al traslado, los pangolines africanos se destinan sobre todo a los mercados de carne y para el suministro de escamas a los establecimientos de medicina tradicional, donde alcanzan los 3.000 dólares el kilo.
Las distintas medicinas tradicionales orientales les conceden toda clase de virtudes y poderes curativos. Por ejemplo, el tratado oficial de medicina tradicional vietnamita las recomienda como vigorizante, para mejorar la circulación sanguínea, curar úlceras y favorecer la secreción de leche materna; también para tratar el acné y la escrófula. Y otras medicinas tradicionales las prescriben como cura para la artritis e incluso el cáncer.
Aunque lo cierto es que las escamas del pangolín sólo son placas o depósitos de células fuertemente queratinizadas. Es decir, están rellenas de la proteína queratina, al igual que los cuernos de rinoceronte… y las uñas humanas. Tal y como lo expresa la conservacionista Maria Diekmann, “obtendrían el mismo efecto mordiéndose la uñas”. Pero, “se trata de una creencia tan antigua y tan arraigada que resulta difícil cambiar”.
De momento, las 182 naciones que han suscrito el Convenio sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas (CITES) han llegado a un acuerdo para la total prohibición del comercio de pangolines.
Además, y liderada por el propio Attenborough, se ha puesto en marcha una campaña mediática para concienciar a la población y salvar al pangolín.
Etiquetas: Sobre plantas y bichos
(A text by Garry Kasparov read on
It would be impossible for me to write dispassionately about Bobby Fischer even if I were to try. I was born the year he achieved a perfect score at the US Championship in 1963, eleven wins with no losses or draws. He was only twenty at that point but it had been obvious for years that he was destined to become a legendary figure. His book My 60 Memorable Games was one of my earliest and most treasured chess possessions. When Fischer took the world championship crown from my countryman Boris Spassky in 1972 I was already a strong club player following every move as it came in from Reykjavík. The American had crushed two other Soviet grandmasters en route to the title match, but there were many in the USSR who quietly admired his brash individuality along with his amazing talent.
I dreamed of playing Fischer one day, and we eventually did become competitors after a fashion, though in the history books and not across the chessboard. He left competitive chess in 1975, walking away from the title he coveted so dearly his entire life. Ten more years passed before I took the title from Fischer’s successor, Anatoly Karpov, but rarely did an interviewer miss a chance to bring up Fischer’s name to me. “Would you beat Fischer?” “Would you play Fischer if he came back?” “Do you know where Bobby Fischer is?”
Occasionally I felt as though I were playing a one-sided match against a phantasm. Nobody knew where Fischer was, or if he, still the most famous chess player in the world at the time, was out there plotting a comeback. After all, at forty-two in 1985 he was still much younger than two of the players I had just faced in the world championship qualification matches. But thirteen years away from the board is a long time. As for playing him, I suppose I would have liked my chances and I said as much, but how can you play a myth? I had Karpov to worry about, and he was no ghost. Chess had moved on without the great Bobby, even if many in the chess world had not.
It was therefore quite a shock to see the real live Bobby Fischer reappear in 1992, followed by the first Fischer chess game in twenty years, followed by twenty-nine more. Lured out of self-imposed isolation by a chance to face his old rival Spassky on the twentieth anniversary of their world championship match—and by a $5 million prize fund—a heavy and bearded Fischer appeared before the world in a resort in Yugoslavia, a nation in the process of being bloodily torn apart.
The circumstances were bizarre. The sudden return, the backdrop of war, a shady banker and arms dealer as a sponsor. But it was Fischer! One could not believe it. The chess displayed by Fischer and Spassky in Svefi Stefan and Belgrade was predictably sloppy, although there were a few flashes of the old Bobby brilliance. But was this really a return, or would he disappear just as quickly as he had appeared? And what to make of the strange things Fischer was doing at the press conferences? America’s great champion spitting on a cable from the US government? Saying he hadn’t played in twenty years because he had been “blacklisted…by world Jewry”? Accusing Karpov and me of prearranging all our games? You had to look away, but you could not.
Even in his prime there were concerns about Fischer’s stability, during a lifetime of outbursts and provocations. Then there were the tales from his two decades away from the board, rumors that made their way around the chess world. That he was impoverished, that he had become a religious fanatic, that he was handing out anti-Semitic literature in the streets of Los Angeles. It all seemed too fantastic, too much in line with all the stories of chess driving people mad—or mad people playing chess—that have found such a good home in literature.
One thing was certain: the old Fischer questions were back with new life. I was receiving calls before Fischer pushed a single pawn, and we ended up having a bizarre dialogue in the press as journalists relayed our responses to one another. While calling me a cheat and a liar repeatedly at the press conferences, Fischer said the first obstacle to playing a match with me was that he was owed at least $100,000 for royalties on the Soviet edition of his book. How ironic that his masterpiece, My 60 Memorable Games, a great influence on my chess, was presented as a sticking point.
Looking back, maybe it was a form of karmic balancing, since now Fischer was the one who had to put up with countless questions about playing me. But at least everyone knew where I was, and what could I say other than that of course I would play him? I never really believed it would happen, especially since Fischer, who still called himself the world champion, would never go through the rigorous training and preparatory events that would be required to make such an encounter competitive.
As it turned out Fischer never did play again after beating Spassky in that 1992 event. Fischer’s play was rusty, and he sounded disturbed, but in chess he always saw clearly and was honest with himself. He understood that the chess Olympus was no longer his to conquer. But the ghost had renewed his license to haunt us all for a while longer.
Fischer made the headlines a few times more after that. On September 11, his obscene rant celebrating the attacks was aired on Philippine radio and then around the world on the Internet. In July 2004 he was arrested in Japan for having a revoked passport and detained for eight months until he was granted Icelandic citizenship as a way out of captivity. (Fischer had been a fugitive from US law since playing in Yugoslavia in 1992 because the country was under UN sanctions at the time. At the first press conference before the match Fischer spat on a cable from the government of George H.W. Bush warning him against playing. But he had traveled widely and freely outside the US for a dozen years and his detention in Japan surprised him as much as anyone.)
Then on January 17, 2008, he died in Reykjavík after a long illness for which he had refused treatment. Even this was somehow typical of Fischer, who grew up playing chess against himself since he had no one else to play. He had fought to the end and proven himself to be his most dangerous opponent.
Fischer’s remarkable life and personality will surely produce countless more books, and probably movies and doctoral theses as well. But there is little doubt that none of the authors of those future works will be more qualified to write on Bobby Fischer than Frank Brady. A close acquaintance of the young Fischer, a “chess person,” as we call them, himself, as well as an experienced biographer, Brady also wrote the first and only substantive biographical book on him, Bobby Fischer: Profile of a Prodigy (1965, revised edition 1973).
It is hard to imagine a more difficult subject than Bobby Fischer to present in an accurate and evenhanded fashion. He was a loner who trusted no one. His charisma attracted both starry-eyed sycophants and spiteful critics. Fischer had strong opinions of the kind that tend to create equally categorical sentiments in those who knew him—and in those who didn’t. He had a very small family and both his mother, Regina Fischer, and his only sibling—older sister Joan Targ—have passed away. Fischer’s general inaccessibility also led to countless rumors and outright lies about him, making the biographer’s task a challenge.
With all that in mind, Brady’s book is an impressive balancing act and a great accomplishment. Before even picking up the book there is no reason to doubt that Brady liked Bobby Fischer and that he has a friend’s as well as a fan’s rooting interest for the American chess hero. But there are few obvious traces of that in Endgame, which does not shy away from presenting the darker sides of Fischer’s character even while it does not attempt to judge or diagnose it. What results is a chance for the reader to weigh up the evidence and come to his own conclusions—or skip judgments completely and simply enjoy reading a rise-and-fall story that has more than a few affinities with Greek tragedy.
One inaccuracy that is more of a dramatic exaggeration occurs when Brady says Fischer was unaware that his Soviet opponent at the Varna Olympiad in 1962, the great world champion Mikhail Botvinnik, had received analytical help with their adjourned game. This Soviet custom was widely known and in this case was only natural because it was a team event. It is not possible that Fischer would not have known this was happening.
Beginning with the end seems most natural since that is where the most fact and fiction have been written in the past. Why, how, could Bobby Fischer, who loved chess and only chess more than anyone before or since, quit the game as soon as he had conquered the title? This was not a case of a star wanting to go out on top; Fischer had no plans to retire. He was twenty-nine and in his prime and he finally had the fame and fortune he always knew he deserved.
Fischer returned from beating Spassky in Reykjavík—the Match of the Century—a world champion, a media star, and a decorated cold warrior. Unprecedented offers rolled in for millions of dollars in endorsement deals, exhibitions, basically anything he was willing to put his name or face to. With a few minor exceptions, he turned it all down.
Keep in mind that the chess world of the pre-Fischer era was laughably impoverished even by today’s modest standards. The Soviet stars were subsidized by the state, but elsewhere the idea of making a living solely from playing chess was a dream. When Fischer dominated the Stockholm tournament of 1962, a grueling five-week qualifier for the world championship cycle, his prize was $750.
Of course it was Fischer himself who changed this situation, and every chess player since must thank him for his tireless efforts to get chess the respect and compensation he felt it deserved. He earned the nickname Spassky gave him, “the honorary chairman of our trade union.” These efforts meant he was often an event organizer’s worst nightmare, but that was not Bobby’s concern. Ten years after Stockholm, the purse for the 1972 World Championship between Fischer and Spassky was an astronomical $250,000, plus side deals for a share of television rights.
It’s barely an exaggeration to say that Fischer’s impact on the chess world was as great financially as it was on the board. The world championship became a hot commodity and as we know, money talks. Chess tournaments and chess players acquired a new respectability, although it did not all outlast Fischer himself. My epic series of matches against Anatoly Karpov from 1985 to 1990 fanned the sponsorship flames into a blaze—we were not going to play only for the greater Soviet glory now that we knew there were millions of dollars to be had. We had learned more from Fischer than just chess. Last year’s world championship match, in which Viswanathan Anand of India defended his title against Veselin Topalov of Bulgaria in Sofia, had a prize fund of nearly $3 million despite receiving no real publicity outside of the chess world. In spite of corrupt federations and no coherent organization among themselves, the top players today do quite well without having to also teach classes or write books while trying to work on their own chess at the same time.
Young, famous, rich, and on top of the world, Fischer first took some time off. Then a little more, then more. Big tournaments were relatively rare back then, and it didn’t shock anyone that Fischer didn’t play in the first year after winning the title. But a second year? The three-year world championship cycle, run by the World Chess Federation (FIDE), was already grinding along to produce the man who would be Fischer’s challenger in 1975. Obviously he could not wait until then to play his first chess game since defeating Spassky.
Yet that is exactly what he did. Long before the three years were up, however, the arguments about the format of the 1975 world championship match were underway. Fischer, surprising no one, had many strong ideas about how the event should be run, including returning to the old system with no limit to the number of games. As he does with many of the chess world’s eternal debates around Fischer, Brady makes this long story mercifully short, letting the reader decide whether or not Fischer’s demands were extreme but fair or blatantly self-serving. FIDE would not give in to everything and for Fischer it was all or nothing. In the end, the American resigned the title.
This stunning news launched one of the greatest known bouts of psychoanalysis in absentia the world has ever seen. Why didn’t Bobby play? Did he believe so strongly that his system for the championship was the only right one that he was willing to give up the title? Had it all been a bluff, a ploy to gain an advantage or more money? Did even he know for sure?
One theory that was not often heard was that Fischer might have been more than a little nervous about his challenger, the twenty-three-year-old leader of the new generation, Anatoly Karpov. In fact, when I proposed this possibility in my 2004 book on Fischer, My Great Predecessors Part IV, the hostile response was overwhelming. These were not merely the protestations of Fischer fans saying I was maligning their hero. There is a great deal of evidence to build Fischer’s case as the overwhelming favorite had the match taken place. This includes testimony by Karpov himself, who said Fischer was the favorite and later put his own chances of victory at 40 percent.
Nor am I arguing that Karpov would have been the favorite, or that he was a better player than Fischer in 1975. But I do think there is a strong circumstantial case for Fischer having good reasons not to like what he saw in his challenger. Remember that Fischer had not played a serious game of chess in three years. This explains why he insisted on a match of unlimited length, played until one player reached ten wins. With draws being so prevalent at the top level, such a match would likely have lasted many months, giving Fischer time to shake off the rust and get a feel for Karpov, whom he had never faced.
Karpov was the leading product of the new generation Fischer had created. They had a different approach than all the leading players Fischer had defeated on his march to the title and he had very little experience facing this new breed. In the candidates matches Karpov had crushed Spassky and then defeated another bastion of the older generation, Viktor Korchnoi. I can imagine Fischer going over the games from those matches, especially Karpov’s meticulous play and steady hand against Spassky, and beginning to feel some doubt.
Frank Brady discards this possibility hastily, perhaps justly so since there is no way we will ever know what was in Fischer’s head or, most unfortunately, what would have happened had the Fischer–Karpov match taken place. But I was surprised to read that there were contemporaries who put the blame for the match not taking place squarely on Fischer’s fears. Brady quotes New York Times chess columnist Robert Byrne, who wrote a piece titled “Bobby Fischer’s Fear of Failing” just a few days after Karpov was awarded the title. Byrne did not mention Karpov as a threat—he says he wouldn’t have stood a chance—but he pointed out that Fischer had always taken great precautions against defeat, to the point of declining to play in other events as well when he felt too much was being left to chance.
Brady’s dismissal of this theory misses the point: “What everyone seemed to overlook was that at the board Bobby feared no one.” Yes, once at the board he was fine! Where Fischer had his greatest crisis of confidence was always before getting to the board, before getting on the plane. Fischer’s perfectionism, his absolute belief that he could not fail, did not allow him to put that perfection at risk. And in Karpov, I have no doubt, especially after a three-year layoff, Fischer saw a significant risk.
One of the countless, and endless, debates around Fischer was whether his behavioral excesses were the product of an unbalanced, yet sincere, soul, or an extension of his all-consuming drive to conquer. Fischer had his strong principles, but the predator in him was well aware of the effect his antics had on his opponents. In 1972, the gentlemanly Boris Spassky was unprepared to deal with Fischer’s endless postponements and protests and played well below his normal level in Reykjavík.
Karpov, meanwhile, had beaten Spassky convincingly in 1974 without any gamesmanship. There is a fair case to be made that the match with Spassky was one of Karpov’s greatest-ever efforts and Fischer would not have failed to sense his challenger’s quality. The shades of color in real life often baffled Fischer, but he always saw very clearly in black and white. Along with Karpov’s modern play, Fischer would have seen a hard young man who had none of the older generation’s romantic notions and who would not be unsettled by off-the-board sideshows. (All reports say that Fischer was scrupulously correct at the board.) No matter how sincere Fischer may have been about his protests—playing conditions, opponent’s manners, and always money—they were as much a part of his repertoire as the Sicilian Defense.
The debacle of Fischer’s resignation led to yet another unanswerable question. Would Fischer have played had FIDE given in to all his demands? FIDE had accepted all of his conditions but one, that should the match reach a 9–9 tie Fischer would retain the title. This meant the challenger had to win by at least a 10–8 score, a substantial advantage for the incumbent. Had FIDE agreed and had Fischer come up with yet more demands, the book could have been closed in good conscience. Instead we missed out on what would have been one of the greatest matches in history and must wonder for eternity what Fischer would have done. In that light, 10–8 hardly seems like such a disadvantage.
Ironically, after Fischer was off the scene FIDE implemented some of his suggestions, including the unlimited match. Karpov also received the protection of a rematch clause, which gave him at least as big an advantage as Fischer had demanded. The absurdity of an unlimited match was only conclusively proven when Karpov and I dueled for a record forty-eight games over 152 days before the match was abandoned without a winner. And we were playing only for six wins, not Fischer’s desired ten.
Brady gives a straightforward account of Fischer’s rise to stardom as the youngest US champion ever, at fourteen in 1957, who then moved onto the world stage. It defied belief that a lone American could beat the best that the Soviet chess machine could produce. But even Walt Disney would hesitate to conceive of the story of a poor single mother trying to finish her education while moving her family from place to place and her unfocused young son from school to school—all while being investigated by the FBI as a potential Communist agent.
Regina Fischer was a remarkable woman, and not only for producing a chess champion son. Despite her worries about Bobby spending too much time on a board game, she realized it was the only thing that made him happy and soon promoted his passion as her own. Struggling constantly to fund her son’s chess endeavors, she once wrote a letter directly to Soviet leader Nikita Khrushchev asking him to invite Bobby to a chess festival.
As the only son of a determined mother-manager-promoter myself, I cannot help but wonder what Fischer would have been like had his family situation been different. I lost my father at an early age but, unlike Fischer, was surrounded by family. Fischer’s father was not in the picture and, a little disappointingly, Endgame fails to clear up one of the more lurid stories circulated about Fischer in recent years, namely, the strong likelihood that German-born scientist Hans Gerhardt Fischer was not Bobby’s father at all. His name was on the birth certificate issued in Chicago in 1943, but he never entered the United States after Regina moved there from Russia, via Paris, with their daughter Joan. Another scientist, a Hungarian Jew teaching in the US named Paul Nemenyi, was close to Regina and later sent money to the family for years. His photos also look tantalizingly similar to the adult Bobby Fischer. Beyond a brief mention, however, Brady is clearly uninterested in the controversy.
The focus is on Bobby and the chess, as it should be, though I was hoping for a little more meat on the topic of the nature of prodigy and Fischer’s early development, beyond his own famous comment “I just got good”—but perhaps there is nothing more. The nature of genius may not be definable. Fischer’s passion for puzzles was combined with endless hours of studying and playing chess. The ability to put in those hours of work is in itself an innate gift. Hard work is a talent.
Generations of artists, authors, mathematicians, philosophers, and psychologists have pondered what exactly it is that makes for a great chess player. More recently, scientists with advanced brain-scanning machines have joined the hunt, looking for hot spots of activity as a master contemplates a move. An obsessive-competitive streak is enough to create a good squash player or a good (or bad) investment banker. It’s not enough to create someone like Fischer.
This is not meant to be a compliment, necessarily. Many strong chess players go on to successful careers as currency and stock traders, so I suppose there is considerable crossover in the pattern-matching and intuitive calculation skills required. But the aptitude for playing chess is nothing more than that. My argument has always been that what you learn from using the skills you have—analyzing your strengths and weaknesses—is far more important. If you can program yourself to learn from your experiences by assiduously reviewing what worked and what did not, and why, success in chess can be very valuable indeed. In this way, the game has taught me a great deal about my own decision-making processes that is applicable in other areas, but that effort has little to do with natural gifts.
Fischer’s brilliance was enough to make him a star. It was his relentless, even pathological dedication that transformed the sport. Fischer investigated constantly, studying every top-level game for new ideas and improvements. He was obsessed with tracking down books and periodicals, even learning enough Russian to expand his range of sources. He studied each opponent, at least those he considered worthy of preparation. Brady recounts dining with Fischer and hearing a monologue of the teen’s astonishingly deep analysis of David Bronstein’s openings before the two were to meet in the Mar del Plata tournament in 1960. No one had ever prepared this deeply outside of world championship matches. Today, every game of chess ever played, going back centuries, is available at the click of a mouse to any beginner. But in the pre-computer era, Fischer’s obsessive research was a major competitive advantage.
In his play, Fischer was amazingly objective, long before computers stripped away so many of the dogmas and assumptions humans have used to navigate the game for centuries. Positions that had been long considered inferior were revitalized by Fischer’s ability to look at everything afresh. His concrete methods challenged basic precepts, such as the one that the stronger side should keep attacking the forces on the board. Fischer showed that simplification—the reduction of forces through exchanges—was often the strongest path as long as activity was maintained. The great Cuban José Capablanca had played this way half a century earlier, but Fischer’s modern interpretation of “victory through clarity” was a revelation. His fresh dynamism started a revolution; the period from 1972 to 1975, when Fischer was already in self-exile as a player, was more fruitful in chess evolution than the entire preceding decade.
Fischer’s uncompromising approach had an even greater impact on the chess world than his results. I am not referring to any “special moves,” as often suspected by those unfamiliar with the game. It was simply that Fischer played every game to the death, as if it were his last. It was this fighting spirit that his contemporaries recall most about him as a chess player.
If genius is hard to define, madness is even more so. Once again I must applaud Brady’s ability to navigate treacherous shoals as he presents Fischer in his own words and deeds while only rarely attempting to explain or defend them. Nor does he attempt to diagnose Fischer, who was never properly examined by a professional but was instead declared guilty, innocent, or sick by millions of amateurs from afar. Brady also avoids the trap of arguing whether or not someone with a mental illness is responsible for his actions.
Starting in the late 1990s, Bobby Fischer began giving sporadic radio interviews that exposed a deepening pit of hatred for the world—profane anti-Semitic diatribes, exultation after September 11. Suddenly everything that had mostly been only rumors from the few people who had spent time with him since 1992 was out in the open on the Internet. It was a shattering experience for the chess community, and many tried to respond in one way or another. Fischer was ill, some said, perhaps schizophrenic, and needed help, not censure. Others blamed his years of isolation, the personal setbacks, the persecutions both real and imagined at the hands of the US government, the chess community, and, of course, the Soviets, for inspiring his vengefulness.
Clearly this full-flown paranoia was far beyond the more calculated, even principled, “madness” of his playing years, well described by Voltaire in his Philosophical Dictionary: “Have in your madness reason enough to guide your extravagancies; and, forget not to be excessively opinionated and obstinate.” That is, purposeful and successful madness can hardly be called mad. After Fischer left chess the dark forces inside him no longer had purpose.
Despite the ugliness of his decline, Fischer deserves to be remembered for his chess and for what he did for chess. A generation of American players learned the game thanks to Fischer and he should continue to inspire future generations as a model of excellence, dedication, and achievement. There is no moral at the end of the tragic fable, nothing contagious in need of quarantine. Bobby Fischer was one of a kind, his failings as banal as his chess was brilliant.
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(Un texto de
De habitaciones secretas a historias misteriosas: lo que esconden algunas estructuras arquitectónicas como la Torre Eiffel o el Monte Rushmore.
El mundo está lleno de monumentos históricos y edificios que esconden secretos y misterios. Muchos de ellos han sido descifrados y otros son a día de hoy un enigma por resolver: desde estaciones de tren subterráneas hasta salones de baile abandonados, apartamentos escondidos y leyendas que envuelven a las construcciones más emblemáticas.
Descubrir una faceta nueva de un inmueble tan antiguo y lleno de historia es una de las grandes alegrías para los que les gusta viajar y recorren el planeta en busca de emociones. Si creías que lo sabías todo, estabas equivocado, siempre puedes encontrar algo nuevo. Pon atención y elige cuál es tu favorito:
Quizás sea una de las estructuras más famosas del mundo. La Torre Eiffel (en algún momento fue la más alta del mundo) ha recibido más de 300 millones de visitantes desde su inauguración en 1889 y pesa más de 10.000 toneladas. A pesar de los millones de personas que la ven cada año, todavía tiene sorpresas ocultas en su interior.
La mayoría no saben que alberga un pequeño apartamento hasta que suben. Su diseñador, Gustave Eiffel, no solo soñó con la construcción, sino que también edificó una vivienda en el tercer nivel. Completo con muebles de madera, pinturas al óleo y papel estampado, el apartamento fue presuntamente demandado por la alta sociedad parisina en el siglo XIX, con varias personas que le ofrecieron grandes sumas de dinero para alquilarlo, incluso solo una noche, pero nadie lo consiguió.
Fue un regalo de Francia a los Estados Unidos para conmemorar los 100 años de su amistad. Es reconocida en todo el mundo como un símbolo de libertad, es visitada por unos tres millones y medio de personas al año y mide 93 metros.
Algo poco conocido sobre ella es que hay un observatorio dentro de la antorcha, en su punto más alto. Sin embargo, está fuera del alcance de los visitantes, y lo ha estado desde 1916. Ese año, los espías alemanes volaron un depósito de municiones y la explosión causó daños significativos. Aunque desde entonces se repararon los desperfectos, nunca más se ha vuelto a abrir al público.
Uno de los edificios más bellos del planeta y tiene una de las historias más románticas. Fue construido por el emperador mogol Shah Jahān para inmortalizar a su amada esposa (su favorita) Mumtāz Maḥal después de morir durante el parto de su décimo cuarto hijo. Además, es una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno desde el 7 de julio del 2007 y lo visitan entre tres y cuatro millones cada año. Dentro de la imponente estructura se encuentran los cenotafios de la pareja. Sin embargo, lo que muchos visitantes no saben es que son tumbas falsas: las verdaderas se encuentran debajo, a nivel del jardín y están fuera del alcance del público.
La simetría y la autorreplicación son las claves en su construcción, elementos que lo hacen (casi) perfecto. Hay un detalle que rompe con el equilibrio: el sepulcro del emperador es más grande que el de su esposa porque en la cultura mogol la tumba del hombre debía ser mayor que la de la mujer. Gracias a las propiedades del mármol blanco y dependiendo de la intensidad del sol y momento del día, los colores de las paredes se transforman, logrando hasta 10 tonalidades diferentes, incluso en la noche.
Está en Abu Dabi y es una de las mezquitas más grandes del mundo. Tiene una serie de impresionantes hechos y cifras asociadas a ella: esta gran estructura tiene capacidad para más de 40.000 fieles, cuenta con 82 cúpulas, más de 1.000 columnas y alberga una serie de candelabros dorados de oro de 24 quilates.
Entre la abrumadora opulencia interior, el elemento más lujoso de todos es un lugar que quizás nunca hayas visto: el suelo. La mezquita es el hogar de la alfombra hecha a mano más grande del mundo, que fabricaron 1.200 mujeres durante dos años. Pesa 35 toneladas y mide 5.627 metros cuadrados.
El Monte Rushmore National Memorial es uno de los lugares más reconocibles de los EEUU (en Dakota del Sur). El escultor Gutzon Borglum lo creó para rendirles tributo a cuatro de los presidentes del país: George Washington (1732–1799), Thomas Jefferson (1743–1826), Theodore Roosevelt (1858–1919) y Abraham Lincoln (1809–1865). Miden 18 metros, están talladas en granito y tardaron 14 años en finalizar su construcción.
Detrás de Lincoln se esconde una cámara secreta, el Salón de los Registros. Las habitaciones, talladas en las rocas, albergan documentos importantes de la historia de Estados Unidos, como la Declaración de Independencia, la Constitución y la Declaración de Derechos, todos sellados en una bóveda de titanio. La idea es que se pueda abrir dentro de miles de años para que "civilizaciones del futuro" puedan aprender sobre el pasado, por lo que no está permitido el acceso a turistas.
La Torre Elizabeth es uno de los lugares más emblemáticos de Londres y ha sido una de las más fotografiadas durante años. El nombre 'Big Ben' se refiere a la campana del reloj que hay dentro de la torre y que actualmente está fuera de servicio mientras se lleva a cabo una importante remodelación.
A pesar de hacer uno de los sonidos más famosos del mundo, en 1857 tuvo que ser reemplazada por otra poco después de su fabricación por una grieta. La nueva campana, más ligera que la original, pesaba 2 toneladas y media y para subirla a la torre se emplearon unas 30 horas en 1858. La primera campanada se escuchó en 1859.
Otro de sus secretos es que las cuatro esferas del reloj tienen la misma inscripción en latín: “Domine Salvam Fac Reginam Nostram Victoriam Primam” (“Dios salve a nuestra Reina Victoria I“). El período de tiempo más largo que el reloj de la torre ha estado parado ha sido de 33 horas por una revisión y aunque los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial no alteraron su puntualidad, las altas temperaturas (solo fueron 31 grados) registradas en mayo de 2005 provocaron que se detuviese.
Este edificio es el más alto del mundo (por ahora). Tiene la asombrosa altura de 829 metros y posee récords mundiales no solo por esto, sino también por ser la estructura autónoma y la plataforma de observación al aire libre más alta en el mundo.
Sin embargo, si bien es posible que haya oído hablar de las elegantes residencias del Burj Khalifa, el Armani Hotel, las suites corporativas, las cinco piscinas, el club de salud y el spa, lo que mucha gente desconoce es que el edificio récord también alberga un biblioteca: la más alta, un espacio tranquilo en el nivel 123.
Una de las estaciones de tren más famosas del mundo y avergüenza al resto con su hermosa arquitectura, su gran variedad de tiendas y restaurantes y el número de visitantes: aproximadamente 750.000 por día. Es el segundo destino más visitado en la ciudad de Nueva York, solo superado por Times Square.
Pero además de ser un gran destino para el ocio, muchos de los viajeros y turistas que pasan por ella a diario no saben que también hay un club de tenis de lujo. El Vanderbilt Tennis Club, en el cuarto piso de la terminal, es un destino 'fitness' súper elegante que se enorgullece de la exclusividad.
Situado en la plaza homónima de Madrid, fue construido por la Compañía Inmobiliaria Metropolitana entre marzo de 1948 y 1953, apenas nueve años después de que acabara la Guerra Civil. Una de las características novedosas que introdujo este edificio se encuentra en su estructura: el hormigón, fue en su día el edificio construido con este material más alto de Europa.
Mide 117 metros, costó algo más de 210 millones de pesetas y en su interior se dice que hay más de 3.000 ventanas, 32 ascensores y 4.000 puertas. Durante muchos años fue bautizado como 'El taco' porque cuando alguien alzaba la mirada para ver sus andamios y trabajos, no podían evitar soltar una exclamación malsonante de asombro, una palabrota de absoluta sorpresa.
Visitado por millones de personas cada año, los frescos del techo de esta edificación fueron pintados por Miguel Ángel a principios del siglo XVI. Es también donde se lleva a cabo la elección de un nuevo papa y se ha convertido en uno de los lugares más destacados de la capital italiana.
Mientras que el famoso techo es conocido por su descripción de los eventos del Antiguo Testamento, a lo largo de los años, varios eruditos han afirmado ver códigos secretos en los frescos. Un profesor dice que las pinturas insultan en secreto al Papa Julio II, mientras que el doctor Frank Lynn Meshberger publicó en la 'Revista de la Asociación Médica Norteamericana' que las figuras y sombras representadas tras la figura de las vestimentas de Dios y los ángeles aparecían como una acertada representación del cerebro humano. Según ellos, esta sería la manera del pintor de simbolizar el traspaso de inteligencia al hombre por parte de Dios.
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