Cuéntame un cuento...

...o una historia, o una anécdota... Simplemente algo que me haga reir, pensar, soñar o todo a la vez, si cabe ..Si quereis mandarme alguna de estas, hacedlo a pues80@hotmail.com..

sábado, abril 5

Personajes olvidados: José de Echegaray

(Leído en una publicación de Gozarte en Facebook el 11 de diciembre de 2020)

En 1904 José de #Echegaray (el mayor matemático de nuestro país en el siglo XIX y un personaje tremendamente polifacético, que hizo muchas cosas diferentes y la mayoría estupendamente), obtuvo el primer premio Nobel concedido a un español, aunque curiosamente fue el de Literatura. Escribió muchísimas obras de teatro que triunfaron incluso fuera de España, pero el premio fue muy mal recibido tanto por los escritores de la Generación del 98 como entre las vanguardias, pues no se le consideraba un escritor de calidad. De hecho, hoy su obra está prácticamente olvidada.

Por cierto, el del Paseo de Echegaray y Caballero, en #Zaragoza, no es él, sino su hermano Miguel (coautor de "Gigantes y cabezudos").

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viernes, abril 4

Delibes, un ‘retrógrado’ de vanguardia

(Un texto de Gabi Martínez en El País del 24 de julio de 2020)

El escritor vallisoletano ya reivindicó hace 45 años la protección de la naturaleza y denunció los peligros del progreso en su discurso de ingreso en la Real Academia.

“Saca una copia y, cuando me desmaye, acaba de leerlo tú”, le había dicho su padre. Así que, cuando el escritor Miguel Delibes (1920–2010) empezó a leer su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua Española, Miguel Delibes hijo, sentado entre el público, notó singularmente el peso de la copia que guardaba en la chaqueta. Claro que su padre no iba a desmayarse, pero sabía que no lo estaba pasando bien. A Miguel Delibes le agobiaban los actos públicos, se le veía desanimado tras la reciente muerte de su mujer y en segundos empezaría a decir cosas impopulares ante personas que le habían llamado retrógrado.

Era mayo de 1975. Desde el asesinato de Luis Carrero Blanco, ETA y otros grupos revolucionarios competían en violencias con la extrema derecha mientras una durísima represión policial añadía tensión a las calles.

“Esperaba que Delibes se evadiera de todo ello hablando de la naturaleza en su obra —recuerda Ramón Buckley, un biógrafo de Delibes también presente en la sala—. Pero pronto me di cuenta de que su discurso no tenía nada de evasivo, de que nos estaba alertando sobre una crisis mucho más grave que la que entonces vivíamos los españoles. (...) Delibes nos hablaba del destino de la humanidad”

El pucelano advirtió sobre las consecuencias que tendría el cambio climático en la Tierra si Gobiernos y empresas no domaban su ambición. Pidió atender a las últimas conclusiones del Club de Roma basadas en el Informe Meadows, que promovía el crecimiento cero para el planeta con tal de evitar un inminente colapso. Criticó “la inmolación de la naturaleza a la tecnología”. Afirmó que la idea de progreso imperante comportaba “una minimización del hombre”. Según Buckley, la audiencia quedó perpleja. Crecer era quizás el único verbo que unía a la izquierda y la derecha política, a la sociedad española del momento. Y, tras décadas de estrecheces e incluso miseria, cuando el país acariciaba el despegue hacia la modernidad próspera, aparecía aquel conservador mesetario recomendando... ¿parar máquinas? ¿Ser austeros?

“En casa ahorrábamos. Con siete hijos, no sobraba el dinero. Y hablábamos mucho sobre medio ambiente. Pensó que le debía ese discurso a mi madre”, recuerda Miguel hijo, el biólogo que por entonces “trabajaba en Madrid con Félix Rodríguez de la Fuente. Mi padre era un gran seguidor de sus programas”. Entre otras cosas, porque el escritor siempre había vivido el campo a fondo. Por eso, Delibes quedó “muy preocupado” —dice su hijo— “cuando (en 1972) Indira Gandhi proclamó que había que seguir destruyendo la naturaleza hasta que los países subdesarrollados lograran el nivel de los desarrollados. Constatamos que había una injusticia mundial aceptada”. El tema afectaba al escritor hasta el punto que, cuando debió preparar su discurso para ocupar el sillón e minúscula de la Academia, enseguida vislumbró que el enfoque sería medioambiental. Y pidió ayuda a su hijo.

“Lo que mi padre no tenía muy claro era cómo relacionarlo con su literatura —explica el biólogo—. Recordé que le habían llamado retrógrado porque en El camino se había negado, por ejemplo, a que Daniel el Mochuelo fuera a estudiar a la ciudad. Sus críticos no entendían que esa postura podía tener que ver con un comportamiento más respetuoso con la tierra, con una vida sin tantas necesidades pero probablemente más feliz”. ¿Retrógrado? El joven biólogo sugirió a su padre que vinculara la reducción del gasto y del ritmo vital que planteaba en sus novelas con el auténtico progreso. Al escritor le gustó. Buscó más información. Mucha. “Quién me iba a decir que a los cincuenta y pico iba a estar haciendo mi tesina”, comentaba Delibes. “Como yo le asesoraba” —dice el Miguel científico—, “me nombró director de su tesina. Nunca le vi leer tanto para preparar una novela. Solo años después, cuando escribió El hereje”.

S.O.S. (El sentido del progreso desde mi obra) es el título de aquel discurso esencialmente antisistema, porque va contra las ilusiones de la época, contra el orden establecido y, sobre todo, contra el orden inminente, a la vez que propone un cambio de rumbo inmediato. Ese año, Delibes publicó Las guerras de nuestros antepasados, primer libro de una especie de trilogía donde explora las relaciones entre el ser humano y el campo. En Las guerras..., su protagonista, Pacífico Pérez, ve en la tierra un organismo vivo que se autorregula y siente ese cosmos en sí mismo. Es un hombre que “comprende” la conexión natural entre todos los seres vivos, un individuo preparado para cambiar el mundo. Un representante de la utopía.

Entregado al pensamiento ecologista, Delibes publicó en 1978 El disputado voto del señor Cayo, con un protagonista educado rudimentariamente pero capaz de descifrar las claves de la vida a través de la naturaleza. Un hombre muy solo, también. Un emblema de cierta pureza a quien Delibes sublimó en 1981 con el Azarías de Los santos inocentes, ese disminuido psíquico que sobre todo atiende a su lado más instintivo, animal. Azarías rubrica el mito del buen salvaje de Rousseau. Con él, Delibes cierra un viaje de regresión intelectual que va del utópico Pacífico Pérez, pasa por la aislada normalidad del señor Cayo y acaba con el elemental Azarías. Todos marcados por la naturaleza y el pueblo. Todos destapando la otra cara del progreso, señalando los destrozos que la modernidad desbocada estaba trayendo consigo. ¿Delibes reaccionario?

“Para mí, la novela es el hombre, y el hombre en sus reacciones auténticas, espontáneas, sin mixtificar, no se da ya, a estas alturas de la civilización, más que en el pueblo”, diría Delibes, que continuó reivindicando la naturaleza y denunciando los ataques contra ella.

La tierra herida fue su último libro, escrito mano a mano con su hijo biólogo y experto mundial en lince ibérico. En la introducción, Delibes recuerda que casi 30 años antes había aprovechado su discurso de ingreso en la Real Academia “para dar salida a mi angustia sobre el futuro de la Tierra” y que “aquella preocupación mía por el medio ambiente no ha disminuido, sino al contrario”. También explica cómo aprovechó una visita de su hijo Miguel para lanzarle algunas preguntas “en tono intrascendente” sobre el estado de la Tierra. Las respuestas de Miguel fueron “tan incitantes y prolijas que, en poco más de 20 minutos, nos habíamos enredado en una conversación, para mí reveladora y apasionante”, durante la que convenció al primogénito para escribir juntos ese libro subtitulado ¿Qué mundo heredarán nuestros hijos?

Ahora que las inquietudes medioambientales de los Delibes son compartidas por millones de españoles, Miguel Delibes de Castro participará este fin de semana en Siberiana, el festival de Literatura que se celebra en el pueblecito extremeño de Tamurejo, para hablar sobre aquel discurso memorable, y sobre el mundo que él mismo heredó.

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jueves, abril 3

El problema de Guthrie: el secreto detrás de utilizar solo cuatro colores en los mapas

(Un texto de Pedro Gargantilla en el ABC del 18 de octubre de 2020)

Desde el Renacimiento los cartógrafos conocían la respuesta, pero hubo que esperar siglos hasta enunciarlo matemáticamente.

El uso del color en la cartografía, además de ser un convencionalismo gráfico, es un recurso estético. Por una parte, el simbolismo cromático ha servido para establecer relaciones entre regiones y elementos naturales y, por otra, para diferenciar fronteras entre estados.

Hasta la Edad Media los cartógrafos empleaban una simbología bíblica que ligaba la prenda sacerdotal con los elementos de la naturaleza. Así, usaban el blanco para la tierra, el azul para el medio aéreo, el púrpura para el agua y el rojo para el fuego.

La cartografía histórica renacentista se sirvió de tan sólo cuatro colores para sombrear todo el mapa del Viejo Continente, sin que dos países limítrofes tuvieran el mismo color. Una aplicación práctica que no tenía su correspondencia teórica y que trajo de cabeza a los matemáticos más brillantes durante una centuria.

Todo empezó en 1852 cuando el abogado y botánico sudafricano Francis Guthrie se puso a colorear un mapa de Inglaterra dividido en condados. Observó que era capaz de sombrear el mapa de forma tetracromática no necesitaba más y conjeturó que debería suceder lo mismo con cualquier otro mapa geopolítico.

Francis se lo comentó a su hermano Frederick y este a su vez al prestigioso matemático Augustus de Morgan (18061871). Fue precisamente este último el que reformuló el problema, con un enunciado sencillo y de una apariencia inofensiva pero que, a su vez, encerraba muchas sutilezas: «Dado un mapa cualquiera del plano bastan cuatro colores para colorearlo, de forma que cada país tenga un solo color y que países vecinos lleven colores distintos».

En su resolución se imponen algunas condiciones, por ejemplo, los mapas son siempre conexos –de una pieza y cada una de sus regiones también son conexas, por otra parte, dos territorios distintos no pueden tocarse en un solo punto, para ser colindantes se requiere que compartan una frontera mayor.

La solución llegó del otro lado del Atlántico

De Morgan era toda una autoridad en el campo de las matemáticas, fue el primer presidente de la Sociedad de Matemáticas de Londres y autor de las leyes fundamentales de álgebra de la lógica que llevan su nombre. A priori parecía una persona sobradamente autorizada para resolver el «problema de Guthrie», sin embargo, fue incapaz de hacerlo.

Lo puso en conocimiento de otros colegas matemáticos ingleses, quienes también fracasaron en la empresa. Una década después el problema cruzó el océano Atlántico y varios matemáticos estadounidenses se consagraron en cuerpo y alma a su resolución, con resultados igual de insatisfactorios. Fue entonces cuando el problema de los cuatro colores adquirió la entidad de conjetura.

Sabemos que incluso Lewis Carroll se llegó a interesar por el asunto y desarrolló un juego para dos personas en la que cada jugador diseñaba un mapa y el otro debía colorearlo ajustándose al problema de los cuatro colores.

La solución llegó en 1966, cuando cuatro miembros de la Escuela de Matemáticas del Instituto Tecnológico de Georgia –Neil Robertson, Daniel Sanders, Paul Seymour y Robin Thomas resolvieron matemáticamente el problema planteado por Guthrie en el siglo diecinueve.

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miércoles, abril 2

¿Cuánto cuesta una vacuna?

 (Extraído de un texto de Pablo Pardo en Actualidad económica del 31 de mayo de 2020. Hay que recordar que este texto es ya ‘viejo’, pero sigue teniendo información interesante)

Para fijar el precio de las dosis, los laboratorios usan fórmulas que tienen en cuenta lo que estiman que se ahorra la sociedad.

Cuando en 1923 se descubrió el uso de la insulina contra la diabetes, uno de los autores del hallazgo, Frederick Banting, renunció a patentarlo, alegando que, al ser médico, no era ético que se lucrara con ello, y los otros dos, James Collip y Charles Best, vendieron la patente a la Universidad de Toronto por el precio simbólico de un dólar, que hoy serían 13 euros con 66 céntimos.

[…] La vacuna del coronavirus [se ha conseguido en] un tiempo más que récord, porque normalmente se tarda 10 años en encontrar una vacuna. Y, además, es muy caro. Según un estudio publicado en la revista médica The Lancet en 2018, desarrollar una vacuna hasta el momento en que esta es testada en cientos de voluntarios en diferentes localizaciones cuesta entre 1.200 y 8.400 millones de dólares (de 1.100 a 7.700 millones de euros).

Es una cifra relativamente pequeña, porque equivale al gasto del Departamento de Defensa de Estados Unidos en 12 horas (en la estimación más baja) o en cuatro días (la más alta). Pero el problema, en realidad, es el riesgo.

Según un estudio publicado en 2013 en la revista científica PLoS One, el 94% de las investigaciones para encontrar vacunas fracasan.

Ahora bien, ¿qué pueden obtener las empresas a cambio? La revista financiera Barron's daba una cifra [en mayo de 2020]: unas ventas de 10.000 millones de dólares (9.200 millones de euros) solo en el mundo desarrollado. Era un cálculo que se basaba en un precio de 30 dólares por dosis, que es el de la mayoría de las vacunas que se administran en edad infantil en EEUU. Sin embargo, hay vacunas mucho más caras. La que se usa para los dos tipos de virus que causan el 70% de los casos de cáncer cervical en EEUU cuesta 360 dólares (unos 325 euros). Esa cifra supondría una "caja" de más de 110.000 millones de euros para la empresa (o el consorcio de empresas) que consiguiera la vacuna. Las vacunas, además, tienen la ventaja para las empresas de que generan ingresos constantes. Si con la del coronavirus sucediera como con la de la gripe, que necesita ser administrada todos los años, el beneficio sería mucho mayor.

Para fijar el precio de las vacunas, los laboratorios usan fórmulas que tienen en cuenta lo que estiman que se ahorra la sociedad (incluyendo el sistema de salud) con ellas. Por ejemplo, en el caso del cáncer cervical antes mencionado, Merck estima que EEUU pierde cada año 5.000 millones de dólares por esa enfermedad. Pero, si todas las mujeres estadounidenses de entre 11 y 26 años recibieran la inmunización, como recomiendan las autoridades del país, la empresa ingresaría 11.000 millones de dólares.

[…] Hay otros factores. Por un lado, parece obvio que los Estados (incluyendo a EEUU, que no controla el precio de los medicamentos) pongan límites a los precios. Y, finalmente, parece imposible que la vacuna no se entregue a los países en vías de desarrollo a precios reducidos, o que se permita la fabricación de genéricos en esos mercados, del mismo modo que se hizo con los antirretrovirales que combaten el sida. Todo ello limitaría el beneficio de las empresas que descubran la vacuna. Pero nadie cree que vaya a ser un desincentivo para la investigación, por la sencilla razón de que la empresa que comercialice la solución para esta peste del siglo XXI recibirá una inyección de buena imagen que, literalmente, no podrá ser pagada con dinero.

[…] las farmacéuticas son maestras en el arte de extender la vida de sus patentes.

Para ello se sirven de todo tipo de sistemas. Por ejemplo, mantener los mismos principios activos pero cambiando la relación entre ellos, patentando nuevas vías de administración de fármacos (por ejemplo, en vez de inyección, por vía oral) o introduciendo nuevos componentes. Los resultados, a veces, son espectaculares. En Estados Unidos, por ejemplo, el precio de la insulina es de más de 450 dólares mensuales (410 euros). Eso significa que uno de cada cuatro diabéticos está racionando su consumo de esa hormona, pese a que al hacerlo se expone a morir.

La razón es que tres farmacéuticas controlan la producción de insulina en ese país: la francesa Sanofi, la danesa Novo Nordisk y la estadounidense Eli Lilly. Han pasado 97 años desde el descubrimiento de la utilidad de esa horma para controlar la glucosa en la sangre, pero Sanofi y Novo Nordisk siguen manteniendo el control de ese producto porque cambian constantemente la fórmula que comercializan, lo que les permite registrar nuevas patentes. El caso de Eli Lilly es más espectacular: no tiene ninguna patente de la insulina que produce, pero sí de los métodos de administración. Así es como EEUU solo consume el 15% de la insulina del mundo, pero genera el 40% de los ingresos por la venta de ese medicamento.

[…]

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martes, abril 1

Piedras marinas que no son piedras

(Un texto de Carlos Manuel Sánchez en el XLSemanal del 13 de septiembre de 2020)

Son ‘frankensteins geológicos’. De apariencia natural y origen artificial, estas ‘piedras’ son una de las muestras más evidentes del deterioro de mares y océanos. Son plastiglomerados, compuestos por fragmentos de plástico y residuos orgánicos, y se extienden como una enfermedad.

Los geólogos trazan su origen en Hawái, pero ya se encuentran por todas las costas del mundo. Once mil millones de toneladas de plástico se acumularán en 2025 a pesar de las restricciones de los últimos años. La próxima vez que recoja o juegue con una piedra en la playa, podría estar haciéndolo con restos de basura.

Playa Kamilo, en la isla de Hawái, era un paraíso. Aislada, pequeña y lejos de las carreteras asfaltadas, se convirtió en un destino favorito para los excursionistas. Turismo de acampada: caravanas, guitarras y barbacoas… Traducción: veinte toneladas de residuos cada año.

El investigador y marino Charles Moore, conocido por el descubrimiento de la isla de basura que crece como un tumor en el océano Pacífico, observó en la playa Kamilo unas extrañas piedras, dispersas por la orilla. Cuando vio que flotaban en el agua, se percató de que no eran piedras. Pero tampoco era capaz de discernir lo que eran.

Moore pidió ayuda a los científicos y en 2012 un equipo de la Sociedad Geológica de América, liderado por Patricia Corcoran, se desplazó a Hawái para resolver el enigma. Corcoran descubrió que aquellas extrañas rocas no pertenecían a ningún tipo de los que se enseñan en el colegio. No eran sedimentarias, ígneas o metamórficas, aunque tenían cualidades de las tres. Varios sustratos que se habían ido depositando unos con otros; una sustancia que los amalgama en condiciones de altas temperaturas, y un cambio de estructura que las transforma en un material nuevo. Tan nuevo que nunca antes había sido documentado en la naturaleza. Corcoran lo llamó ‘plastiglomerado’, y la revista Science se hizo eco de su hallazgo en 2014.

El plastiglomerado -vocablo compuesto por ‘plástico’ y ‘aglomerado’- es duro como una piedra, e igual de resistente, pero no es una piedra, sino un híbrido, un material de desecho que, por desgracia, ha llegado para quedarse.

Los geólogos trazaron su origen. Los campistas que llegaban a la playa y encendían fogatas quemaban plásticos de los envases que ellos mismos habían traído o que las corrientes marinas arrastraban hasta la orilla. Estos plásticos, al fundirse, actúan como un pegamento que aglutina todo tipo de materiales del entorno: arena, piedras, lava volcánica, fragmentos de coral, conchas de moluscos… Prácticamente cualquier cosa es susceptible de acabar formando parte de estas estructuras: recipientes de comida, cubiertos, cuerdas, hilo de pescar, cepillos de dientes… Nos hemos encontrado de todo», relata Corcoran.

Seis años después de aquel descubrimiento, sabemos que el plastiglomerado no solo forma parte del paisaje de Hawái, sino que se extiende por las costas del mundo como una lepra. Allá donde haya residuos abundantes y una fuente de calor, sean hogueras, volcanes o incendios forestales, habrá plastiglomerados… Incluso pueden formarse con la acción persistente del sol y las mareas.

El coreano Tony Cho, fotógrafo y activista medioambiental, leyó un artículo científico sobre ellos y decidió buscarlos en la playa de Mallipo. Para su horror, y también para su fascinación, los encontró. «Lo más inquietante es que cuando vas caminando por la playa no te das cuenta de que están ahí, a no ser que te fijes. Se ven tan naturales… Forman parte del paisaje. Pero luego los recoges, los observas de cerca, los dejas caer en el agua y ves que no se hunden, y te das cuenta de que esas piedras falsas, que pueden parecer muy bellas cuando las fotografías, cuentan una historia fea y terrible».

Cho recuerda cómo frente a las costas de Mallipo se produjo el mayor derrame de petróleo de la historia de Corea, cuando un buque accidentado vertió unas diez mil toneladas de crudo a unos 150 kilómetros del litoral. Ese petróleo fue llegando a la orilla y un millón de voluntarios lo fue retirando durante años. Una historia que recuerda a la del Prestige y el chapapote en Galicia. Los coreanos sienten orgullo cuando hablan de aquel esfuerzo colectivo que sirvió para limpiar la playa y redimir el desastre provocado por el hombre. «Pero, a diferencia de aquella catástrofe, la del plastiglomerado pasa inadvertida. Las masas de plástico que hay en el mar están causando un desastre silencioso», advierte Cho. Y no hay voluntarios en el mundo que puedan limpiarlo. ¿Cómo limpiar los once mil millones de toneladas de plásticos que se acumularán en el mundo en 2025, a pesar de las restricciones de los últimos años y de la concienciación de muchos consumidores?

Las islas de basura plástica a la deriva ya no son un problema únicamente del Pacífico norte. También se han detectado en el Atlántico. Paradójicamente, no son fáciles de ver ni mediante satélite ni por radar, excepto en las zonas donde hay más densidad de residuos, por ejemplo, botellas y bolsas, porque el ingrediente más importante de esta sopa tóxica es el microplástico. Se trata de fragmentos de menos de cinco milímetros de diámetro, menores, por tanto, que un grano de arroz, y que no son biodegradables. Se quedan suspendidos en la columna de agua, son confundidos por muchos organismos con el plancton y acaban en la cadena trófica. De las medusas pasan a los peces de especies comerciales y de ahí al ser humano. Los microplásticos provienen de multitud de fuentes, incluidas las fibras sintéticas de la industria textil, las microperlas exfoliantes de los cosméticos, el desgaste de los neumáticos de camiones y automóviles, los artículos de pesca, los procesos industriales… El ciclo completo y los desplazamientos de los microplásticos en el medioambiente aún no se conocen por completo y se están investigando.

El plastiglomerado no solo ha captado la atención de los científicos, también la de artistas y filósofos, pues es un producto ambiguo, que no llega a ser completamente natural ni artificial. Un material de transición en el que la apariencia importa tanto como la sustancia. Como no existía en la naturaleza hasta mediados del siglo pasado, se ha propuesto como un marcador geológico del Antropoceno. La era de los combustibles fósiles que una corriente cada vez más amplia de científicos ha propuesto para sustituir al Holoceno, el periodo que se inauguró hace doce mil años, después de la última glaciación, cuando el nivel del mar se elevó 35 metros de media con el deshielo.

Si el Holoceno nos trajo la agricultura; el Antropoceno, cuyos albores se remontan a la Revolución Industrial, o sea, apenas un par de siglos, marca el dominio técnico del ser humano sobre el resto de las especies del planeta y, con él, la aceleración del deterioro ambiental. Una era marcada hasta el momento por las extinciones masivas. Estas rocas falsas son la marca inequívoca del ser humano. Para algunos también son la prueba de un delito, el de ecocidio de los ecosistemas destruidos. En el futuro puede que se conviertan en los fósiles que legó nuestra civilización, junto con los isótopos radiactivos esparcidos por las bombas atómicas a partir de 1945, y que permanecerán en el medioambiente los próximos veinticuatro mil años. Con nosotros aún sobre la Tierra… o sin nosotros.

Siniestra belleza. Los plastiglomerados tienen la apariencia de rocas, pero son amalgamas de residuos, minerales, conchas de moluscos, hilos de pesca, fragmentos de coral… El plástico de la basura oceánica, derretido por el sol, una fogata o un incendio, actúa de pegamento y los convierte en un nuevo material.

Una isla tóxica siete veces más grande que España. En la Gran Mancha de Basura del Pacífico -cuya extensión ya es siete veces la de España- y otras islas tóxicas, los plastiglomerados se ven solo donde los desechos se acumulan. En su mayor parte no son visibles al ojo humano, pues se componen de microplásticos de unos pocos milímetros.

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