(Este es un artículo de Arturo Pérez Reverte, escrito el 25.06.06
en la revista El Semanal)
De vez en cuando me doy una vuelta por los viejos avisos y
relaciones del siglo XVII, aquellas cartas u hojas impresas que, en la época,
hacían las veces de periódicos, contando sucesos, hechos bélicos, noticias de
la corte y cosas así. Con el tiempo he tenido la suerte de reunir una buena
provisión en diversos formatos, y algunas tardes, sobre todo cuando tengo un
episodio de Alatriste en perspectiva, suelo darles un repaso para coger tono y
ambiente. Su lectura es sugestiva, a veces también desoladora –comprendes que
ciertas cosas no han cambiado en cuatro siglos–, y en ocasiones muy divertida.
Ése es el caso de una relación con la que di ayer. Está fechada en 1634, y se
refiere a la peripecia de tres frailes mercedarios españoles que viajaban
frente a la costa de Cerdeña. Me van a permitir que lo cuente, porque no tiene
desperdicio.
El barco era pequeño y franchute, llevaba rumbo a Villafranca de
Nizo, y a bordo, además de los tres frailes españoles –Miguel de Ramasa, Andrés
Coria y Eufemio Melis–, iban el patrón, cuatro marineros y cinco pasajeros. A
pocas millas de la costa se les echó encima un bergantín turco –en aquel tiempo
se llamaba así a todo corsario musulmán, berberiscos incluidos– haciendo
señales de que amainasen vela. El patrón se dispuso a obedecer, argumentando
que, siendo francés el barco, podrían negociar con los corsarios y seguir viaje
a salvo. Pero los tres frailes, súbditos del rey de España, no veían las cosas con
tanto optimismo. Ustedes se escapan de rositas, protestaron, pero nosotros
vamos a pagar el pato. Por religiosos y por españoles, pasaremos el resto de
nuestras vidas apaleando sardinas al remo de una galera, o cautivos en Argel o
Turquía. Así que, de perdidos al río, resolvieron cenar con Cristo antes que en
Constantinopla. Que el diálogo de civilizaciones, apuntaron, lo dialogue la
madre que los parió.
De manera que se remangaron las sotanas, se armaron como pudieron
con cuatro chuzos, tres escopetas y tres espadas sin guarnición que había a
bordo, y amotinándose contra los tripulantes del barco, los metieron con los
cinco pasajeros encerrados bajo cubierta. Después pusieron trapos entorno a las
espigas de las espadas para que sirvieran de empuñaduras, y se hicieron una
especie de rodelas amarradas al brazo izquierdo con almohadas y cuerdas. Luego
se arrodillaron en cubierta y rezaron cuanto sabían. Salve, regina, mater
misericordiae. Etcétera.
Ahora, háganme el favor y consideren despacio la escena, que tiene
su puntito. Imaginen ese bergantín corsario de doce bancos que se acerca por
barlovento. Imaginen a esos feroces turcos, o berberiscos, o lo que fueran
–veintisiete, según detalla la relación–, amontonados en la proa y en la
regala, blandiendo alfanjes y relamiéndose con la perspectiva, en plan
tripulación del capitán Garfio. Imaginen la sonora rechifla del personal cuando
se percata de que en la cubierta de la presa no hay más que tres frailes
arrodillados y dándose golpes de pecho. Y en ésas, cuando los dos barcos están
abarloados y los turcos se disponen a saltar al abordaje, los tres frailes –los
supongo jóvenes, o cuajados y correosos, duros, muy de su tiempo– se levantan,
largan una escopetada a quemarropa que pone a tres malos mirando a Triana, y
luego, gritando como locos Santiago y cierra España, Jesucristo y María
Santísima, o sea, llamando en su auxilio al santoral completo y al copón de
Bullas, tras embrazar las almohadas como rodelas, se meten en la nave corsaria
a mandoble limpio, acuchillando como fieras, dejando a los turcos con la boca
abierta, perdón, oiga, vamos a ver, aquí hay un error, los que teníamos que
abordar éramos nosotros. Con la cara del Coyote tras caerle encima la caja de
caudales que tenía preparada para aplastar al Correcaminos.
Y así, en ese plan, dejando la mansedumbre cristiana para días más
adecuados, los frailes escabechan en tres minutos a doce malos, que se dice
pronto, y otros cinco se tiran al agua, chof, chof, chof,chof, chof, y el
resto, con varios heridos, pide cuartel y se rinde después de que fray Miguel
Ramasa le atraviese el pecho con un chuzo al arráez corsario, «juntándose los
dos tanto, que le alcançó el turco a morder en una mano, y acudiendo fray
Andrés Coria le acabó de matar».
Con dos cojones.
Ocurrió el 21 de octubre de 1634, día de santa Úrsula y de las Once
Mil –una más, una menos– Vírgenes. Y qué quieren que les diga. Me encantan esos
tres frailes.
Etiquetas: Alégrame el dia, Pequeñas historias de la Historia