El pintor que no le gustó al Rey
(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo de Hoy del 14
de abril de 2014)
Toledo, 7 de abril de 1614 · Fallece Domenico Theotocópuli,
el Greco, famoso pintor greco-veneciano afincado en España 40 años antes.
De un Dominico
Greco, quien vive ahora en Toledo y hace cosas extraordinarias, se quedó aquí
[en El Escorial] un cuadro de San Mauricio y sus soldados que hizo para el
altar de estos santos. No satisfizo a Su Majestad, lo cual no es mucho porque
satisfizo a pocos, a pesar de que se dice que contiene mucho arte y que el
autor sabe mucho, y de que se ven cosas maravillosas hechas por su mano”.
Esta es la
resumida crónica de un desencuentro con tristes consecuencias para la historia
del arte. En estas pocas líneas el padre Sigüenza, bibliotecario y más tarde
abad del monasterio del Escorial, nos explica cómo un pintor famoso de
reconocida calidad defraudó las expectativas que había puesto en él Felipe II.
El regio encargo de un enorme cuadro de altar, destinado a esa niña de sus ojos
que era El Escorial para Felipe II, era una prueba. Si ese pintor llegado de
Italia del que tanto se hablaba hubiera agradado al Rey, se habría hecho cargo
de la decoración del Escorial, pues el artista destinado a esta
responsabilidad, Navarrete el Mudo, había fallecido. Pero el Greco no conectó
con Felipe II.
Domenico
Theotocópuli había nacido en 1541 en Candía, en la isla de Chipre, que formaba
parte del imperio de Venecia, y siempre fue profundamente griego e intensamente
veneciano. Se sentía orgulloso heredero de la cultura clásica griega, de la que
había muchos libros en su biblioteca, pero la patria de su arte fue
Venecia, la capital del color y la luz en la pintura, donde imperaba el
esplendor de Bellini, Giorgione, Tiziano, Tintoretto y el Veronés. Aunque
empezara en su tierra como pintor de iconos y no viajase a Venecia hasta los
veintitantos años –edad tardía para la época– enseguida se convirtió en un
pintor veneciano militante. Cuando pasó a Roma su mentor, Giulio Clovio, se lo
recomendó al cardenal Farnese como “un joven candiota discípulo de Tiziano”.
Llegó a Roma
con ínfulas y prisa por triunfar, y se ofreció al papa Pío V nada menos que
para repintar en la Capilla Sixtina El Juicio final de Miguel Ángel.
Hizo importantes amistades entre los círculos españoles de Roma y feroces
enemistades entre sus colegas pintores, incluso su mecenas lo echó por los
desprecios que el Greco dirigía a Miguel Ángel, y unas cosas con otras le
decidieron a probar suerte en la corte de España. Madrid era la capital de la
primera potencia del mundo, en España corría la plata de América, y la magna
construcción del “Vaticano español”, como se llamó al Escorial, aseguraba
demanda para el mercado artístico.
Los gustos de Felipe II.
Además había
una circunstancia subjetiva, Felipe II era aficionado a la pintura. Le gustaba
mucho Tiziano, a quien el monarca encargaba poesías, eufemismo con el
que se refería a grandes cuadros eróticos con excusa mitológica, pero también
pintores radicalmente distintos, como el flamenco Bosco, que pintaba lecciones
morales a través de una simbología onírica, surrealista, o el extravagante Archimboldo,
que era puro artificio. Como retratador, es decir, su pintor propio, encargado
de confeccionar la imagen oficial del monarca más poderoso de la Tierra, Felipe
II tuvo durante más de 30 años a Sánchez Coello, un español discípulo
aventajado del flamenco Antonio Moro, sobrio y majestuoso en su oficio, con
quien la familia real mantenía una relación afectuosa tras tan largo trato.
Incluso los pintores aficionados eran buenos en la corte española: una dama
italiana venida para servir a la reina Isabel de Valois, Sofosniba Anguissola,
era también una delicada y magnífica retratista.
Como tarjeta de
presentación para ese soberano entendido en pintura, el Greco no encontró mejor
recurso que enviarle un cuadro, y pintó la Alegoría de la Santa Liga,
en la que aparecen rezando de rodillas Felipe II, el Papa y el Dux de Venecia,
jefes de las tres potencias que se coaligaron frente al Turco, así como don
Juan de Austria, comandante de la armada que venció en Lepanto. El tema no
podía ser más halagador para Felipe II, pues Lepanto fue la más famosa victoria
de su reinado, “la mayor ocasión que vieron los siglos”, decía Cervantes, que
se quedó manco en esa batalla.
Además de una
apología directa a la grandeza de Felipe II, el Greco, que debía de conocer los
gustos del Rey, tuvo la astucia de mezclar en su pintura rasgos de sus dos
pintores favoritos, Tiziano y el Bosco. Del primero tomaba los cálidos colores
venecianos, su luz deslumbrante; del Bosco una escena de pesadilla, las
monstruosas fauces del Leviatán que engullen almas en pena. Felipe II debió de
quedarse algo perplejo ante la obra, que quizás no le gustó pero en todo caso
le interesó, y decidió poner a prueba al artista con un encargo, la historia de
San Mauricio y la Legión Tebana, para ver si era capaz de satisfacer sus
exigencias concretas.
Carrera en España.
El Greco había
llegado a España hacia 1576, y gracias a su red de contactos recibió
inmediatamente encargos importantísimos en Toledo: El expolio de Cristo para
la catedral, y un enorme retablo con pinturas monumentales para el convento de
Santo Domingo el Antiguo; son obras maestras en las que curiosamente se nota la
influencia de Miguel Ángel, a quien tan acerbamente había criticado en Roma.
Estas realizaciones lo convirtieron en una estrella y lo vincularon a Toledo.
Él, sin embargo, donde quería ir era al Escorial, a la sombra del Rey. La llave
de la corte era el cuadro de San Mauricio.
El Greco hizo
una versión muy intelectual de la historia de este santo, martirizado con los
6.666 soldados de la Legión Tebana que él mandaba –todos cristianos– por
negarse a adorar a los dioses paganos. La ejecución de San Mauricio queda en
segundo plano y pequeño tamaño, mientras que toda la atención la atraen los
bellos cuerpos de los legionarios romanos, que en primer plano conversan con
amanerados gestos retóricos.
No era eso lo
que quería Felipe II. Los cuadros de santos debían servir para provocar “el
deseo de rezar ante ellos”, debían sujetarse a las instrucciones sobre imágenes
del Concilio de Trento, no distraer la mente con reclamos intelectuales o
estéticos. Además, el Greco tuvo la ocurrencia de poner junto a San Mauricio a
Manuel Filiberto de Saboya, vestido con una armadura del siglo XVI. Era el
general de Felipe II que había ganado la batalla de San Quintín, en
conmemoración de la cual se construyó El Escorial, lo que suponía otra
desviación de la función piadosa que debía tener la pintura religiosa.
Felipe II
distinguía perfectamente dos áreas de pintura, la que le gustaba a él, que
colgaba en sus palacios para su solaz, donde estaba admitido el erotismo, la
extravagancia y el juego intelectual; y la religiosa, que quería poner en los
altares como forma de propaganda doctrinal. El Greco se pasó de listo, no supo
discriminar y mezcló los ámbitos. El Rey le pagó San Mauricio sin
protestas, pero no lo colocó en el altar de la basílica del Escorial; en vez de
ello le encargó el mismo cuadro a un tal Rómulo Cincinatto, pintor sin pena ni
gloria, y no volvió a contar para nada con el Greco.
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