(Un texto de Carlos Manuel Sánchez
en el XLSemanal del 13 de julio de 2014)
¿Qué hay de cierto en los mitos que
rodean a estos soldados llegados de la remota Escandinavia? Le contamos las
verdades y mentiras de este pueblo guerrero que cosechó una de sus mayores
derrotas en España.
Incendiaron
Sevilla, saquearon Orihuela, asediaron Santiago de Compostela, remontaron el
Guadalquivir y el Ebro, secuestraron a un rey de Pamplona... El dragón
representado en el mascarón de proa de sus naves de guerra aterrorizó a los
habitantes de la Península Ibérica entre los siglos IX y XI, un periodo en el
que fueron los señores del mar y en el que la codicia los llevó a explorar y
expoliar cuatro continentes. Los vikingos son el sinónimo de la crueldad de una
época oscura.
Pero
los historiadores están revisando algunos mitos sobre aquellos piratas llegados
de la remota y helada Escandinavia: Philip Parker acaba de publicar The northmen's fury; el Museo Británico
les ha dedicado una magna exposición; una serie televisiva muy documentada
cuenta la historia del héroe nórdico Ragnar Calzas Peludas; y Ariel ha reeditado el clásico de historia militar
de Paddy Griffith Los vikingos. El terror
de Europa.
Para
empezar, no siempre eran sanguinarios. Fueron agricultores antes que
aventureros; comerciantes antes que soldados. Y cosecharon demasiadas derrotas,
especialmente en España, para que su fama de guerreros invencibles se sostenga.
Las culturas anglosajona y centroeuropea tienen muy interiorizado su legado,
pues fascinó a los románticos en el siglo XIX y a los nazis en el XX. Pero son
menos conocidas sus incursiones en la Península Ibérica, tanto en los reinos
cristianos del norte como en al-Ándalus. Por ejemplo, algunos de aquellos
bandidos rubios y melenudos se establecieron cerca de Sevilla, donde se
convirtieron al islam, formaron familias y se dedicaron a la fabricación de
quesos.
El
problema historiográfico en el caso de España es que no hay restos
arqueológicos de ellos, y las fuentes escritas son escasas y poco objetivas:
algunas sagas nórdicas, que los ensalzan como héroes; los escritos de los
monjes cristianos, que hablan de asesinos feroces; y los autores árabes, que
son los más prolijos. Pero se acepta que la primera oleada documentada fue en
el año 844. Los vikingos habían convertido la ciudad francesa de Bayona en una
de sus bases de operaciones. Una tormenta desvió sus naves hacia la costa de
Gijón. Desde allí fueron costeando hasta Galicia y llegaron hasta el faro de
Hércules. Adentrándose por las rías, saquearon las aldeas que encontraron a su
paso hasta que un ejército cristiano, capitaneado por el rey Ramiro, les
presentó batalla y los obligó a retroceder, quemándoles unas setenta naves. El
resto de la flota siguió hacia el sur.
Ya
en territorio árabe sitiaron Lisboa, cuyos moradores enviaron mensajeros al
califa de Córdoba para pedir ayuda. El asedio duró un par de semanas, pero los
vikingos no tenían catapultas ni máquinas de guerra para tomar una ciudad
amurallada, así que decidieron continuar su periplo, rumbo a Cádiz, que
masacraron. Penetraron por el Guadalquivir y llegaron a Sevilla, ciudad que
tomaron tras un par de escaramuzas. La población huyó aterrorizada.
Los
caudillos árabes estaban sorprendidos por la rapidez de desplazamiento de
aquellos enemigos que parecían estar en todas partes y que ahora, además,
disponían de caballos y se dedicaban a rapiñar las ciudades a su antojo.
Abderramán
II reunió una tropa bien pertrechada que los derrotó. Lo que quedaba de la
flota vikinga en retirada llegó al Atlántico, puso proa al norte y por el
camino aún tuvieron ánimos para hacer una incursión por el Tajo y saquear
Béjar. Finalmente se les permitió quedarse en Isla Menor (Sevilla), donde se
dedicaron a elaborar mantequilla, leche agria y quesos. El queso puro sevillano
procede del ost danés.
La
siguiente incursión (año 896) estuvo comandada por dos caudillos normandos
legendarios: Hasting y Bjorn Costilla de
Hierro. Desde el principio lo tenían muy claro. Su objetivo: Santiago de
Compostela, que ya tenía fama en la cristiandad y suponían que era una ciudad
muy rica. Navegaron hacia el interior por la ría de Arosa y sembraron el
pánico, pero en Santiago se encontraron con las murallas cerradas a cal y
canto. Y en estas llegaron las huestes del rey asturiano Ordoño I, que los
derrotó.
Como
sucedió en la primera expedición, los vikingos decidieron probar suerte más al
sur, atraídos además por la gran cantidad de plata islámica que circulaba.
Tomaron al asalto Algeciras e intentaron repetir la jugada de remontar el
Guadalquivir y alcanzar Sevilla, pero los árabes estaban sobre aviso. Una
armada los frenó en seco.
Como
siempre que encontraban rivales bien preparados, los vikingos prefirieron huir
en busca de lugares más hospitalarios o mal defendidos. Así que cruzaron el
estrecho de Gibraltar, saquearon algunos pueblos de la costa africana (lo que
quizá explicaría que haya bereberes de ojos azules) y remontaron por el
Mediterráneo, llegando al reino de Todmir (Murcia, Alicante y Almería).
Luego
se ensañaron con las islas Baleares y llegaron a Francia e Italia. Tomaron
Génova valiéndose de una artimaña de Hasting, que era un tipo ingenioso. Unos
emisarios vikingos engañaron a los gobernantes genoveses diciéndoles que eran
un grupo de cruzados rumbo a Constantinopla y que su líder había muerto,
pidieron que les dejasen enterrarlo en la catedral. Obtuvieron el permiso.
Cuando el obispo que oficiaba el funeral se dispuso a bendecir el ataúd,
Hasting 'resucitó', sacó una espada que llevaba oculta y acabó con él. La ciudad
cayó, aunque los vikingos pensaban que se trataba de Roma. La incendiaron. Y
con el botín se dirigieron de nuevo hacia el sur. Al llegar al delta del Ebro,
decidieron echar un vistazo. Y luego curiosearon por el Arga... El caso es que
llegaron hasta Pamplona, donde hicieron prisionero al rey García Iñíguez, que
tuvo que pagar un rescate de setenta mil dinares.
Hubo
otras oleadas, pero cada vez menos importantes. Algunos vikingos sirvieron como
mercenarios para señores gallegos. Su conversión al cristianismo los atemperó.
En muchos lugares acabaron mezclándose con la población local, pues en realidad
no eran ladrones ni guerreros a tiempo completo, sino agricultores que echaban
una belicosa cana al aire cuando las faenas del campo estaban paradas. Y como expone
Griffith con ironía: «Es difícil sacar adelante una granja sin una segunda
fuente de ingresos».
Vikingos: una sociedad sorprendente
-¿Eran
tan buenos navegantes? No usaban brújula ni mapas, solo las estrellas y
quizá también unas extrañas piedras que captaban la luz del Sol en los días
nublados. Esas rocas cristalinas de espato de Islandia, un polarizador natural,
han sido estudiadas por la Royal Society.
Cuando las nubes les impedían orientarse, oteaban el cielo con un cristal de
espato, cuyo brillo aumentaba si lo apuntaban hacia donde estaba el Sol, y
podían determinar así la hora y el rumbo. Fueron pioneros de la globalización,
pero sus grandes descubrimientos geográficos, como Islandia, Groenlandia o
Terra Nova, se deben más a la casualidad y a las tormentas que a su pericia
navegando.
-¿Sus
barcos eran invencibles? Sus astilleros fabricaban dos tipos de navíos: el knoerr, de unos 17 metros de eslora y
vela cuadrada, era un barco mercante capaz de cargar cien toneladas; y el
temido langskip de guerra, conocido
en las crónicas como drakkar, por la
cabeza de dragón que adornaba la proa. Esa pieza era de quita y pon. Lo
llevaban para asustar a los lugareños cuando se disponían a atacar y
prescindían de él cuando llegaban a un puerto en el que pretendían comerciar en
son de paz. La propulsión combinaba remos y vela. Eran muy manejables, pero
naufragaban con cierta facilidad y se demostraron muy inferiores a las naves
andalusíes.
-¿Planificaban
sus expediciones? Lo justo. Eran espíritus inquietos. La inactividad los
aburría. La oscuridad de los meses invernales los volvía taciturnos. Las
costumbres de los clanes daneses establecían, además, que el primogénito lo
heredaba todo, así que para el resto de la parentela convenía emigrar. Bebían
reunidos junto a un fuego. Si alguien contaba una historia sobre lo bien que le
iba a una granja vecina o la riqueza de una costa cercana o lejana, sin
pensarlo dos veces, montaban una flota. De España, por ejemplo, les llegaron
oídas de su lucrativo comercio de esclavos, en especial eunucos. Eran castrados
en Córdoba por cirujanos judíos.
-¿Eran
tan feroces? Eran mercaderes. Pero descubrieron que los pobladores de
algunas regiones, sobre todo los que vivían cerca de abadías y monasterios,
eran pacíficos y poco duchos en el manejo de las armas. ¿Y qué mejor negocio
que el saqueo? Espadas, hachas y martillos eran su armamento. Se defendían con
un escudo redondo. Pero no todos los guerreros podían permitirse una cota de
malla o el casco (sin cuernos). Sus tácticas eran terroristas. Pero si no veían
una ventaja clara o les gustaba el lugar, terminaban diluyéndose con los
oriundos. Dice un manual vikingo del siglo X: «Sé amigo de tus amigos, devuelve
regalo por regalo, sonríe donde te sonrían y miente con disimulo».
-¿Luchaban
drogados? Unos pocos guerreros entraban en combate en estado de trance,
posiblemente por la ingestión de alguna droga o quizá autoinducido. Ululaban y
echaban espumarajos por la boca. Eran los berserker,
formaban una extraña hermandad y actuaban como una fuerza de choque con un
poder intimidador superlativo. Hasta sus propios compañeros los temían, pues no
distinguían entre amigo y enemigo. Pero en tiempos de paz no se adaptaban a
vivir en sociedad, y la población vikinga les hacía el vacío.
-¿Era
una sociedad machista? Con unos tipos tan duros en casa, sería lógico
pensar que las mujeres vikingas serían sumisas, pero no. Acostumbradas a pasar
largas temporadas a cargo de la granja mientras sus hombres estaban lejos, no
estaba mal visto que tuviesen amantes. Y podían divorciarse si alegaban que su
cónyuge era homosexual o impotente. En ocasiones también acompañaban a las
expediciones y en algunos casos incluso guerreaban.
-¿Y
ellos eran tan brutos? Podían serlo. Pero también eran presumidos y limpios
para los estándares de la época. Cuenta un cronista medieval que «se lavan y
peinan todos los días, se bañan semanalmente y se cambian de ropa con
frecuencia, así que pueden socavar la virtud de las mujeres casadas e incluso
seducir a las hijas de nuestros nobles». Se emborrachaban con cerveza y tomaban
alucinógenos, pero también eran poetas exquisitos; sus sagas, las narraciones
familiares, eran una mezcla de periodismo y culebrón. Crearon el primer
parlamento democrático del mundo. Tenían un panteón de dioses muy complejo, con
Odín a la cabeza.