(Un texto de Antón Castro en el Heraldo del 25 de enero de
2015)
Se cumplen 400 años de la
publicación de la II parte de 'Don Quijote de la Mancha', que tiene muchos
escenarios y vínculos aragoneses: el Ebro, Pedrola y el palacio de los duques,
Alcalá de Ebro y la ínsula Barataria, Sansueña o el soldado de Ibdes, Jerónimo
de Pasamonte.
Una de las preguntas que, tantos
años después, seguimos haciéndonos es: ¿estuvo Miguel de Cervantes (1547-1616)
alguna vez en Zaragoza o en Aragón? No se sabe con certeza, aunque se dice a
menudo que en el invierno de 1568, cuando huía de Madrid tras agredir a un
hombre, pernoctó en el palacio de los duques de Villahermosa, gobernado
entonces por Martín de Aragón y Gurrea, aficionado a la poesía y a las bellas
artes. Cervantes, según esa hipótesis, acompañaba al cardenal Giulio Acquaviva,
camino de Roma. Luego su vida le llevaría por distintos lugares y acabaría,
convertido en superviviente manco más que en héroe, en la batalla de Lepanto
(1571) y de recluso en Argel.
Nos detenemos un instante en
Lepanto para recordar otra conexión aragonesa: allí coincidió con el soldado
Jerónimo de Pasamonte, que había nacido en Ibdes (Zaragoza) en 1553, al que
luego criticará en la primera parte del 'Quijote' (1605). Este, que redactó su
autobiografía, se vengaría con la redacción del 'Quijote apócrifo', firmado por
Alonso Fernández de Avellaneda y publicado en Tarragona en 1614, un año antes
de la aparición de la segunda parte del 'Quijote' en 1615. Quería tomarle la delantera
del éxito. ¿Son Avellaneda y Pasamonte la misma persona? Para Martín de Riquer,
y algunos más, sí: anunció la teoría en 1969 y la concretó en 1988 en el
volumen 'Cervantes, Passamonte y Avellaneda' (Sirmio). Este es otro de los
misterios cervantinos: ha hecho correr ríos de tinta. Y sigue haciéndolo.
Hace no demasiado tiempo, Antonio
Sánchez Portero, estudioso bilbilitano, publicó un libro -'Cervantes y Liñán de
Riaza. El autor del otro Quijote atribuido a Avellaneda' (2012)- donde afirma
que el toledano Pedro Liñán de Riaza, afincado en Calatayud, sería la máscara
real de Avellaneda, quien, a la postre, también resultaría decisivo en la
continuación de la novela. Cervantes le hace decir a su héroe que, tras haber
leído ese volumen, «no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del
mundo la mentira dese historiador moderno». Aunque no ponga los pies en
Zaragoza, Sansueña en el libro, es la ciudad más citada y está muy cerca de
algunos de los lugares donde ocurren episodios centrales de la segunda parte:
el Ebro, el palacio de Buenavía de los duques de Villahermosa o Luna, el caserón
donde ejercerá Sancho Panza de gobernador (en una magistral burla que se vuelve
contra los burladores) y la Ínsula Barataria.
Los estudiosos, historiadores y
filólogos han puesto nomenclatura exacta allí donde Cervantes solo sugiere o
enmascara deliberadamente. El palacio de los duques estaría en Pedrola y la
Ínsula Barataria, citada por primera vez en el capítulo XXV y escenario capital
a partir del XLV, sería Alcalá de Ebro. Martín de Riquer, en una de sus
ediciones del Quijote, advierte en el capítulo XXX: «Téngase en cuenta, no
obstante, que no hay identificación total entre los duques de la novela y los
históricos de Luna, pues Cervantes ni menciona jamás su título ni da el nombre
de la residencia en donde viven». Otro tanto cabria decir a propósito de Alcalá
de Ebro y la Ínsula Barataria.
¿Cómo surgió entonces esa
identificación? La formuló en 1797 el erudito Juan Antonio Pellicer
(Encinacorba, Zaragoza, 1738-Madrid, 1806); en ese año publicó una biografía
del autor y editó, en cinco tomos, el libro para Antonio de Sancha. La audacia
-que tenía su fundamento por la proximidad, por los meandros que dejaba el río y
por el número de habitantes, etc.- tuvo fortuna y son muchos los estudiosos que
se han abonado a esa idea, entre ellos, por citar un ejemplo, el cervantista
Luis Astrana Marín, experto y traductor de otro autor bajo sospecha de
identidad: William Shakespeare.
En el capítulo XLV, Sancho Panza
toma posesión de su isla: «Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó
Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el duque
tenía. Diéronle a entender que se llamaba la Ínsula Barataria, o ya porque el
lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el
gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el
regimiento del pueblo a recibirle; tocaron las campanas, y todos los vecinos
dieron muestra de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la iglesia
mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le
entregaron las llaves del pueblo y le admitieron por perpetuo gobernador de la
ínsula Barataria». A partir de este instante, Sancho empieza a juzgar con
admirable sensatez como si fuera el rey Salomón.
Alcalá de Ebro asumió pronto, con
la habitual timidez aragonesa, su condición de espacio de la imaginación
universal. Le dedicó una calle a Miguel de Cervantes, ha colocado diversas
placas y leyendas en el edificio del ayuntamiento, y ha instalado a orillas del
río una escultura, verdosa, de un Sancho meditabundo, con una inscripción
cervantina, que realizó el escultor Carlos Pérez de Albéniz, ya fallecido. Hace
poco tiempo a la escultura se le ha construido una especie de protección o
navío para que no se deteriore con las inundaciones, tal como explica el
fotógrafo de la Ribera Alta José Ignacio Iguarbe.
Ahora, el solitario Sancho encara
la curva del Ebro y Jo mira de frente: al fin y al cabo, en su corriente y en
su ribera, vivió algunas aventuras. La más fascinante y peligrosa fue la del
barco encantado. En este caso, la padeció en compañía de su señor Don Quijote:
este vio una barca de pescadores del río y la confundió con un barco hechizado.
«¿Qué diablos de ciudad, fortaleza o castillo dice vuesa merced, señor? -dijo
Sancho- ¿No echa a ver que aquéllas son aceñas que están en el río, donde se
muele el trigo?». Se subieron al bote y le cortaron las amarras con la ribera.
«Calla, Sancho -dijo don Quijote-; que aunque parecen aceñas, no lo son; y ya
te he dicho que todas las cosas tras truecan y mudan su ser natural los
encantos». La frase es casi una poética general del Quijote. Lo que sucedió
luego es un episodio de humor, horror y locura.
Cerca de Alcalá de Ebro, pero no a
las dos horas que dijo Cervantes, está Pedrola. En el centro de la población,
pero alejado del cauce del río, se sitúa el palacio desde el cual los duques
urdían sus burlas y trapacerías, que Cervantes define con el término «busilis».
Allí suceden algunas cosas: la más impresionante es la del caballo Clavileño,
que tiene el atributo de volar y de poder llegar al reino de Candaya, donde hay
un mágico ungüento que permitiría acabar con las barbas de tres mujeres que le
imploran ayuda a Don Quijote. Si se va por tierra, le indican, «hay cinco mil
leguas, dos más o menos; pero si se va por el aire y por línea recta, hay tres
mil y doscientas y veinte y siete». La candidez del Caballero de la Triste
Figura daba para todo.
También le dicen que si algún día
viniera un caballero libertador, el famoso mago Malambruno le mandaría «una
cabalgadura harto mejor», que es, ni más ni menos, que «Clavileño el Alígero,
cuyo nombre conviene con el ser de leño, y con la clavija que trae en la
frente, y con la ligereza con que carnina; y así, en cuanto al nombre, bien
puede competir con el famoso Rocinante». La aventura de Clavileño y la dueña Dolorida
es desternillante y es «una de las más famosas del Quijote» y «desarrolla
paródicamente un tema propio de novelas medievales», según escribió Martín de
Riquer.
Aragón no ha creído mucho en su
patrimonio cultural jamás. No sorprende que no exista una ruta cervantina: esa
es una asignatura pendiente y se fantasea con aprobarla con nota en cada
efemérides. También ahora. Y quizá el año que viene: se cumplirán cuatro siglos
de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, el amigo misterioso de
Aragón.
De Tronchón y la Aljafería a Ibarra y Navarrete
Aragón aparece de formas muy
diversas en la narración del Caballero de la Triste Figura. He aquí un pequeño
recuento.
Tronchón. El famoso queso de Tronchón (Teruel) aparece citados dos
veces en la II parte de 'Don Quijote de la Mancha'. En el capítulo LII se dice:
«...y más un queso que Teresa le dio, por ser muy bueno, que se aventajaba a
los de Tronchón». Y en el LXVI se lee: «aquí llevo una calabaza llena de lo
caro, con no sé cuántas rajitas de queso de Tronchón, que servirán de llamativo
y despertador de la sed, si acaso está durmiendo».
Maese Pedro. En varios capítulos de la II parte se cuenta la
historia del titiritero Maese Pedro y su mono. En el capítulo XXVI se dice:
«Vuelvan vuestras mercedes a aquella torre que allí parece, que se presupone
que es una de las torres del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman la Aljafería».
Joaquín Ibarra. El impresor !barra (Zaragoza, 1725-Madrid, 1785)
realizó, por encargo de la Real Academia Española, una primorosa edición del
Quijote en 1780 (la empezó en 1777) en cuatro volúmenes, con tipos nuevos y con
33 ilustraciones. La encargó Grimaldi, el secretario de Carlos III. Se recuperó
en edición facsímil hace una década por el Gobierno de Aragón. Es una joya
admirada no solo en España sino en Europa.
Javier Blasco. El catedrático zaragozano de la Universidad de
Valladolid sostiene que Avellaneda es Baltasar de Navarrete. Ha escrito: «Los
documentos que hoy conocemos sitúan a fray Baltasar Navarrete (teólogo y
maestro en Artes, catedrático de la Universidad de Valladolid...) en el centro
del escenario en que madura el 'Quijote apócrifo', libro que, como ocurría con
'La Pícara Justina', también escuda en el seudónimo su presentación en
sociedad».
Otros. El aragonés Alberto Blecua realizó la edición del IV
centenario (cuyos actos coordinó su hermano José Manuel), en un único volumen,
para el sello Espasa. Aurora Egido, Juan Antonio Frago, Alfonso Zapatero o Isaias
Moragas, entre otros, le han dedicado monografías y estudios. Y Antonio Pérez
Lasheras firmó 'Sin poner los pies en Zaragoza (algo más sobre el Quijote y
Aragón)' (Rolde de Estudios Aragoneses, Zaragoza, 2009), donde además explica
el verso «O en las montañas de Jaca », que aparece en el capítulo XLIV, como
expresión casi arquetípica del frío y las cumbres.
El gobernador de la ínsula
Barataria. Se dice que Aragón ocupa 37 capítulos de los 74 de la segunda parte
del Quijote. Varios de ellos están dedicados al escudero Sancho Panza, que es
objeto de una promesa de Don Quijote y de burla de los duques de Villahermosa.
Le entregan el gobierno de la ínsula Barataria, que sería Alcalá de Ebro, tal
como conjeturó en 1797 Juan Antonio Pellicer. […]
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